domingo, 19 de septiembre de 2021

Gevaudan

Un relato de Roberto Bayeto incluido en la antología Transfórmate o muere, de Territorio Extrañer.

https://dentrodelmonolito.com/category/podcast/territorio-extraner


 

 —¿Usted cree en el destino, capitana?

—No.

—¿No le dice nada que su apellido sea Maigret y el mío Simenon? ¿Ha leído novelas sobre el inspector Maigret? Las escribió…

—Sé quién las escribió, pero no las he leído, no me interesa ese tipo de literatura.

—Se las recomiendo.

—¡Gracias, pero no!

Era un martes de otoño y diluviaba. El comandante de Lozére había enviado un teniente para investigar dos asesinatos en una zona remota de lo que antes fuera el condado de Gévaudan, y este transfirió un archivo con el parte sobre las víctimas. Después de varias reuniones entre los mandos de la Policía Nacional, el inspector general dio la orden a la capitana Astrid Maigret de que se encargara del caso. Lo que ella nunca hubiera imaginado era que la enviarían con un escritor de novelas de horror, o al menos eso creyó hasta que le aclararon que Simenon era un experto en la historia de “La Bête du Gévaudan”, un supuesto licántropo que asesinó a más de cien mujeres y niños entre 1764 y 1767.

—No necesito un experto en historias de licántropos, señor, puedo encontrar todo lo que necesito en internet… —le había asegurado Astrid al Inspector Bredeteau. 

—La orden viene de arriba.

—¿De cuánto arriba?

—De tan arriba que da vértigo, capitana. El agente literario de este asesor con el que la envío es el hermano del director general. ¿Le parece que puedo discutir tal orden?

—Me parece que no, señor. No sería inteligente para su próximo ascenso.

—¿Está ironizando, capitana?

—Usted sabe que eso está fuera de las facultades de esta oficial, señor.

—Una respuesta adecuada a su grado e inteligencia funcional. —El inspector general alzó su dedo, como si olvidara algo importante—. Y una cosa más, capitana, si no lo más significativo de todo esto: no tendrá apoyo de la capital. Faltan tres meses para las elecciones nacionales y el gobierno no quiere publicidad negativa. Estos asesinatos de características similares a los que ocurrieron hace siglos pueden levantar polvareda, así que estará sola con el asesor, tendrá apoyo mínimo de la policía local y no puede existir nada de prensa, ¿entendió? Es un tema de seguridad nacional. Si tiene que meter a los que se inmiscuyan tras las rejas hasta que el presidente sea reelegido, hágalo. Yo me haré cargo después de las posibles consecuencias.

—¿Por qué yo?

—Porque resolvió el caso del caníbal de Toulouse, y por la discreción con la que llevó a cabo la investigación. El director general lo tiene muy presente y le pareció que usted es la adecuada para resolver estos crímenes.


En eso se había resumido todo, en un caso singular que no debía trascender a los medios y en un largo viaje desde París en el que la capitana conducía su Toyota Hilux junto al hombre que no paraba de hablar. Simenon le pareció un chico en un parque de diversiones que, por si fuera poco, olía a 1 Million Men, el perfume que usaba su exnovio.

—¿Usted sabía que jamás se resolvió el misterio de La Bestia de Gévaudan?

—Si es un misterio es obvio que no se resolvió. Eso está en internet, como todo lo demás.

—Pero hay sutilezas. Ahora tenemos la oportunidad de investigar utilizando la tecnología. Por ejemplo, analizando el material genético que los organismos arrojan al medio ambiente y que puede encontrarse en las muestras de aire, los sedimentos, el suelo o el agua. También utilizando cámaras trampa…

—Y todo eso está en las valijas que llenan la caja de mi camioneta, imagino —señaló Astrid con el dedo pulgar hacia atrás.

—Tenemos detectores de movimiento, cámaras de visión nocturna. Y en el asiento de atrás, los discos duros, quizás lo más importante de todo porque ahí guardo cada detalle de lo registrado.

—No se haga ilusiones, Simenon. Lo más seguro es que sea un desequilibrado que trata de copiar al anterior desequilibrado, que usaba un perro grande con una coraza de cuero para cometer sus fechorías. Instalar su equipo será una pérdida de tiempo. Hasta que yo no lo autorice, esos artefactos no saldrán de esas valijas.

—Como usted diga, capitana. —Simenon hizo una pausa, mirando las nubes que prologaban un temporal de viento. —¿Usted leyó alguna vez sobre la quiralidad?

—¿La qué?

—Quiralidad… mire…

—Estoy manejando. La carretera está difícil.

Simenon asintió, superponiendo su mano derecha sobre la izquierda.

—Solo un segundo.

Astrid miró de reojo las manos del escritor y volvió a fijar la vista en la carretera azotada por el aguacero.

—La mano derecha no se puede superponer sobre la izquierda, son asimétricas. Eso es quiralidad.

—¿Y? ¿Me dice que el asesino es un zopo con las dos manos iguales?

Simenon sonrió, negando con la cabeza.

—Hay teorías sobre la quiralidad que…

Del lado derecho de la ruta apareció un lobo y la capitana trató de esquivarlo, sin éxito. La camioneta pasó por encima al animal, derrapó una veintena de metros, se salió del pavimento y se detuvo inclinada en una pequeña hondonada de tierra húmeda y pasto.

