lunes, 30 de diciembre de 2024

La Voz

El breve relato «La Voz» (1953), escrito por Robert Sheckley y recogido en su primera recopilación de relatos: es un verdadero ejercicio de metafísica, una visión absolutamente insólita de la condición del mundo y de la propia persona; con este relato, Sheckley se adelantaba a ciertas propuestas literarias que llegarían y no precisamente del campo de la ciencia ficción bastantes años más tarde de la mano de celebrados autores franceses. Robert Sheckley irrumpió en ese mundo literario en 1952 en la revista “Imagination”. Desde muy pronto se hizo un nombre con sus relatos imaginativos, inteligentes y llenos de un humor muy peculiar. Alex Abramovich y Jonathan Lethem han recopilado varios cuentos que escribió entre 1953 y 1969 en el libro “Store of the Worlds. The Stories of Robert Sheckley” publicado por New York Review Books.

La estructura de los cuentos de Sheckley es inmediatamente reconocible. Comienza planteando un escenario en el que predominan la extrañeza y lo surreal. En “La séptima víctima”, uno de sus relatos más conocidos, nos presenta una sociedad en la que, para evitar las guerras al tiempo que permite que el instinto de agresividad siga vivo, se deja que las personas voluntariamente se apunten a ser asesinos. A cada asesino se le asigna una víctima y tiene un tiempo determinado para matarla, si es que la víctima no le mata antes. La condición es que el asesino tiene que aceptar representar a continuación el papel de víctima. En “Caliente”, Anders, el protagonista, de repente oye una voz dentro de su cabeza que le pide ayuda y le hace ver el mundo de una manera diferente. Otro de sus cuentos más conocidos, “Peregrinaje a la Tierra” comienza de la siguiente manera:

“Alfred Simon había nacido en Kazanga IV, un pequeño planeta agrícola cerca de Arturo, y allí conducía una cosechadora por los campos de trigo, y en las noches largas y silenciosas escuchaba canciones de amor grabadas de la Tierra.

La vida era lo suficientemente agradable en Kazanga y las chicas tenían pechos grandes, eran alegres, francas y condescendientes, buenas compañeras para una caminata por las montañas o una nadada en el arroyo, compañeras incondicionales para la vida. Pero románticas, ¡nunca! Se podía tener mucha diversión en Kazanga, de una manera alegre y abierta. Pero no había más que diversión.

Simon sentía que algo faltaba en esta existencia insípida. Un día descubrió lo que era.”

Escribir el inicio de un relato de una manera que suscite la curiosidad del lector y le lleve a seguir leyendo es un arte que no todos dominan. Sheckley lo borda.

Sus cuentos tienen una estructura muy reconocible y que casi sigue al pie de la letra lo que decía Vladimir Propp sobre la estructura de los cuentos tradicionales. Los primeros párrafos nos presentan un mundo atípico y un problema a resolver. El resto del cuento se centra en ver cómo los protagonistas se enfrentan al problema.

En “Forma”, unos seres que se caracterizan porque pueden cambiar a placer sus formas corporales,- aunque siempre dentro de las que tienen disponibles en función de su casta-, viajan a un planeta con la misión de colocar un Desplazador en un reactor nuclear para crear un portal que permita la invasión del planeta. La cuestión es que ésta es la 21ª misión que se envía. Las anteriores 20 desaparecieron sin dejar rastro. ¿Habrá más éxito en esta ocasión o la misión sucumbirá a lo que quiera que les ocurriera a las precedentes?

En “Protección” un hombre es salvado de ser atropellado por un camión, gracias a una voz que le previene. Su salvador es un derg, cuya vocación es salvar a otras criaturas en peligro. El protagonista acepta que el derg se convierta en su protector y a partir de ahí empieza a recibir mensajes de alerta continuos. Un avión se va a estrellar en Birmania dentro de dos semanas; aunque el protagonista viva en Nueva York y nunca haya salido de EEUU, es preciso que lo sepa, porque hay un 0,000001% de probabilidades de que viaje en ese avión. El derg se convierte así en un fastidio continuo, pero pronto el protagonista descubrirá que ése no es el mayor de sus problemas…

En “La mañana después”, Piersen ha tenido la madre de todas las resacas y amanece en una extraña selva, en la que todos los animales y las plantas parecen empeñadas en matarle. Mientras lucha por sobrevivir, intenta recordar qué sucedió la noche anterior que le llevó a terminar en ese extraño lugar.

