martes, 20 de abril de 2021

¿Quién Paga el Silencio?

Alguien descubre algo terrible a través de una ventana y se debate entre cumplir con su obligación y el temor a las consecuencias de hacer lo correcto. Finalmente, toma una decisión, pero puede que no sea la más adecuada.

Escrito por Raúl Valiente García: ¿Quien Paga el Silencio? es un relato corto ganador del XXVIII Concurso Literario Policía de Albacete (2018)




    




"Dedicado a Gabriel “Pescaito” Cruz, Diana Quer y a todas las víctimas de cualquier tipo de violencia, así como a sus familias."
  
      
      
      Resultaba curioso fijarse ahora, después de tantos años, en el ingente esfuerzo que entrañaba levantar el auricular del teléfono, aparentemente cientos de kilos unidos por un cordón umbilical en elástica espiral descendente al feo aparato gris que conservaba a pesar de la muerte de mi madre. Ella odiaba los cambios y en una de sus cabezonadas, amparándose en el mayor volumen del timbre del caduco aparato y en su creciente sordera, se negó a jubilarlo.
      Nunca me pesó tanto el curvo apéndice plástico como esa mañana en la que mi corazón, unilateralmente, se declaró en rebeldía. El miedo me debilitaba mientras mi mente repetía imágenes en enloquecida y cíclica secuencia de videoclip. 
      Recordé la sangre en el labio machacado contra los dientes, los gritos, las lágrimas infantiles, las súplicas de una madre maltratada y rota de dolor; seguía oyendo los golpes sordos contra la carne blanda de los costados y el vientre, las patadas inmisericordes cuando gemía encogida y derrotada en el suelo, su terrible silencio bajo las amenazas e insultos; destacando los moratones de sus piernas, amarillos unos, oscuros los más recientes. No lograba olvidar a los tres aterrados niños, arrinconados y abrazados, con el mayor reteniendo al resto contra el pecho e intentando evitarles aquella violencia. Ni el inmenso silencio tras la marcha del agresor, cuando los cuatro se unían en el centro de la estancia, hermanados por el dolor común de sus cuerpos y el terror que colmaba sus corazones, más espantoso e insoportable si cabe.  
      Recordé, con un vertiginoso e involuntario salto atrás,  encontrarme asomado a la ventana minutos antes, mirando sin ver las familiares ventanas vecinas, impersonales e irreales a pesar de su nítida presencia. El estruendo enfrente llamó mi atención: un brusco portazo dos pisos más abajo, el ruido de pasos rápidos, pesados y decididos de un hombre; el más ligero y urgente de la madre y sus hijos. Los primeros gritos: unos aterrados, otros furiosos. 

      Por temor a ser descubierto, me separé de la íntima ventana. A pesar de ello, aquel televisor con un único canal permaneció sintonizado en un programa sin censura ni publicidad, mientras yo sumaba los datos. No era difícil. Golpes y violencia verbal: el incuestionable anuncio de una tormenta doméstica. O el inicio de un huracán. Los acontecimientos parecían claros. Lo que ocurría era evidente incluso para un cincuentón incapaz de estirar el sueldo de un trabajo no deseado hasta fin de mes; un hastiado hombre maduro lastrado con un leve, aunque constante, olor a pies. Por más vueltas que quisiera darle, la realidad, como el perpetuo efluvio dentro de mis zapatillas, era tozuda e incuestionable. Así que volví a mirar. Y lo vi todo.
      
