viernes, 26 de julio de 2024

La Séptima Víctima

La Séptima Víctima es un cuento de ciencia ficción del escritor estadounidense Robert Sheckley publicado originalmente en Galaxy Science Fiction en abril de 1953. En 1957 fue adaptado para la obra de radio X Minus One de NBC como "La Séptima Víctima". Fue revisado en gran medida para la película italiana de 1965 La décima víctima. Sheckley publicó una novelización de la película con ese título al año siguiente, y luego siguió con dos secuelas, Victim Prime de 1987 y Hunter/Victim de 1988.

La historia trata sobre una sociedad futura que ha eliminado las guerras importantes al permitir que miembros de la sociedad inclinados a la violencia se unan a The Big Hunt, un juego de caza humano . Esto elimina a aproximadamente una cuarta parte de la población que de otro modo sería un peligro. La historia sigue a un cazador experimentado que está emocionado de recibir su última misión, pero se enfrenta a la preocupación de que algo anda muy mal con la tarea. Stanton Frelaine es copropietario de una empresa de Cleveland que vende chalecos antibalas a los jugadores de The Big Hunt, un juego de asesinatos legalizado administrado por el gobierno en el que los participantes alternan entre ser un "cazador" y una "víctima". Un cazador intenta localizar y matar a un objetivo asignado, su víctima. Frelaine es una jugadora experimentada y ya ha jugado seis rondas del juego. Su socio más antiguo en la empresa, EJ Morger, es miembro del exclusivo "Tens Club", un estatus que se obtiene al ganar diez rondas de Hunt.

Frelaine recibe su séptima asignación como cazador, siendo su víctima Janet-Marie Patzig de Nueva York. Está algo sorprendido porque nunca antes había oído hablar de una mujer jugando a la Caza. Llama a la Oficina de Catarsis Emocional para asegurarse. La Oficina se creó después de la Cuarta Guerra Mundial para dirigir la Caza y proporcionar una salida a la agresión y prevenir guerras futuras. Confirman que tiene la información correcta.

Frelaine llega a Nueva York y sale a caminar para explorar el barrio de la víctima. Se sorprende cuando rápidamente la ve sentada al aire libre en un café al aire libre, fumando un cigarrillo. Una vez más se pone en contacto con la Oficina para asegurarse de que ella sepa que se está haciendo la víctima. Le aseguran que todo está en orden.

Frelaine se siente engañado porque no recibirá una catarsis completa si la víctima no intenta defenderse. Buscando emoción, se pone en peligro al acercarse a ella. Él finge estar en la ciudad por negocios y buscando una cita, pero espera que ella se dé cuenta del engaño y le dispare en cualquier momento.

Patzig inicialmente ignora los avances de Frelaine, diciendo que probablemente morirá pronto. Ella explica que está en Nueva York intentando convertirse en actriz, sin mucho éxito. Buscando algo de emoción se apuntó a la Caza, pero en su primera misión no pudo encontrar el coraje para matar a la víctima asignada. Ahora, al tomar su turno como víctima, no puede pensar en dispararle a su cazador. Entonces ella simplemente está esperando que la maten.

Felices por su compañía, ella y Frelaine pasan la tarde juntas. Pero Patzig no puede dejar de pensar en su inminente asesinato y lamenta que pronto estará muerta. Frelaine se da cuenta de que se ha enamorado de ella y admite ser su cazador, pero dice que preferiría casarse con ella antes que matarla. Muy aliviada, ella lo besa y luego enciende un cigarrillo de celebración. Luego le dispara con un arma escondida en su encendedor. Mientras ella apunta a un tiro mortal, él la escucha decir con alegría que finalmente puede unirse al Tens Club.

La inspiración para "Seventh Victim" es un cuento anterior, " The Most Dangerous Game ", de Richard Connell. Publicado originalmente en 1924, inspiró docenas de películas, episodios de radio y televisión y otras adaptaciones. Se afirma que es esta historia, y no "El juego más peligroso", la que sirvió de inspiración original para el juego de acción en vivo Assassin que fue popular en los campus universitarios en la década de 1980. Según el primer coordinador de la Universidad de Michigan , Lenny Pitt la había tocado en la Roeper School y la había introducido en la universidad en 1978. Una biografía proporcionada por sus editores dice que The Tenth Victim , que se basó en la historia, "puede" haber sido la base del juego "Assassin"."La Séptima Víctima" ha sido adaptada repetidamente para radio, teatro y cine.

