miércoles, 3 de febrero de 2021

Los Músicos de Bremen

"Los Músicos de Bremen" (Die Bremer Stadtmusikanten) es un cuento de los hermanos Grimm. Transcurre en la Baja Sajonia, en los alrededores de Bremen.

En la colección de cuentos de los Hermanos Grimm, Los músicos de Bremen (Die Bremer Stadtmusikanten) es el n.º 27.​ Corresponde al tipo 130 de la clasificación de Aarne-Thompson: Los animales en los refugios nocturnos.

La historia que se narra en el cuento de Jakob Grimm Los músicos de Bremen es la de cuatro animales: un burro, un perro, un gato y un gallo que viven en el poblado de Dibbsersen, en la Baja Sajonia de Alemania, cuyos dueños han decidido sacrificarlos, porque consideran que, por su vejez, estos sólo consumen comida y ya no les son útiles para el servicio doméstico. Los animales se encuentran después de que cada uno, de forma independiente, haya huido de la casa de sus respectivos dueños. Al conocerse, deciden iniciar un viaje con destino a la ciudad de Bremen, ciudad hanseática liberal y abierta al mundo, conocida por su simpatía por los extranjeros. En su camino hacia Bremen, estos exiliados que huyen de la condena a muerte, llegan al anochecer a una choza en la que están pernoctando unos bandidos. Con el objetivo de amedrentarlos para ocupar ellos la vivienda, forman una figura esperpéntica con sus cuerpos, al treparse en la espalda de cada uno de ellos, en el orden que se ha mencionado. Así emiten los sonidos propios de su especie, en unísono, lo que hace huir de terror a los bandidos. En el cuento, en realidad no se sabe si los peregrinos llegaron a Bremen o se quedaron en el camino en una de sus aventuras extraordinarias.

Carl Zuckmayer en su obra El capitán de Köpenick utilizó la cita: "en cualquier parte se puede encontrar algo mejor que la muerte" sacada del cuento de los hermanos Grimm. Y es que, para Zuckmayer, refleja claramente que de cualquier aprieto se pueden sacar fuerzas y empezar de nuevo.

La opción de ser músicos cuando ya no servían para ningún otro trabajo reflejaba la opinión negativa de la población de los alrededores de Bremen sobre la cultura de la capital. Sin embargo, y a pesar de que en la primera versión del cuento ni siquiera se nombraba a la ciudad, este cuento es muy popular en Bremen, que en 1953 colocó una estatua del grupo musical al lado del ayuntamiento. Los músicos, junto con el Roland de Bremen, son el emblema de la ciudad. En Bremen, muchas personas también creen que si se tocan las patas delanteras del burro de la estatua y se pide un deseo, se cumple. Tanto es así, que con el paso del tiempo esa parte de la estatua ha adquirido brillo. En Riga (Letonia) hay una estatua similar, en la comunidad westfaliana de Ense-Bremen.



Tenía un hombre un asno que durante largos años había transportado incansablemente los sacos al molino; pero al cabo vinieron a faltarle las fuerzas, y cada día se iba haciendo más inútil para el trabajo. El amo pensó en deshacerse de él; pero el burro, dándose cuenta de que soplaban malos vientos, escapó y tomó el camino de la ciudad de Bremen, pensando que tal vez podría encontrar trabajo como músico municipal.

Después de andar un buen trecho, se encontró con un perro cazador que, echado en el camino, jadeaba al parecer cansado de una larga carrera.

—Pareces muy fatigado, amigo —le dijo el asno.

—¡Ay! —exclamó el perro—, como ya soy viejo y estoy más débil cada día que pasa y ya no sirvo para cazar, mi amo quiso matarme, y yo he puesto tierra por medio. Pero, ¿cómo voy ganarme el pan?

—¿Sabes qué? —dijo el asno—. Yo voy a Bremen, a ver si puedo encontrar trabajo como músico de la ciudad. Vente conmigo y entra también en la banda. Yo tocaré el laúd, y tú puedes tocar los timbales.

Parecióle bien al can la proposición, y prosiguieron juntos la ruta. No había transcurrido mucho rato cuando encontraron un gato con cara de tres días sin pan:

—Y, pues, ¿qué contratiempo has sufrido, bigotazos? —preguntóle el asno.

—No está uno para poner cara de Pascua cuando le va la piel —respondió el gato—. Porque me hago viejo, se me embotan los dientes y me siento más a gusto al lado del fuego que corriendo tras los ratones, mi ama ha tratado de ahogarme. Cierto que he logrado escapar, pero mi situación es apurada; ¿adónde iré ahora?

—Vente a Bremen con nosotros. Eres un perito en música nocturna y podrás entrar también en la banda.

El gato estimó bueno el consejo y se agregó a los otros dos.

Más tarde llegaron los tres fugitivos a un cortijo donde, encaramado en lo alto del portal, un gallo gritaba con todos sus pulmones.

—Tu voz se nos mete en los sesos —dijo el asno—. ¿Qué te pasa?