—¡Un puto lobo! ¡Primero un ciclón y ahora un puto lobo! —sacó el arma de su guantera y la acomodó en su cintura. Del asiento de atrás tomó una capa amarilla y preguntó:

—¿Está bien? 

El hombre asintió.

—Quédese aquí, ya vuelvo —dijo ella, bajando de la camioneta. Caminó medio centenar de metros bajo el chaparrón y se detuvo junto al animal, que se arrastraba intentando huir hacia un bosque cercano. Gemía lastimosamente. Sus vísceras colgaban tras él como serpentinas. Era un lobo gris de tamaño considerable. Sus ojos amarillos la miraron como en una súplica. Ella suspiró, sacó su arma y le efectuó dos disparos en la cabeza. Se agachó y comprobó que el animal estaba muerto, lo tomó de una pata, lo arrastró fuera de la ruta y regresó al vehículo.

Simenon movía la cabeza hacia todos lados, como un pájaro nervioso.

—¿Era un lobo? ¿Le disparó? ¿Lo mató? ¿Era grande?

—Era un pobre animal que sufría.

Se sacó la capa empapada y la arrojó en el asiento de atrás.

—Cuidado con la valija de los discos…

La capitana lo miró irritada.

Simenon cerró la boca y fijó su vista en la carretera.

Ella dejó el arma nuevamente en la guantera y, regresando a la ruta, condujo hacia Lozére mientras el viento arreciaba sobre el vehículo, como si la naturaleza se encolerizara por la muerte de uno de sus pocos hijos que sobrevivían penosamente al avance humano.

—Yo quise defenderla, se lo juro, señora. Traté de detenerlo, pero me mordió y me arrojó lejos. Era como un oso, pero más alto, mucho más. Cuando desperté, Adrianne estaba así… —gimió el muchacho. Los paramédicos desinfectaban y vendaban la herida de su brazo.

La muchacha estaba boca arriba parcialmente desnuda, con el vientre y la garganta desgarrados. Sus ojos de un profundo verde aguamarina miraban hacia el cielo, y en su rostro había una expresión de desolación, como si lo último que vio fuera al mismo diablo.

—A las anteriores las encontramos así. El chico Langlet tuvo suerte, no va a perder el brazo, pero ligó un gran mordisco —dijo el teniente. No llegaba a los treinta años y estaba claramente afligido.

—¿Es la tercera? —preguntó la capitana.

—Todas femeninas, dos mayores y esta última, menor. Llegué de Marvejols al otro día del primer asesinato. Suerte que la enviaron, capitana, no tengo experiencia en estas cosas. En Marvejols mi trabajo es mucho más descansado, jamás me había tocado un homicidio y mucho menos de estas características.

—¿Tiene algún sospechoso?

—Los pocos pobladores de la zona mencionaron a un criador de perros de caza a cinco kilómetros de aquí. Se llama Didier Chastel.

—¿Chastel? —preguntó Simenon, hasta que vio el cuerpo de la chica. Se puso pálido, retrocedió unos metros y comenzó a vomitar lo que había comido durante el viaje.

—No va a llegar muy lejos en la fuerza, aunque ya debe andar pasando los cuarenta… —‍dijo el teniente.

—Es un asesor temporal, no pertenece a la fuerza —lo interrumpió la capitana y se acercó al escritor con expresión divertida.

—¿Qué pasó, Simenon? ¿Los grabados de los libros no representaban tan bien la realidad como un cadáver destrozado?

El hombre asintió y regresó a la camioneta a tropezones.

Los paramédicos estaban por subir la camilla con el muchacho sobreviviente a la ambulancia, cuando este gimió aterrorizado:

—Señora, ¿me transformaré en un hombre lobo? ¿Seré peligroso para mi madre y mi hermana? Escuché que decían que el que mató a Adrienne era un hombre lobo —alzó su brazo vendado mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—No te preocupes, chico, son murmuraciones de gente supersticiosa —remarcó las palabras y miró a los paramédicos con severidad—. Fue un loco con un disfraz, no te sucederá nada más allá de pasar unos días en la clínica.

El muchacho pareció calmarse, quizás porque la morfina comenzaba a hacer efecto, o por la autoridad que transmitía la capitana.

—Si era un loco con un disfraz, era un disfraz muy bien hecho, como el de una película… —murmuró.

Aroma a hojas quemadas y flores muertas. Un almizcle fuerte, similar al que emanaba el lobo moribundo en la carretera, la hizo rozar su arma en un reflejo inconsciente. La Toyota estaba estacionada a menos de veinte metros de la cabaña de Chastel. Llevaba la cartuchera con el broche suelto y la Glock 40 pronta. Le había ordenado a Simenon que se quedara en la cabina. Si era seguro, le haría señas para que bajara.

Junto a la cabaña había un enorme corral con perros. Parecían lobos enormes. Al verla, comenzaron a ladrar y saltar contra la alambrada. Miró a los animales con indiferencia, caminó hasta la cabaña, golpeó las palmas y la puerta se abrió de golpe. Un hombre de más de un metro noventa, vestido con un vaquero sucio y una camisa tartana a cuadros rojos y negros, se paró bajo el alero y la miró inexpresivamente. Astrid medía casi un metro ochenta y tenía un cuerpo cultivado en el gimnasio que estaba bajo el edifico donde alquilaba un pequeño monoambiente, pero frente al hombre pareció frágil y pequeña.

