miércoles, 6 de enero de 2021

El Vestido

El Vestido

Gema Valero


        Hacía algunos años que la Calle Verdel había dejado de ser uno de los lugares más transitados de la ciudad. En sus mejores tiempos fue el epicentro de un animado paseo comercial, repleto de tiendas y negocios. Los transeúntes solían desgastar su empedrado, paseando de un lado a otro con sus manos cargadas de bolsas y paquetes, hasta que, la última crisis económica que sufrió nuestro país, arrasara con la mayoría de éstos establecimientos a su paso, lapidando los sueños y esperanzas de muchas familias. Por esa razón, me alegré enormemente cuando, al pasar por allí, advertí que habían abierto una coqueta Boutique en uno de los locales abandonados de la calle. Fue en uno de mis trayectos de camino a casa. Caminaba por la otra acera, ensimismada en mis pensamientos como de costumbre, cuando algo me hizo levantar los ojos del suelo y fijar mi mirada hacia el otro lado. Recuerdo que pensé con condescendencia, en la facilidad que solía tener para despistarme y evadirme de mi entorno, pues pasaba todos los días por ese lugar y no había observado ninguna actividad que me hiciera sospechar de la apertura de un nuevo negocio. 

Se trataba de una tienda de moda nada convencional. Su sugerente apariencia llamó tanto mi atención, que me vi impulsada a cruzar la calle para apreciarla mejor. El decorador había conseguido recrear en un espacio reducido, el ambiente romántico y refinado del salón-tocador de un palacete parisino en los años 20. Los muros, antes desconchados y tristes, lucían forrados con revestimientos de madera tallada y pan de oro. Su fachada la ocupaba, casi por completo, un amplio escaparate exquisitamente adornado. A través de él se vislumbraba un mostrador de aire retro que combinaba a la perfección con el papel pintado de las paredes, con la tapicería de terciopelo rojo y con la ostentosa lámpara de araña que cubría el alto techo. Cada elemento decorativo formaba parte de un escenario estratégicamente diseñado que, aun siendo únicos y admirables en su individualidad, interpretaban su modesto papel de adornar pero no eclipsar, al verdadero protagonista de la obra de arte que se representaba en aquel majestuoso escaparate; el vestido más hermoso que había visto jamás. He de confesar que me asomé al cristal del escaparate como un colegial en frente de una pastelería. Hice ademán de apoyarme en él para ver mejor su interior, pero mi sentido de la responsabilidad me paró en seco ante la idea de que mis dedos pudieran dejar huella en aquella vidriera impoluta. Aquel insólito vestido era aún más sorprendente visto de cerca y cualquier intento de describirlo, por muy conciso y detallado que fuese, no se acercaría jamás a la realidad. Su tejido se había confeccionado con el fin de inmortalizar los colores y formas de una playa paradisiaca, y todos sus elementos quedaban fielmente representados en el lienzo del vestido. La composición de sus exquisitas telas, recogían las tonalidades de un océano en calma.



        Una completa escala de azules y turquesas recorría divertida la longitud de la falda, jugando con las luces y sombras que la iluminación reflejaba en ella. El bordado de fina pedrería y cristal, salpicaba brillante las zonas más oscuras, causando el efecto de la espuma de las olas al romperse contra las rocas. Como broche final, en la parte superior del torso y en la cola del vestido, el color se degradaba suavemente logrando encarnar el dorado centelleo de la arena blanca. El maniquí que lo llevaba puesto también era digno de admiración. La perfección de sus líneas me hizo recordar las esculturas en piedra, que en mis tiempos de estudiante, había tenido la suerte de disfrutar en el viaje de estudios a Florencia. De no ser por su color de alabastro habría dudado en confirmar si se trataba o no de una mujer de carne y hueso. Me fijé atentamente en su rostro, y mi cuerpo se estremeció durante un instante. No sé explicar por qué. Quizás su expresión melancólica y enigmática consiguiera atravesar la coraza de la razón y rozara la tecla de mis emociones. Sus ojos me observaban. Aunque ese detalle, no me sorprendió más de lo habitual. En multitud de ocasiones había experimentado esa misma sensación con las muñecas que tenía en mi cuarto de niña, con los maniquís que se utilizan para representaciones históricas en los museos, con las marionetas, o incluso con algunos cuadros y retratos, tan realistas, que parece que te siguen con la mirada. En su semblante se intuía además, un atisbo de orgullo y vanidad, como si supiera que había sido creada para vestir los más bellos diseños. Y aunque sienta ahora vergüenza al recordarlo, sentí el resquemor de la envidia por aquél ser perfecto e inerte, que poseía la más extraordinaria de las joyas pero carecía de los sentidos para apreciarlo. Todo en aquella tienda me provocaba una gran curiosidad. Volví a fijarme en el interior. Parecía que no había nadie. Me acerqué dubitativa hacia la entrada y giré el pomo de la puerta. Estaba cerrado. Me invadió de repente la decepción y el abatimiento. No pude entender cómo aquel suceso tan irrelevante y tan ajeno a mí, consiguiera afectar de aquella manera a mi estado de ánimo. Encogí los hombros y guardé mis manos en los bolsillos de la chaqueta mientras reanudaba el camino a casa con desgana, pensando que quizás este decaimiento no fuera más que la primera señal de un simple resfriado.

