sábado, 10 de junio de 2023

El Jardín de Adompha

El Jardín de Adompha (The Garden of Adompha) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado originalmente en la edición de abril de 1938 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1948: Genius Loci y otros cuentos (Genius Loci and Other Tales).

El jardín de Adompha, uno de los cuentos de Clark Ashton Smith más efectivos, pertenece al ciclo de Zotique, y relata la historia del rey Adompha, un gobernante que, presa del hastío, solicita la ayuda del mago de la corte, Dwerulas, para crear un jardín secreto.

No se trata de un jardín común, desde luego; sino más bien un sitio mágico, un jardín escondido, con un pequeño sol propio capaz de dar luz a distintas especies de plantas que ciertamente no son de este mundo.

Entre llas ramas y el follaje de esas monstruosas plantas se puede observar la obra macabra del mago. Las raíces voraces se alimentan de una multitud de cadáveres y extremidades, incluidas las cabezas de eunucos, las orejas de los guardias, corazones anónimos y torsos y ojos aun parpadeantes injertados en las propias plantas.

El jardín de Adompha de Clark Ashton Smith nos propone un organismo único, híbrido, una mezcla formada por restos humanos con plantas interdimensionales, logrando uno de los relatos botánicos de terror más interesantes de la época (ver: Horror Botánico: ¡el brócoli dominará el mundo!). También es interesante mencionar que el carácter disipado, decadente, del rey Adompha, acaso podría ser un homenaje al Vathek de William Beckford.




¡Señor de los sofocantes parterres

y huertos soleados por la llama eterna del infierno!
Entre vuestros jardines florece el Árbol del que brotan
frutos que son como innumerables cabezas de demonios,
y que extiende su raíz como una serpiente sinuosa,
y que se llama Baaras.
Y allí las pálidas mandrágoras bifurcadas,
desgajadas del suelo por sí solas, van de un lado a otro,
pronunciando vuestro nombre:
hasta que los últimos de los condenados vean pasar a los demonios,
gritando con airado frenesí y extraña aflicción.
 
—Letanía de Ludar a Thasaidon—




Era bien sabido que Adompha, rey de la vasta isla oriental de Sotar, poseía en los amplios terrenos de palacio un jardín vetado a todos los hombres excepto a él mismo y al mago de la corte, Dwerulas. Las paredes de granito que enmarcaban el jardín en un cuadrado, altas y formidables como las de una prisión, podían ser contempladas por todos, porque se alzaban sobre los majestuosos robles y alcanfores, y los extensos parterres de flores multicolores. Pero nada podía divisarse de su interior: los cuidados que requería eran realizados sólo por el mago bajo las órdenes de Adompha, y ambos conversaban allí con profundos acertijos que nadie era capaz de interpretar. La gruesa puerta de bronce respondía a un mecanismo cuyo secreto compartían sólo ellos, y el rey y Dwerulas, bien separados o juntos, visitaban el jardín sólo a horas en que otros no estuvieran por los alrededores. Y nadie podía realmente afirmar que hubiera contemplado ni siquiera la apertura de la puerta.
Se decía que el jardín había sido techado para evitar el sol con grandes planchas de plomo y cobre, sin dejar ni un resquicio por el que pudiera colarse ni la más diminuta de las estrellas. Algunos juraban que la privacidad de sus señores durante sus visitas estaba garantizada por un sueño de leteo que Dwerulas, gracias a sus artes mágicas, solía extender en tales momentos por todos los alrededores.
Un misterio tan notorio difícilmente podía dejar de provocar curiosidad, y surgieron múltiples creencias en relación a la naturaleza del jardín. Algunos afirmaban que estaba lleno de plantas malignas de hábitos nocturnos, de las que brotaban potentes y mordaces venenos para uso de Adompha, junto a otras esencias más insidiosas y siniestras empleadas por el brujo en la preparación de sus maleficios. Y parecía que tales historias no carecían de cierta veracidad: porque, tras la construcción del jardín tapiado, se habían producido en la corte real numerosas muertes que podían ser atribuidas al envenenamiento, y desastres que claramente eran obra de un mago, junto a la desaparición física de personas cuya presencia en la tierra ya no agradaba a Adompha o Dwerulas.
Otras historias, más extravagantes, eran susurradas entre los crédulos. Aquella leyenda de infamia antinatural que rodeaba al rey desde la niñez, adoptó unos tintes aún más horribles, y Dwerulas, del que se decía que había sido vendido al Archidemonio antes de su nacimiento por la bruja de su madre, alcanzó una nueva y negra reputación que sobrepasaba la de otros brujos en la profundidad y crudeza de su degradación.
Despertando del sopor y los sueños que le producía el jugo de amapola negra, el rey Adompha se levantaba en las horas muertas y anquilosadas que transcurrían entre el ocaso lunar y el amanecer. A su alrededor el palacio permanecía en un silencio sepulcral, pues sus ocupantes se habían rendido al sopor nocturno inducido por el vino, las drogas y el aguardiente. Alrededor del palacio, los jardines y la ciudad capitalina de Loithé dormían bajo las perezosas estrellas de los cielos sin viento del sur. A esas horas, Adompha y Dwerulas solían visitar el recinto de altas murallas sin apenas riesgo de ser seguidos u observados.
Adompha salió, deteniéndose brevemente para iluminar con el ojo cubierto de su farol de bronce negro la habitación contigua. La estancia había estado ocupada por Thuloneah, su odalisca favorita, por un periodo raras veces igualado de ocho noches, pero advirtió sin sorpresa o desconcierto que la cama de sedas revueltas estaba en esos momentos vacía. Esto le confirmó que Dwerulas había llegado antes que él al jardín. Y además supo que Dwerulas no había ido ociosamente, o de vacío.