—¿Qué está haciendo en mi propiedad? Solamente atiendo a compradores con cita previa.

—Soy la capitana Maigret de la policía nacional. ¿Qué sabe sobre los homicidios de las chicas a menos de diez kilómetros de sus corrales? Tiene perros grandes, ¿los suelta a veces?

El hombre hizo un gesto de incomprensión.

—¿Entiende lo que le acabo de preguntar o debo hacer mímicas?

Chastel pareció regresar de su mutismo.

—Pobres chicas… —dijo, bajando la mirada. 

Sobreactúa... pensó la capitana, e hizo un gesto hacia Simenon. Este bajó apresuradamente del vehículo.

—¿Chastel? ¿Como Jean Chastel? —preguntó, parándose descuidadamente entre Astrid y el hombrón. Al lado de este último parecía un alfeñique.

—¿Tiene una orden judicial para interrogarme en mi casa? —preguntó Chastel, inexpresivo.

—Nadie lo está culpando —respondió la capitana.

—¿Pero tiene o no tiene la orden judicial?

—Esta es una visita cortés. Pero si quiere una orden, la traeré en menos de dos horas. Me hará perder el tiempo y la visita no será tan cortés.

Chastel asintió.

—Pregunten.

Simenon tomó la palabra.

—Nos dijo el teniente que cría híbridos de perros con lobos, y me imagino que sabe que su antepasado también lo hacía y se sospechó de él y sus perros lobos sobre la historia de la Bestia de Gévaudan.

—No dije que ese Chastel fuera mi antepasado. ¿Usted es policía?

—Soy asesor, Georges Simenon… —extendió la mano.

Chastel los miró a los dos unos segundos y haciendo un gesto de comprensión exclamó:

—¿Simenon y Maigret? ¿Se están burlando de mí? ¿Acaso instalaron unas cámaras y están subiendo todo esto a internet? —dejó escapar una carcajada exagerada y se acomodó la camisa, mirando hacia todas partes.

Astrid sacó su placa.

—Véala bien, no estoy para bromas, Chastel.

—¿Es falsa? —preguntó, y trató de tomar la placa de la mano de la capitana, acto por el que ella lo aferró de la muñeca arrojándolo al piso con una rápida llave. En pocos segundos lo esposó y lo llevó hasta la camioneta a empujones, mientras Chastel continuaba preguntando:

—¿Esto es para TruTV?

Después de un largo interrogatorio en la comisaría, llegaron a la conclusión de que Didier Chastel no sabía más de los crímenes que el resto de los habitantes de la zona, y para desilusión de Simenon, no tenía más vínculo con Jean Chastel que compartir un mismo apellido. Este Chastel criaba perros lobo y los vendía a coleccionistas de souvenires de “La Bestia de Gévaudan”, aprovechándose de que ellos creían que era el legítimo descendiente del que fuera uno de los sospechosos de los crímenes históricos. 

—Es tan culpable como alguien llamado Jack que dirija un comercio de ventas de maletines en Whitechapel —dijo la capitana, estrujándose los nudillos.

El teniente tuvo que dejar ir al hombre y mientras revisaban el interrogatorio, una llamada de un brigadier les avisó que habían encontrado otro cuerpo. Esta vez era una niña de catorce años que jugaba cerca de la granja de sus padres. Su estado era terrible y esta vez faltaba su cabeza.

—Está comenzando a matar como la Bestia, les cortaba la cabeza y se las llevaba, por eso creían que los lobos no tenían nada que ver, ningún animal conocido hace una cosa como esa. El cráneo es muy duro y prefieren la carne tierna, muslos, vientre, brazos. Un depredador se llevaría el cuerpo completo para su guarida. Esto es otra cosa.

—Un humano.

—No lo siento así. Hay algo en el aire, algo anormal…

—Ahora también es psíquico…

Simenon dejó escapar una risa. Sus ojos verdes miraron a la mujer, que era unos centímetros más alta que él. 

—No creo en eso, pero sí en la criptozoología.

La capitana arrugó la nariz.

—¿La qué?

—La criptozoología es una disciplina que estudia los animales críptidos.

—Ilumíneme.

—¿Oyó hablar del monstruo de Loch Ness?, ¿del yeti?, ¿el chupacabras?

—Escuché hablar de todos ellos, pero eso no quiere decir que crea en esas cosas.

Simenon sonrió.

—Es un razonamiento lógico, pero hay eventos que no tienen explicación. La Bestia de Gévaudan asesinó a más de cien mujeres y niños. Le dispararon, le atacaron con palos, piedras y lanzas y siempre salió indemne. Después de aterrorizar durante tres años a los habitantes del condado, dejó de matar y no se supo más de ella. Tres años de ordalía que jaquearon al mismo rey Luis XV.

—¿Cuál es su teoría sobre todo esto? Sé que escribió dos libros sobre el tema.

—¿Los leyó?

—¡Claro que no!

Simenon hizo un gesto consternado.

—Pensé que debido a la investigación…

—No leo libros de fábulas.

—A veces es un poco ofensiva, ¿se lo dijeron alguna vez?

—Más de las que recuerde.