Los cuentos de Sheckley tienen un humor muy inteligente y cínico, que en ocasiones rozan lo macabro. En “El contable” una familia respetable de brujos se enfrenta al desafío de su hijo que, en lugar de aprenderse los sortilegios, quiere convertirse en contable y se pasa el día estudiando actuarios. El padre invoca al demonio Boarbas para que convenza a su hijo y éste invoca a un contable para que le proteja. 

Consideremos el breve relato «La voz» (1953), recogido en su primera recopilación de relatos: es un verdadero ejercicio de metafísica, una visión absolutamente insólita de la condición del mundo y de la propia persona; con este relato, Sheckley se adelantaba a ciertas propuestas literarias que llegarían y no precisamente del campo de la ciencia ficción bastantes años más tarde de la mano de celebrados autores franceses. Y un tercer punto muy a considerar: como tantos otros autores de los años cincuenta, Sheckley produjo algunos relatos sobre visiones paranoicas del mundo y la sociedad, lo que le une a Fredric Brown, a Philip K. Dick que había empezado a publicar el mismo año que Sheckley, y a otros ilustres o no tan ilustres autores de esos años: Galouye, Sturgeon, Gold, Budrys… Este tema, la locura como estado consciente de la sociedad, el mundo como manicomio o como generador de locos, es común a muchos autores, y está presente casi exclusivamente en la década de 1950 la supuesta «década anodina e insustancial» en la vida americana del siglo veinte. Así pues, el que tantos autores de ciencia ficción un género supuestamente trivial en aquella época escribieran tantos relatos describiendo estados paranoicos y visiones de sociedades manicomiales, como lo es de manera significativa el de Sheckley «La academia» (1954), debería ser analizado de una vez por todas: creo que es uno de los grandes estudios pendientes dentro de la ciencia ficción del siglo veinte.

Los críticos dicen que lo mejor de la producción de Sheckley se concentró en los años 1952-57. Después de entonces comenzó a repetirse, pero cada vez con menor calidad, y no fue capaz de renovarse como lo hicieron otros autores de la época. No conozco lo suficiente de su obra como para saber si esto es cierto, pero sí que he apreciado que los cuatro últimos cuentos del volumen, que pertenecen a la década de los sesenta, son más flojos que los precedentes. El formato y la estructura son los habituales, pero falla la magia y hasta el humor parece un poco más pedestre. Aun así, merece la pena leer a Sheckley y recomiendo vivamente esta antología.



Fuente:

https://abcblogs.abc.es/bukubuku/literatura/los-cuentos-de-robert-sheckley.html



Anders estaba acostado en su cama, completamente vestido; sólo le faltaban los zapatos y la corbata de lazo negro. Contemplaba con cierta intranquilidad la velada que tenía por delante. En veinte minutos debía pasar por el departamento de Judy para recogerla; era eso, precisamente, lo que le tenía intranquilo.
Hacía apenas un par de segundos que había descubierto que estaba enamorado de ella. Bien, tenía que decírselo. La noche sería inolvidable. Él se declararía, habría besos, el sello de aceptación, hablando en sentido figurado, quedaría estampado en su frente.
Sin embargo, la perspectiva no era muy grata. Era mucho más cómodo no estar enamorado. ¿Cómo había comenzado todo eso? ¿Con una mirada, un contacto, un pensamiento? Él bien sabía que no era necesaria gran cosa para darle origen. Estiró los brazos para bostezar a gusto. En ese momento una voz dijo:
—¡Ayúdame!
Sus músculos se pusieron tensos, cortando el bostezo por la mitad. Se incorporó bruscamente. Después volvió a recostarse con una sonrisa.
—¡Tienes que ayudarme! —insistió la voz.
Anders se sentó. Tomó uno de los zapatos bien lustrados y se lo puso, centrando toda su atención en el lazo.
—¿Me oyes? —preguntó la voz—. Me oyes, ¿verdad?
Con eso, Anders entró en el juego. Aún de buen humor, respondió:
—Sí, te oigo. No me digas que eres mi subconsciente culpable que va a atacarme por algún trauma de infancia que nunca me molesté en resolver. Supongo que querrás hacerme entrar a un monasterio.
—No sé de qué estás hablando —dijo la voz—. No soy el subconsciente de nadie. Soy yo. ¿Me ayudarás, verdad?
Anders creía en las voces tanto como cualquiera; es decir, no creía en ellas en absoluto hasta que las oía. Catalogó rápidamente las posibilidades. La respuesta más factible era la esquizofrenia, naturalmente, y todos sus colegas estarían de acuerdo en ello. Pero Anders poseía una lamentable confianza en su propia salud mental. Y en tal caso…
—¿Quién eres? —preguntó.
—No lo sé —dijo la voz.
Anders comprendió que la voz hablaba desde el interior de su mente. Muy sospechoso, por cierto.
—No sabes quién eres —apuntó Anders—. Muy bien. ¿Dónde estás?
—Tampoco lo sé.
La voz hizo una pausa y prosiguió.
—Mira, ya sé que suena ridículo. Créeme, estoy en una especie de limbo. No sé cómo llegué aquí ni quién soy, pero quiero salir, lo quiero desesperadamente. ¿Me ayudarás?
Anders se resistía aún a aceptar la idea de que una voz le hablara desde el interior del cerebro, pero supo que su decisión era vital. Tenía que aceptar (o rechazar) su propia cordura.
La aceptó.
—De acuerdo —dijo, atándose el otro zapato—. Doy por supuesto que eres una persona con problemas y que has establecido cierto contacto telepático conmigo. ¿Hay algo más que puedas decirme?
—Temo que no —dijo la voz, con infinita tristeza—. Tendrás que descubrirlo todo por ti mismo.
—¿Puedes ponerte en contacto con alguna otra persona?
—No.
—En ese caso, ¿cómo es que puedes hablar conmigo?
—No lo sé.
Anders se dirigió al espejo para acomodarse la corbata negra, silbando suavemente para sí. Puesto que acababa de descubrirse enamorado, no permitiría que tan poca cosa como una voz interior lo perturbara.
—En realidad, no sé cómo ayudarte —dijo, quitándose un hilo de la chaqueta—. No sé dónde estás y no parece haber carteles indicadores. ¿Cómo voy a encontrarte?
Se volvió para echar un vistazo en torno al cuarto, comprobando que no se había olvidado de nada.
—Yo sabré cuando estés cerca —dijo la voz—. Hace un momento te aproximaste bastante.
—¿Hace un momento?

No había hecho más que mirar a su alrededor. Lo hizo de nuevo, girando la cabeza con lentitud. Entonces ocurrió.
El cuarto, visto desde un rincón, parecía diferente. En vez de los tonos color pastel que había combinado con tanto gusto, era repentinamente una mezcle de colores confusos. Las líneas de la pared, el techo y el suelo no guardaban la menor proporción; zigzagueaban extrañamente.
En seguida todo volvió a la normalidad.
—Estás muy cerca[1] —dijo la voz.
Anders resistió la tentación de rascarse la cabeza por temor a desarreglar su cuidadoso peinado. Lo que había visto no era tan extraño, después de todo. Todo el mundo ve de vez en cuando un par de cosas que lo hacen dudar de su normalidad, de su cordura y hasta de su misma existencia. Por un momento el ordenado universo se desarregla, se rasga la tela de la creencia.
Pero ese momento siempre pasa.
Anders recordó que una vez, siendo niño, había despertado en su cuarto, en mitad de la noche. ¡Qué extraño parecía todo en ese momento! Mesa, sillas, todo estaba fuera de proporción, hundido en la oscuridad; el cielorraso presionaba hacia abajo como en los sueños.
Pero eso también había pasado.
—Bueno —dijo—. Si vuelvo a estar cerca, avísame.
—Así lo haré —susurró la voz—. Estoy seguro de que me encontrarás.
—Me alegro de que estés tan seguro —dijo Anders alegremente.
Apagó las luces y se marchó.
Judy, adorable y sonriente, lo recibió en la puerta. Al contemplarla Anders comprendió que ella había previsto esa situación. Tal vez sentía el cambio experimentado por él; tal vez lo adivinaba. O quizá era el amor, que le pintaba en el rostro una sonrisa idiota.
—¿Quieres tomar un trago antes de ir a la fiesta? —propuso ella.
Él asintió. Mientras se sentaba en el imposible sofá verde y amarillo, Anders resolvió decírselo en cuanto volviera con la bebida. No tenía sentido postergar el momento fatal. «Como un conejo enamorado», se dijo.
—Acercándote, acercándote —advirtió la voz.
Había olvidado casi a su invisible amigo. O enemigo, según fuera el caso.
¿Qué diría Judy si supiera que él oía voces? No debía olvidar que esa clase de detalles solían echar por tierra el mejor de los romances.
—Toma —dijo ella, alcanzándole un vaso.
Seguía sonriendo. La sonrisa número dos, para un posible candidato, provocativa y llena de comprensión. En el curso de sus relaciones había sido precedida por la sonrisa número uno, correspondiente a la muchacha correcta, ésa que dice «No te equivoques conmigo»; se emplea en cualquier ocasión, mientras no hayan sido balbuceadas las palabras adecuadas.
—Así es —dijo la voz—. Depende de cómo miras las cosas.
¿Cómo miraba qué cosas? Anders, aturdido por sus pensamientos, echó sobre Judy una mirada de soslayo. Si debía jugar al amante, era hora de hacerlo. Aun con los ojos astigmáticos del enamorado podía apreciar sus ojos de color azul grisáceo, su delicada piel (siempre que se pasara por alto una mancha diminuta en la sien izquierda), los labios, ligeramente reformados por el lápiz labial.
—¿Cómo te fue hoy con las clases? —preguntó ella.
Era lógico que lo preguntara. El amor iba marcando tiempos.
—Muy bien —respondió Anders—. Eso de enseñar psicología a los jóvenes simios…
—¡Oh, vamos!
—Estás cerca —dijo la voz.
«¿Qué me está ocurriendo?», se preguntó Anders. «Es una muchacha adorable. Esa gestalt” que es Judy, ese conjunto de pensamientos, expresiones, movimientos, todo dando forma a la muchacha que yo…».
«¿Que yo qué? ¿Que yo amo?».

