lunes, 22 de julio de 2024

La Cima

La Cima es un relato de George Sumner Albee escrito en 1962. Jonathan Gerber es agente de publicidad de una compañía con sede en un edificio con forma de pirámide y sin ventanas salvo las del piso superior, el famoso piso 14, donde a casi nadie le está permitido acceder. Jonathan ha estado trabajando tan duro en la compañía durante años que cuando su jefe Lester Leath está a punto de morir le proponen como su sucesor, pero para ello tendrá que verse con el pez gordo de la compañía en el tan temido piso 14. Esta es la historia de un ascenso en una corporación que no se sabe muy bien qué fabrica, donde no se sabe muy bien quién manda y donde todo está rodeado de misterio y de incertidumbre. Una crítica a la falta de empatía, al corporacionismo o a la falta de moralidad y con un final desconcertante que quizás nos dé a entender ciertas cosas del capitalismo.

Jonathan Gerber al principio de la historia es un joven que tenía sueños, inquietudes e ilusiones. Presentaba cierta rebeldía e inconformidad ante la vida que llevaba y al sistema que pertenecía. Al ofrecer un aumento (subir al siguiente piso) lo toma y con el tiempo termina por subordinarse al sistema. Renuncia a la vida independiente para ser una persona de segunda mano. Al llegar al últimopiso (al éxito) encuentra que no es lo que esperaba. Se da cuenta que ya es muy tarde para empezar una vida crítica y conciente de sí.



«9.07 h. A Jonathan Gerber de L. Lester Leath —decía el memorándum color verde pálido—. Resérveme el día, por favor, le adjunto un pase de ascensor permanente. Le sugiero una visita al piso 13 esta mañana, pero no vaya más arriba. - LLL.»
«Después de todos estos años…», se dijo Jonathan mientras extraía el pase, el primero que había tocado realmente de su envoltura plastificada. Era, por supuesto, una pirámide en miniatura. Una de sus caras metálicas llevaba el nombre de la firma, Unida; otra un fotograbado del propio Jonathan. No tenía la menor idea de cuándo o dónde fue fotografiado. Debió ser recientemente, pues lucía una corbata que acababa de comprar; resultaba evidente que la policía de la firma le había sorprendido con un teleobjetivo al entrar o salir del edificio.
—Señorita Kindhands —dijo a su secretaria por el intercomunicador—, cancele mis citas. El señor Leath desea verme.
Con la dorada pirámide en su mano, descendió en largas zancadas por el brillante corredor en dirección al ascensor.
—Trece —indicó.
Aunque conocía su rostro y su peludo traje de tweed desde años, el ascensorista dio un respingo.
—Está conforme —le aseguró Jonathan, y volvió su mano para mostrar el pase.
—Sí, señor —dijo el hombre. Exhaló las dos palabras como un músico podría soplar dos suaves y débiles notas en una flauta. Luego cerró la puerta de bronce y oprimió un botón.
—¿Catorce años, o tal vez dieciséis? —murmuró Jonathan para sí. Aunque cuando el ascensor le llevaba hacia arriba en poder y prestigio, descendió a través del recuerdo hasta sus primeros días en el edificio.
Recordó, sonriendo, sus dudas acerca de los ascensores. Mientras cada mañana lo subían hasta el departamento de publicidad, en el octavo piso, tenía la paradójica sensación que existía un engaño, que no le llevaban hacia arriba sino hacia abajo, a las catacumbas inferiores de la gigantesca pirámide escalonada de Unida. Las pequeñas luces intermitentes 1, 2, y 3 no le convencían de que viajaba hacia arriba; el movimiento era tan suave como imperceptible. Y cuando la silenciosa puerta se abría, nadie podía afirmar en qué lugar concreto se hallaba. Largos y vacíos corredores, estrechos como las galerías de una mina, se extendían sin fin, con paneles de plástico brillantes bajo la luz de los rectángulos de cristal lechoso del techo. No existía ninguna ventana en parte alguna del edificio, y la luz que entraba por las paredes de cristal podía proceder de lámparas eléctricas diestramente disimuladas. Nada probaba que fuese luz solar.
—Fantástico —se reprochó Jonathan—. Soy afortunado, fenomenalmente afortunado. ¡Estoy aquí con sólo veintisiete años, en Unida! Cualquier otro vendería su alma por estar en mi puesto.
Empleaba entonces expresiones coloquiales para captar más lectores con sus anuncios; sin embargo, en el pasado las había usado inocentemente, por placer.