Simenon meditó lo que iba a decir, dándose cuenta de que la capitana no era la típica policía de las series que él miraba en Netflix.

—En mi último libro…

—Resúmamelo como si yo tuviera doce años.

—¿Recuerda lo que le dije sobre la quiralidad?

—No.

—Lo de la mano derecha sobre la mano izquierda…

—Sí, pero no. No le presté atención y por culpa de sus tontas manos haciendo la Macarena, tuve que dispararle a un pobre lobo.

—José Luis Amorós era un científico español catedrático en cristalografía.

—¿Qué tienen que ver los cristales con esto? Resuma, Simenon. Le dije que me aburro fácilmente de las largas diatribas filosóficas.

—El hombre escribió un libro, en cuyo capítulo catorce, llamado De los cristales al mecanismo de la vida…

—Resuma más.

—¿Cómo explicarlo de forma simple? El mundo orgánico es disimétrico, es decir, va en un solo sentido…

—¿Usted entiende lo que es resumir? Porque parece que no.

—La bioquiralidad o la disimetría molecular es… —puso una mano sobre la otra.

—¿Va a bailar Macarena nuevamente?

Simenon se encogió de hombros.

—Es una teoría, nada más.

La capitana meditó unos segundos.

—Por algún lado tenemos que empezar. Continúe con lo de las manitas…

Simenon volvió a superponer la mano derecha sobre la izquierda.

—Un objeto es aquiral cuando es superponible con su imagen especular. Un cubo o una esfera son aquirales. ¿Comprende hasta ahí?

La capitana asintió.

—Mi mano o mi corazón serían quirales. No se pueden superponer. Son especulares.

—¿Y?

—Hay científicos que creen que en este planeta cohabitan con nosotros seres quirales que no podemos percibir con ninguno de nuestros sentidos. Y ellos tampoco nos pueden percibir a nosotros. Pero a veces nos cruzamos con ellos en “espejos” y suceden fenómenos sobrenaturales, desapariciones, lluvias de peces, bestias míticas… Charles Fort reunió cientos de noticias sobre esos fenómenos.

—¿Usted me quiere hacer creer que, en este momento, junto a nosotros hay animales que no podemos ver ni ellos a nosotros, y que solo nos cruzamos de alguna forma inconcebible frente a “espejos” que ni siquiera entiendo qué son? Eso es basura, estaríamos chocando con esas cosas todo el tiempo y el mundo sería un caos.

—No es tan así, nosotros somos los dominantes, mientras que los seres quirales son minoría o quizás los hayamos extinguido sin darnos cuenta en un pasado remoto. ¿Conoce la teoría de la panspermia?

—Esa debe ser otra cosa inútil que no conozco.

—Son teorías que ayudan a mejorar la vida humana, puro conocimiento de nuestra realidad y del universo en el que vivimos. 

—Ajá…

—Supuestamente provenimos de un meteorito, de microorganismos que llegaron en ese meteorito.

—Déjeme traducir lo que entendí. Nosotros provenimos de microbios que llegaron en un meteorito y todo eso es solo una teoría de alguien, imagino.

—Hasta ahora sí, pero es válida y hay muchos científicos que la aseguran.

—Y otros microbios llegaron en otro meteorito distinto… —Astrid superpuso una mano sobre la otra. —La Macarena…

—Exacto. Veo que acaba de entender mi teoría sobre la Bestia…

—¿Sabe a la conclusión que llegué con sus teorías?

—Me gustaría saberlo.

—Que el asesino es un lunático con un disfraz y no un monstruo que vino tripulando un meteorito, o un bicho de otra dimensión.

—No es otra dimensión, es la misma dimensión, pero su bioquiralidad es asimétrica a nuestra percepción…

—¿Por qué esa cosa, esa bestia, puede vernos a nosotros? Y dígame cómo puede ingresar a nuestro plano de conciencia, encontrar muchachas jóvenes, asesinarlas y devorarlas. Y si es quiral, como usted asegura, ¿por qué es que el chico que sobrevivió pudo verla?

Simenon dudó unos instantes antes de responder.

—Eso, capitana, es el misterio que debemos resolver.

Astrid frunció los labios, enfadada.

—Ese es su misterio, Simenon, el mío es quién asesinó a esas muchachas haciéndose pasar por un animal, meterlo tras las rejas y retornar a París.

—Aunque no lo crea, el mío también, capitana. Esto me ha impresionado. Una cosa es leer lo que sucedió y otra vivirlo. No quiero imaginar el sufrimiento de esas pobres chicas.

—¿Tiene hijos, Simenon?

—No, mi mujer me abandonó por un contador antes de que sucediera. Ella sí los tiene ahora.

—Olvide que se lo pregunté.

—No, está bien. Lo superé hace tiempo. ¿Y usted tiene hijos?

—Nunca quise traer niños a sufrir en este mundo de mierda.

—La entiendo.

—Regresemos al hotel. Quiero cenar y mañana a primera hora pediré el informe del forense sobre el último homicidio. Quiero ver si el asesino dejó alguna huella en particular, pelo, piel bajo las uñas de la muchacha… Cualquier cosa puede servirnos en este estadio de la investigación.

 —Chastel tiene coartada y no queda más sospechoso que el chico… o algo inexplicable. Me jugaría a lo segundo —dijo Simenon, rascándose la cabeza.