Anders movió incómodo su largo cuerpo sobre el sofá. No sabía muy bien cómo se había lanzado en esa corriente de pensamientos. Se sentía fastidiado. El joven profesor analítico estaba mejor situado en la clase. ¿Acaso la ciencia no podía esperar hasta las nueve y diez de la mañana?
—Hoy estuve pensando en ti —dijo Judy.
Anders comprendió entonces que ella había percibido sus cambios de humor.
—¿Has visto? —observó la voz—. Estás cada vez más cerca.
«No veo nada», pensó Anders.
Pero la voz tenía razón. Era como si pudiera inspeccionar claramente la mente de Judy. Sus pensamientos se le presentaban al desnudo, tan carentes de sentido como su cuarto le pareciera en aquel relámpago de pensamientos sin distorsionar.
—De veras, estuve pensando en ti —repitió ella.
—Fíjate ahora —advirtió la voz.
Al observar las expresiones que tomaba el rostro de Judy, Anders sintió que lo extraño se abatía sobre él.
Volvía a la percepción de pesadilla que había experimentado en su cuarto. En esa oportunidad era como contemplar una máquina en el laboratorio. El objeto de esa operación era la evocación y la presentación de determinado estado anímico. La máquina efectuaba un proceso de búsqueda, invocando series de ideas para alcanzar el fin deseado.
—¿De veras? —preguntó, sorprendido por la nueva perspectiva.
—Sí. Me preguntaba qué estuviste haciendo al mediodía, —dijo la máquina sentada frente a él, ensanchando un poco su curvado pecho.
—Bien —le alentó la voz, notando su percepción.
—Soñaba contigo, por supuesto —dijo él al esqueleto forrado en carne que se ocultaba bajo la «gestalt» total de Judy.
La máquina cárnea recompuso sus miembros, estiró los labios para denotar placer. Su mecanismo buscó entre un complejo de temores, esperanzas, preocupaciones; entre los recuerdos de situaciones análogas; para conseguir una solución análoga.
Y era eso lo que él amaba. Anders lo vio con demasiada claridad y se odió por verlo así. A través de su nueva percepción de pesadilla todo el cuarto le pareció absurdo.
—¿De veras? —preguntó el esqueleto articulado.
—Te estás acercando más —susurró la voz.
¿A qué? ¿A la personalidad? No había tal cosa. No había cohesión verdadera, ni profundidad; no había sino una telaraña de reacciones superficiales extendidas por entre movimientos viscerales automáticos. Se estaba aproximado a la verdad.
—Por supuesto —dijo, no muy afablemente.
La máquina se agitó en busca de una respuesta.
Anders sintió un rápido estremecimiento de temor ante la extraña cualidad de su punto de vista. Se veía privado de todo sentido de formalidad; había dejado a un lado todas las reacciones convencionales. ¿Qué le sería revelado a continuación?
Comprendió que lo veía todo con una claridad que tal vez hombre alguno domináis antes. Era un pensamiento extrañamente risible. Pero ¿será posible volver a la normalidad?
—¿Te sirvo algo? —preguntó la máquina.
En ese momento Anders estaba tan lejos del amor como es posible estarlo. Eso de verse como una pieza de maquinaria despersonalizada y asexual no es muy incitante en ese sentido. Pero sí lo es intelectualmente.
Anders no deseaba la normalidad. Se estaba alzando una cortina y él deseaba ver lo que había detrás. ¿No había cierto ruso…? Ouspensky. Él decía: Piense en otras categorías. Eso era precisamente lo que estaba haciendo, y continuaría haciéndolo.
—¡Adiós! —dijo de pronto.