        Cuando llegué a casa, Alfredo me esperaba con una de sus delicias culinarias. -¡Te has retrasado!- vociferó desde la cocina. -¿Ah, sí?- respondí distraída mientras me descalzaba las botas en la entrada. -Más de una hora- insistió camino del salón, sosteniendo la sartén en una mano y la cuchara de palo en la otra. -¿Una hora?- repliqué con incredulidad sentándome a la mesa. Pero, ¿Cómo había podido estar una hora delante de esa dichosa tienda?- Pensé algo confusa.- Creí que solo habían sido unos minutos.- Él me miró sacudiendo la cabeza y sacando a relucir sus dientes de forma burlona e indulgente, al tiempo que servía los tallarines en los platos directamente de la sartén. Olía delicioso y sabía aún mejor. Durante la cena, acaparé sin darme cuenta la conversación, relatando de forma minuciosa mi gran descubrimiento y volviéndome a deleitar en los detalles. Le expliqué emocionada la importancia de que negocios de esa categoría decidieran apostar por nuestra ciudad y de cómo podría resurgir el comercio de nuevo en nuestro Barrio. Y por supuesto le hable del vestido. De ese maravilloso atuendo que me había cautivado. Intenté con mi relato contagiar a mi oyente del entusiasmo y la pasión que un acontecimiento así me había provocado, pero lo único que conseguí a cambio fueron varios bostezos y la siguiente frase lapidatoria que culminó con cualquier posibilidad de continuar con mi charla: -Pero ¿cuánto tiempo más se puede hablar de una tienda de ropa?-

        Esa noche no pude pegar ojo. Estaba inquieta. Solo podía pensar en el vestido. Quería ese vestido. Lo necesitaba. Podía sentir como mi mente centrifugaba golpeándose con las paredes de mi cabeza. Mi parte racional se esforzaba en explicar el porqué de esta obsesión tan repentina y absurda, al tiempo que la parte irracional la acallaba inventando excusas para convencerme de la buena idea que sería tenerlo en mi fondo de armario. Jamás he sido una persona compulsiva con las compras o con un interés particular en la moda. Por eso resultaba enigmático la necesidad que había arraigado tan hondo en mí hasta el punto de anular el resto de mis circunstancias. Imaginé que mis delirios desaparecerían al día siguiente, en cuanto alguna otra novedad despertara mi interés, pero no fue así. Me sentía cansada y confundida. Para no alimentar más éste deseo incomprensible, esa mañana me obligué a utilizar una ruta distinta camino del trabajo, aunque eso significara dar un rodeo bastante absurdo y sumar kilómetros a mi recorrido habitual.