—Vayamos a la casa de Langlet —dijo la capitana.

—Veo que siempre elige lo opuesto a lo que sugiero.

—Sus teorías me parecen delirantes. Elegir lo opuesto es ser pragmática.

La capitana sacó su celular del bolsillo y llamó al teniente.

—Hola, Glénat, sí, bien, gracias, páseme la dirección de Pierre Langlet. Ya está dado de alta, ¿no? ¿Ah, sí? ¿Todo un pillo? ¿Faltas en algunas ciudades cercanas? Bien, después hablamos.

Astrid cortó la llamada y grabó la dirección del muchacho en el GPS.

—Langlet no era tan santo como parecía. Tiene varias entradas por vandalismo y agresión. Es un chico problemático y colérico.

—No lo parecía.

—Cualquiera que sobreviviera a esa experiencia parecería un corderito.

—¿Y la mordida en su brazo?

—A veces lo más simple es lo correcto y la mordida de su brazo era insignificante. Lo que destrozó a la chica debería habérselo arrancado.

Simenon pasó la mano por su mandíbula y mirando a la capitana dijo:

—Desde que partimos de París quise preguntarle sobre el caso del caníbal de Toulouse. ¿Cómo lo resolvió? La prensa no dio muchos detalles.

—Esto que le contaré no tiene que salir de aquí, y lo hago porque puede abrirle la mente para que vaya por un rumbo diferente para colaborar con el caso que estamos investigando. A veces la respuesta más simple es la correcta. Lo cacé de la misma forma que se hace con un pedófilo. Me hice pasar por otra persona y después de un tiempo cayó. Lo vendió su megalomanía, era un demente presumido, creía que comer carne humana era su derecho al sentirse superior a los hombres que tentaba con sus ideas grotescas de comerles el pito. En su discurso se había inventado algo sobre un ritual ancestral que transformaría a los chicos en chicas. Se definía a sí mismo como un mago que seguía un culto de un inglés loco, un tal Aleister algo...

—Debería ser Aleister Crowley y su culto llamado Thelema. ¿Pero les comía el pene?

—A veces no hay que rascar en las historias sobrenaturales para descubrir la verdad. El tipo era un listillo que usaba tonterías místicas para seducir chicos con problemas.

—Tiene razón en eso, el ser humano tiene una veta siniestra que, cuando es liberada, produce horrores inimaginables. ¿Pero les comía el pene? Eso me produjo escalofríos.

—Insiste demasiado con lo del pene.

—Es que me resulta una idea terrible… y dolorosa.

—Reclutaba jóvenes con una muy baja autoestima cuya identidad sexual era confusa. La presión social de entornos familiares reaccionarios que en muchos casos los hubiera llevado al suicidio, los dejaba a merced de ese perturbado que terminaba asesinándolos, devorándolos y utilizando sus huesos para construir unas artesanías muy mediocres. Y como todo mediocre, se nutría de un discurso sobre el arte, el cuerpo humano y el canibalismo ritual que convencía a los pobres incautos.

—O sea que el hombre parecía un artista conceptual.

—Cuando lo atrapé me quiso dar un discurso sobre su arte, y se puso a declamar que todo lo que había hecho era una enorme escultura cósmica, un legado. Por eso no permití que se difundieran los detalles, para que no lo siguieran otros locos con la misma perorata y empezara una carnicería. Si se lo conté a usted, como le dije anteriormente, es para que saque un poco la mente de tanta fantasía sobre licántropos y monstruos. Lo necesito centrado en que el ser humano es lo suficientemente siniestro para cometer tales aberraciones. Cuanto antes resolvamos esto, más vidas se salvarán y podremos regresar a nuestros quehaceres.

—Entendí por qué no se deben divulgar esos detalles. Hay maníacos que están esperando eventos como esos para activarse, como si estuvieran en un estado latente.

—Veo que lo entendió.

Una llamada los interrumpió cuando estaban a pocas cuadras de la casa de Langlet.

—Otro homicidio, esta vez es una joven de dieciocho años que hacía senderismo. La encontró una patrulla que la buscaba por una denuncia de su hermana —dijo el teniente por el altavoz del celular—. Y sobre Langlet, tiene coartada, está internado en la clínica desde anoche por una sobredosis de crack. Su madre dice que desde el suceso al que sobrevivió, despierta gritando todas las noches. Por ahora está fuera de peligro, pero no sé cómo sobrellevará la experiencia en un futuro.

Cuando llegaron a la escena del crimen ya se encontraba allí el teniente con un brigadier, el forense y sus dos ayudantes. El pasto estaba cubierto de sangre y restos humanos que parecían seguir un patrón singular.

—¿Siente el olor? —dijo Simenon, apoyando su palma derecha en el hombro de la capitana. 

Ella consideró el gesto bastante fuera de lugar, hasta que se dio cuenta de que algo extraño estaba sucediendo, algo que no podía explicar.

—¿Olor a rojo? ¿Me estoy volviendo loca? ¿Puede dejar de agarrar mi hombro?

—Olor a rojo… sinestesia —dijo Simenon, que parecía en trance.

—¿Otra palabra rara para explicar lo inexplicable?