La máquina lo contempló boquiabierta en tanto él se dirigía hacia la puerta. Una demora en los circuitos de reacción la mantuvo en silencio hasta que la puerta del ascensor se cerró tras él.
—Anduviste muy cerca allí dentro —susurró la voz, una vez que se encontró en la calle—. Pero todavía no lo comprendes todo.
—Explícamelo, entonces —dijo Anders, algo maravillado ante su ecuanimidad.
En una hora había cubierto el abismo que lo separaba de un punto de vista totalmente distinto; sin embargo le parecía muy natural.
—No puedo —dijo la voz—; tienes que descubrirlo por ti mismo.
—Bien, veamos.
Anders contempló las masas de mampostería, la convención de calles que cortaban aquellas montañas arquitectónicas.
—La vida humana es una serie de convenciones —dijo—. Cuando uno mira a una muchacha, se supone que debe ver… un esquema, y no la amorfía subyacente.
—Es cierto —concordó la voz, aunque con un dejo de vacilación.
—Básicamente no hay forma alguna. El hombre produce «gestalts» y recorta la forma a partir de la plétora de la nada. Es como mirar un conjunto de líneas y decir que representan una figura. Miramos una masa de material, la extraemos de sus contornos y decimos que es un hombre. Pero en verdad no hay tal cosa. Hay sólo rasgos humanizantes que nosotros, como miopes que somos, atribuimos a eso. La Materia es sólo cuestión de puntos de vista.
—No, no lo ves —dijo la voz.
—Maldición —exclamó Anders.
Tenía la certeza de estar en la pista de algo grande, tal vez definitivo.
—Todo el mundo ha tenido esa experiencia. En algún momento de su vida, cada uno contempla un objeto familiar y no le encuentra sentido. La gestalt falla momentáneamente, pero ese momento pasa. La mente regresa al esquema impuesto, y así continúa la normalidad.
La voz guardó silencio. Anders siguió caminando sobre la ciudad gestalt.
—Hay más, ¿verdad? —preguntó Anders.
—Si.
¿Qué podía ser? A través de sus ojos despejados Anders contempló aquella convención que llamaba mundo. Se preguntó momentáneamente si habría llegado a eso sin la guía de la voz. Tras algunos segundos decidió que era inevitable.
Pero ¿qué significaba esa voz? ¿Y qué estaba él dejando a un lado?
—Veamos qué me parecen ahora las fiestas —dijo a la voz.
La fiesta era un baile de máscaras; todos los invitados llevaban sus propias caras. Anders pudo ver bajo ellas todos los motivos individuales y colectivos con dolorosa claridad. Pero su vista se iba despejando más y más.
Vio entonces que aquellas personas no eran verdaderos individuos. Cada una era un discontinuo trozo de carne; sin embargo, compartían un mismo vocabulario, con lo que esa discontinuidad no era absoluta.
Los trozos de carne formaban parte de la decoración del cuarto, y resultaban prácticamente imposibles de distinguir. Eran una sola cosa con las luces, que aumentaban su diminuta capacidad visual. Se confundían con los sonidos que emitían, unos pocos tonos débiles en la gran posibilidad del sonido. Se fundían con las paredes.
Aquella visión caleidoscópica fue tan súbita que Anders tuvo dificultad en ordenar sus nuevas impresiones. Ahora sabía que esas personas existían sólo como esquemas, sobre la misma base que los sonidos que emitían y las cosas que creían ver.
Eran sólo gestalts, resultado de tamizar el mundo real, vasto e insoportable.
—¿Dónde está Judy? —le preguntó uno de los discontinuos trozos de carne.
Ese trozo poseía el suficiente amaneramiento nervioso como para convencer a los otros trozos de su realidad. Como prueba definitiva usaba una corbata de color estridente.
—Está enferma —respondió Anders.
La carne se estremeció en instantánea simpatía. Las arrugas de alegría formal se transformaron en formal pena.
—No es nada serio, ¿verdad? —preguntó la carne vocal.
—Estás cerca —dijo la voz dentro de Anders.
Este miró al objeto que tenía delante.
—No vivirá mucho tiempo —contestó.
La carne se estremeció. Estómago e intestinos se contrajeron en solitario temor. Los ojos se dilataron, la boca tembló. La corbata de color estridente permaneció igual.
—¡Dios mío! ¡No lo dirá usted en serio!
—¿Qué es usted? —preguntó Anders, serenamente.
—¿A qué se refiere? —preguntó la carne adjunta a la corbata, llena de indignación.
Calma en su realidad, quedó boquiabierta ante Anders. Retorció los labios en una prueba innegable de que era real y suficiente.
—Usted está borracho —se burló.
Anders, riendo, abandonó la fiesta.
—Te queda aún algo por saber —dijo la voz—. ¡Pero anduviste muy cerca!
—¿Qué eres? —volvió a preguntar Anders.
—No lo sé —admitió la voz—. Soy una persona. Soy yo. Estoy atrapado.
—Así lo estamos todos —observó Anders.