Era redactor de una agencia de publicidad de Nueva York cuando, una tarde, los socios más antiguos de la firma lo habían llamado para decirle que la casi legendaria firma de Minnesota deseaba contratarle. Si Jonathan negaba el vil obsequio de sí mismo, le dejaron entrever claramente que la agencia podría en lo sucesivo considerar innecesarios sus servicios. Lo mismo le podría ocurrir en otras agencias. Sintiéndose como un joven azteca elegido para el sacrificio, halagado, pero receloso, tomó el tren para Minnesota, encontrando bombones y rosas en su compartimiento. Escrúpulos de conciencia no les faltaron, por supuesto.
Su primera impresión de L. Lester Leath tampoco resultó tranquilizadora. La oficina insonorizada de Leath con su mobiliario gris pálido, sus paredes de cristal que dejaban pasar una luz opaca, que tanto podía ser solar como no, parecía envuelta por la niebla. Y había sido difícil determinar dónde concluía la niebla y dónde empezaba Leath. Su rostro era de un color neblinoso, su cabello podría haber sido aluminio sobre el cual se hubiese condensado la humedad, sus blancos dedos se habían movido por el escritorio como pequeños fantasmas, mientras su voz tenía el apagado y lúgubre gemido de una sirena, oído a través de millas de velado mar.
Necesitó algún tiempo para acostumbrarse a la voz de Leath y a sus milagros de apagada circunlocución.
—¿Cuál será mi ocupación? —había preguntado, y Leath contestó que las ocupaciones eran para los subalternos y que las palabras no existían para ser empleadas incorrectamente.
—Quiero decir, ¿cuál será mi trabajo? —se había corregido a sí mismo Jonathan.
Y Leath respondió:
—¡Trabajo! ¡Ah, trabajo! Fue el trabajo lo que convirtió a los padres de nuestra nación en gigantes sobre la tierra. Fue el trabajo lo que hizo de América lo que es hoy, la luz y el faro de un mundo revuelto. Las gentes se han calmado, piden seguridad. La mejor seguridad, la única seguridad es el trabajo.
Jonathan lo había intentado por tercera vez. Y Leath dijo:
—¿Qué productos anunciará usted? Muchacho, Unida no tiene ningún producto. Digamos más bien que Unida crea y desarrolla materiales semiacabados que permiten a los pequeños fabricantes, bajo el sistema de libre empresa, enriquecer o, en cierto modo, mejorar ciertos artículos para el final beneficio del consumidor, el señor y la señora América. Su objetivo será la propia Unida. Le he hecho venir con nosotros porque posee un fino instinto para las palabras. Me sentí profundamente conmovido por su epígrafe para el anuncio de aquella escopeta… Un muchacho y su perro. Y la pequeña frase que escribió para los niños, ¿cómo era…? Los bebés son estrellas caídas. Son palabras como éstas las que quiero para Unida. Quiero patriotismo, amistad, nobleza, amor…