Los jardines del palacio, completamente empapados de sombras intactas, parecían garantizar la intimidad que el rey ansiaba. Llegó hasta la puerta de bronce cerrada en la elevada y lisa pared de granito, emitiendo, mientras se aproximaba, un agudo siseo, como el de una cobra. En respuesta a la cadencia de subida y bajada de este sonido, la puerta se abrió hacia dentro silenciosamente, y se cerró silenciosamente tras él.
El jardín, sembrado y cultivado de forma tan privada, y sellado con el techo de metal ocultándolo a las esferas del cielo, estaba únicamente iluminado por un extraño globo de feroz luz que flotaba en el centro. Adompha miró el globo con pavor, porque su naturaleza y origen eran misteriosos. Dwerulas afirmaba que había surgido del infierno a petición suya durante una medianoche sin luna, y que levitaba gracias al poder infernal, y se alimentaba con las llamas eternas de ese clima en el que las frutas de Thasaidon maduraban hasta un tamaño ultraterreno y un sabor encantado. El orbe irradiaba una luz sanguinolenta, en la que el jardín nadaba y se confundía como si se viera a través de una niebla luminosa de sangre. Incluso bajo las lóbregas noches de invierno, el globo despedía un reconfortante calor, y nunca descendía en su extraña suspensión, aunque no tuviera sujeción visible, y debajo el jardín florecía siniestramente, suntuoso y exuberante como un parterre de los círculos infernales.
En efecto, las plantas de aquel jardín no eran como las que podría haber abrigado un sol terrestre, y Dwerulas afirmaba que sus semillas eran del mismo origen que el globo. Había troncos pálidos y bifurcados que se estiraban hacia las alturas como si fueran a arrancar sus propias raíces del suelo, desplegando hojas inmensas como oscuras y estriadas alas de dragones. Había capullos granate, anchos como bandejas, que pendían de tallos gruesos como brazos que temblaban continuamente.
Y había muchas otras plantas exóticas, distintas como los siete infiernos, y sin características comunes más allá de los vástagos que Dwerulas había injertado en ellos acá y allá mediante artes antinaturales y nigrománticas.
Estos vástagos eran distintas partes y miembros de seres humanos. Magistralmente, y siempre con éxito, el mago los había unido a los brotes medio vegetales, medio animales, sobre los que vivían y crecían a partir de ese momento, rezumando una savia semejante al icor. Y así eran preservados los cuidadosamente elegidos recuerdos de una multitud de personas que habían inspirado desagrado o hastío a Dwerulas y al rey. Sobre los troncos de palmeras, bajo ramas de plumones encrespados, cabezas de eunucos colgaban en racimos, como enormes drupas negras. Una enredadera sin hojas había florecido con las orejas de guardias ladrones. De cactus enormes brotaban pechos de mujeres y estaban recubiertos de filamentos como cabellos. Extremidades o torsos completos habían sido unidos a árboles monstruosos. Sobre algunos de los enormes capullos semejantes a bandejas se posaban corazones palpitantes, y ciertas flores más pequeñas tenían en su centro ojos que aún se abrían y cerraban entre pestañas. Y había otros injertos, demasiado obscenos o repulsivos para describirlos.
Adompha avanzó entre los brotes híbridos, que se agitaban y crujían a su paso. Parecía que las cabezas se giraban ligeramente hacia él al unísono, las orejas vibraban, los pechos temblaban levemente, los ojos se ensanchaban o achinaban como si observaran su avance. Sabía que estos restos humanos vivían sólo con la reposada vida de las plantas, y que compartían únicamente su actividad subanimada. Las había contemplado con un curioso y mórbido placer estético, encontrando en ellas la infalible atracción de las cosas grandiosas y sobrenaturales. Pero en ese momento, por primera vez, pasó entre ellas con un lánguido interés. Comenzó a temer la hora fatal en la que el jardín, con todas sus originales taumaturgias, ya no le aportara un refugio contra su inexorable hastío.

