sábado, 14 de agosto de 2021

La Recepcionista

4.623 “le acompaño en el sentimiento”. 3.233 “siento mucho su pérdida”. 2.025 “vamos a echarle de menos”, 1.902 “era una gran persona” y un gran puñado de “comparto su dolor”. 

He aquí la receta exacta de la muerte. Concretamente de la mía. Miro atrás y ahora veo claramente quienes han sido mis asesinas silenciosas, las auténticas responsables de mi muerte en vida. Me resulta curioso a la vez que terrorífico cómo éstas aparentemente inocentes cinco frases, repetidas día a día, pudieron volverme una especie de zombi. Palabras, no eran más que palabras. ¡Y pensar que seguimos creyendo en su inocencia, tal vez por intangibles, por etéreas, cuando en verdad su peligrosidad es mucho mayor que un cuchillo bien afilado o el polonio 210! Cierto es que eran palabras de consuelo, simple apoyo emocional que no ha dejado de salir a borbotones de mi boca durante los últimos veinte años que llevo trabajando aquí. Día tras día, familia rota a familia rota, he estado acompañando los sentimientos de todos los que me rodeaban sin ni siquiera conocerlos. Y no, no hablamos aquí de sentimientos agradables, de los que contagian felicidad y alegría, sino los más incómodos y taciturnos que emanan de la siempre durísima despedida a un ser querido. 

Y es que, pensándolo bien, quizá la responsable de todo esto haya sido yo misma. Dicen que ya desde niña fui siempre demasiado responsable. Que en los días amables de colegio, la caligrafía se convirtió en todo mi mundo, que no dejaba de practicar cada minuto que encontraba para conseguir una letra impecable. Asimismo parece que enfrentaba todas las demás tareas con las que me tocó lidiar a la vez que crecía, ya que éstas siempre te imitan, creciendo cuando tú lo haces y decreciendo cuando empiezas a menguar. Sé bien de lo que hablo.  


Actualmente me reconocen como una gran profesional, totalmente entregada a mi cometido. “Impecable” es el término que más han usado para definirme.  Nadie jamás tuvo ninguna queja por mi dedicación, al contrario. Hasta puede que el halago continuo con buenas palabras de mis jefes haya hecho hincapié en todo esto, motivándome en exceso hasta el punto de que cuando “compartía su dolor” ¡es que realmente lo hacía! Y ese dar y compartir, ese sentir y acompañar sentimientos es lo que se ha llevado mi propia vida sin yo reparar en ello. Como el cáncer que acaba con muchos de los que pasan por aquí, mi enfermedad ha sido silenciosa, ligeramente discreta. Avanzaba lentamente apoderándose de mí mientras me engañaba haciéndome creer más fuerte, más preparada y profesional que los demás. 

Aún recuerdo lo emocionada que estaba el primer día de trabajo. Soy consciente que atender a las familias que acaban de perder a alguien querido no es lo primero que se piensa a la hora de plantearse el futuro profesional, pero también es cierto que la mayoría de nosotros no acabamos nunca donde inicialmente pensábamos y, ¿acaso no es eso la esencia misma de la vida?

Joaquín, el antiguo recepcionista del tanatorio al que yo reemplazaba, me enseñó mucho los primeros meses que compartimos, de eso no hay duda. Pero ahora, después de llegar a este punto, he comprendido que no me advirtió de lo más importante en esta profesión. Me resulta imposible no confiar en el buen corazón del que fue mi mentor, por lo que quiero creer que él mismo fue también víctima de las mismas circunstancias. Quizá no tuvo conciencia de ello. Yo, en cambio, no tuve esa suerte. Y por ello tengo que convivir con la pena más grande de todas: vivir diariamente con mi propia muerte. 

Reconozco que tenía que haber sospechado el día que vi fallecer a mis abuelos. Nunca lloré. No sentí nada. Tampoco es que me alegrara, claro, pero no fue algo que me derrumbara en ningún momento. Lo achaqué a su longevidad, a la ley de vida y a mi dichosa manía de racionalizarlo todo. Ya se sabe que el exceso de razón acaba nublando cualquier emoción. Llevaba tres años trabajando pero nunca reparé en que ello tuviera nada que ver. Ahora me doy cuenta de lo inocente que fui y también de lo caro que me iba a costar. 

La transformación avanzaba dentro de mí, con sigilo, y se manifestaba a cualquier hora. Cuando iba al cine a ver algún drama lacrimógeno era la única de la sala que no lloraba. Carente de emociones me limitaba a pasar el rato alternando entre la distracción de la película y mi extrañeza ante las caras llorosas que el reflejo de la pantalla iluminaba. Mis amigas, ahora intrigadas sobre mi falta de empatía y compasión, oscilaban en un continuo del no entendimiento a la desconfianza, y ello me trajo más de un enfrentamiento. Como siempre, lo que no se entiende sufre rechazo. 

Echaba de menos mis lágrimas. Me esforzaba para traer el recuerdo de las veces que me había entristecido de niña con el fin de no olvidar que alguna vez llegué a sentir algo. Bien por una muñeca extraviada, bien por discutir con una amiga, lo importante es que estaba rebosante de vida. Para llegar a lo que soy hoy, a lo que me he convertido, he tenido que entrenar de forma constante durante los últimos veinte años. La diferencia con cualquier otra preparación es que en mi caso la discreción ha dominado el proceso. Fue tan disimulada, tan callada, que ni siquiera yo misma me enteré. Hasta hoy. 

Leí una vez que cuanto más tonto es alguien más fuerte hay que darle en la cabeza para que espabile. Definitivamente yo era una de esas, porque la vida me dio. Vaya si me dio…

Y es que hoy ha muerto mi mejor amiga. Aquella con la que he compartido mi vida desde que éramos unas mocosas. La única que entendía mis bromas y yo las suyas. Digamos que todos tenemos a una de esas personas que con tan sólo un gesto, un guiño o una palabra, entienden perfectamente lo que les queremos decir. Esa era Virginia. Mi alma gemela. Y hoy se ha ido para siempre. Supongo que es triste, pero no lo sé. No lo siento. No lo puedo sentir. Y lo peor es que ni siquiera sé si voy a echarla de menos. He echado de menos a tanta gente durante tanto tiempo que me parece que ya no me quedan sentimientos. Me he secado por dentro, la deformación profesional me ha vuelto insensible.

Ser insensible, qué palabra, qué concepto. ¡Y qué eufemismo! Ser cada vez más incapaz de sentir algo auténtico, insensible a la tristeza pero también a las alegrías más agudas y sutiles de la vida, las cuales son sencillas y ordinarias en extremo. ¿No es eso morir? ¿No es eso estar muerto ya en vida? 

Soy consciente que hoy hemos muerto las dos, pero sólo enterraremos a Virginia, de eso no hay duda. Todos la lloraran como es debido, menos yo. Tendrá su merecido rito, con misa, ataúd, flores, velatorio y demás parafernalia. Se marchará en paz. En cambio yo me quedaré aquí. Muerta pero sin nadie que me llore porque, en el fondo, la única que lo sabe soy yo. 


Guzmán López Bayarri



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