Durante catorce años —quizá dieciséis ¿o diecisiete?— Jonathan había escrito pequeños ensayos sin tema para millones de lectores de periódicos. Cuando apareció el primer ejemplar de su boletín interior temió que la gente se reiría. Sin embargo, nadie se había reído. Por el contrario, habían llegado cartas de elogio de todos los rincones del país. Su anuncio que describía las virtudes de George Washington y designaba a Unida como su moderna heredera, había ganado la medalla de platino y rubíes del Consejo Nacional de Publicidad. Su anuncio que explicaba cómo Unida llevaba sus negocios de acuerdo con los preceptos aprendidos por Abe Lincoln, de los labios de una madre cansada por el trabajo, había sido distinguido con un pergamino especial por la Nueva Cámara de Comercio. Desde entonces, había concedido estas frases con una creciente apreciación de su valor, elocuencia y dignidad. Mientras tanto, L. Lester Leath no le había mostrado más que admiración y benevolencia, y Unida le aumentó su sueldo de diez mil dólares anuales a diecisiete mil quinientos, y luego a veintitrés mil doscientos. Cada año, además, recibía como premio un bono de la Clase C de acciones preferentes, cuyos dividendos sólo perdería en el caso de abandonar la compañía antes de la edad de retiro.
Le esperaban en el piso decimotercero. Un ujier corpulento y joven vestido con un uniforme gris, sin duda reclutado en un equipo universitario de rugby, le saludó.
—¿El señor Gerber? Voy a mostrarle algo que desea ver —dijo con deferencia.
—Me temo que no sabré realmente lo que deseo ver —contestó Jonathan, sonriente—. Esta es mi primera visita.
—El señor Leath dijo que podía ser presentado a los directores de sección, señor.
—Entonces hagamos eso —repuso Jonathan—. Cueste lo que cueste.
El ujier le precedió, abriendo puertas de bronce. En quince salones de la oficina de la sección, Jonathan estrechó las manos de ocho hombres calvos y delgados y de otros siete calvos y gruesos. No eran los directores. Se trataba únicamente de quienes tomaban las decisiones y corrían los riesgos, infelices padres de familia que percibían cien mil dólares anuales y morían prematuramente de ataques cardíacos. Jonathan inspeccionó su sala de gráficos, su elaborada sala de comunicaciones, su comedor y su pequeño hospital de tres camas.
—Veo que el hospital tiene su propio ascensor —observó al guardia—. Si alguien muriese en su escritorio, podrían sacarle del edificio sin que nadie lo advirtiera.
—El Consejo de Planificación no descuida muchos detalles, señor —contestó el hombre.
Durante su cuarto o quinto año en la compañía, Jonathan había tenido una experiencia personal sobre la técnica de precisión con que Unida hacía frente a tales eventualidades. Un día, en el ascensor, un ingeniero llamado Jacks palideció, emitió sonidos entrecortados y se desvaneció. Mientras Jonathan se arrodillaba junto a él, el botones detuvo el ascensor entre dos pisos y telefoneó tranquilamente al encargado en el vestíbulo pidiendo instrucciones. Luego el ascensor había descendido rápida y profundamente a los sótanos. Guardias con una camilla acudieron a su encuentro.
—Me temo que está muerto —dijo Jonathan.
—¡Oh! No, señor —respondió el jefe de los guardias—. Está desvanecido, eso es todo, o se halla indispuesto.
—¿Lo van a llevar inmediatamente a un doctor?
—Vuelva al ascensor, señor —respondió el jefe.