En el centro del extraño edén, donde un espacio circular aún permanecía vacío entre los abarrotados parterres, Adompha llegó a un montículo de tierra arcillosa recién excavada. Junto a él, totalmente desnuda, pálida y boca arriba como si estuviera muerta, yacía la odalisca Thuloneah. Cerca de ella había una bolsa de cuero de la que se habían extraído varios cuchillos y otros utensilios, junto a frascos de bálsamos líquidos y resinas viscosas que Dwerulas empleaba en sus injertos, y ahora reposaban en el suelo. Una planta conocida como el dedaim, con un tronco bulboso, carnoso y de un color blanquecino verdoso de cuyo centro brotaban como rayos varias ramas serpenteantes sin hojas, vertía intermitentemente sobre el pecho de Thuloneah gotas de icor rojo amarillento que manaba de unas incisiones en su suave corteza.
Tras el montículo arcilloso, Dwerulas apareció repentinamente como un demonio emergiendo de su madriguera subterránea. Sostenía en las manos la pala con la que acababa de cavar un agujero profundo, semejante a una fosa funeraria. Junto a la regia estatura y corpulencia de Adompha, no parecía más que un enano marchito. Su aspecto revelaba las marcas de una enorme edad, como si polvorientos siglos hubieran secado su carne y absorbido la sangre de sus venas. Sus ojos brillaban en el fondo de unas órbitas como pozos; sus facciones eran oscuras y hundidas, como las de un cadáver muerto mucho tiempo atrás; su cuerpo estaba retorcido como un cedro milenario del desierto. Se encorvaba incesantemente, de manera que sus lacios y nudosos brazos colgaban casi hasta el suelo. Adompha se maravilló, como siempre, de la fuerza casi demoníaca de aquellos brazos; se maravilló de que Dwerulas hubiera podido empuñar la pesada pala con tanta presteza, y hubiera podido transportar hasta el jardín sobre sus espaldas y sin ayuda humana la carga de aquellas víctimas cuyos miembros había utilizado en sus experimentos. El rey jamás se había rebajado a asistir a tales labores; tras nombrar de vez en cuando a aquellas personas cuya desaparición no le disgustaría en absoluto que se produjera, se limitaba a vigilar y supervisar la barroca jardinería.
—¿Está muerta? —preguntó Adompha, observando sin emoción los sensuales miembros y el cuerpo de Thuloneah.
—No —dijo Dwerulas con voz ronca, como una bisagra oxidada de ataúd—, pero le he suministrado el jugo letárgico y potente del dedaim. Su corazón late inaudiblemente, su sangre fluye con la lentitud de ese icor mezclado. No volverá a despertar… sólo como una porción de vida del jardín, compartiendo su oscura sensibilidad. Y ahora espero instrucciones. ¿Qué parte… o partes?
—Sus manos eran muy habilidosas —dijo Adompha como si reflexionara en voz alta, en respuesta a la pregunta medio formulada—. Conocían los sutiles caminos del amor y eran experimentadas en todas las artes amorosas. Me gustaría que preservarais sus manos… pero nada más.
La singular y mágica operación fue completada. Las bellas, finas y pequeñas manos de Thuloneah, cercenadas limpiamente a la altura de las muñecas, fueron unidas con una pequeña marca de sutura a las pálidas y podadas extremidades de las dos ramas más altas del dedaim. En este proceso, el mago había empleado las resinas de plantas infernales, y había invocado repetidamente los curiosos poderes de ciertos genios subterráneos, como solía hacer en tales ocasiones. En esos momentos, como si le suplicaran, los brazos parcialmente vegetales se extendieron como si quisieran tocar a Adompha con sus manos humanas. El rey sintió que su antiguo interés por la horticultura de Dwerulas se reavivaba, y una extraña excitación brotó en su interior ante esa mezcla de belleza y extravagancia que emanaba de la planta injertada. Al mismo tiempo, volvió a revivir en su carne los sutiles ardores de noches pasadas… porque las manos estaban repletas de recuerdos.