      Minutos después del sombrío silencio en el domicilio familiar, aunque lo había sopesado mucho, seguía dudando. "Colaboración ciudadana" lo llaman. Y era lo adecuado. Pero un pequeño diablillo llamado miedo, sin que pudiera evitarlo, se conectó a mi torrente sanguíneo y me recorrió entero. Saltó de vena en vena cruzando arterias como avenidas desiertas y desembarcó triunfal en el cerebro, tierra fértil, donde enraizó. “No seas bobo, no te afecta, ni siquiera les conoces y no es de tu incumbencia”, argumentaba el maligno en mi oído derecho. Luego se deslizó arrastrando los pies al izquierdo y sugirió que era preferible olvidarlo y no hacer nada. Aunque realizar una llamada sin facilitar mis datos parecía seguro, un injustificado temor me zarandeaba como las olas en una tempestad. El teléfono pasó por mi mano varias veces, pero se despidió siempre.
      Con los dedos sudorosos pero fríos, acabé doblegándome y cedí en aquella lucha entre mi miedo y lo que debía ser responsabilidad, civismo, decencia o Dios sabe qué. El diablillo victorioso se retiró complacido hasta otra futura visita. "Encantado de verte” le espeté. “Espero que tardes en regresar y cuando lo hagas, avisa, para que procure no estar en casa".
      Me resigné y colgué, aunque mantuve la mano sobre el auricular, sumándole un extraño y deforme dedo más y sintiendo la suave textura del sobado plástico gris. Cuando la tensión se relajó, me dejó vacío y con un sabor agrio en el paladar. El calor regresó en suaves oleadas, debilitándome como un largo periodo en una sauna. Si hubiera usado un termómetro, habría visto ascender al mercurio, perceptiblemente acelerado. La temperatura aumentaba ostensiblemente en el miembro que sujetaba al famoso vástago de Graham Bell, por lo que miré con curiosidad aquellos cinco apéndices tan familiares. Al mismo tiempo, escuché un golpeteo leve, desentonado. Enseguida descubrí qué era. De mi mano y del teléfono brotaba un rotundo y espeso rocío rojo, goteando sobre la alfombra.

      Con un brusco movimiento reflejo, liberé el aparato y retrocedí, observando mis dedos, cubiertos por un baño púrpura. Más gotas cayeron, salpicando alegremente al estallar contra el suelo, mientras buscaba el origen de la hemorragia. Durante una alocada fracción de segundo, temí que el vecino maltratador se hubiera vengado de mi malograda intención de denunciarle, disparándome a través de la ventana.
      Paralizado, miré cómo la sangre manaba de la consola y el disco de marcado, cubriendo la superficie de la mesa del teléfono. Chorreaba hasta la alfombra por las blancas patas de madera, tiñéndolas violentamente de un tono oscuro. Los diminutos orificios del auricular y el micrófono vertían, a su vez y sin parar, lágrimas espesas, sangrientas.
      Alucinado ante lo que sólo podía ser una pesadilla, me limpié nerviosamente la mano en la camisa, estampándole unos curiosos dibujos que recordaban letras chinas.
      Seducido por la sorprendente corriente sanguínea, fui retrocediendo despacio en dirección al baño. Allí, cogí el cubo y la fregona, como quien se dispone a recoger un poco de leche derramada.
      Salí y me dispuse a aplicarla en la alfombra y el suelo, aceptando aquella locura como si todos los días sucediera lo mismo. La empapé paulatinamente, procurando no extender el fluido carmesí, y la estrujé con fuerza. Escuché los gruesos chorros tamborileando en el fondo del cubo vacío. Repetí la operación dos o tres veces antes de percatarme de que la fregona ya no recogía sangre, sino que manaba de ella a borbotones.
      Abandonándola, contemplé impotente como el creciente caudal fluía, desbordando el cubo y descendiendo por los lados, rodeándolo de una intensa y deforme circunferencia púrpura.
      No soporté seguir preso de aquella alucinación. Cuando la sangre poseía la alfombra al completo, corrí a la puerta de la cocina, abriéndola de un empujón. Detrás de mí, el pomo rebotó contra la pared con violencia. Entonces, con la respiración agitada y el corazón galopando salvaje y rítmicamente en el pecho, me apoyé en la lavadora.
      Mi mente era un delirio y lo que había percibido no era real. No podía ser real. El miedo me jugaba una mala pasada, sin duda. Aquel desvarío no debía verlo como una advertencia o un aviso. Ni como una premonición o algo que se le pareciera. Era mi cerebro, jugando a un juego nuevo.
      Amparado con esa certidumbre y buscando tranquilizarme, fijé la mirada en mi camisa sucia. Asqueado de una sangre que no era mía, me la quité por la cabeza. Abrí la lavadora y la arrojé dentro, sin cerrar la portezuela. Segundos después, la boca del electrodoméstico arrancó un lento babeo de líquido espeso, brillante y pardusco. No podía ser la camisa, no estaba tan ensangrentada.