Eso fue todo. Jonathan jamás pudo arrancar una contestación concreta al ascensorista, a los guardias, a nadie. Tres días después, en la página necrológica del periódico, apareció un breve párrafo informando de que un tal D. M. Jacks, ingeniero «de esta ciudad», había fallecido, pero sin mencionar que trabajaba para Unida. Jacks, simplemente, había desaparecido. La compañía no ignoraba la muerte, la pasaba por alto. Cuando alguien moría, su ayudante tomaba su lugar. En una corporación con decenas de miles de empleados cabía siempre la posibilidad de alguna defunción, y el trabajo no podía interrumpirse a cada momento.
De regreso otra vez a su departamento, Jonathan se asomó en la antecámara hermosamente decorada de Leath.
—Si me necesita —dijo—, estoy de vuelta.
—Está con el doctor ahora —explicó la señorita Tablein, secretaria particular de Leath—. Pero no se aleje del teléfono, por favor.
En su despacho, sin nada que hacer sino esperar y distraerse mirando los gráficos de penetración sobre el lector, Jonathan se preguntó que iba a suceder. Leath lo era todo menos impulsivo; el pase permanente, la visita a Trece significaban en sí mismos una promoción. El peldaño superior a Trece era Catorce, ya que absolutamente nadie tenía autorización para subir a Quince, donde la suite del presidente ocupaba la cúspide de la pirámide.
¿Sería cierto, se dijo Jonathan, su ingreso en el Consejo de Planificación? No podía ascender más en el departamento de publicidad sin asumir el puesto de Leath.
De todas formas no tardaría en conocer la respuesta, pensó. Con un encogimiento de hombros sacó el pase del bolsillo y examinó su parecido. Se rió. ¡Perdidas, perdidas para siempre las abundantes melenas de la juventud! Sintiéndose sentimental, intentó recordar su aspecto a los veintisiete años. No pudo conseguirlo. Sólo le vino a la memoria que había sido escéptico.
Recordó, en efecto, sus sospechas en los ascensores, cómo salía de los pasillos para asegurarse de que los pisos inferiores de la pirámide eran más amplios que los superiores. Y más aún, en cierta ocasión abandonó su despacho para explorar los sótanos. Sin encontrar nada malo, por supuesto, nada en absoluto.
Después de averiguar cuanto pudo del edificio, intentó descubrir qué fabricaba Unida. Le pareció absurdo, al principio, escribir anuncios sobre un producto que desconocía. Y logró algunas informaciones. Se enteró, por ejemplo, que los cuatro mil productos de la compañía llevaban nombres alfabéticos que empezaban con Aab, un adulterante para batidos de leche, y concluían en Zyz, rotores para magnetos de tractor. Sin embargo, su búsqueda de Aabs y Zyzes pronto le aburrió.
El zumbador de su escritorio, sintonizado en sol agudo, sonó. Con la destreza de la práctica, Jonathan levantó el teléfono de su soporte y lo posó como un periquito sobre su hombro.
—Aquí Gerber.
Era la secretaria de Leath.
—El doctor está todavía con él —manifestó—. Sus úlceras deben estar inusitadamente mal esta mañana. Pero tengo algunas instrucciones para usted. Coma, haga un recorrido por Catorce a la una y presente su informe aquí a las dos.
—¿Qué diablos sucede, señorita Tablein? —inquirió Jonathan. Para las secretarias, ciertas expresiones eran un signo de democracia y consideraban adorable a quien las usaba. Una muchacha procuraría estar a la altura de un jefe que fuera lo suficientemente adorable.
—No lo sé —contestó la señorita Tablein—. Aunque debe ser importante. Un Proyecto Mayor.
—Mire, almorzaré a las doce con el Nuevo Grupo Ejecutivo. Los directores no salen a comer hasta la una y cuarto. Si subo a Catorce entonces, el lugar estará desierto. ¿Sabe usted lo qué pretende él que haga yo allá arriba?
—Supongo que mirar —dijo la señorita Tablein—. Me gustaría ir con usted. Señor Gerber, prométame una cosa. Cuando vuelva, cuénteme si el señor Waffen tiene realmente el asiento de su servicio chapado en oro.
—Se lo contaré —prometió Jonathan, consciente de que no lo haría.

