lunes, 31 de mayo de 2021

El Circo

    Un hombre que por diferentes circunstancias lleva una vida solitaria, generalmente tiene manías rítmicas, costumbres arraigadas, puede ser un desordenado despreocupado o lo contrario, por ejemplo, cena y lava inmediatamente platos, sartenes, ollas o cacerolas. La cuestión que aquí nos compete se refiere a la segunda clase de individuos. Era entrada la noche, había cenado y fregaba en la bacha de la cocina los mínimos enseres que había utilizado para la pitanza y estaba pensando que leería un rato antes de acostarse, y después de pensar en eso dejó de pensar, para los que llevan vida ermitaña y apartada es grande el riesgo que se corre en caer en la locura, la misma voz que responde y pregunta, la misma voz que responde y pregunta. Mejor el silencio. En ese mutismo exterior e interior estaba el hombre y quizás por eso que el susto fue mayúsculo, intenso, taquicárdico, la quietud fue asaltada de improviso por el estrépito de la puerta de la calle derribada a golpes, gente subiendo las escaleras hasta el primer piso, murmullos, el malón se detiene bufando, impaciente, ante la puerta del departamento: allí estaban. Y como si los intrusos supieran de antemano que no les abriría, no se molestaron en tocar el timbre, sin preámbulos se aprestaron a la invasión, y él, que a esa altura del suceso inesperado y asombroso estaba parado en el comedor dudando entre ensayar resistencia o llamar a la policía, vio como la puerta se hinchaba debido a los embates de los visitantes quienes en un momento cantaron a la una, a las dos y a las tres, la unión hace a la fuerza y al fin la puerta fue arrancada del quicio y se estrelló contra la pared que la delimitaba.


      El payaso, el jefe de ceremonias y el amaestrador casi caen de bruces dentro del departamento debido al esfuerzo realizado, a duras penas lograron mantener la verticalidad. Los tres miraron al hombre que atónito permanecía en el comedor e hicieron una reverencia al mismo tiempo, rutina aprendida y ensayada durante años, luego el payaso avanzó unos pasos, apretó la flor de plástico que llevaba en el ojal y un chorro de agua breve empapó el rostro del hombre que ni siquiera tuvo tiempo de enojarse o secarse porque enseguida fue aprendido de un brazo por el maestro de ceremonias que sin palabras lo llevo a sentarse a su sillón preferido. Tampoco esta vez intentó oponerse, continuaba bajo los efectos del estupor, se había dado cuenta que eran muchos y que no podía con tantos y que la fuerza de lo inevitable había soltado amarras, si es que lo inevitable es un barco que anda a la deriva surcando los mares.

      Una vez el hombre sentado y acomodado, el payaso contó un chiste tonto, el amaestrador chasqueó un enorme látigo contra el piso y el jefe de ceremonia palmeó sus manos, todo esto casi sin solución de continuidad, un cuadro a modo de introito, una señal para que los que esperaban en el pasillo ingresaran de una vez por todas al departamento. Gimnastas con aros y trapecistas en ajustados trajes blancos atravesaron el comedor haciendo medias lunas y piruetas varias, una pareja de enanos, un perro bastardo empujando un cochecito de bebé, el león, que tal vez debido a que ya era tarde, se tiró a dormir en medio de la sala pero el amaestrador subsanó con presteza el error y arrastró al animal hasta los confines de la estancia para que el resto de la troupe pudiera seguir desfilando, presentándose, el mago, la mujer barbuda, el hombre bala y el hombre que no le tenía miedo al fuego pero si al agua. El dueño de casa los miró pasar a todos ahí echado en su sillón preferido, incapaz de cuestionar el fenómeno pero preguntándose como podía entrar tanta gente en un departamento tan pequeño, se sabe que si el corazón es grande no interesa si la casa es chica, aunque es dable dudar si el proverbio se aplica en la ocasión dado que es una fórmula para fiestas incómodas pero no para casos como este, donde imprevistamente un elenco circense conquista sin previo aviso un mediocre apartamento.

