miércoles, 2 de diciembre de 2020

Un Escudo de Esmaltes

 

"Un Escudo de Esmaltes"

    (Leyenda sevillana)

  Antonio Puente Mayor


        La víspera de nuestro viaje decidí acercarme hasta el corazón de la villa para adquirir algunos regalos para mis sobrinos. La recién transformada Puerta del Sol bullía como de costumbre, y a las hordas de transeúntes cubiertos de seda y fieltro se unía el incesante tráfico de carruajes, diligencias y sillas de postas, conformando un maremágnum de caos y ruido que aún me costaba asimilar. Pese a todo, logré dirigir mis pasos hacia la esquina de la calle Mayor, donde las paredes de Casa Cordero lucían repletas de género; desde bisutería y quincalla a lámparas y útiles de caza. No en vano sus covachuelas, instaladas por un leonés en el solar del desaparecido convento de San Felipe el Real, llevaban décadas dedicadas al comercio. Aunque si por algo destacaba el bazar era por los juguetes, a los que debía su fama en justa competencia con la fonda ubicada en la planta superior. Sabedor de que aquel periplo me obligaba a un importante dispendio, opté por obsequios sencillos: una pelota para Alfredo y una muñeca de trapo para Julia. Al fin y al cabo mi ahijada no superaba los tres años de edad y difícilmente sabría apreciar un presente más lujoso. 

     Valeriano nos recibió con cálido afecto, y mientras me abrazaba noté un ligero temblor en sus mejillas, algo que achaqué a la emoción del encuentro y al largo tiempo sin vernos. Apenas nos hubimos aseado y tomado el almuerzo, Casta se retiró a descansar con nuestro pequeño, a quien las incomodidades del viaje habían mudado el ánimo. Aprovechando su ausencia y el hecho de que mis parientes acostumbrasen a dormir la siesta, propuse a mi hermano visitar la catedral, aún engalanada con motivo del Corpus. Este aceptó de inmediato y, sin más demora, nos encaminamos hacia la calle Génova, persuadidos de que aquella excursión nos depararía alguna sorpresa.  



I


A diferencia de mi última visita, cuando la salud no me era tan esquiva, las gradas se hallaban casi despobladas, seguramente a causa del calor. No en vano, las inmediaciones de Matacanónigos, habitualmente repletas de público, presentaban un aspecto desolador, apenas surcadas por artesanos, reatas de mulas y alguna anciana camino de su casa. Mientras cruzábamos, Valeriano se fijó en un par de muchachos que, ajenos a todo y apoyados en un marmolillo, daban buena cuenta de unas sobras. 

   «Ve entrando tú», me soltó de improviso, mientras extraía un pequeño cuaderno de la chaqueta. Y casi de inmediato, se dedicó a tomar apuntes del natural con visible entusiasmo. 

   Pese a la egregiedad de la catedral de Toledo, primada de las Españas, el esplendor de Santa María de la Sede cautivaba a todos lo que se sumergían en ella, ya fuese en fechas señaladas u ordinarias. Y es que a la inmensidad de sus naves y altura de sus techos había que sumar la riqueza de su ornamentación, lujosa hasta el extremo. 

   Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas me condujo hasta el altar mayor, donde la eufonía y la danza añadían una nota de color a los días posteriores a la fiesta del Corpus Christi, esos que llaman Octava, y que al igual que otros ritos de la ciudad son dignos de conocer y admirar. 

   Inspirados por la solemnidad del recinto y enardecidos ante la visión de su retablo, los cantores y bailadores llamados «seises» ejecutaban su arte en honor al Santísimo Sacramento de la Eucaristía, maravillando y suspendiendo a los asistentes con sus concertadas voces y graciosas contradanzas al modo del Siglo de Oro. Si bien sus usos no me eran ajenos, algo dentro de mí me impulsó a observarlos con detenimiento, poniendo especial interés en sus llamativos ropajes, herencia de los Austrias. Ahí el rojo juboncillo, de común ajustado, combinaba naturalmente con el blanco del calzón y las medias, completándose con una cruzada banda, zapatos envueltos en raso y sombrerillo con plumas. Sustituyendo al adufe, instrumento popular en épocas pasadas, cada uno de los niños que formaban el conjunto portaban castañuelas de marfil, un feliz aditamento no exento de críticas por parte de los más austeros. 