La serie de radio de NBC X Minus One se realizó en asociación con Galaxy. La adaptación "La séptima víctima" fue escrita por Ernest Kinoy y se mantiene relativamente cercana a la historia original. El único cambio importante fue presentar al personaje Immanuel Gale del Bureau, quien presenta la historia de fondo de Hunt a través de una conversación con Frelaine mientras hace las maletas para su viaje a Nueva York. El episodio se emitió por primera vez el 6 de marzo de 1957. El episodio se puede encontrar en línea.

La película de 1965 La décima víctima fue modificada mucho más, cambiando los roles entre el cazador y la víctima. A la cazadora, interpretada por Ursula Andress , se le asigna su décima víctima, pero aparentemente no logra reconocerla. La víctima, interpretada por Marcello Mastroianni , se fija en ella, pero no está segura de si es realmente una cazadora. Los dos se involucran románticamente y se revela que ella en realidad está tratando de organizar el "asesinato perfecto", habiendo arreglado el patrocinio con una compañía de té.

Sheckley utilizó los conceptos de la película como base para una versión ampliada de la historia original, también titulada The 10th Victim. Siguieron dos secuelas, Victim Prime en 1981, y Hunter/Victim en 1988. La primera hace referencia a The 10th Victim como una película antigua.



Stanton Frelaine, sentado ante su escritorio, trataba de mostrarse tan ocupado como cualquier ejecutivo debe estarlo a las nueve y media de la mañana. Era imposible. No podía concentrarse en el anuncio que redactara la noche anterior; tampoco podía pensar en los negocios. Sólo esperaba con impaciencia la llegada de la correspondencia.
La notificación debía haberle llegado hacía ya dos semanas. Como de costumbre, el gobierno se estaba retrasando.
Se abrió la puerta de vidrio de su oficina, donde se leía «Morger y Frelaine, Sastrería». Por ella entró E. J. Morger, con la leve cojera que le dejara una vieja herida de bala y los hombros caídos; pero tenía setenta y tres años, y ya no le preocupaba mucho la apostura.
—¿Qué tal, Stan? —preguntó—. ¿Cómo marcha ese anuncio?
Frelaine se había asociado con Morger hacía dieciséis años. Juntos habían convertido aquel negocio en un capital de un millón de dólares, dedicado a la fabricación de Ropas Protect.
—Aquí lo tienes —dijo Frelaine, alcanzándole la hoja de papel.
¡Si al menos la correspondencia llegara más temprano…!
—«¿Tiene usted un traje Protect?» —leyó Morger en voz alta, acercando la página a los ojos— «El traje Protect, de Morger y Frelaine, cuenta con la mejor confección del mundo, y constituye la avanzada de la moda masculina».
Morger se aclaró la garganta y miró a su socio con una sonrisa.
—«El traje Protect es, al mismo tiempo, el más seguro e ingenioso» —siguió leyendo—. «Cuenta con un bolsillo interno especial para pistolas, con garantía de total invisibilidad. Nadie sabrá que usted lleva un arma… salvo usted. Su excepcional diseño permite extraer la pistola rápidamente y sin dificultad. En sus dos modelos: bolsillo lateral o superior». ¡Muy bueno!
Frelaine asintió sin decir nada.
—«El Protect Especial cuenta con un bolsillo eyector, el mayor avance en la técnica de la protección personal. Con sólo tocar un botón oculto, el arma está en su mano, amartillada y sin seguro. Visite el local Protect más cercano a su domicilio. Usted puede sentirse a salvo». Muy bien. Un anuncio bien redactado.
Meditó un instante, acariciándose el bigote blanco. Después indicó:
—¿No convendría decir que el traje Protect está en varios modelos? Simple o cruzado, con una o dos hileras de botones, suelto o entallado.
—Cierto. Lo olvidé.
Frelaine retomó la hoja y garabateó una nota en el margen. Después se levantó, alisando la chaqueta sobre su estómago prominente. Tenía cuarenta y tres años; era algo obeso y un poco calvo. Su aspecto era el de un hombre afable de mirada fría.
—Tranquilízate —dijo Morger—. La recibirás con la correspondencia de hoy.
Frelaine forzó una sonrisa. Tenía deseos de recorrer el cuarto a grandes pasos, pero en vez de hacerlo se sentó en el borde del escritorio.
—Se diría que es mi primer homicidio —dijo, con una sonrisa despectiva.
—Yo sé lo que es eso —replicó Morger—. Antes de colgar la pistola no dormía en todo el mes, cuando estaba esperando una notificación. Te comprendo bien.