—He estado profetizando buen tiempo —respondió el gallo—, porque es el día en que la Virgen María ha lavado la camisita del Niño Jesús y quiere ponerla a secar. Pero como resulta que mañana es domingo y vienen invitados, mi ama, que no tiene compasión, ha mandado a la cocinera que me eche al puchero; y así, esta noche va a cortarme el cuello. Por eso grito ahora con toda la fuerza de mis pulmones, mientras me quedan aún algunas horas.

—¡Bah, cresta roja! —dijo el asno—. Mejor harás viniéndote con nosotros. Mira, nos vamos a Bremen; algo mejor que la muerte en cualquier parte lo encontrarás. Tienes buena voz, y si todos juntos armamos una banda, ya saldremos del apuro.

El gallo le pareció interesante la oferta, y los cuatro emprendieron el camino de Bremen,

Pero no pudieron llegar a la ciudad aquel mismo día, y al anochecer resolvieron pasar la noche en un bosque que encontraron. El asno y el perro se tendieron bajo un alto árbol; el gato y el gallo subiéronse a las ramas, aunque el gallo se encaramó de un vuelo hasta la cima, creyéndose allí más seguro.

Antes de dormirse, echó una mirada a los cuatro vientos, y en la lejanía divisó una chispa de luz, por lo que gritó a sus compañeros que no muy lejos debía de haber una casa.

Dijo entonces el asno:

—Mejor será que levantemos el campo y vayamos a verlo, pues aquí estamos muy mal alojados.

Pensó el perro que unos huesos y un poquitín de carne no vendrían mal, y así se pusieron todos en camino en dirección de la luz; ésta iba aumentando en claridad a medida que se acercaban, hasta que llegaron a una guarida de ladrones profusamente iluminada.

El asno, que era el mayor, acercóse a la ventana para echar un vistazo al interior.

—¿Qué ves, rucio? —preguntó el gallo.

—¿Qué veo? —replicó el asno—. Pues una mesa puesta con comida y bebida, y unos bandidos que se están dando el gran atracón.

—¡Tan bien como nos vendría a nosotros! —dijo el gallo.

—¡Y tú que lo digas! —añadió el asno—. ¡Quién pudiera estar allí!

Los animales deliberaron entonces acerca de la manera de expulsar a los bandoleros y, al fin, dieron con una solución. El asno se colocó con las patas delanteras sobre la ventana; el perro montó sobre la espalda del asno, el gato trepó sobre el perro y, finalmente, el gallo se subió de un vuelo sobre la cabeza del gato.

Colocados ya, a una señal convenida prorrumpieron a la una en su horrísona música: el asno, rebuznando; el perro, ladrando; el gato, maullando, y cantando el gallo. Y acto seguido se precipitaron por la ventana en el interior de la sala, con gran estrépito de cristales.

Levantáronse de un salto los bandidos ante aquel estruendo, pensando que tal vez se trataría de algún fantasma y, presa de espanto, tomaron las de Villadiego en dirección al bosque.

Los cuatro socios se sentaron a la mesa y, con las sobras de sus antecesores, se hartaron como si los esperasen cuatro semanas de ayuno.

Cuando los cuatro músicos hubieron terminado el banquete, apagaron la luz y se buscaron cada uno una yacija apropiada a su naturaleza y gusto. El asno se echó sobre el estiércol; el perro, detrás de la puerta; el gato, sobre las cenizas calientes del hogar, y el gallo se posó en una viga; y como todos estaban rendidos de su larga caminata, no tardaron en dormirse.

A media noche, observando desde lejos los ladrones que había luz en la casa y que todo parecía tranquilo, dijo el capitán:

—No debíamos habernos asustado tan fácilmente.

Y envió a uno de los de la cuadrilla a explorar el terreno.

El mensajero lo encontró todo quieto y silencioso, y entró en la cocina para encender la luz. Tomando los brillantes ojos del gato por brasas encendidas, aplicó a ellos un fósforo para que prendiese. Pero el gato no estaba para bromas y, saltándole al rostro, se puso a soplarle y arañarle.

Asustado el hombre, echó a correr hacia la puerta trasera; pero el perro, que dormía allí, se levantó de un brinco y le hincó los dientes en la pierna; y cuando el bandolero, en su huida, atravesó la era por encima del estercolero, el asno le propinó una recia coz, mientras el gallo se había despertado por todo aquel alboroto y, ya muy animado, gritaba desde su viga: «¡Kikirikí!».

El ladrón, corriendo como alma que lleva el diablo, llegó hasta donde estaba el capitán y le dijo:

—¡Uf!, en la casa hay una horrible bruja que me ha soplado y arañado la cara con sus largas uñas. Y en la puerta hay un hombre armado de un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En la era, un monstruo negro me ha aporreado con un enorme mazo, y en la cima del tejado, el juez venga gritar: «¡Traedme el bribón aquí!». Menos mal que pude escapar.

Los bandoleros ya no se atrevieron a volver a la casa, y los músicos de Bremen se encontraron en ella tan a gusto, que ya no la abandonaron. Y quien no quiera creerlo, que vaya a verlo.


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