Adompha se había olvidado por completo del cuerpo de Thuloneah, que yacía cerca de él con los brazos amputados. Sacado de su ensoñación por el repentino movimiento de Dwerulas, se giró y vio al mago inclinado sobre la joven inconsciente, que no se había movido durante todo el proceso de la operación. La sangre aún fluía de los muñones de sus muñecas y formaba charcos sobre la tierra oscura. Dwerulas, con ese vigor antinatural que caracterizaba todos sus movimientos, recogió a la odalisca en sus enjutos brazos y la levantó con facilidad. Tenía un aíre de trabajador que retoma una tarea inacabada, pero entonces pareció vacilar antes de arrojarla al agujero que haría las veces de tumba, donde, a través de las estaciones calentadas e iluminadas por el globo infernal, su cuerpo oculto y en descomposición alimentaría las raíces de aquella planta anómala que portaba sus propias manos como vástagos. Era como si temiera deshacerse de su voluptuosa carga. Adompha, observándole con curiosidad, advirtió más que nunca la descarnada maldad y degeneración que manaba como un abrumador hedor del cuerpo encogido y de los retorcidos miembros de Dwerulas.
Aunque él mismo se había adentrado profundamente en todo tipo de vilezas, el rey experimentó una vaga repugnancia. Dwerulas le recordaba a un nauseabundo insecto que en una ocasión sorprendió realizando macabras operaciones. Recordó cómo aplastó el insecto con una piedra… y, al recordarlo, le sobrevino una de esas inspiraciones audaces y repentinas que siempre le impulsaron a acometer acciones igualmente inesperadas. Se dijo a sí mismo que no había entrado en el jardín con esa idea, pero que la oportunidad era demasiado urgente y demasiado perfecta para dejarla pasar. El mago le daba la espalda para la ocasión, mientras que sus brazos estaban ocupados con su pesada y hermosa carga. Empuñando rápidamente la pala de hierro, Adompha la dejó caer sobre la pequeña y marchita cabeza de Dwerulas con la fuerza guerrera heredada de sus antepasados heroicos y piratas. El enano, que todavía sujetaba a Thuloneah, cayó de cabeza en el profundo hoyo.
El rey preparó la pala para un segundo golpe en caso de que fuera necesario y esperó, pero no se escuchó ningún ruido ni observó ningún movimiento en la tumba. Sintió cierta sorpresa por haber vencido con tanta facilidad al formidable mago, de cuyos poderes sobrenaturales estaba casi totalmente convencido; y tampoco fue menor el asombro ante su propia temeridad. Entonces, animado por su triunfo, se le ocurrió que podría intentar realizar su propio experimento, ya que creía dominar gran parte de las singulares habilidades y conocimientos de Dwerulas a través de la observación. La cabeza de Dwerulas resultaría una adición única y apropiada a una de las plantas del jardín. Sin embargo, tras echar una ojeada al hoyo, se vio forzado a desechar la idea: observó que le había golpeado demasiado fuerte y había dejado la cabeza del brujo en un estado casi inservible para su experimento, ya que tales injertos precisaban de cierta integridad de la parte o miembro humano.
Reflexionando, no sin asco, sobre la inesperada fragilidad de los cráneos de los magos, que resultaban tan fáciles de aplastar como huevos de emúes, Adompha comenzó a llenar el hoyo con arcilla. El cuerpo de Dwerulas yacía boca abajo, sobre la forma acurrucada de Thuloneah, compartiendo ambos la misma quietud, y pronto quedaron ocultos por los blandos y frágiles terrones. El rey, que en su corazón había llegado a temer a Dwerulas, experimentó un profundo alivio cuando cubrió totalmente la tumba y la niveló suavemente con la tierra de alrededor. Se dijo a sí mismo que había hecho bien: porque la reserva de conocimientos del mago en los últimos tiempos incluía demasiados secretos reales; y un poder como el suyo, tanto si le venía dado por la naturaleza o por reinos ocultos, nunca podría ser compatible con un gobierno seguro y un imperio prolongado de reyes.