Ambos aguardaron. Cuando el silencio comenzaba a volverse insoportable, la puerta se abrió para dar paso a un empleado, quien depositó la correspondencia sobre el escritorio de Frelaine.
Este se lanzó sobre las cartas, las sorteó rápidamente y encontró la que esperaba: un sobre largo y blanco, remitido por el Ministerio de Catarsis Emocional. Sobre ella lucía el sello oficial.
—¡Aquí está! —exclamó con una amplia sonrisa— ¡Aquí está la picara!
—¡Magnífico!
Morger echó al sobre una mirada de interés, pero no pidió a Frelaine que la abriera. Habría sido una falta de etiqueta, además de una violación a las leyes vigentes. Sólo el Cazador podía conocer el nombre de su Víctima.
—Te deseo una buena caza —agregó.
—Gracias, eso espero —replicó Frelaine, confiado.
Su escritorio estaba en orden: así estaba desde hacía una semana. Recogió su portafolio mientras el socio le apoyaba una mano sobre el hombro acolchado.
—Un buen homicidio te sentará de maravillas. Últimamente tienes los nervios de punta.
—Lo sé —reconoció Frelaine, sonriendo otra vez.
Estrechó la mano a Morger. Este se miró la pierna baldada con ojos irónicos.
—Me gustaría volver a ser joven —dijo—. Dan ganas de volver a tomar una pistola.
El anciano había sido un gran Cazador en sus buenos tiempos. Tras diez homicidios bien realizados, entró al exclusivo Club de los Diez. Naturalmente, por cada asesinato debió actuar como Víctima; eso elevaba a veinte los homicidios en su haber.
—Espero que mi Víctima no sea como tú —dijo Frelaine, medio en broma.
—No te preocupes por eso. ¿Cuántas llevas?
—Esta será la séptima.
—El número de la suerte. Pronto te veremos con los Diez.
Frelaine agitó la mano y se dirigió hacia la puerta.
—No te descuides —le aconsejó Morger—. Un pequeño error y tendré que buscar otro socio. Disculpa, pero me gusta el que tengo.
—Tendré cuidado —prometió Frelaine.
Regresó a su departamento caminando. Necesitaba tiempo para calmarse. No tenía sentido actuar como un muchacho ante el primer homicidio. Mientras caminaba mantenía la vista fija al frente. Mirar a un transeúnte era buscarse un balazo: éste podía estar actuando como Víctima, y algunas disparaban a la primera mirada. Gente nerviosa. Frelaine tuvo la precaución de mirar por sobre la cabeza de los demás.
A su frente se veía un cartel enorme en el que J. F. O’Donovan ofrecía sus servicios al público.
—«¡Víctimas!» —proclamaba el cartel, en grandes letras rojas—. «¿Por qué correr peligros? Emplee los Observadores de O’Donovan, y ellos localizarán a su asesino. ¡Pague después de encontrarlo!».
Frelaine recordó entonces que debía llamar a Ed Morrow en cuanto llegase a su apartamento.
Cruzó la calle, acelerando el paso. Apenas si podía aguardar el momento de estar en casa para abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería ingeniosa, estúpida? ¿Rica, como la cuarta de sus víctimas, o pobre, como la primera y la segunda? ¿Tendría un servicio organizado de Observadores o trataría de arreglarse solo?
El entusiasmo de la caza era maravilloso; corría por sus venas y le aceleraba los latidos del corazón. Una o dos manzanas más allá se oyó el ruido de un disparo. Otro más, en seguida, y finalmente el último. Alguien había atrapado a su hombre; mejor para él.
Era una sensación magnífica. Frelaine volvía a sentirse vivo.