Comió con dos de sus ayudantes más jóvenes que él, todavía en período de instrucción. Descubrió, divertido, que ya se había difundido la noticia de su precioso pase. Los muchachos se mostraron entregados, brillantes y ávidos, se inclinaron respetuosamente cada vez que tomó la palabra.
Poco después de la una tomó el ascensor para subir a Catorce. Era mucho más pequeño que Trece; evidentemente, el retroceso resultaba más acusado de lo que parecía desde la calle. Un nuevo ujier le saludó, informándole que había ocho oficinas de directores y una sala de conferencias, y que era libre de ir por donde quisiera.
—Son dignas de verse, señor —añadió.
Y lo eran. Varias oficinas tenían servicio de peluquería, receptores de televisión enormes y bares abundantemente provistos. Una disponía de humitor para cigarros puros, del tamaño de una cámara acorazada, otra un salón de tiro al blanco con pistolas de aire comprimido, otra una sauna finlandesa. Lo más notable era una habitación que reproducía la cubierta de popa de un buque de recreo, equipada con una silla de pesca, una percha para cañas de pescar y carretes. Ningún memorándum profanaba la costosa madera pulimentada de los enormes escritorios.
—Dígame —preguntó Jonathan al ujier—, ¿cuándo vienen aquí los miembros del Consejo de Planificación?
—Suelen venir para la reunión anual, señor —contestó el hombre—. Supongo que vendrán también cuando el señor Satherwaite les envía a buscar.
Hanscomb Ludlow Satherwaite II era el presidente de Unida, cuya suite particular se hallaba en la cúspide de la pirámide. No envejecía en las fotografías a pesar de los años, y nadie lo veía jamás al natural…
—¿Vive alguno de ellos en Minnesota? Perdone mi curiosidad, esta es mi primera visita.
El guardia rió entre dientes.
—Sí, señor. No olvide que todos ellos tienen ahora aviones y pilotos particulares. El señor Ippinger posee mil seiscientas hectáreas en Luisiana, y se entretiene con la pesca del camarón, así que vive allá. El señor Latchwell es propietario de una isla frente a la costa de Méjico, con un castillo y un pequeño ejército. Por eso lleva uniformes rojos y azules y botas de cuero con estrellas.
—Ya he visto al señor Latchwell en los ascensores.
En diversas ocasiones, Jonathan había vislumbrado a la mayoría de los graves e imponentes directivos. Uno de ellos, sin duda el pescador, lucía pantalones de lona blancos y una gorra del mismo color con una visera de celuloide verde. Otro llevaba sandalias de cuero con los dedos de los pies al descubierto. Existía un método tras sus pequeñas excentricidades, por supuesto; significaba para ellos una demostración de igualdad, como el viejo Leath le había explicado sensata y pacientemente más de una vez.
Dando las gracias al ujier, volvió abajo.
—Es la 1.55 —dijo Jonathan, introduciendo su calva cabeza en la antecámara de Leath.
—Entre y espere aquí —indicó la señorita Tablein por encima de sus gafas—. Cuénteme. ¡Tiene que contármelo!
—Nuestros directores están demasiado ocupados —respondió Jonathan en tono desaprobador—, para pensar en estas tonterías. Naturalmente, comprendo que lo decía en broma.
—¡Pero si yo lo deseaba tanto!
¿Era dudosa la lealtad de la señorita Tablein? Posiblemente, se dijo Jonathan, resultaría una peligrosa compañera de trabajo. Leyó Queridos Compañeros, el boletín de Unida, hasta que la luz de entrada se encendió y la señorita Tablein le indicó que podía pasar. Las buenas o las malas noticias —le pareció muy difícil esta segunda posibilidad—, vendrían ahora.
—Buenas tardes, hijo mío —musitó L. Lester Leath.
Su rostro se hallaba tan blanco como una plancha de Cga, producto que la compañía fabricaba como intermedio para la industria dentífrica. Un ángulo de su boca cedía. Su ojo izquierdo se asemejaba al de un búho, con la pupila enorme y fiera.
—¡Lester! —gritó Jonathan, horrorizado.
—Me estoy muriendo —continuó el gerente de publicidad sin emoción—. Moriré esta tarde en mi despacho, presumiblemente dentro de los próximos cinco o diez minutos.
—¡Voy a llevarle a su casa!
—No, quiero que sea aquí —dijo Leath con una voz que parecía un jirón de niebla—. Quiero que mi muerte, igual que mi vida, sea una demostración de lealtad a Unida y a todo lo que la firma representa. Pero tengo poco tiempo, hijo mío. Mañana por la mañana un memorándum interno, modelo 114B Azul, notificará que usted me sucede como jefe del departamento. Empezará con cincuenta mil. Su bono de acciones será proporcional.
—Gracias, Lester.
—Confío que su primer acto de servicio será contratar a un ayudante que arda en nuestro fuego sagrado. Le sugiero que haga lo mismo que yo: rastrille las agencias en busca de un Jonathan Gerber y fórmelo, de igual modo a como durante veintiún años lo hice con usted yo.