En la corte del rey Adompha y por toda la ciudad costera de Loithé, la desaparición de Dwerulas se convirtió en un tema sobre el que se especuló mucho pero del que se investigó poco. Las opiniones estaban divididas entre si era Adompha o el maligno Thasaidon quien debía ser agradecido por tan beneficiosa pérdida, y, en consecuencia, el rey de Sotar y el señor de los siete infiernos fueron temidos y respetados como nunca antes. Tan sólo los hombres o demonios más temibles podían haberse deshecho de Dwerulas, que se decía que había vivido durante todo el milenio sin dormir ni una sola noche, y ocupando todas sus horas con vilezas y magias de una negrura subtartárea.
Tras la inhumación de Dwerulas, una vaga sensación de miedo y horror que era incapaz de explicar había provocado que el rey volviera a visitar el jardín sellado. Sonriendo impasiblemente ante los extraños rumores de la corte, continuó su búsqueda por nuevos placeres y sensaciones extrañas o violentas. Pero tuvo poco éxito en esto: parecía que todos los caminos, incluso los más extravagantes y tortuosos, le conducían sólo al oculto precipicio del aburrimiento. Apartándose de extraños amores y crueldades, de fastos extravagantes y músicas demenciales, de incensarios afrodisíacos con flores de tierras lejanas y de pechos de extraños contornos de jóvenes exóticas, recordó con renovado deseo aquellas formas florales parcialmente animadas que habían sido dotadas por Dwerulas con los encantos más provocativos de las mujeres.
Así pues, cierta noche, a una hora entre la caída de la luna y el amanecer, cuando todo el palacio y la ciudad de Loithé estaban empapados de sueño, el rey se levantó dejando a su concubina en el lecho y se dirigió al jardín, que ahora era secreto para todos los hombres excepto para él mismo.
En respuesta al siseo de cobra, que era lo único que hacía funcionar su ingenioso mecanismo, la puerta se abrió para Adompha y se cerró a sus espaldas. En el mismo instante en que se cerró, advirtió que se había producido un singular cambio en el jardín durante su ausencia. Ardiendo con una luz más sangrienta, una radiación más tórrida, el misterioso globo flotante deslumbraba con sus rayos como si estuviera siendo avivado por demonios, y las plantas, que habían crecido excesivamente en altura y estaban cubiertas y escondidas bajo un follaje mucho más frondoso del que tenían antes, se erguían inmóviles en una atmósfera como la del aliento exhalado por un infierno escarlata.
Adompha vaciló, dudando sobre el significado de estos cambios. Durante unos instantes pensó en Dwerulas, y se acordó con un leve estremecimiento de ciertos prodigios y hazañas nigrománticas inexplicables realizados por el mago… Pero él había asesinado a Dwerulas y lo había enterrado con sus propias manos regias. El calor creciente y el brillo del globo, el crecimiento excesivo del jardín, se debían sin duda a algún proceso natural incontrolado.
Presa de una gran curiosidad, el rey inhaló los mareantes perfumes que asaltaron sus fosas nasales. La luz le deslumbró, embargándole con extraños colores jamás vistos; el calor le golpeó como si fuera el de un solsticio de verano infernal. Le pareció escuchar voces, casi inaudibles al principio, pero que fueron transformándose pronto en un murmullo casi articulado que seducía sus oídos con una dulzura ultraterrena. Al mismo tiempo, le pareció contemplar entre la vegetación inerte, en ráfagas, los miembros cubiertos parcialmente de bayaderas danzando; miembros que no pudo identificar con ninguno de los injertos realizados por Dwerulas.