      Venciendo el asco y la repulsión, me puse en cuclillas e introduje la mano en el redondo orificio, casi temiendo que me devorase. Agarré lo que encontré y tiré hacia fuera. ¿Qué era aquello? Extraje algo que no reconocí como mío. Parecía una prenda femenina, un vestido, una blusa larga o algo así, teñido de sangre. Mientras, el leve flujo aumentaba, incesante. Al pie de la máquina, la mancha se agrandaba inexorable.
      Separándome, quise no seguir mirando, sin conseguirlo. Del oscuro hueco brotaba un denso jugo rojo, ayudando a que el vestido se deslizara hacia el suelo. Cayó con un sonido líquido. Tras él, un pantaloncito ensangrentado de chiquillo, seguido por otra prenda infantil. ¿Ropa de niño en mi lavadora? ¿Cómo era posible? Y empapada del cálido fluido.
      De golpe y porrazo, un olor acre y metálico me revolvió el estómago. Vomité en las ya violadas baldosas color marfil, ampliando el vistoso mosaico multicolor que ya teñía mis zapatillas. Mientras me vaciaba, más ropa se despeñaba sobre la anterior, formando una masa vibrante. No lo soportaba, la alucinación y el olor resultaban demasiado reales. Debía alejarme.
      Regresé al salón, atendiendo al caminar al chasquido pegajoso de mis pasos. El suelo estaba completamente cubierto del flujo que no sólo manaba del teléfono. El leve y pulsante desangrar inicial era un chorro continuo. Asimismo, los cuadros de las paredes mutaban a formas con largos tentáculos rojos descendentes, de la lámpara llovía sangre y los libros de mi breve biblioteca mudaban de color al empaparse sus páginas.
      Cerré los ojos y recorrí a ciegas el conocido lugar, tropezando levemente con el revistero, inservible ya. Me colé en mi habitación, desplomándome de bruces en la única cama. Con los párpados apretados, me mantuve inmóvil, acompasando mi respiración y negando lo que había visto.
      Dejé pasar los minutos, adentrándome en una progresiva modorra que no alcanzaba a resistir. El colchón resultaba cálido, blando y cómodo, aunque me deslizaba sobre el edredón con cada movimiento. Resolví meterme bajo las sábanas, cubrirme y dormir hasta el día siguiente. Pero al abrir los ojos, descubrí con una nausea que la cama era una balsa de sangre. Por esa razón, resbalaba sobre ella. Los faldones del edredón vertían delgados y continuos hilillos del rojo fluido, tiñendo inexorablemente el suelo de la habitación. A través de la puerta, ví como la sangre del salón se colaba para ir a fundirse con la última en perfecta simbiosis.

      Desesperado, me incorporé de un salto. Noté cálidas gotas que se deslizaban por mi pecho y vientre, colándose bajo la cinturilla del húmedo y pringoso pantalón. Volví al salón y cogí el teléfono, manchándome la oreja al sostenerlo con el hombro. Al marcar el número, algo caliente y espeso me corría mejilla abajo. Cuando escuché una impersonal voz al otro lado de la línea: “Policía. ¿Con quién hablo, por favor?”, fui consciente de que el auricular y todo lo demás dejaban de sangrar. Y de que yo estaba llorando.

      

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