      Aunque no había visto pasar personas portando instrumentos, lo cierto fue que sonó un redoblante seguido de toques de trompeta y el espectáculo comenzó. El hombre, que a esta altura de los acontecimientos estaba ya entregado al fenómeno irreal que acontecía ante sus ojos, no le causó gracia alguna el sketch del payaso, apenas si sonrió, ni las peripecias del león que no rugía, sino que bostezaba, dando la sensación que solo obedecía a las órdenes de su entrenador con el solo fin que éste lo dejara en paz y así poder echarse a dormir. En honor a la verdad – aunque habría que ver cuales son los parámetros a tener en cuenta para saber si la verdad es digna o no de honores- al hombre nunca le habían interesado los circos, no recordaba que en su niñez lo hayan llevado a ver ese tipo de espectáculos, y tal vez, como lógica consecuencia, le había transmitido a su hijo el desinterés por esta manifestación artística. Y para colmo de males, era evidente que esta troupe que a hora tan inoportuna invadía su vivienda, había conocido épocas mejores: al estar tan cerca de los protagonistas pudo observar que las gimnastas tenían corridas la medias que envolvían sus musculosas piernas, que los zapatos del payaso estaban descosidos y que las llamas que supuestamente amenazaban por toda la eternidad al hombre fuego, no eran más que un lienzo empapado en queroseno y dispuesto en forma de corona alrededor del infeliz que transpiraba a más no poder, pero que mantenía con notable hidalguía el semblante desafiante ante el castigo que le había tocado en suerte soportar para siempre jamás por sus terribles pecados.

      El hombre miró de reojo su reloj pulsera, ya las dos de la mañana, madrugaba, ahogó un bostezo, y cuando por su mente estaba surgiendo la idea de acabar con todo aquello y mandar a la mierda al payaso y compañía, justo en ese momento, las luces se apagaron para enseguida prenderse un foco potente que iluminó sin pudor el techo, una luna llena dibujada perfectamente. Comenzaron a volar por los aires los trapecistas, hombres y mujeres que atravesaban el espacio delimitado en el cielo raso por el haz de luz, surgían de la oscuridad, entraban volando en el círculo lumínico dando vueltas carnero, medias vueltas y saltos mortales, para luego desparecer nuevamente en la oscuridad y finalmente caer vaya uno saber donde, como si fuera una parábola de la vida, de la nada venimos y a la nada vamos, esto lo pensó el amaestrador, sin saber que miles de filósofos prominentes pensaron lo mismo a lo largo de la humanidad, pero este hombre casi analfabeto siempre recurría a ese enunciado cuando veía a los trapecistas volar por los aires, rutina que ya había contemplado miles de veces pero que siempre, invariablemente, lo atrapaba. Como lo atrapó al dueño de casa, que de pronto se había despertado y miraba tenso y expectante, sentado casi en el borde de su sillón preferido y que aplaudió a rabiar cuando las luces volvieron a prenderse y los acróbatas lo saludaron, valió la pena quedarse despierto hasta tan tarde.

      La alegría, la euforia de la alegría es tan breve como lo es la palabra breve. El hombre ya desvelado gracias a la memorable demostración de los trapecistas, estaba dispuesto a seguir en esa sintonía ascendente, pero fue desilusionado porque a continuación el departamento fue rodeado por una luz tenue y por los acordes cadenciosos, leves, de una melodía que si bien no podía tildarse de triste, remitía a una melancolía innegable. Aparecieron los enanos dando vuelta en aros metálicos que los contenía perfectamente, un hombre enano y una mujer enana que seguramente eran marido y mujer o por lo menos pareja, supuso el hombre, el margen de error de tal hipótesis era mínimo, porque qué otra posibilidad de emparejarse tenían, los dos pequeños, los dos en un circo, los dos limitados por estatura y por la mala jugada del destino. Podría ser también que fueran padre e hija, es muy difícil determinar con exactitud las edades de estas gentes, se los percibe muy jóvenes o no se duda cuando la vejez los alcanza, en ese aspecto somos todos iguales, la decadencia que nos va encogiendo y arrugando de a poco es sumamente equitativa y justiciera, seamos enanos o gigantes. Por lo menos habían dedicado sus vidas a desarrollar determinadas habilidades, sus mentes estaban distraídas en la vida circense y no en pensar obsesivamente en la mala suerte que habían tenido por nacer enanos, a esto sumado que pasaban la mayor parte del tiempo con colegas no solo de profesión, sino de infortunio, convivían con una mujer barbuda, con un león que jamás había conocido la selva y con un payaso alcohólico y triste, entre otras rarezas que conformaban aquel grupo de trashumantes. Se dio cuenta el hombre que todas estas disquisiciones lo habían llevado a no prestar atención a la rutina de los dos pequeños, pero de todas maneras los aplaudió respetuosamente cuando ambos se pararon delante suyo haciendo la clásica reverencia.