Lo primero que hizo al llegar a su pequeño departamento fue llamar a Ed Morrow, su Observador. Entre búsqueda y búsqueda trabajaba en una cochera.
—¡Hola!, ¿Ed? Frelaine habla.
—¡Oh!, ¿qué tal, señor Frelaine?
Era fácil imaginar la cara fina y manchada de grasa, sonriendo ante el teléfono.
—Salgo de cacería, Ed.
—Buena suerte, señor Frelaine —dijo Ed Morrow—. ¿Quiere que le reserve tumo?
—Eso es. No creo estar ausente más de una o dos semanas. Supongo que la notificación de que estoy en condición de Víctima me llegará tres semanas después del homicidio.
—Estaré listo. Buena cacería, señor Frelaine.
—Gracias. Hasta pronto.
Cortó. Era una prudente medida eso de reservar los servicios de un buen Observador. Cuando hubiese cobrado su presa le tocaría servir de Víctima. Y entonces una vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida. ¡Qué Observador maravilloso era! Inculto, sí, hasta estúpido. Pero ¡qué vista para la gente! Con una sola mirada de sus ojos claros podía reconocer inmediatamente a los forasteros. Era terriblemente astuto para detectar una emboscada. Un hombre indispensable.
Frelaine tomó el sobre, riendo para sí al recordar algunas de las tretas que Morrow había empleado con los Cazadores. Sonriendo aún revisó los datos que contenía el sobre.
«Janet-Marie Patzig».
¡Su Víctima era una mujer!
Frelaine se puso de pie y caminó por el cuarto durante algunos segundos. Después volvió a leer la carta. Janet-Marie Patzig. No había error alguno. Una muchacha. El sobre incluía tres fotografías, su dirección y, los datos de costumbre.
Frelaine arrugó el ceño: nunca hasta entonces había matado a una mujer. Tras vacilar un momento, tomó el tubo y marcó el número del M. C. E.
—Ministerio de Catarsis Emocional, sección Informaciones —respondió una voz masculina.
—Mire, vea —dijo Frelaine—. Acabo de recibir mi notificación y me han asignado una muchacha. Quiero saber si está todo en orden.
Dio al empleado el nombre de la joven.
—Todo está en orden, señor —dijo el empleado, tras verificar el dato en los archivos de microfilm—. La señorita se anotó en el ministerio por propia voluntad. La ley dice que tiene los mismos derechos y privilegios que los hombres.
—¿Podría decirme cuántos homicidios ha cometido?
—Lo siento, señor, pero la única información que podemos brindarle es la que ha recibido.
—Entiendo.
Frelaine hizo una pausa. Después agregó:
—¿Puedo solicitar un cambio de Víctima?
—Puede rechazar esta Cacería, por supuesto, La ley le concede él derecho. Pero no se le concederá otra mientras usted no haya servido como Víctima. ¿Quiere rechazarla?
—¡Oh, no! —respondió Frelaine de prisa—: Era una simple pregunta. Gracias.
Cortó la comunicación y se sentó en el sillón más grande, aflojándose el cinturón. Eso requería pensar a fondo.
«Malditas mujeres», gruñó entre sí «siempre metiéndose en cosas de hombres». ¿No podían quedarse en su casa? Pero eran ciudadanos libres. Sin embargo no parecía «femenino».
Desde el punto de vista histórico, el Ministerio de Catarsis Emocional se había creado para los hombres, sólo para los hombres, al terminar la cuarta, guerra mundial… o la sexta, según algunos cronistas. En aquellos momentos era imprescindible conseguir una paz duradera y permanente. El motivo era tan práctico como los hombres que la gestionaban: la aniquilación total estaba a la vuelta de la esquina.
Con cada guerra mundial las armas acrecentaban su magnitud, su eficacia y su poder de exterminación. Los soldados se acostumbraban progresivamente; cada vez era menor la resistencia a emplearlas. Pero se había llegado ya al punto de saturación. Si llegaba a producirse una guerra más, sería en verdad la guerra para acabar con todas las guerras: no quedaría nadie para comenzar la siguiente.
De ahí que esa paz debiera ser eterna. Los hombres encargados de elaborarla eran prácticos. Así, reconocieron las tensiones y confusiones aún existentes, calderos en que se cultivan todas las guerras, y se preguntaron por qué la paz había sido hasta entonces tan efímera.
La respuesta fue: «Porque a los hombres les gusta luchar».
«¡Oh, no!», gritaron los idealistas.
Pero los hombres encargados de hacer la paz se vieron forzados a postular, con mucha pena, la necesidad de violencia en un gran porcentaje de la humanidad. Los hombres no son ángeles; tampoco son demonios. Son sólo seres muy humanos, dotados de un alto grado de compatibilidad.