        No ocurrió lo mismo de vuelta a casa. Me sumí en tal estado de abstracción, que mis pies asumieron la tarea de dirigir al resto de mi cuerpo y me sorprendí encaminándome de manera inconsciente hacia la calle Verdel. Reaccioné deteniendo mi cuerpo con brusquedad para encarrilar de nuevo mis pasos hacia otra dirección, no sin antes reparar en un grupo de mujeres que se agolpaban bulliciosas ante el escaparate de la Boutique. Me invadió la incómoda angustia de que estuvieran admirando mi venerado vestido y me dirigí con recelo hacia donde se encontraban. Eran cuatro jóvenes de cuerpos exuberantes y largas piernas. Vestían elegantes y parecían modelos de alta costura. Se habían colocado estratégicamente para abarcar por completo el escaparate, así que me sitúe tímidamente en una esquina intentando disimular mi interés por ellas. Reían a carcajadas sin ningún reparo y de vez en cuando se hacían confesiones al oído las unas a las otras, hasta que finalmente, una de ellas, la que estaba más a la izquierda suspiró en voz alta: -Necesito ese vestido- La miré de manera automática al oír su comentario. Me sobresaltó escuchar de sus labios lo que mi mente gritaba a todas horas. -¿Y de qué te serviría?- respondió la chica que se encontraba a mi lado. - Ya te ha dicho Madame Guillot que el vestido no es de tu talla- añadió. Llevaba un pequeño y original sombrero que caía sutilmente por su lado derecho, impidiéndome ver su rostro con claridad. -¡Eres demasiado voluptuosa!- añadió maliciosa una tercera y seguidamente todas se echaron a reír de nuevo. -Esa vieja bruja- continúo la primera en hablar. –Si consintiera adaptármelo, seguro que me quedaría como un guante- -No digas tonterías. Estamos hablando de una obra de arte. Es exclusivo, no se puede arreglar- respondió con arrogancia la que se encontraba a mi lado. En ese instante su mirada se desvió hacia dónde yo me encontraba y se percató de mi presencia. Se giró hacia mí con aire retador, y sus ojos me inspeccionaron de arriba abajo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, al tiempo que sentí empequeñecer por momentos. -¡A ti sí que te quedaría bien ese vestido!- me dijo intentando forzar una sonrisa que concluyó en mueca. -¿No lo creéis así queridas mías?- continúo dirigiéndose a sus amigas, y con un rápido movimiento agarró mis hombros y los zarandeó hasta situarme en medio del singular grupo. A pesar de que llevaba guantes, el gélido roce de sus manos provocó que el bello de mi piel se erizara. De repente me vi atrapada, como un asustado roedor, frente a una manada de gatas traviesas.

        Las demás también me examinaron con desagrado y ante la falta de respuesta a su pregunta, mi particular secuestradora volvió a insistir. -¡Vamos! No seáis envidiosas. Todas deseamos ese vestido pero no tenemos sus medidas, sin embargo a ésta nenita le quedaría ideal- Aborrecí que se dirigiera a mí como “nenita” y el tono despectivo que empleaba al hablarme, pero ninguno de sus desaires pudo contrarrestar la complacencia que causaron en mí sus palabras. - Estás tan flaca y escuchimizada que posees el talle perfecto- afirmó. -Tu falta de pecho y ese cuerpo que tienes a medio terminar son la mejor baza para que Madame Guillot te deje siquiera acercarte al vestido- -Bueno- añadió otra de las chicas- quizás puedas entrar en él, pero dudo mucho que puedas permitírtelo- La miré suplicante, esperando una explicación a su comentario, pero no me respondió con palabras. Se limitó a señalar con sus expresivos ojos hacia dónde debían dirigirse los míos. Perseguí con inquietud el movimiento de su mirada, hasta descubrir a qué se refería. No sé cómo no lo había visto antes. A los pies del vestido se hallaba un diminuto cartel con su precio en letra cursiva. Me acerqué todo lo que pude, fijando la vista para ver con claridad. Mi cuerpo perdió por instante la estabilidad y di un pequeño traspiés. Las chicas me sujetaron con sus gélidas manos al tiempo que intentaban sin éxito esconder sus burlas por mi torpeza. -¿Es una suma que marea, verdad?- dijo una de ellas. -Al parecer perteneció a una joven aristócrata francesa. Fue un regalo de su madre para el día de su presentación en sociedad pero murió la noche antes en extrañas circunstancias y nunca pudo estrenarlo- La muchacha del sombrero me observaba de manera inquisitiva, como si intentara descifrar un enigma en los gestos de mi rostro. Su expresión, sin embargo, era como leer un libro abierto. Disfrutaba de mi conmoción y no se molestaba en ocultar lo entretenida que le resultaba mi situación. Se acercó aún más, invadiendo por completo mí espacio, y sin abandonar por un momento su cinismo, me susurró al oído: – Parece ser que ninguna de las que estamos aquí somos dignas de llevar ese vestido- y con ademán despreocupado volvió a situarse entre sus amigas. -¡Vámonos ya chicas, o llegaremos tarde a la recepción!- vociferó, dando por concluido nuestro encuentro. Las cuatro mujeres se giraron al unísono, no sin antes dedicarme una mirada embarrullada de indiferencia y lástima. Siguieron su camino entre risas y contoneos.