    Si el número de los enanos había desacelerado las pulsaciones provocadas en el hombre por el arriesgado número de los trapecistas, lo que vino a continuación sumió al único espectador en un sopor sin retorno, por no decir en el aburrimiento más absoluto. Observó sin poder evitar bostezar, al perro que paseaba el cochecito de un bebé y que luego saltaba a través de un aro envuelto en llamas; los trucos obvios y triviales del mago lograron adentrarlo aún más en el sueño y ya estaba roncando cuando el ilusionista rebanó en dos el cuerpo de la mujer barbuda, por lo que torso y piernas anduvieron durante un buen rato cada uno por su lado. Los integrantes del elenco miraron al hombre que dormía en el sillón con la boca abierta: faltaba aún que el hombre bala sea despedido desde un cañón hacia la galaxia, que la mujer barbuda cuelgue a los dos enanos de sus pelambres para demostrar la veracidad de su vellosidad y que el payaso deje en ridículo una y otra vez al maestro de ceremonia. Pero se sabe que el artista necesita al público como el pez necesita al agua. Y de la misma manera que el pez se vuelve pescado cuando se le priva del líquido elemento, el artista deja de ser tal cuando no tiene público, aunque en este caso el único espectador se hallaba presente, pero dormido. Al parecer el jefe del elenco era el maestro de ceremonias, porque todos dirigieron la mirada hacia su persona: el presentador llevó el dedo índice de su mano derecho a los labios como pidiendo silencio, a la vez que con su otra mano hacia el clásico gesto que significaba emprender la retirada, y fue así como abandonaron el departamento, despacio, cuidando no despertar al hombre que dormía como un bebe echado sobre su sillón favorito.

      Los muebles que nos rodean han sido inventados según necesidades, responden a una determinada lógica, la mesa para escribir, comer o jugar a las cartas, las sillas para sentarse y descansar, los sillones para disfrutar del ocio pero no para dormir, que para eso fue creada la cama. Por esta causa fue que el hombre se despertó cuando no había pasado ni siquiera un hora desde que la gente del circo abandone su vivienda, por suerte gozaba de un buen dormir, pero el descanso solo se goza en la horizontalidad y no despatarrado sin orden ni concierto. Quedó sentado un rato en el borde del sillón, medio atontado, babeando, recordando que había soñado que el elenco entero de un circo invadía de buenas a primeras el departamento y que si bien, no fue víctima de coerción alguna de parte de los visitantes, había sido sutilmente obligado a presenciar el espectáculo. No le produjo angustia alguna el recuerdo del sueño, eran ya una tradición en él esa clase de imágenes oníricas, recurrentes, constantes en sus sueños, fáciles de interpretar, ni siquiera valía la pena analizarlos.

      Se incorporó al fin el hombre con intención de ir a desplomarse en su cama, pero antes echo un vistazo a su alrededor. El papel picado inundaba el piso, una rara mezcla de olor a queroseno y a bosta de león flotaba en el ambiente, el mago se había olvidado la galera encima de la mesa y la puerta de entrada yacía destrozada en el vestíbulo. Calculó que le llevaría un día entero ordenar aquel desbarajuste, tendría que pedirse el día en el trabajo. Las vidas de los solitarios suelen ser acosadas por imprevistos y las costumbres violadas de manera alocada y sorpresiva, era el precio que tenía que pagar desde hacía tiempo que el hombre sabía, estaba al tanto de estos fenómenos, acostumbrado al punto que ya ni siquiera lo asombraban, en definitiva, y, aunque parezca contradictorio, eran parte de la rutina, como los sueños mismos.


Marcelo Brignole


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