—La sinestesia es una forma particular de percibir o experimentar los diferentes estímulos sensoriales. Como cuando alguien siente olor a verde… o, en este caso, a rojo. Los dos sentimos lo mismo, por eso es un hecho objetivo y no una percepción subjetiva.

Astrid asintió sin responder. El forense sacaba fotografías del cuerpo y sacudía la cabeza. Cuando la capitana y Simenon llegaron a Lozére, el médico no se encontraba allí porque atendía una emergencia fuera de la ciudad. Era un hombre bajo, ancho de hombros y con una mirada inquisitiva tras sus lentes de cristales gruesos.

—Otra decapitada, pero según el forense fue violada con un objeto enorme que le desgarró el útero. Él cree que es un demente con un instrumento medieval, como los que usaban los inquisidores —dijo el teniente.

—¿Sienten el olor a rojo? —preguntó Simenon.

El teniente asintió, sorprendido, y el forense, que había escuchado la pregunta, se acercó con expresión curiosa diciendo:

—Sinestesia. Pensé que era solamente yo el que la sentía en todos los homicidios. Vengo bastante exigido y casi sin dormir desde hace semanas con muchos accidentes de tránsito fatales. Los pocos lobos de la zona cruzan la carretera como si huyeran de otro animal y los provocan. Es algo que jamás había visto.

Astrid fue a contarle al hombre sobre su accidente con el lobo, pero la interrumpió el olor a rojo, que se hizo más intenso junto al cuerpo de la muchacha con sus vísceras situadas a su alrededor de una forma que parecía deliberada.

—Esa forma… —murmuró Simenon.

—Enantiómeros… —respondió el forense.

—Isómeros ópticos… —dijo Simenon, pálido por la escena, pero esta vez sin vomitar.

—¿Alguien puede explicarme de qué están hablando ustedes dos?

—Este asesino no es un animal. Esculpió con las vísceras y la piel una simbología que expresa… —puso una mano sobre la otra.

—¿Otro más con la Macarena?

—No sé qué es la Macarena, pero el método acaba de cambiar. Ahora el victimario da muestras de racionalidad. Parecería que estamos ante un criminal con conocimientos de química, o un estudiante de medicina, aunque los desgarros no están hechos con instrumentos. La carne se arrancó con brutalidad, como lo haría un oso enorme o un león. No hay un lobo con fauces tan grandes. Quizás sea alguien con un animal entrenado o una persona insana que vino después del ataque y quiere divertirse a nuestra costa. Si es así está saboteando la escena del crimen. Aunque… hay algo que no sé si tiene que ver con los homicidios…

—¿A qué se refiere? —preguntó la capitana.

—Todas las víctimas estaban cursando el período, menos esta que fue violada. Yo recibí su ficha médica y descubrí que se le hizo una ooforectomía por una tumoración hace dos años.

—Se le extirparon los ovarios —murmuró la capitana, meditando las palabras del forense.

—Así es —respondió este.

—¿Usted cree que el asesino histórico de Gévaudan pudo esculpir enantiómeros con las vísceras de las víctimas en el siglo dieciséis? —preguntó Simenon.

—Si así sucedió no existía nadie que entendiera el supuesto mensaje, recién en 1948 Louis Pasteur anunció la primera separación de enantiómeros. En este caso en particular los órganos y la piel están esculpidos de una forma muy precisa —aseguró el forense y mirando a la capitana agregó—: Pero eso no tiene sentido porque sucedió hace casi trescientos años y no existe animal o persona que viva tanto.

—¿Conoce las teorías sobre la bioquiralidad, doctor? —preguntó Simenon.

—Claro, ¿quién no?

—Yo no —dijo el teniente. 

La capitana le hizo un gesto de que no se sumara al diálogo.

—Una especie quiral podría vivir indefinidamente y no lo sabríamos —especuló Simenon.

—¿Y la pausa de casi trescientos años? Es mucho tiempo para ayunar.

—Me imagino que también conoce la diapausa, doctor. Ese estado podría permitirle entrar en una inactividad fisiológica, quizás por falta de alimentos, o porque no se dan las condiciones para que se creen espejos para poder acceder del mundo quiral al nuestro.

—Usted tiene teorías muy interesantes, me gustaría que un día nos encontráramos para beber un café y cambiar impresiones —dijo el forense.

—Cuando termine todo esto, lo haremos —respondió Simenon.

La capitana se apartó de los dos hombres y acercándose al teniente le susurró:

—¿Conoce algún hotel para recomendarles? Parece que está naciendo el amor entre esos dos.

El hombre reprimió una risa.

—Fuera de bromas, voy a pedirle a Simenon que instale unos juguetes en los árboles. Anoche revisé el mapa de la zona y vi que el diámetro donde ocurrieron los ataques es de menos de un kilómetro. Quizás podamos identificar al asesino si pasa frente a una cámara.

Simenon instaló lentes de visión nocturna y sensores de movimiento. También tomó muestras de tierra, las introdujo en tubos de ensayo y las guardó en una de sus valijas.

Dos muertes más y decenas de horas de filmación después, surgió la primera pista. Era una forma difusa que aparecía de la nada y se alejaba de un salto en el interior de uno de los montes que se extendían como pequeñas islas sobre la pradera. Simenon envió las imágenes a un técnico que conocía en París para que las definiera mejor —eran borrosas porque, como le dijo el técnico, la cosa se movía a una velocidad pasmosa— y el resultado no solo los sorprendió, sino que les provocó la sensación de encontrarse ante algo insólito.