Dados el conocimiento científico y el poder que esos hombres prácticos poseían en esos momentos, muchos pensaron que era su obligación extirpar en lo posible ese rasgo humano; tal vez podrían haberlo hecho en gran parte.
Pero los hombres prácticos no lo hicieron. Por el contrario, reconocieron la validez de la competencia, del amor por la guerra y el coraje, puesto que los hechos eran abrumadores. Tales características, en su opinión, eran admirables; toda una garantía de perpetuidad para la raza. Sin ellas, la humanidad se tornaría retrógrada. Las tendencias violentas se asociaban inextricablemente con el ingenio, la flexibilidad y el empuje.
El problema radicaba en componer una paz que perdurara aun cuando ellos hubiesen desaparecido. En evitar que la raza se destruyera a sí misma sin extirpar los rasgos causantes de ello. Y decidieron que sólo cabía canalizar de otro modo la violencia del hombre, proporcionándole una vía de salida y de expresión.
El primer paso fue la legalización de los combates entre gladiadores, sangre y fuego. Pero hacía falta más que eso. Las sublimaciones sólo daban resultado hasta cierto punto. Más allá, la gente pedía lo auténtico.
No había nada capaz de sustituir el asesinato.
Por lo tanto, el asesinato fue legalizado sobre una base estrictamente individual, y únicamente para quienes lo quisieran. Los distintos gobiernos recibieron instrucciones para crear los Ministerios de Catarsis Emocional. Tras un período de experimentación se adoptaron reglas uniformes.
Quien tenía deseos de cometer un asesinato podía anotarse en el M. C. E. Dados ciertos datos y garantías podía contar con que se le proporcionara una Víctima. Según las reglas oficiales, quien se anotaba para asesinar debía servir a su vez como Víctima pocos meses después, en el caso de que sobreviviera.
En esencia, tal era el sistema. Cada individuo podía cometer tantos asesinatos como deseara. Entre uno y otro debía oficiar de Víctima. Si lograba matar a su Cazador podía cesar en el juego o anotarse para otro asesinato.
En un período de diez años se estimó que la tercera parte de la población mundial se había anotado para cometer al menos un asesinato. Después la cifra bajó a la cuarta parte, y allí se detuvo. Los filósofos meneaban la cabeza, pero los hombres prácticos se mostraban satisfechos. La guerra estaba donde le correspondía en las manos de aquel individuo.
Naturalmente se habían producido ramificaciones y variaciones. Una vez aceptado el juego se había convertido en un gran negocio. Tanto Cazador como Víctima contaban con distintos servicios.
El Ministerio de Catarsis Emocional elegía la Víctima al azar. El Cazador tenía un plazo de dos semanas para matarla; debía hacerlo guiado por su propio ingenio y sin ayuda de ninguna especie. Se le proporcionaba el nombre de su Víctima, la dirección y la descripción; estaba autorizado para utilizar una pistola de calibre común, pero no podía llevar ninguna clase de armadura.
En cuanto a la Víctima, se le notificaba con una semana de anticipación, comunicándole sólo su nueva condición, pero no el nombre de su Cazador. Se le permitía elegir cualquier clase de armadura y contratar Observadores. Los Observadores no podían matar (sólo la Víctima y el Cazador gozaban de ese privilegio), pero podían detectar la presencia de desconocidos en el vecindario o descubrir a cualquier pistolero nervioso. La Víctima tenía derecho a arreglar cualquier emboscada a su alcance para matar a su Cazador.
Había duros castigos para quienes mataban o herían a personas ajenas al caso, pues no se permitía ningún otro homicidio. Los asesinatos por odio o por interés se castigaban con la muerte.
Lo mejor del sistema era que quienes deseaban matar podían hacerlo. Los que sentían de otro modo, en cambio (y éstos constituían la mayoría de la población), no se veían obligados a hacerlo. Y las grandes guerras habían terminado: tampoco había amenazas de que se repitieran. Sólo había cientos de miles de pequeñas guerras individuales.
A Frelaine no le agradaba mucho la idea de matar a una mujer, pero ella se había anotado. No era culpa suya. Tampoco era cuestión de perder su séptima caza. Pasó el resto de la mañana memorizando los datos de su Víctima. Finalmente archivó la carta.