        La chica del sombrero se acercó a una de sus amigas a modo de confidencia e inexplicablemente pude sentir nuevamente sus labios rozando mi oreja y su aliento penetrando en mi conducto auditivo a modo de mensaje: -No se hizo la miel para la boca del asno- escuché claramente. Me sobresalté, y giré instintivamente esperando encontrar a alguien en mi espalda, pero no había nadie. Mi cuerpo se tensó, alertado por la expectación de un suceso inesperado. Seguí con la mirada al grupo de mujeres hasta que las perdí de vista. No conseguía encontrarle el sentido a nada de lo que estaba pasando. ¿Por qué me afectaba tanto lo que habían dicho unas completas desconocidas? Y ese susurro aterrador. ¿Era un pensamiento de mi subconsciente o lo había escuchado realmente? El único razonamiento lógico es que estuviera exagerando todo lo que acontecía a mí alrededor. En tan solo unas horas, mi escala de valores se había alterado considerablemente. Mis sueños y aspiraciones, mis relaciones personales, mi vida laboral, todo había pasado a un segundo plano, o más bien, había desaparecido de mi mundo. Mi mente no aceptaba más pensamiento que conseguir, de la manera que fuese, ese vestido. Volví a admirarlo detenidamente. Me atraía como las abejas a la miel. Miel. Mi mente rememoró aquel susurro tan hiriente. El recuerdo me enfureció y me dirigí a la puerta con decisión. Giré el pomo una vez más. Cerrada. La desesperación comenzó a adueñarse de mí. Mis extremidades eran témpanos de hielo y sin embargo sufría los síntomas de un estado febril. Me fijé entonces en la silueta que se reflejaba en el escaparate. El cristal mostraba un cuerpo deformado, una caricatura de mí misma. Sentí el dolor de mi propia fragilidad y creí desvanecer por la angustia de un terror incontrolado. Sacudí la cabeza rechazando esa visión que me atormentaba y me alejé de aquel lugar decidida a terminar con este asunto de una vez.

        Las horas posteriores no las recuerdo con claridad. Debí volver a casa en mi estado habitual de piloto automático. Creo que discutí con Alfredo, o más bien él discutió conmigo. Yo estaba demasiado cansada para lidiar con una pelea. Le dije que no me encontraba bien y me fui a la cama enseguida. Pobre Alfredo. Imagino lo contrariado que debió sentirse ante mi extraño comportamiento. Pero esta mañana me encuentro mucho mejor.