La tarde era gris. En la penumbra, el rostro de L. Lester Leath surgía y se esfumaba, imagen libre en el espacio fluctuando perezosamente como un barril sobre un mar brumoso.
—Ha sido una alegría tan grande servir a Unida, que no he contado los años —aseguró Jonathan. Había aprendido la lección. Estas frases no le costaban ahora el menor esfuerzo. Pero aun así… Preguntó—: ¿Ha pasado realmente tanto tiempo?
—En efecto, hijo mío —asintió Leath. Su temblorosa boca empañaba su voz—. Y sé que dejo el departamento en buenas manos. ¿Subió a Trece?
—Sí, por supuesto.
—¿Y a Catorce?
—Naturalmente. Fue su orden.
Leath se inclinó. Con un esfuerzo reunió sus últimas energías.
—Antes de que tome posesión de su cargo —dijo con un hilo de voz—, existe una cosa más, un rito final. Debe conocer a nuestro presidente. Suba a Quince.
Se hundió en su sillón giratorio de ejecutivo.
Jonathan saltó hacia adelante.
—¡Lester!
Lentamente, Leath levantó un blanco dedo índice en dirección al techo.
—Quince —murmuró, y murió.

Jonathan cerró cuidadosamente tras él la puerta insonorizada, que ahora era la suya.
—Señorita Tablein —dijo—, llame al conserje, por favor. El señor Leath ya no pertenece a Unida.
Al fondo del pasillo, apareció un ascensor en el preciso instante en que apretaba el botón, como si la noticia de su encumbramiento hubiese trascendido a lo largo del cable del timbre.
—Al último piso —ordenó bruscamente al ascensorista, mostrando su pase con un movimiento nervioso.
Las lucecitas parpadearon y la puerta se abrió.
—He dicho que quiero ir al último piso —protestó Jonathan con indignación. Era el gerente de publicidad, ganaba cincuenta mil dólares al año y su tiempo era demasiado valioso para Unida como para que un subalterno lo malgastase—. Esto es Catorce, no Quince.
—Lo siento, señor —dijo el ascensorista—. Ya no podemos subir más. Hable con el ujier.
—¡Naturalmente que lo haré! —exclamó Jonathan. El ujier apareció junto a él; era el mismo individuo que le había guiado a través de las oficinas de los directores.
—¿Qué es esto? —le exigió Jonathan—. ¡Quiero ir a Quince, maldita sea!
—Muy bien, señor. Por aquí, señor —respondió el guardia. Le mostró el camino hacia una lisa puerta de bronce sin tirador ni ojo de cerradura.
—Deje caer su pase dentro de esta ranura. Hace funcionar un circuito eléctrico que abre la puerta. Haga lo mismo en el otro lado cuando vuelva.
—¿Pretende decir —preguntó Jonathan, incrédulo—, que el señor Satherwaite sube a pie este último tramo de escalera cada vez que viene aquí?
—Jamás lo he visto, señor. Debe hacerlo, sin embargo.
Centenares de instalaciones Unida estaban en funcionamiento de costa a costa, ciento noventa y tres mil empleados de Unida fabricaban cuatro mil productos. Y allí, en el centro del país, se alzaba la colosal pirámide que constituía el centro de este imperio. Allí, en el piso más alto de la pirámide, latía la mente cuyo genio lo regía. Y allí, allí estaba él, Jonathan Gerber, a punto de estrechar la mano del poder absoluto. Con los ojos llameantes y los hombros rígidos, dejó caer su pase dentro de la delgada ranura, cruzó la puerta y la cerró tras él.
Vio una sencilla escalera de acero pintado con una barandilla. Al subirla, junto a toscas paredes de color naranja que no habían sido revocadas, se maravilló. Con todo su inmensurable poderío, el señor Satherwaite sabía despreciar el lujo. En numerosas ocasiones Jonathan había escrito que el presidente de Unida era un hombre sencillo; como siempre, la ficción había creado la realidad. Dejó atrás la escalera para caminar sobre un desnudo piso de hormigón, sobre el que se esparcían trozos de papel de pared, potes de pintura seca y moscas muertas. El aire olía a rancio. Abrió una puerta a su izquierda e intentó vislumbrar el interior de una oscura caverna en la que grasientos cables de ascensor de acero se deslizaban sobre grandes ruedas hendidas. A su derecha otra puerta daba a una caverna exactamente igual a la anterior.

Durante cinco, diez minutos, permaneció en el mohoso calor dando vueltas por todos lados, sin saber lo que buscaba, una puerta secreta, un escondrijo, una pizarra en la cual sus predecesores hubiesen dejado por lo menos sus firmas. Pero sólo distinguió potes de pintura, moscas y cuatro minúsculas ventanas en cada una de las inclinadas paredes interiores. Telarañas y mugre cubrían las ventanas, pero en algunos lugares, la costra parecía haber sido quitada frotando con el codo. Se acercó, agrandó el resquicio y miró al exterior.
Vio una parte de la ciudad, en ruinoso desorden, y más allá la infinita llanura de Minnesota. Y vio algo que había olvidado, que era invierno en la pradera. La fría nieve arrastrada por el viento humeaba sobre las granjas y campos. La temperatura era muy baja. Y llegaba más nieve y más frío. Si el verano significaba un asueto, un intermedio, el invierno era la realidad, el compañero constante, siempre en reposo a unos cuantos kilómetros al norte, en espera de reclamar su propiedad. Teñido de azul yacía sobre la tierra, veteado de blanco como el profundo mar, y por sus venas corría el hielo.
—Qué frío, qué frío… —murmuró Jonathan, estremeciéndose.
Sacudió con unas manotadas el polvo de su cálido y peludo traje de tweed, y adoptó una actitud de justa proporción entre el respeto y la entrega. Empezó a descender la escalera, mientras resonaban sus tacones sobre el pintado acero, sus suelas bajo los fragmentos de yeso arenisco. Su mano, durante todo el trayecto, acarició la barandilla de seguridad.
—No es éste el momento de resbalar y caer —se advirtió a sí mismo con prudencia—. No, no debo resbalar ahora.


2 comentarios:

  1. No entendi el final la verdad ^^"

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    1. Después de tanto luchar, trabajar y sacrificar toda una vida, al final el protagonista se da cuenta de que su meta no es la que esperaba y todo su esfuerzo no ha merecido la pena. El relato es la antítesis de que no todo sale como uno desea por mucho empeño que se le ponga.

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