Janet Patzig vivía en Nueva York. Eso le venía de perillas; le gustaba cazar en las ciudades grandes; además, siempre había deseado conocer Nueva York. Su edad no estaba especificada, pero a juzgar por las fotografías tenía poco más de veinte años.
Frelaine reservó pasaje de avión hasta Nueva York. Tomó una ducha, y se vistió con esmero el nuevo traje Protect Especial, confeccionado para esa ocasión, y eligió un revólver de entre su colección. Tras limpiarlo y aceitarlo debidamente, lo ajustó en el bolsillo eyector del traje. Por último armó su maleta.
Las venas le latían de excitación. Resultaba extraño: cada asesinato era una emoción nueva. Uno jamás se cansaba de matar como podía cansarse de la pastelería francesa, de las mujeres, de la bebida o de cualquier otra cosa. Esto era siempre novedoso y diferente.
Por último revisó sus libros, buscando uno para llevarse. En su biblioteca figuraban los mejores textos publicados sobre ese tema. No le harían falta los libros para la Víctima, como el de L. Fred Tracy: «Tácticas para la Víctima», que tanto insistía sobre la necesidad de controlar rígidamente el medio; ni el del doctor Frisch: «¡No piense como Víctima!». Esos le vendrían bien en un par de meses, cuando volviera a ser pieza de caza. Por el momento necesitaba los otros.
Uno de los mejores era «Tácticas para la Caza Humana», pero ya lo sabía casi de memoria. «Cómo armar una emboscada» no se ajustaba a sus presentes necesidades Eligió «La Caza en las grandes ciudades», de Mitwell y Clark; «Cómo observar al Observador», de Algreen, y «El grupo cerrado de la Víctima», del mismo autor.
Todo estaba en orden. Dejó una nota al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hasta el aeropuerto.
Ya en Nueva York se inscribió en un hotel del centro, no lejos del domicilio de su Víctima. Los empleados lo atendían con deferencia, muy sonrientes, cosa que molestó a Frelaine. No le gustó que lo reconocieran tan fácilmente como a un forastero de caza.
Lo primero que vio al entrar en su habitación fue un folleto depositado sobre la mesita de noche; se Llamaba «Cómo disfrutar a fondo de la catarsis emocional», con los cumplidos de la gerencia. Frelaine lo hojeó con una sonrisa.
Puesto que era su primera visita a Nueva York, pasó la tarde recorriendo las calles del vecindario de su víctima. Después recorrió unos pocos negocios. Martinson y Black era fascinante; recorrió la sección Para el Cazador y la Víctima, donde exhibían chalecos blindados ligeros y sombreros de copa a prueba de balas. A un costado había un gran exhibidor de armas calibre 38. El anuncio proclamaba: «¡Use el preciso Malvern!, aprobado por el M. C. E. Carga doce balas. Desviación inferior a 0,2 mm por 300 m»
«¡No se enfrente a su Víctima sin llevar lo mejor! ¡No falle con Malvern!».
Frelaine sonrió. El anuncio era bueno y la pequeña arma negra parecía muy eficaz. Pero él estaba satisfecho con el suyo.
Había una oferta especial de bastones preparados que ocultaban un depósito de cuatro balas. Cuando joven, Frelaine solía entusiasmarse mucho con las novedades, pero ahora sabía que los métodos antiguos eran los mejores.
En la puerta del local, cuatro hombres del Departamento de Sanidad Pública se llevaban el cadáver de un hombre. Frelaine lamentó no haber visto el desenlace.
Cenó en un buen restaurante y se acostó temprano. Al día siguiente debía hacer muchas cosas.
Por la mañana, con el rostro de su Víctima presente en la memoria, recorrió el vecindario de la muchacha. No miraba fijamente a nadie; caminaba rápidamente, como si fuera a algún sitio, tal como debe caminar un Cazador experimentado. Pasó por varios bares y entró en uno para tomar algo Después prosiguió por una calle lateral que partía de Lexington Avenue. Allí había un agradable café al aire libre.
¡Y allí estaba! No había modo de confundirla. Era Janet Patzig, sentada a una mesa, mirando fijamente su vaso. Ni siquiera levantó la vista a su paso.

Frelaine caminó hasta la esquina, tomó por la otra calle y allí se detuvo; las manos le temblaban. ¿Es que esa muchacha estaba loca? ¿Cómo se le ocurría exponerse así, al aire libre? ¿Acaso se creía inmortal?
Tomó un taxi e hizo que el conductor diera una vuelta a la manzana. Sí, allí estaba. Frelaine pudo observarla mejor. Parecía más joven de lo que las fotos indicaban, pero no le fue posible calcular su edad: no tendría mucho más de veinte años. Llevaba el cabello oscuro peinado al medio y tirante sobre las orejas, lo que le daba una apariencia monjil. Frelaine creyó verle un aire de resignada tristeza. ¿No pensaba hacer el menor intento por defenderse?
Frelaine pagó al conductor y corrió en busca de un teléfono público para llamar al M. C. E.
—Quiero saber si una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha sido notificada.
—Un momento, señor.
Frelaine tamborileó sobre la puerta de la cabina mientras el empleado buscaba la información.
—Sí, señor. Aquí consta su confirmación personal. ¿Hay algún inconveniente?
—No —dijo Frelaine—. Quería estar seguro.
Después de todo, si la muchacha no quería defenderse era problema de ella y de nadie más. Él seguía teniendo derecho a matarla: era su tumo.
Sin embargo resolvió dejarlo para otro momento y entró a un cine. Después de cenar volvió a su cuarto y releyó el panfleto de M. C. E. Por último se echó sobre la cama para mirar el techo.
Bastaba con pasar en un taxi y meterle una bala en el cuerpo. Pero la chica parecía muy mala deportista. Al fin se durmió, con aire de resentimiento.
A la tarde siguiente Frelaine volvió a pasar por el café. La muchacha había vuelto y estaba sentada a la misma mesa. Frelaine tomó un taxi e indicó al conductor:
—Dé una vuelta a la manzana, muy lentamente.
—Cómo no —replicó el hombre, con una sonrisa de sabiduría sardónica.
Frelaine miró por la ventanilla en busca de Observadores. La muchacha parecía no tenerlos. Además estaba sentada allí, inmóvil, con ambas manos sobre la mesa. Ofrecía un blanco perfecto y fácil.
Frelaine tocó el botón de su chaqueta; se abrió bruscamente un pliegue y el revólver apareció en su mano, listo. Lo abrió, verificó la carga y volvió a cerrarlo.
—Despacio ahora —indicó.
El taxi pasó lentamente junto al café. Frelaine hizo puntería. Su índice se puso tenso, apretando el gatillo.
—¡Maldición! —dijo.
Un camarero había pasado por delante. No quiso correr el riesgo de matar alguien por equivocación.
—Vuelva a hacer el trayecto.
El conductor le dedicó otra sonrisa y se encorvó en el asiento. Frelaine se preguntó si su alegría sería la misma de saber que él estaba por matar a una mujer.
Esta vez no había camareros alrededor. La muchacha encendió un cigarrillo; su carita triste pareció concentrarse en el encendedor. Frelaine hizo puntería, alineando la mira con un punto en mitad de la frente, y contuvo el aliento.
Pero meneó la cabeza y volvió a guardar el revólver en su bolsillo. Aquella muchacha idiota le estaba privando de todo el placer de su catarsis.
Pagó al conductor y echó a caminar. «Es demasiado fácil», se decía. Estaba acostumbrado a verdaderas cacerías. De los otros seis asesinatos, casi todos habían sido difíciles. Las Víctimas habían intentado todos los trucos posibles.
Uno de ellos había contratado al menos unos diez o doce Observadores. Pero Frelaine los había vencido alterando sus tácticas según lo requerían la situación.