Atraído por el encanto del misterio y dominado por una vaga intoxicación, el rey se adentró en el laberinto surgido del infierno. Las plantas retrocedían levemente cuando él se aproximaba, y se apartaban a ambos lados para permitir su paso. Como si fuera una mascarada arbórea, parecían ocultar a sus vástagos humanos bajo los mantos de su nuevo follaje. Luego, cerrándose tras Adompha, parecían desechar sus disfraces, revelando fusiones más disparatadas y anómalas que las que recordaba. Cambiaban a su alrededor cada segundo, como formas delirantes, de manera que nunca estaba del todo seguro de cuánto había en ellas de árbol o de flor, cuánto había de mujer y de hombre. Una a una, contempló el balanceo de protuberancias retorciéndose, una conmoción de miembros y cuerpos descontrolados. Entonces, tras una transición imperceptible, pareció que sus raíces se desgajaban de la tierra y que se movían a su alrededor sobre oscuros pies fantásticos, en círculos cada vez más rápidos, como los bailarines de un desconcertante festival.
Formas que eran tanto florales como humanas giraban alrededor de Adompha, hasta que la mareante demencia de su movimiento giró con idéntico vértigo en su cerebro. Escuchó un susurro como el de un bosque bajo una tormenta, junto a un clamor de voces familiares que le llamaban por el nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y exhortaban, en una miríada de voces de guerrero, de consejero, de esclavo, de cortesano impostor, de castrado o de amante. Y sobre todas las cosas, el globo sanguinolento refulgía con un resplandor cada vez más deslumbrante y amenazador, un ardor que se hacía cada vez más insoportable. Era como si toda la vida del jardín se girase, se elevase y relumbrase extáticamente hacia la infernal culminación del astro.
El rey Adompha olvidó todo recuerdo de Dwerulas y su oscura magia. En sus sentidos ardía el calor del globo procedente del infierno, y le pareció compartir el delirante movimiento y éxtasis de aquellas formas oscuras que le rodeaban. Un icor de locura bulló en su sangre; ante él flotaban las borrosas imágenes de placeres que jamás había experimentado o sospechado siquiera que existieran: placeres con los que sobrepasaría los límites propios de la sensibilidad humana.
Entonces, en medio de aquel remolino fantasmagórico, escuchó el chillido de una voz ronca, como una bisagra oxidada al levantarse la tapa de un sarcófago. No podía entender las palabras, pero, como si hubiera sido pronunciado un conjuro de silencio, el jardín en su totalidad volvió inmediatamente a su quietud y ocultación. El rey se quedó totalmente estupefacto: ¡porque la voz que había escuchado era la de Dwerulas! Miró a su alrededor con ojos desorbitados, atónito y confundido, viendo únicamente las plantas inmóviles con sus mantos de abundante follaje. Ante él se alzaba un brote que vagamente reconoció como el dedaim, aunque su tronco con forma de bulbo y sus largas ramas estaban recubiertos de una tupida masa de negros filamentos semejantes a cabellos.

Lenta y delicadamente, las dos ramas más altas del dedaim descendieron hasta que las puntas estuvieron al nivel del rostro de Adompha. Las finas y pequeñas manos de Thuloneah surgieron del follaje y comenzaron a acariciar las mejillas del rey con aquella destreza amorosa que él todavía recordaba. En ese mismo instante advirtió que la tupida mata peluda se apartaba cayendo sobre el ancho y plano extremo superior del tronco del dedaim; y, sobre este, como si brotara sobre unos hombros encogidos, la pequeña y marchita cabeza de Dwerulas apareció para enfrentarse a él…
Mientras miraba con un horror vacuo el destrozado cráneo con coágulos sanguinolentos, las facciones resecas y ennegrecidas como si tuvieran siglos de antigüedad, los ojos que brillaban en oscuros pozos como brasas avivadas por demonios, Adompha tuvo la confusa sensación de ser asaltado por una muchedumbre que se lanzaba contra él desde todos los flancos. Ya no había árboles en aquel jardín de demenciales mezcolanzas y mágicas transmutaciones. A su alrededor, flotando en el fiero viento, nadaban rostros que él recordaba demasiado bien: rostros ahora retorcidos con una ira maligna y el deseo letal de venganza. Con una ironía que sólo podía ser concebida por Dwerulas, los suaves dedos de Thuloneah continuaron acariciándole, mientras Adompha sentía cómo las innumerables manos le arrancaban la ropa y le desollaban la carne a tiras con sus uñas.



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