   Cuando el acto alcanzaba su medianía y los seises iniciaban el baile en honor al prelado, un extraño fulgor procedente del lado norte de la iglesia me secuestró del embeleso, reclamando toda mi atención. Dicha luminaria exhibía curiosamente la forma de un orbe y su reflejo apenas se proyectaba en la reja que custodiaba a las santas mártires Justa y Rufina. Intrigado, y tras constatar que nadie más que yo se había percatado del fenómeno, traté de acercarme y aún tocarlo, hecho que provocó su inmediato desplazamiento.


II


Ya de vuelta en la calle, pues la esfera me apremió a atravesar el templo hasta sus mismas puertas, un soplo de aire frío me abofeteó el rostro, obligándome a entornar la vista y plegar los hombros. Sorprendentemente, el cielo aparecía cubierto, y sus mustios nubarrones amenazaban con descargar en cualquier momento. Fiel a mi instinto, crucé al otro lado de la calzada, no sin antes reparar en que el paisaje había mudado por completo. Al incomprensible aspecto de los edificios, mucho más antiguos y toscos, se unía la suciedad imperante, el tufo de las bestias y el trasiego de individuos de diverso pelaje ataviados a la usanza barroca. Tal era el espectáculo, propio de una novela de Cervantes, que incluso hube de pellizcarme para comprobar que no estaba soñando. 

   Incrédulo ante tal panorama, decidí concentrarme en el objeto brillante, el cual franqueó a toda prisa la ojiva situada frente a la catedral para adentrarse en los dominios del colegio seminario de San Miguel. Una vez en su interior, dicho halo me condujo hasta el piso superior, donde se ubicaban los dormitorios. A esas alturas el frío resultaba insoportable y mis miembros comenzaron a sufrir su crudeza. Renegando entre dientes de mi absurda temeridad, disponíame a regresar, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. 

   A la dudosa luz vespertina que penetraba en el cuarto por los vidrios de las ventanas, fui a descubrir el perfil de un espectro, el cual, imperturbable y silencioso, se allegaba lentamente portando una bujía. Tras observarlo con recelo y comprobar que se trataba de un muchacho, sentí como este volvía su rostro hacia mí y me clavaba su mirada. Entonces, sin darme tiempo siquiera a reaccionar, un cúmulo de sombras acudió presurosamente a mi cabeza, paralizándome por completo y mostrándome, cual ilusión, su increíble historia. 

   Mozo de coro y eterno aspirante a seise, el responsable de aquel prodigio vio el cielo abierto el día en que el maestro de capilla lo postuló como nuevo integrante del conjunto. Sin embargo, lo que a todas luces parecía una empresa fácil, pronto se tornó en inalcanzable, pues el pariente de un encumbrado canónigo se interesó por el puesto, logrando acceder de inmediato merced a sus influencias. Esto desató la ira del primer candidato, quien, al ver truncado su sueño, juró vengarse a la menor oportunidad. 

      Cierta mañana, un caballero veinticuatro de los que gobernaban la ciudad llamó a las puertas del colegio y pidió licencia para visitar sus instalaciones. Al parecer descendía de una ilustre familia de militares, y su atuendo, a todas luces exquisito, evidenciaba una gran fortuna. Interesado en el mecenazgo de la institución, enseguida entabló conversación con sus responsables, no sin antes recorrer la totalidad del edificio saludando a todos cuanto hallaba a su paso. 