Una vez se había disfrazado de lechero; en otra oportunidad, de recaudador de impuestos. La sexta Víctima le exigió toda una persecución por las Sierras Nevadas. Pero él probó siempre ser el mejor.
En ese caso no cabía orgullo alguno. ¿Qué dirían en el Club de los Diez si él no cumplía con su tarea?
Eso hizo que Frelaine se detuviera bruscamente. Quería entrar al Club. Aunque rechazara a esa Víctima tendría que defenderse contra un Cazador, y si sobrevivía le faltarían aún cuatro cacerías para entrar al Club. A ese paso no entraría jamás.
Otra vez el café. Siguiendo un impulso, se detuvo bruscamente.
—¡Hola! —dijo.
Janet Patzig levantó hasta él sus tristes ojos azules, pero no respondió.
—Mire, vea —dijo Frelaine—, si le molesto, dígamelo y me marcharé. Soy forastero. He venido por una convención, y tengo ganas de charlar un rato con alguna mujer. Pero si le molesto…
—No importa —dijo Janet Patzig, sin expresión alguna en la voz.
—Un cognac —ordenó Frelaine al camarero.
El vaso de la muchacha estaba casi lleno. Frelaine la contempló, sintiendo que el corazón le batía contra las costillas. Eso estaba mejor: ¡tomar un trago con la Víctima!
—Me llamo Stanton Frelaine —dijo, aun comprendiendo que no importaba.
—Janet.
—¿Janet qué?
—Janet Patzig.
—Encantado de conocerla —saludó Frelaine con voz perfectamente natural—. ¿Tiene algún programa para esta noche, Janet?
—Es muy probable que esta noche me maten —dijo ella, serenamente.
Frelaine la observó con atención, preguntándose si la muchacha había adivinado quién era él. Tal vez tenía un revólver apuntado hacia él debajo de la mesa. Acercó la mano al botón del bolsillo eyector, por las dudas.
—¿Juego de Víctima? —preguntó.
—Lo ha adivinado —respondió Janet con gesto sardónico—. En su lugar trataría de mantenerme lejos. ¿Para qué hacerse herir por equivocación?
La calma con que hablaba era increíble. Tal vez era suicida, tal vez no le importaba nada. Tal vez deseaba morir.
—¿Tiene Observadores? —preguntó Frelaine, fingiendo asombro.
—No.
Lo miró de frente. Entonces él reparó en algo que no había notado antes.
Era adorable.
—Soy mala, muy mala —dijo ella en tono ligero—. Se me ocurrió que estaría bien cometer un asesinato y me anoté en el M. C. E. Después… no pude.
El comerciante meneó la cabeza en ademán de simpatía.
—Pero tengo que seguir el juego, por supuesto. —Aunque no maté a nadie, tengo que jugar de Víctima.
—¿Por qué no contrató un par de Observadores?
—No soy capaz de matar a nadie. No puedo, es todo. Ni siquiera tengo revólver.
—Es muy valiente de su parte presentarse así, al aire libre.
En secreto le espantaba tanta estupidez.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —observó ella, apática— es imposible ocultarse de un Cazador, de un verdadero Cazador. Y no tengo dinero como para desaparecer.
—Pero siendo en defensa propia, creo que…
—No —le interrumpió ella—. Tengo mi propia idea al respecto. Todo esto está mal, todo el sistema. Cuando tuve mi Víctima frente al revólver, cuando vi lo fácil que era…
Se repuso con un esfuerzo y agregó rápidamente:
—¡Oh, no hablemos de eso!
Frelaine quedó deslumbrado ante aquella sonrisa.
Charlaron de otras cosas. Frelaine le habló de su negocio y ella de Nueva York. Tenía veintidós años y era actriz fracasada.
Cenaron juntos. Ella aceptó la invitación de Frelaine, que deseaba llevarla a las luchas de gladiadores, y él se sintió absurdamente entusiasmado. Llamó un taxi (al parecer, su estancia en Nueva York sería un largo paseo en taxi) y le abrió la portezuela. Mientras ella entraba, Frelaine vaciló. Habría sido muy fácil dispararle en ese momento. Pero se contuvo. «Por ahora», se dijo.