        He dormido durante toda la noche y el descanso me ha sentado de maravilla. Hoy no voy a ir a trabajar. Les llamaré para decirles que estoy enferma. Saldré a comprar y sorprenderé a Alfredo con una suculenta cena. Menuda sorpresa se va a llevar porque yo no suelo cocinar, pero esta vez voy a esmerarme. Voy a hacer que se sienta orgullosa de mí. Una vez vestida, rebusco en el altillo de mi habitación y encuentro la caja de zapatos en la que guardamos nuestros ahorros. Es nuestra cuenta de ahorros particular para el viaje a París que tanta ilusión nos hace. Llevamos años acumulando poco a poco este dinero y ya hemos conseguido el importe suficiente para irnos este verano. Cojo el fajo de billetes y lo meto en el bolsillo de mi chaqueta. No lo pienso demasiado. Hoy no quiero pensar nada. Estoy feliz y quiero permanecer así. Tenía pensado maquillarme pero eso supone mirarme al espejo y sé que si me miro a los ojos me derrumbaré y volveré a desconfiar de mi misma, así que salgo a la calle con la cara lavada y noto como la fría brisa de la mañana penetra en cada poro de mi piel, diluyendo la densidad de mi sangre que ahora corre más ligera por mis venas. -Estoy feliz y quiero permanecer así- me vuelvo a repetir. Recorro de nuevo la calle Verdel. Pero esta vez mis pasos son firmes, decididos. Soy consciente de cada movimiento que hago. Por primera vez en mucho tiempo no tengo la necesidad de evadirme. Llego por fin a la Boutique pero un contratiempo me obliga a pararme en seco. Observo con horror que el escaparate está vacío. El vestido no está. Se me han adelantado. De nuevo, despiertan en mi interior todos mis miedos e inseguridades. Me falta el aire y un dolor indescriptible se apodera de mí. Creo que estoy sufriendo un ataque de pánico. Mi cuerpo se pliega y todos mis esfuerzos se centran en no vomitar. Allí me encuentro, tirada en medio de la calle, llorando como una niña a la que le acaban de quitar su juguete. Pasado unos momentos, consigo que entre algo de aire en mis pulmones y me incorporo nuevamente, intentando recuperar la poca dignidad que me queda. Me armo del suficiente valor para girar el pomo de la puerta. Está abierta. Mi entrada en aquella elegante estancia resulta de lo más estrepitosa. Al considerar que la puerta iba a estar de nuevo cerrada, calculo mal la fuerza necesaria para empujarla y la inercia me lleva a tropezar con la alfombra, cayendo de bruces ante la dueña del local. La mujer me observa contrariada, con la supremacía intrínseca de quién te mira desde arriba, mientras tú te encuentras postrada a sus pies. Me incorporo con torpeza y puedo contemplarla un momento. Se trata de una señora muy distinguida. Sus cabellos grises se concentran pulcramente en un recogido y su rostro aún persiste en conservar la belleza de sus mejores tiempos. Ni siquiera las líneas de expresión han conseguido mermar la expresividad de sus grandes ojos. -Soy Madame Guillot- me dice con voz poderosa. -¿En qué puedo ayudarte?- Mi respuesta se limita a un simple balbuceo, y apenas puedo emitir una frase coherente sin tartamudear. Tengo los nervios a flor de piel y termino sollozando desconsoladamente. -¿Qué te ocurre nenita? Ven, siéntate a mi lado y cuéntame que te aflige. Seguro que tiene arreglo.- Madame me ofrece un pañuelo bordado con el que enjugar mis lágrimas y hace una pequeña reverencia indicándome un rincón de la sala con dos pequeñas butacas de terciopelo rojo. Me invita a sentarme. Sus manos delgadas se mueven con rapidez, y sus dedos huesudos parecen interminables.

        Intento explicarle, sin parecer una desquiciada, mi desolación al no encontrar el vestido en el escaparate. -Oh, ya entiendo- responde la mujer con solemnidad. -Ayer lo reservaron. Pagaron una señal, y esta tarde vienen a recogerlo. ¡Pero no tienes por qué preocuparte querida! tengo otros vestidos igualmente destacables…- -Usted no lo entiende- interrumpo con voz entrecortada -Ni siquiera yo puedo comprenderlo. Desde que vi ese vestido no pienso en otra cosa. Es como si me hubiese hechizado. Yo…nunca…he deseado algo…tanto…- Continúo mi penosa explicación, sacando de mi bolsillo el puñado de billetes. -Mire, es todo lo que tengo. Venía dispuesta a darle todo por él…- La mujer me mira impresionada. Durante unos instantes, ninguna de las dos habla. Ella parece contrariada, como si estuviese considerando qué decir a continuación. -Entiendo perfectamente lo que dices- responde al fin con voz calmada, al tiempo que cambia su entonación para adornar sus palabras con un halo de misterio. -Debes saber que ésta boutique tiene una particularidad. No es como las demás. Aquí no es la persona quien elige el vestido, sino al revés.- Mis ojos se abren como platos al escuchar tal confesión. Parece que va a decir algo más pero se levanta de manera repentina y me dice enérgicamente. -¡Vamos a probarte el traje! Quiero ver cómo te queda y entonces decidiré-. Se inclina despacio hacia a mí alargando su esquelético brazo. Pienso que va a ayudarme a levantarme pero en su lugar, agarra con soltura el manojo de billetes que asoman de mis puños. -Acompáñame al probador Nenita- dice girándose sobre sus talones mientras guarda el dinero en uno de sus bolsillos.