   Aprovechando la revista del prócer y movido por el rencor, el mozo sustrajo el broche con que el noble sostenía su capa, y raudo lo colocó en el mullido colchón de su adversario. Llegado el momento de la partida, y una vez que los criados dieron la voz de alarma, ejecutó la segunda parte de su plan, denunciando falazmente al inocente y logrando, con sorpresa, un rédito aún mayor de lo esperado. 

   El hallazgo en el dormitorio supuso la expulsión inmediata del nuevo interno así como la degradación de su mentor, mientras que el premio por la recuperación del broche, el cual contenía un hermoso escudo decorado con esmaltes, consistió en una dobla de oro, cortesía del caballero. Inmerecida recompensa para el ruin, que pronto se acrecentó con la promesa de convertirlo en seise por parte del dómine. 

   Fascinado ante su suerte y temeroso de que alguien pudiese robarle la valiosa moneda, este la escondió en un extremo del patio, bajo una pesada piedra de color pardo. Sin embargo, la justicia divina, esa Gloriosa Entidad que a la postre restablece el orden de todas las cosas, impidió que el infeliz disfrutase de sus logros, obtenidos con malevolencia y sin ningún mérito, y días antes de su debut en las fiestas de la Inmaculada, unas fiebres le arrancaron la vida sin darle tiempo siquiera a confesar. 


III


Toda esta información acudió a mi mente de manera vertiginosa, provocando que mis músculos se tensasen y un sudor frío recorriese mi espalda. Seguidamente, y cuando las visiones tocaron a su fin, me descubrí de nuevo en el dormitorio. Esta vez el espectro se hallaba en un rincón, con el rostro oculto entre las manos y sollozando. La temperatura cada vez era más gélida, y el piso parecía querer deshacerse bajo mis pies.

   Guiado por un impulso, me atreví a dar un paso, y luego otro, hasta situarme frente al muchacho, cuya evanescencia se me reveló en toda su complejidad. No fueron necesarias palabras, pues mi corazón, enternecido ante la severidad de su sentencia, intuyó lo que debía hacer. De este modo, descendí a toda prisa los escalones hasta dar con el patio donde había escondido la dobla, y, tras unos minutos de búsqueda, logré dar con la piedra parduzca, poniendo rumbo de inmediato a la catedral.

   La lluvia arreciaba con fuerza y la calle, antes concurrida, se había convertido en un barrizal. Con mucho cuidado logré sortear el tráfico de caballerías y situarme ante el hermoso pórtico del Nacimiento, el cual poseía el privilegio de haber sido el primero en labrarse en el templo. Una vez en su interior, no me fue difícil retornar a la capilla dedicada a las santas. Si allí había comenzado la aventura, allí debería concluir. 

   Calado hasta los huesos y estremecido por la gravedad del asunto, alargué mi mano derecha y deposité la dobla como ofrenda, no sin antes elevar una oración por el alma de aquel triste. Al fin y al cabo, su tropiezo le había sobrevenido por querer servir a Dios flirteando con el diablo, una muestra inequívoca de la debilidad humana. 

   De improviso, y cuando el eco de mi plegaria aún retumbaba en la estancia, la moneda aumentó varias veces su tamaño, mudando posteriormente en un haz de luz donde pude apreciar con nitidez el perfil del espectro. Este me dedicó una sonrisa de agradecimiento que logró traspasarme y, seguidamente, desapareció de mi vista, como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras. Fue entonces cuando decidí abandonar la catedral y buscar a mi hermano para narrarle mi experiencia. 

   No obstante, antes de girarme para buscar la salida, sentí la necesidad de dedicar una última mirada al hermoso oratorio. De ese modo pude descubrir, no sin admiración, que el escudo que remataba la verja era el mismo que había visto en el broche. Aquel provisto de chevrón, estrellas y corona, con que el rico caballero se sujetaba la capa, y que había sido el causante de tantas desgracias. 

   Dicho escudo, querido lector, no es otro que el de mis antepasados. Los mismos que lucharon en San Quintín a las órdenes de Su Majestad Felipe II, que labraron la capilla en honor a los dos Santiagos y dieron lustre al apellido Bécquer. 


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