Las luchas de gladiadores eran más o menos las mismas que en todas partes, aunque los contendientes eran algo mejores. Hubo números a la antigua, espadas contra redes, y duelos de sable y florete. Naturalmente, en casi todos los casos se luchaba a muerte.
Siguieron corridas de toros, luchas contra leones y rinocerontes y algunos números más modernos: batallas de barricada a barricada con arco y flechas, duelos sobre alambres tendidos a gran altura.
La velada fue muy agradable. Después, Frelaine escoltó a la muchacha hasta su casa. Tenía las manos pegajosas de sudor. Ninguna mujer le había gustado tanto como ésa. Y era su legítima víctima. No sabía qué hacer.
Ella lo invitó a pasar. Se sentaron juntos en el sofá, mientras ella encendía un cigarrillo con un gran encendedor. Después se recostó contra el respaldo y preguntó:
—¿Se marcha usted pronto?
—Supongo que sí —respondió Frelaine—. La convencion dura sólo hasta mañana.
Ella hizo una pausa.
—¡Qué lástima! —dijo después.
Hubo un largo silencio. Janet se levantó para servirle una copa. Mientras se alejaba de espaldas Frelaine se dijo que ese era el momento justo para hacerlo. Acercó la mano al botón.
Pero el momento había pasado irrevocablemente. No podía matarla. Nadie mata a la muchacha que ama.
Comprender que la amaba fue toda una conmoción. Él había viajado en busca de una Víctima, no de una esposa.
Ella volvió con la copa y se sentó frente a él, con la mirada perdida en el vacío.
—Janet —dijo Frelaine—. Te amo.
Ella lo miró con lágrimas en los ojos.
—No puedes protestó. —Soy Víctima. No viviré lo bastante como para…
—Nadie te va a matar. Yo soy tu Cazador.
Janet lo miró fijamente por un instante; después soltó una risa vacilante.
—¿Vas a matarme? —preguntó.
—No seas absurda. Quiero casarme contigo.
De pronto la tuvo en sus brazos.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella—. Tanto esperar… tenía tanto miedo…
—Ya pasó —la tranquilizó él—. Piensa, ¡qué historia para contar a nuestros hijos!, cómo vine a matarte y acabé casándome contigo.
Ella lo besó. Después volvió a sentarse y encendió otro cigarrillo.
—Vamos a hacer las maletas —propuso Frelaine—. Me gustaría…
—Espera —le interrumpió Janet—. No me has preguntado si yo te amo.
—¿Cómo?
Ella seguía sonriendo; el encendedor apuntaba hacia él. En el fondo había un agujero negro, un agujero lo bastante grande como para permitir el paso de una bala calibre 38.
—Vamos, no juegues —protestó Frelaine, levantándose.
—No estoy jugando, querido.

En una fracción de segundo Frelaine tuvo tiempo de preguntarse cómo pudo haberle calculado apenas veinte años. Ahora, al mirarla (al mirarla bien), era evidente que debía estar cerca de los treinta. Su rostro delataba cada minuto de su existencia dura y tensa.
—No te amo, Stanton —dijo ella con mucha suavidad, apuntándole con el encendedor.
Él luchó por recobrar el aliento. Una parte de su ser, independiente, la admiraba profundamente por su actuación. Ella debió saberlo desde el comienzo. Frelaine oprimió el botón. El revólver le saltó a la mano, listo para disparar.
Una bala le dio en el medio del pecho, arrojándolo sobre la mesita. El revólver cayó, Jadeante, apenas consciente, la vio tomar puntería para el golpe de gracia.
—Ahora puedo formar parte de los Diez —le oyó decir con entusiasmo, en tanto apretaba el gatillo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario