Eso decía el letrero. Tim Carmichael, que trabajaba para un periódico comercial especializado en economía y ganaba un magro salario vendiendo artículos exagerados y falsos a diarios sensacionalistas, no detectaba ninguna historia en las letras invertidas. Le pareció un truco publicitario barato, algo infrecuente en Park Avenue, donde los frentes de las tiendas se distinguen por su dignidad clásica. Y se irritó. Refunfuñó en silencio, siguió caminando, de pronto se volvió y regresó. No tuvo fuerzas para resistir la tentación de descifrar la frase, a pesar de que su fastidio aumentaba. Se detuvo ante el escaparate, miró hacia arriba y masculló:
—Tenemos lo que necesita. ¿De veras?
Era una frase en letras prolijas y pequeñas sobre una cinta pintada de negro que se extendía a través de un panel de vidrio angosto. Abajo había uno de esos escaparates de vidrio curvo e invisible. A través del vidrio Carmichael pudo ver una profusión de terciopelo blanco, con unos pocos objetos dispuestos cuidadosamente. Un clavo oxidado, un zapato para nieve y una tiara de diamantes. Parecía un decorado de Dalí para Cartier o Tiffany.
—¿Joyeros? —preguntó Carmichael en silencio—. ¿Pero por qué lo que necesita?
Imaginó millonarias angustiadas por falta de un collar de perlas adecuado, herederas sollozando desconsoladamente por carecer de unos cuantos zafiros. El principio de la venta de artículos de lujo era manejar hábilmente la oferta y la demanda; poca gente necesitaba diamantes. Simplemente los querían y no podían costeárselos.
—O quizá vendan lámparas de Aladino —concluyó Carmichael—. O varitas mágicas. Pero es el mismo principio de una feria de diversiones. Una trampa para incautos. Anuncia Lo-que-Sea y la gente pagará para entrar. Por dos centavos.
Esa mañana estaba deprimido y disgustado con el mundo en general. La perspectiva de un chivo emisario era atractiva, y la credencial de periodista le daba ciertas ventajas. Abrió la puerta y entró. Sí, era típicamente Park Avenue. No había exhibidores ni mostradores. Bien podía tratarse de una galería de arte, pues había una serie de óleos interesantes expuestos en las paredes. Carmichael tuvo la sensación de encontrarse en medio de un lujo abrumador, con la lobreguez de un palacio deshabitado.
Por unos cortinados del fondo salió un hombre muy alto de pelo blanco cuidadosamente peinado, cara rojiza y saludable y ojos azules y penetrantes. Tendría unos sesenta años. Vestía ropa de tweed cara pero descuidada, lo cual de algún modo contrastaba con el decorado.
—Buenos días —dijo el hombre, echando una rápida ojeada a las ropas de Carmichael, y al parecer se sorprendió levemente—. ¿En qué puedo servirle? ¿Puedo serle útil?
—Tal vez —Carmichael se presentó y mostró su credencial.
—Oh. mi nombre es Talley. Peter Talley.
—He visto el letrero.
—¿Oh?
—Nuestro diario siempre está a la pesca de posibles artículos. No había visto antes esta tienda...
—Hace años que estoy aquí —dijo Talley.
—¿Es una galería de arte?
—Bien... No.
La puerta se abrió. Un hombre rubicundo entró y saludó cordialmente a Talley. Carmichael, reconociendo al cliente, sintió que su opinión de la tienda mejoraba rápidamente. El hombre rubicundo era un Nombre, todo un personaje.
—Tal vez me apresuré, señor Talley —dijo—, pero estaba impaciente. ¿Ha tenido tiempo de conseguir...lo que yo necesitaba?
—Oh, sí, Lo tengo. Un momento —Talley atravesó los cortinados y regresó con un envoltorio pequeño y prolijo que entregó al hombre rubicundo.
Este último le entregó un cheque y se marchó. Carmichael tragó saliva cuando logró atisbar la cantidad. El coche del hombre estaba frente a la puerta. Carmichael se acercó para observar afuera. El hombre rubicundo parecía ansioso. El chofer esperó con estolidez mientras el hombre abría el envoltorio con dedos apresurados.
—No estoy seguro de que me interese la publicidad, señor Carmichael —dijo Talley—:Tengo una clientela selecta, cuidadosamente escogida...
—Quizá nuestros boletines económicos semanales le interesen a usted.
Talley trató de no reír.
—Oh, no lo creo. Realmente no está en mi línea.
El hombre rubicundo terminó de abrir el envoltorio y sacó un huevo. Por lo que Carmichael podía ver desde la puerta, no era más que un huevo ordinario. Pero su poseedor lo contemplaba casi con respeto, con tanta satisfacción como si la última gallina de la Tierra hubiera muerto diez años atrás. Una especie de alivio profundo afloró a la cara bronceada. Le dijo algo al chofer, y el coche arrancó suavemente y desapareció.
—¿Tiene algo que ver con granjas? —preguntó Carmichael a bocajarro.
—No.
—¿Le importaría decirme cuál es su especialidad?
—Más bien temo decírselo —dijo Talley. Carmichael empezó a oler una historia.
—Desde luego, podría averiguarlo a través de la Oficina de Negocios Exclusivos... No podría.
—¿No? Quizás a ellos les interese saber por qué un huevo vale cinco mil dólares para un cliente.
—Mi clientela es tan exigua —dijo Talley— que debo cobrar tarifas elevadas. Usted sabrá que hubo un mandarín chino que pagaba miles de taels por huevos de antigüedad incuestionable.
—Ese fulano no era un mandarín chino —dijo Carmichael.
—Oh, bien. Como le digo, no me interesa la publicidad.
—Yo creo que sí. Estuve un tiempo en ese oficio. Escribir el letrero al revés tiene el obvio propósito de atraer clientes.
—Entonces es usted mal psicólogo —dijo Talley—. Simplemente puedo costearme los caprichos. Durante cinco años miré ese escaparate todos los días y leía el letrero al revés, desde dentro de la tienda. Me fastidiaba. Usted sabe que una palabra empieza a parecerle rara si la mira detenidamente mucho tiempo. Cualquier palabra. Se transforma en algo inhumano. Bueno, yo descubrí que ese letrero me estaba poniendo neurótico. Al revés no tiene sentido, pero yo me obstinaba en encontrarle alguno. Cuando empecé a repetir 'atisecen euq oí somenet' y buscarle derivaciones filosóficas, llamé a un pintor de letreros. Los interesados siguen viniendo.
—No muchos —dijo taimadamente Carmichael—. Esto es Park Avenue. Y el decorado es lujoso. Nadie con bajos ingresos, ni aun medianos, entraría aquí. Así que usted posee una tienda exclusiva.
—Bien —dijo Talley—. Así es.
—¿Y no me dirá qué vende?
—Prefiero no hacerlo.
—Tendré que averiguarlo, entonces. Podría haber cosas ilegales.
—Muy probable —concedió el señor Talley—. Compro joyas robadas, las oculto en huevos y las vendo a mis clientes. O tal vez ese huevo estaba lleno de tarjetas postales francesas microscópicas. Buenos días, señor Carmichael.
—Buenos días —dijo Carmichael, y salió.
Se le había hecho tarde para llegar a la oficina y sentía mucho fastidio. Había jugado un rato al detective investigando el movimiento de la tienda de Talley, y los resultados fueron más que satisfactorios...hasta cierto punto. Llegó a saber todo, menos el porqué.
A la tarde visitó nuevamente al señor Talley.
—Un momento —dijo al ver la cara de poca amistad del propietario—. ¿Qué sabe usted? Yo podría ser un cliente. Talley rió.
—Bien, ¿por qué no? —Carmichael frunció los labios—. ¿Sabe acaso el monto de mi cuenta bancaria? ¿O quizá tiene una clientela restringida?
—No. Pero...
—Estuve investigando un poco —se apresuró a decir Carmichael—. Me he fijado en los clientes suyos. En realidad los he seguido. Y he averiguado lo que compran.
Talley cambió de expresión.
—¿De veras?
—De veras. Todos tienen prisa por abrir los envoltorios. Eso me hizo interesar de un modo especial. Hice más averiguaciones. Algunos se me escaparon, pero...vi lo suficiente como para aplicar un par de reglas lógicas, señor Talley. Veamos: sus clientes no saben lo que compran. Es una especie de caja de sorpresas. Un par de ellos se asombró bastante. El hombre que abrió el envoltorio y encontró un viejo recorte periodístico, por ejemplo. ¿Y las gafas de sol? ¿Y el revólver? Probablemente ilegal, de paso, sin licencia. Y el diamante. Debía de ser artificial, por el tamaño.
—Aja —dijo el señor Talley.
—No me creo muy listo, pero tengo olfato para las cosas raras. Casi todos sus clientes son personajes importantes, de un modo u otro. ¿Y por qué algunos de ellos no le pagaron, como el primero, el que entró esta mañana, cuando yo estaba aquí?
—Me manejo ante todo con créditos —dijo Talley—. Es una cuestión de ética profesional, de responsabilidad. Verá usted, vendo mis...mercaderías...con cierta garantía. Sólo se pagan si el producto es satisfactorio.
—Bien. Un huevo. Gafas de sol. Un par de guantes de amianto, creo. Un recorte de diario. Un revólver. Y un diamante. ¿Cómo lleva el inventario?
Talley no dijo nada. Carmichael sonrió.
—Tiene usted un mandadero —continuó—. Lo envía afuera y él vuelve con paquetes. Tal vez va a un almacén de Madison y compra un huevo. O a una casa de empeños de la Sexta y compra un revólver. O...en fin, le dije que averiguaría cuál es su negocio.
—¿Y lo averiguó? —preguntó Talley:
—Tenemos lo que necesita —dijo Carmichael—. ¿Pero cómo lo sabe?
—Sus conclusiones son apresuradas.
—Me duele la cabeza (¡no llevaba gafas de sol!) y no creo en la magia. Escuche, señor Talley. Estoy hasta la coronilla de las tiendas raras que venden cosas insólitas. Sé demasiado sobre ellas... He escrito sobre ellas. Un fulano va por la calle y ve una tienda curiosa y el propietario no le atiende porque sólo trabaja con chiflados o bien le vende un hechizo ambiguo. ¡Bah...
—Nimh —dijo Talley.
—Todo el nimh que usted quiera. Pero no puede escapar a la lógica. O bien tiene aquí algo provechoso y sensato, o bien es una de esas tiendas mágicas para embaucar incautos, y no lo creo. Porque no es lógico.
—¿Por qué no?
—Por razones económicas —dijo Carmichael sin rodeos—. Aceptemos la idea de que usted tenga poderes misteriosos. Digamos que fabrica artefactos telepáticos. Muy bien. ¿Para qué diablos iba a instalar una tienda para vender los artefactos y hacer dinero y ganarse la vida? Simplemente se colocaría uno, leería la mente de un corredor de bolsa y compraría las acciones adecuadas. Esa es la falacia intrínseca de esos negocios exóticos. Si tiene el dinero suficiente para proveer, equipar y dirigir semejante tienda, ante todo no necesita dedicarse a eso. ¿Para qué tantas vueltas?
Talley calló. Carmichael sonrió astutamente.
—A menudo me pregunto qué compran los vinateros que valga siquiera la mitad de lo que venden —citó—. Bien, ¿qué compra usted? Sé lo que vende: huevos y gafas.
—Es usted un hombre inquisitivo, señor Carmichael —murmuró Talley—. ¿Ha pensado que puede estar metiendo las narices donde no debe?
—Tai vez sea un cliente —insistió Carmichael—. ¿Qué le parece?
Los ojos azules de Talley relampaguearon. Una luz nueva los iluminó. Talley frunció los labios y arrugó el entrecejo.
—No lo había pensado —admitió—. Es posible. Dadas las circunstancias. ¿Me perdona un momento?
—Por supuesto —dijo Carmichael—. Adelante.
Talley atravesó los cortinados. Afuera el tráfico se deslizaba perezosamente por Park Avenue. Mientras el sol se hundía más allá del Hudson, la calle yacía en una penumbra azul que trepaba imperceptiblemente por las barricadas de los edificios. Carmichael miró el letrero: TENEMOS LO QUE NECESITA, y sonrió. En una trastienda, Talley aplicó el ojo a una placa binocular y movió una perilla calibrada. Lo hizo varias veces. Luego, mordiéndose los labios, pues era un hombre sensible, llamó al mandadero y le dio instrucciones. Después se reunió nuevamente con Carmichael.
—Usted es cliente, en efecto —dijo—. Bajo ciertas condiciones.
—¿Se refiere a las condiciones de mi cuenta bancaria?
—No —dijo Talley—. Le ofreceré tarifas reducidas; comprenda una cosa: tengo de veras lo que usted necesita. Usted no sabe lo que necesita, pero yo sí sé, Y bien..., se lo venderé por...digamos cinco dólares.
Carmichael buscó la billetera. Talley le contuvo con un gesto.
—Págueme después, si queda satisfecho. Y el dinero es sólo la parte nominal de la tarifa. Hay otra parte. Si queda satisfecho, quiero que me prometa que no se acercará otra vez a esta tienda y nunca se la mencionará a nadie.
—Entiendo —dijo lentamente Carmichael; sus teorías habían cambiado ligeramente.
—No tardará mucho... Ah, ahí está.
Un timbrazo en la trastienda indicó el regreso del mandadero. Talley pidió excusas y desapareció. Pronto volvió con un envoltorio muy prolijo que puso en las manos de Carmichael.
—Llévelo siempre con usted —dijo Talley—. Buenas tardes.
Carmichael asintió. Guardó el paquete y salió. Llamó un taxi —pues se sentía con dinero— y fue a un bar que conocía. Allí, en la penumbra de un rincón, abrió el paquete.
Un soborno, dedujo. Talley le pagaba para que se calle la boca, fuera cual fuese su negocio. Bien, vivir y dejar vivir. ¿Cuánto sería? ¿Diez mil? ¿Cincuenta mil? ¿Será muy grande la organización? Abrió una caja de cartón oblonga. Adentro, envueltas en papel de seda, había un par de tijeras, el filo protegido por una funda de cartón plegado y engomado. Carmichael refunfuñó. Bebió el whisky con soda y pidió otro, pero no llegó a probarlo. Miró la hora y pensó que la tienda de Park Avenue habría cerrado y el señor Peter Talley se habría ido.
—"...que valga siquiera la mitad de lo que venden" —dijo Carmichael—. Tal vez son las tijeras de Átropos. Bah —desenfundó las tijeras e hizo un par de cortes en el aire.
No ocurrió nada. Las mejillas levemente carmesíes, Carmichael envolvió de nuevo las tijeras y se las guardó en el bolsillo del abrigo. ¡Lo habían engatusado!
Decidió visitar al señor Peter Talley al día siguiente. Entretanto, ¿qué? Recordó que había invitado a cenar a una chica de la oficina, se apresuró a pagar y salió. Las calles ya estaban oscuras, y un viento frío soplaba hacia el sur desde el Park. Carmichael se ciñó la bufanda alrededor del cuello y le hizo señas a un taxi. Estaba bastante fastidiado. Media hora más tarde, un hombre delgado de ojos tristes —Jerry Worth, uno de los dactilógrafos de la oficina— le saludó en el bar donde Carmichael estaba matando el tiempo.
—¿Esperas a Betsy? —preguntó Worth, cabeceando hacia el restaurante anexo—. Me pidió que viniera a avisarte que no podía venir. Un trabajo urgente de última hora.
Disculpas y demás. ¿Dónde estuviste hoy? Las cosas se embarullaron un poco. Bebe un trago conmigo. Pidieron whisky. Carmichael ya estaba ligeramente rígido. El carmesí opaco de las mejillas se le había vuelto encendido, y tenía una expresión decididamente hostil.
—Lo que necesita —comentó—. Estafador.
—¿Eh? —dijo Worth.
—Nada. Bebe. He decidido crearle problemas a un fulano, si puedo.
—Hoy casi te creas problemas tú mismo. Ese análisis de los depósitos mineros...
—Huevos. ¡Gafas! Te he sacado de un brete...
—Cállate —dijo Carmichael y pidió otra ronda. Cada vez que sentía el peso de las tijeras en los bolsillos se ponía a murmurar.
Cinco whiskies más tarde Worth dijo, quejumbroso:
—No me molesta hacer buenas acciones, pero me gusta mencionarlas. Y tú no me dejas. Sólo pido un poco de gratitud.
—De acuerdo, menciónalas —dijo Carmichael—. Despáchate a gusto. ¿A quién le importa? Worth pareció satisfecho.
—Ese análisis de minerales. Fue por eso. Hoy no estuviste en la oficina, pero lo pesqué a tiempo. Cotejé nuestras listas y habías cometido un error con Trans-Acero. Si yo no hubiese corregido las cifras, todo habría ido a imprenta.
—¿Qué?
—Trans-Acero. Ellos...
—Imbécil —rezongó Carmichael—. Ya sé que no coincidía con las cifras de la oficina. Me proponía añadir una nota para hacerlas cambiar. Recibí mi información de buena fuente. ¿Por qué no te ocupas de tus asuntos?
Worth parpadeó.
—Trataba de ayudar.
—Me habría venido bien para un aumento de cinco dólares —dijo Carmichael—.Después de todas las investigaciones que hice para obtener los datos auténticos... Escucha, ¿lo habrán mandado ya a imprenta?
—No sé. Tal vez no. Croft todavía estaba cotejando la copia.
—¡Bien! —dijo Carmichael, manoteando la bufanda—. La próxima vez...
Saltó del taburete y se dirigió a la puerta seguido por el confundido Worth. Diez minutos más tarde estaba en la oficina escuchando a Croft, que le explicaba que la copia ya había sido enviada a imprimir.
—¿Tiene importancia? ¿Había... De paso, ¿dónde has estado?
—Bailando en el Arcoiris —rugió Carmichael, y se marchó. Había pasado del whisky de cebada a cócteles de whisky, y naturalmente el aire fresco no bastó para despejarlo.
Tambaleando y observando cómo ondulaba la acera cuando él parpadeaba, se detuvo y reflexionó.
—Lo siento, Tim —dijo Worth—. Pero ya es demasiado tarde. No habrá problemas. Tienes derecho a guiarte por los datos de la oficina.
—Detenme ahora —protestó Carmichael—. Entrometido —estaba furioso y borracho.
Impulsivamente tomó otro taxi y se dirigió a la imprenta, siempre con el desconcertado Jerry Worth a la rastra. Un golpeteo rítmico atronaba el edificio. El movimiento acelerado del taxi había mareado a Carmichael; le dolía la cabeza, el alcohol se le estaba filtrando en la sangre. La atmósfera caliente, con olor a tinta, era desagradable. Los grandes linotipos pistoneaban y gruñían. Los hombres se movían de un lado a otro. Todo era ligeramente pesadillesco, y Carmichael encogió tozudamente los hombros y siguió adelante hasta que algo lo tiró hacia atrás y empezó a estrangularlo.
Worth se puso a chillar. Gesticulaba en vano, blanco de terror. Pero eso era parte de la pesadilla. Carmichael alcanzó a ver lo que había ocurrido. Los extremos de la bufanda se habían atascado en algún engranaje y él era inexorablemente arrastrado hacia dientes metálicos que lo triturarían. Los hombres corrían. Los clamores, golpeteos y zumbidos se apagaban. Carmichael tiró de la bufanda.
—¡...cuchillo! —gritaba Worth—. ¡Córtenla!
La alteración de valores relativos provocada por la embriaguez salvó a Carmichael. Sobrio, habría sido paralizado por el pánico. En su aturdimiento, cada pensamiento era difícil de apresar, pero claro y lúcido cuando atinaba a identificarlo. Recordó las tijeras y se puso la mano en el bolsillo. Las hojas se deslizaron fuera del cartón y Carmichael cortó la tela con movimientos apresurados y vacilantes. La seda blanca desapareció. Carmichael se palpó el borde deshilachado que le ceñía la garganta y sonrió con cierta rigidez. El señor Peter Talley tenía esperanzas de que Carmichael no regresara.
Las probabilidades habían indicado dos variantes posibles: en una, todo salía bien; en la otra... La mañana siguiente Carmichael entró en la tienda y extendió un billete de cinco dólares. Talley lo aceptó.
—Gracias, pero no era necesario que se molestara. Podría haber enviado un cheque por correo.
—Podría. Sólo que eso no me habría aclarado lo que querría saber.
—No —dijo Talley, y suspiró resignado—. Está...decidido, ¿verdad?
—¿Qué haría usted? —preguntó Carmichael—. Anoche... ¿Sabe lo que ocurrió?
—Sí.
—¿Cómo?
—Nada pierdo con decírselo —dijo Talley—. Lo averiguaría de un modo u otro. Es indudable.
Carmichael se sentó, encendió un cigarrillo y asintió.
—Lógica. Usted pudo haber preparado ese pequeño accidente, por cualquier medio.
Betsy Hoag decidió cancelar nuestra cita de ayer a la mañana. Antes que yo lo viera a usted. Ese fue el primer eslabón de la cadena de incidentes que condujo al accidente. Ergo, usted sabía de algún modo lo que ocurriría.
—Lo sabía.
—¿Precognición?
—Mecánica. Vi que la máquina lo trituraría...
—Lo cual implica un futuro alterable.
—Por cierto —dijo Talley, aflojando los hombros—. Hay innumerables variantes posibles del futuro. Diferentes líneas de probabilidad. Todas dependen de los resultados de diversas crisis que van surgiendo. Soy experto en varias ramas de electrónica. Hace algunos años, casi por accidente, tropecé con la fórmula para ver el futuro.
—¿Qué...?
—Ante todo, implica una focalización personal del individuo. En cuanto usted entra en este lugar —hizo un gesto—, entra en el haz de mi cámara. En mi trastienda tengo la máquina. Haciendo girar una perilla calibrada, entreveo los futuros posibles. A veces hay muchos. Como si por momentos ciertas emisoras no transmitieran. Miro mi pantalla, veo lo que usted necesita...y se lo proveo.
Carmichael soltó humo por la nariz. Observó las volutas azules con los ojos entornados.
—¿Sigue usted toda la vida de un hombre, en triplicado o cuadruplicado o lo que fuere?
—No —dijo Talley—. Tengo ajustado el aparato de modo que es sensible a las curvas críticas. Cuando sobrevienen, las sigo más allá y veo qué líneas probabilísticas se relacionan con la supervivencia y felicidad del sujeto.
—Las gafas, el huevo y los guantes...
—El señor...eh, Smith —dijo Talley— es uno de mis clientes regulares. Cuando supera exitosamente una crisis, con mi ayuda, regresa para un nuevo examen. Localizo su próxima crisis y le proveo de lo que necesitará para afrontarla. Le di los guantes de amianto. Dentro de un mes se le presentará una situación en la que tendrá que manipular una barra de metal al rojo vivo. Es artista. Sus manos...
—Entiendo. Así que no siempre se trata de la vida...
—Claro que no —dijo Talley—. La vida no es el único factor decisivo. Una crisis aparentemente menor puede desembocar en...bueno, divorcio, neurosis, acciones erróneas y pérdida de cientos de vidas, indirectamente. Aseguro la vida, la salud y la felicidad.
—Es usted altruista. ¿Pero por qué el mundo entero no llama a sus puertas? ¿Por qué limita su trabajo a unos pocos?
—No tengo tiempo ni equipo.
—Se podrían construir más máquinas.
—Bueno —dijo Talley—, casi todos mis clientes son ricos. Tengo que vivir.
—Podría leer las cotizaciones de bolsa de mañana si quisiera plata —dijo Carmichael—. Volvemos a la vieja cuestión. Si alguien tiene poderes milagrosos, ¿por qué se contenta con ser dueño de una tienda?
—Razones económicas. Yo...eh, no soy amante del juego.
—No sería jugar —recalcó Carmichael—. "A menudo me pregunto qué compran los vinateros..." ¿Qué gana usted con todo esto?
—Satisfacción —dijo Talley—. Llámelo así.
Pero Carmichael no estaba satisfecho. Barajó mentalmente las posibilidades.
—¿Y qué dice de mí? ¿Habrá otra crisis en mi vida?
—Probablemente. Bueno, no es forzoso que se relacione con peligros personales.
—Entonces soy un cliente permanente.
—Yo...No...
—Escuche —dijo Carmichael—. No trato de aprovecharme. Le pagaré. Le pagaré bien. No soy rico, pero sé exactamente hasta qué punto me sería útil un servicio como éste. Basta de preocupaciones...
—No podría ser...
—Oh, vamos. No soy un chantajista ni nada por e! estilo. No le estoy amenazando con publicidad, si eso teme. Soy un hombre común, no un villano de melodrama. ¿Le parezco peligroso? ¿De qué tiene miedo?
—Usted es un hombre común, sí —admitió Talley—. Sólo que...
—¿Por qué no? —insistió Carmichael—. No le molestaré. Pude superar una crisis, con la ayuda de usted. En algún momento se presentará otra. Deme lo que necesito para afrontarla. Cóbreme lo que quiera. De un modo u otro conseguiré el dinero. Prestado, si es necesario. No le molestaré en absoluto. Todo lo que le pido es que me deje visitarle cada vez que supere una crisis, para pertrecharme para la próxima. ¿Qué tiene de malo?
—Nada —dijo discretamente Talley.
—Bien, pues. Soy un hombre común. Hay una chica; se llama Betsy Hoag. Quiero casarme con ella. Irme a vivir al campo, criar niños y tener tranquilidad. Tampoco eso tiene nada de malo, ¿verdad?
—Ya era demasiado tarde cuando usted entró hoy en la tienda —dijo Talley.
Carmichael lo miró fijo.
—¿Por qué? —vociferó.
Una chicharra zumbó en la trastienda. Talley atravesó el cortinado y regresó casi inmediatamente con un paquete. Se lo dio a Carmichael.
Carmichael sonrió.
—Gracias —dijo—. Muchísimas gracias. ¿Tiene idea de cuándo se presentará la próxima crisis?
—En una semana.
—¿Le importa si...? —Carmichael estaba abriendo el envoltorio; sacó un par de zapatos con suela de plástico y miró a Talley desconcertado.
—¿Conque necesitaré... zapatos, eh?
—Sí.
—Supongo... —Carmichael titubeó—. Supongo que usted no me dirá por qué.
—No, no se lo diré. Pero asegúrese de usarlos cada vez que salga.
—No se preocupe por eso. Y...le enviaré un cheque. Tal vez tarde un poco en juntar el dinero, pero se lo enviaré. ¿Cuánto?
—Quinientos dólares.
—Le enviaré el cheque hoy mismo.
—Prefiero no aceptar el pago hasta que el cliente esté satisfecho —dijo Talley; tenía un aire más reservado, los ojos azules lucían fríos y distantes.
—Como prefiera —dijo Carmichael—. Saldré a celebrar. ¿Usted bebe?
—No puedo abandonar la tienda.
—Bien, adiós. Y gracias de nuevo. No seré un estorbo para usted. ¡Se lo prometo! —se volvió.
Talley se quedó mirándole con una sonrisa amarga y sombría. No respondió al adiós de Carmichael. No, entonces. Cuando Carmichael salió, Talley fue a la trastienda y entró por la puerta donde estaba la pantalla. Un período de diez años puede abarcar una multitud de cambios. Un hombre con un poder tremendo a su alcance se puede transformar, en ese lapso, de alguien que no se atrevía en alguien a quien le importan un comino los valores morales.
La transformación de Carmichael no fue acelerada. Habla en favor de su integridad el hecho de que tardara diez años en olvidar cuanto se le había inculcado. El día que visitó por primera vez a Talley había poca maldad en él. Pero la tentación se intensificó semana tras semana, visita tras visita. Talley, por razones personales, se contentaba con aguardar ociosamente a su clientela ocultando las potencialidades inconcebibles de su máquina bajo un manto de funciones triviales. Pero Carmichael no estaba satisfecho. El día tardó diez años en llegar, pero al fin llegó.
Talley estaba sentado en la trastienda, de espaldas a la puerta. Echado en una vieja mecedora, enfrentaba la máquina. Había cambiado poco en el espacio de una década. Aún cubría casi dos paredes enteras, y el ocular de la cámara relucía bajo los tubos fluorescentes.
Carmichael miró codiciosamente el ocular. Era la puerta abierta a un poder jamás soñado por hombre alguno. Una fortuna inimaginable esperaba dentro de esa abertura diminuta. Los derechos sobre la vida y la muerte de cada hombre. Y nada se interponía entre ese futuro fabuloso y él mismo, salvo el hombre que estaba sentado frente a la máquina. Talley no pareció oír los pasos sigilosos ni el rechinar de la puerta a sus espaldas. No se movió cuando Carmichael levantó el arma lentamente.
Cualquiera habría dicho que jamás había sospechado lo que ocurriría, o por qué, o por causa de quién, cuando Carmichael le perforó la cabeza. Talley suspiró y tiritó e hizo girar la perilla. No era la primera vez que el ocular le mostraba su cuerpo inerte al vislumbrar un panorama de probabilidades, pero jamás podía ver cómo se desplomaba esa figura familiar sin sentir una ráfaga indescriptiblemente fría que lo rozaba desde el futuro.
Se levantó, y luego se recostó en la mecedora. Miraba pensativamente un par de zapatos de suela áspera que yacían en la mesa. Se quedó un rato sentado, observando los zapatos, siguiendo con la mente a Carmichael, que caminaba calle abajo hacia la noche, y hacia el día siguiente, y hacia esa crisis inminente que dependería de que él pisara con firmeza el andén del metro cuando un tren pasara al lado de Carmichael un día de la semana siguiente.
Esta vez Talley había enviado al mensajero en busca de dos pares de zapatos. Había titubeado mucho una hora antes, para decidirse entre el par de suela áspera y el de suela lisa. Pues Talley era humano, y muchas veces su trabajo le resultaba desagradable. Pero esta vez había terminado por entregarle a Carmichael el par de suela lisa. Suspiró y se inclinó nuevamente ante el ocular. Hizo girar la perilla para enfocar otra vez la escena que ya había observado antes.
Carmichael, de pie en un andén de la estación atestada que relucía como aceitoso, humedecido tal vez por alguna filtración. Carmichael, con los zapatos resbalosos que Talley le había elegido. Una conmoción en la multitud, un tumulto en el borde del andén. Los pies de Carmichael que patinaban frenéticos cuando el tren pasaba rugiendo.
—Adiós, señor Carmichael —murmuró Talley; era la despedida que había callado cuando Carmichael se marchó de la tienda. Fue una despedida triste, pues le daba tristeza el Carmichael de hoy, que no merecía ese fin. Ahora no era un villano de melodrama cuya muerte se pudiera presenciar con frialdad. Pero el Tim Carmichael de hoy tenía que saldar la deuda del Carmichael de diez años después, y había que arreglar cuentas.
No es bueno tener poder de vida y muerte sobre el prójimo. Peter Talley sabía que no era bueno. Pero ese poder le había caído en las manos. No lo había buscado. Le parecía que la máquina había evolucionado casi por accidente mientras cobraba forma gracias a sus dedos expertos y su mente experta. Al principio lo había desconcertado. ¿Cómo utilizar semejante artefacto? ¿Qué peligros, que terribles potencialidades yacían en ese Ojo que podía ver a través del velo del futuro? La responsabilidad era suya, y lo preocupó bastante hasta que la respuesta se hizo presente. Y después de saber la respuesta, bien, la preocupación se ahondó más aún. Pues Talley era un hombre recto.
No podía haberle dicho a nadie por qué razón era dueño de una tienda. Satisfacción, se lo había dicho a Carmichael. Y a veces había realmente una profunda satisfacción. Pero otras veces, como ésta, solamente había consternación y humildad. Especialmente humildad. Tenemos lo que necesita. Sólo Talley sabía que el mensaje no estaba dirigido a los individuos que entraban a la tienda. En realidad era un mensaje impersonal, un mensaje referido al mundo; el mundo cuyo futuro estaba siendo cuidadosa y afectuosamente remodelado bajo la guía de Peter Talley.
El alineamiento principal del futuro no era fácil de alterar. El futuro es una pirámide que se construye lentamente, ladrillo por ladrillo. Y ladrillo por ladrillo Talley tenía que alterarlo. Habían ciertos hombres que eran necesarios, hombres que podían crear y construir, hombres que tenían que ser salvados. Talley les daba lo que necesitaban. Pero inevitablemente había otros cuyos fines eran malignos. A esos Talley les daba lo que el mundo necesitaba: la muerte.
Peter Talley no había solicitado ese poder terrible, pero le habían puesto las llaves en las manos y no se atravía a delegar semejante autoridad en cualquier otro hombre. A veces se equivocaba. Se sentía un poco más seguro desde que se le había ocurrido el símil de la llave. La llave del futuro. Una llave que había sido puesta en sus manos. Se reclinó en la mecedora al recordarlo y buscó un libro viejo y gastado, que se abrió dócilmente en un pasaje familiar. Una vez más los labios de Peter Talley se movieron en una nueva lectura del pasaje, en el fondo de la tienda de Park Avenue:
Y en verdad te digo que eres Pedro,
Y te daré las llaves del Reino de los Cielos.
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