El ser que capturó una de las cámaras de visión nocturna no era normal, al menos no comparable con un animal o un humano normal. Medía más de dos metros y medio, caminaba en dos piernas y su cuerpo era similar al de los cánidos, pero con enormes garras que parecían estar invertidas. En lugar de caminar con las palmas y las plantas, se apoyaba con los nudillos de los dedos de pies y manos.

—Su cabeza parece de lobo, pero también tiene semejanza con la de un phorusrhacidae. Y sus ojos…

—Usted es un compendio de palabras impronunciables.

—Les llamaban aves del terror, eran unas aves del pleistoceno de tres metros de altura que comían todo lo que se les cruzaba. Tenían una cresta emplumada como la de la criatura de la captura.

—Debe ser un loco disfrazado parado sobre zancos. Quizás un acróbata de circo. No se me ocurre quién podría caminar y saltar de esa forma —murmuró ella, sin dejar de mirar la imagen del ser que se movía con saltos bípedos como los de un canguro.

—No lo es. Según Pierre, el técnico que pudo aislar la secuencia de imágenes, es una anormalidad teratológica. Yo creo que esta criatura tiene la facultad, quizás evolutiva, de pasar de lo quiral a lo aquiral.

—Nuevamente, resuma sin recurrir a su diccionario de palabras en desuso.

—¿Sabe qué es un licántropo?

—Un hombre lobo.

—Sí, viene del griego lykánthropos. También nos podemos referir a la teriantropía, que es la habilidad de cambiar de la forma humana a la de un animal. En este caso, llamémosle licántropo porque nos es imposible saber si este ser se transforma o su morfología es esa que pudimos vislumbrar en las capturas de vídeo. ¿Conoce a los indios navajos?

—No tuve el gusto.

Simenon obvió la ironía de la capitana y continuó con sus teorías.

—Ellos tienen muchas tradiciones sobre el mundo sobrenatural, una de ellas se refiere a los skinwalkers, o cambiapieles. Lo mismo sucede con otras culturas ancestrales a lo largo del globo. ¿Comprende?

—Sí, pero sigo pensando que es obra de un acróbata loco y no un cambiapieles.

—La entiendo, es el camino más lógico, pero tenemos que abrirnos a otras opciones después de lo que captó la cámara. En los apuntes para mi próximo libro me refiero a la Bestia de Gévaudan como un ser quiral que, al ir perdiendo su fuente de alimentación, humanos quirales quizás, mutó evolutivamente para poder cambiar de quiral a aquiral buscando presas en la realidad que percibimos. Ese ser podría ser un licántropo quiral que, debido a su particularidad genética de cambiar de forma, también podría cambiar de estado.

La capitana reflexionó las palabras unos minutos.

—Milagrosamente, entendí su teoría y me asusta pensar siquiera que creo en tales locuras, pero abriré mi mente unos instantes para preguntar esto: de ser como usted dice, ¿cómo matamos a esa mierda de bicho?

—Cuando es aquiral, tiene que ser como cualquier criatura de nuestra realidad.

—Preguntar por balas de plata y esas cosas de las películas y novelas me imagino que es tonto, por no decir ridículo.

—Por las dudas, cargue su arma con balas de plata. A veces la sabiduría de los antiguos, las mitologías o los escritos de ocultistas revelan algo de verdad. Todo tiene su sino en el universo.

—Vayamos a Lozére. El brigadier me comentó al pasar que su hermano es joyero. Se me ocurren balas de plata con un relleno especial, mi padre usaba ese relleno para matar leones cebados. Vivimos un tiempo en África después que murió mi madre. Era un mayor del segundo regimiento de paracaidistas de la Legión.

—¿Se retiró?

—Está muerto. Necesitamos un voluntario para que haga de señuelo.

—Yo sería voluntario, capitana, pero soy hombre. La Bestia solamente ataca mujeres jóvenes. No sé si las huele a ellas, a su perfume o simplemente ataca todo lo que tenga apariencia femenina.

—Ya que se ofrece voluntario y no tenemos mucho tiempo antes de que esa cosa mate a otra muchacha, se me ocurre una idea que probablemente no le guste.

Para Simenon, todo fue muy confuso. Paseó sin novedad por el bosque seis horas por día durante una semana entera vestido de mujer, con una peluca y una ridícula capa roja, hasta que la capitana llevó a cabo su plan B e hizo que él escondiera en el bolsillo un objeto inusual que, según ella, atraería al monstruo.

Y tuvo razón.

De pronto lo cubrió un aroma a rojo carmín. Un aullido hizo temblar los troncos y las ramas de los árboles despojándolos de sus hojas, que cayeron como gotas de lluvia en agosto. Garras reteniéndolo en el suelo, fauces abiertas y babeantes, ojos amarillos demasiado humanos fulminándolo con una mezcla de codicia y hambre, paladeándolo, y el estruendo salvador de más de cuarenta disparos, con el olor a la pólvora casi cubriendo el aroma a negro obsidiana de la muerte. La Bestia de Gévaudan retrocedió y se sacudió mientras la capitana, dejando caer su poncho gillie, cambiaba nuevamente el cargador de la pistola y continuaba avanzando y disparando certeramente sobre el cuerpo monumental que se había erguido hasta casi los tres metros de altura. La forma se volvió informe. La Bestia intentaba transformar su cuerpo para escapar, golpeada de muerte por la que tres siglos atrás hubiera sido su presa, una mujer como las tantas que había asesinado y devorado.

Cuando la criatura se desvaneció en su mundo quiral, de su cuerpo lobuno brotó sangre oscura con un fuerte hedor al negro mate de la fatalidad.

—¿Está bien? —preguntó Astrid, preocupada y extendiéndole la mano a Simenon. Él no daba un espectáculo digno cubierto de mugre, con el rostro pintarrajeado y la peluca rubia ladeada.

—Casi me cago encima… —alcanzó a murmurar, levantándose y quitándose la peluca y la capa roja—. No soy un mojigato, capitana, pero ¿podría usted quitar esa “toallita femenina” de mi bolsillo? —dijo él, con el ceño fruncido—. Y no me diga a quién perteneció. No quiero saberlo.

Ella se rio y metió la mano en el bolsillo del pantalón de él. Se agachó, hizo un hueco con la mano en la tierra y enterró la cosa.

—Era obvio que la Bestia cazaba usando el olfato, la sangre de una muchacha tendría que llamar su atención. Sé que fue una experiencia terrible para usted, esa criatura era demasiado rápida. Tuvimos suerte de que se tomara su tiempo.

—Jugaba conmigo como un gato con un ratón.

—Los devoradores de hombres de Tsavo hacían lo mismo. También coleccionaban cráneos y huesos de sus víctimas.

—¿Conoció esa historia?

—Le dije que viví en África una gran parte de mi infancia.

Caminaron hacia el lugar donde la Bestia había desaparecido. El suelo estaba cubierto de sangre espesa.

—Es mucha sangre. No la toque, puede tener mercurio y no quiero correr al hospital con usted.

—Creo que regresó a morir a su mundo quiral. Puede ser a pocos metros de donde estamos ahora, o en medio del bosque. No importa, porque jamás la encontraremos.

—Le debo haber metido cuarenta dumdum. Es mucho mercurio, mi padre mataba a un león con una sola de estas balas.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Simenon, mientras se cambiaba de ropa en el asiento de atrás de la camioneta de la capitana.

—Nos quedaremos una semana en Lozére, disfrutaremos de la comida local y si no ocurre ningún incidente, regresaremos a París. Ya tiene material para su nuevo libro, yo trataré de explicar a mi jefe lo que sucedió, obviamente sin éxito, pero cuando dejen de aparecer muchachas muertas los pocos que conocen el caso lo darán por cerrado, pensando que fue un lunático que huyó como posiblemente sucediera con Jack el Destripador o el Asesino del Zodíaco.

—¿Le parece que el Zodiac o Jack eran quirales?

—No empecemos de nuevo.

—Lo de la comida es tentador —dijo Simenon. Salió de la camioneta y aspiró el aire de la tarde. Sintió aroma a pino, a hojas quemadas, a tierra húmeda y al humo de la pólvora que el viento disipaba lentamente. El sonido de un arroyuelo cercano destacó entre el silencio que quedara después del agónico aullido final de la Bestia de Gévaudan.

—¿Pasa algo? —preguntó Astrid, preocupada.

Simenon la miró a los ojos, sonrió y respondió:

—No pasa nada, solamente hay aroma a cosas conocidas y eso concluye esta historia de la mejor forma posible.

—Aprendió a resumir como se lo pedía. No era tan difícil. Ahora va a poder escribir la solapa de su propio libro.

—Los dos tenemos una idea más clara que el resto sobre la Bestia de Gévaudan, pero no el motivo por el que atravesó el umbral entre nuestros mundos.

—Comida y reproducción. La Bestia era humana, un licántropo, como usted dijo al principio. Abusó de varias víctimas, curiosamente no lo hizo con las que tenían el período. Eso es porque era humano, quiral o como quiera llamarle, pero humano al fin y al cabo. ¿Quería reproducirse porque era el último, como especuló usted? Ni idea. Quizás al darse cuenta de que nuestra biología no era igual a la suya las asesinaba, devoraba y se llevaba las cabezas como trofeo. Fuera de esta realidad o de una diferente era un lunático perverso y homicida que se quedó solo en su mundo, y logró de alguna forma acceder al nuestro.

Simenon miró a la capitana con admiración.

—Me sorprende, capitana. Es muy lógico lo que acaba de aventurar. Solamente falta saber por qué se produjo la sinestesia. Creo que en nuestro planeta surgen fenómenos naturales, los llamados “espejos”, donde nos pueden observar, y viceversa, desde el mundo quiral. Cuando la Bestia los utilizaba para ubicar a sus presas olfateándolas y cambiaba de forma para acceder a esta realidad, nuestros sentidos nos advertían del fenómeno por medio de la sinestesia, o la sinestesia era un producto de nuestra incomprensión del fenómeno como humanos. Pero, como le dije antes, es solo una teoría.

—Válida como cualquier otra —respondió la capitana, mirando por última vez el monte silencioso que, supo, seguiría escondiendo la mayor parte del enigma de la presencia en nuestra realidad de la Bestia de Gévaudan.


Roberto Bayeto



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