        Nos adentramos por una de las puertas de la sala que conduce a una ostentosa habitación color bermellón. Sus paredes están cubiertas con grandes espejos y biombos lacados en dorado y negro. Madame Guillot me pide que me desvista completamente tras uno de los biombos, y a continuación me indica mediante gestos que me suba a la tarima circular que se encuentra en el centro de la estancia. Me sitúo frente al espejo principal que muestra sin piedad la imagen desnuda de un ser lleno de inseguridades y prejuicios. Mis manos rodean mi cuerpo buscando esconder mis defectos, mientras Madame se coloca tras de mí y me ordena que levante los brazos. Obedezco a sus indicaciones cerrando los ojos para evitar mi reflejo. En ese instante, siento la suavidad de la seda y el terciopelo cubriendo mi cuerpo como un cálido abrazo. La tela me envuelve con firmeza y se adapta a mi forma como una segunda piel. -Abre los ojos- escucho susurrar en mi oído, y al abrirlos no puedo creer lo que veo. Observo estupefacta la perfección tallada en mi cuerpo. El espejo me obsequia esta vez una versión superior de mí misma y me siento renacer. Como si al llevar este vestido milagroso, se borraran todos mis defectos, los físicos pero también los del alma. No hay nada feo en mí. El pesado manto de inseguridad y timidez que cubrían mi ser, se disipa como el humo en el aire y no puedo dejar de contemplar mi imagen. Madame también me examina con satisfacción, deleitándose al ver mi mezcla de placer y desconcierto. -Sí, eres tú- anuncia con voz sombría mientras se acerca hacia mí con pasos sigilosos. La expresión de su cara comienza a exteriorizar unas ansias imposibles de seguir ocultando por más tiempo. Su sonrisa complaciente se ha transformado en una mueca maléfica. Se sitúa frente a mí abriendo poco a poco los brazos y sus manos escuálidas se despliegan dejando ver unas uñas perfectamente afiladas. -Lo conseguiste Nenita. ¡Tú, eres la elegida!- Sus palabras suenan a sentencia. Sus largas manos se posan pesadamente a la altura de mis hombros y sus huesudos dedos se cierran uno a uno presionando mis brazos como un resorte. Siento entonces un profundo pinchazo a la altura de los omóplatos y un frío estremecimiento recorre mi columna vertebral. Pienso ingenuamente que el vestido escondía algún alfiler y un ahogado lamento escapa de mis labios antes de perder el conocimiento.

        El sol del mediodía inunda el escaparate de la tienda. Mi cuerpo sigue tenso e inmóvil y solo mis globos oculares parecen reaccionar. Mi mirada nerviosa va de un sitio a otro pero mi campo de visión es limitado. Alcanzo a ver parte de mi mano derecha que se alza a un lado con majestuosidad, recreando una pose nada usual. De repente, algo capta mi atención. Al otro lado del cristal aparece una silueta de mujer que se asoma al escaparate con curiosidad. Sus ojos se detienen en mí, me escudriña detenidamente y puedo adivinar en su rostro la admiración que le provoca el vestido que llevo puesto. Se queda allí, embelesada, y fantaseo con la idea de que, tal vez, sea capaz de detectar lo que ocurre. Ojala pudiera. Pasado un tiempo parece reaccionar y se acerca a la puerta. Está cerrada. Comparto con ella su desilusión cuando cruza de nuevo el escaparate para continuar su camino. -Volverá- me digo a mi misma convencida. -Nadie puede escapar al deseo- Bajo la mirada con resignación y entonces me vuelvo a encontrar con el responsable de mis desdichas. Al menos, mi acotada visión me permite admirar mi precioso vestido. Me deleito con el simple hecho de observarlo. ¡Es tan bonito! Mis nervios se templan cuando mi mirada recorre cada pliegue y se pierde en la profundidad de su azul, en la exquisitez de sus bordados. La desesperación que sentía unos instantes se desvanece poco a poco y la expresión inquieta de mis ojos da paso a un semblante de complacencia y satisfacción. Estoy feliz y quiero permanecer así, me vuelvo a repetir.


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