Caminó sobre el asfalto, rodeado por montones de cemento, silicatos, aluminio y aleaciones de hierro. Montones informes y sin significado que componían la ciudad gestalt.
También estaban las líneas imaginarias que separaban las ciudades entre sí, los límites artificiales de agua y tierra.
Todo era ridículo.
—¿Me da una limosna para tomar un café, señor? —preguntó algo, algo imposible de distinguir con respecto a cualquier otra cosa.
—El viejo obispo Berkeley habría dado una inexistente limosna a tu inexistente persona —dijo Anders alegremente.
—Ando con problemas, de veras —se quejó la voz, y Anders percibió que era sólo una serie de vibraciones moduladas.
—¡Sí! ¡Adelante! —ordenó la voz.
—Si pudiera darme unos centavos… —dijeron las vibraciones, con mucha pretensión de significado.
No, ¿qué había detrás de esos esquemas sin sentido? Carne, masa. ¿Qué era todo eso? Todo estaba hecho de átomos.
—Estoy hambriento —murmuraron los átomos de intrincada disposición.
Todo era átomos. Unidos. No había separación real entre átomo y átomo La carne era piedra, la piedra era luz. Anders miró a aquella masa de átomos que fingía solidez, significado y razonamiento.
—¿No puede prestarme ayuda? —preguntó un manojo de átomos.
Pero ese manojo era idéntico a todos los otros átomos. Una vez que uno ignoraba el esquema exterior se podía ver que los átomos estaban dispuestos al azar.
—No creo en usted —dijo Anders.
El montón de átomos desapareció.
—¡Sí! —gritó la voz—. ¡Sí!
—No creo en nada de todo esto —dijo Anders.
Después de todo, ¿qué era un átomo?
—¡Sigue! —gritó la voz—. ¡Adelante!
¿Qué era un átomo? Un espacio vacío rodeado por un espacio vacío. ¡Absurdo!
—¡En ese caso todo es falso! —dijo Anders.
Y se encontró solo bajo las estrellas.
—¡Es cierto! —dijo la voz en su cerebro—. ¡Nada!
Pero ¿y las estrellas? ¿Cómo se podía creer en…?
Las estrellas desaparecieron. Anders estaba en una nada gris, en un vacío. A su alrededor no había sino un gris informe.
¿Dónde estaba la voz?
Había desaparecido.

Anders percibió el engaño que ocultaba aquel gris. Este desapareció sin dejar absolutamente nada tras de sí.
¿Dónde estaba él? ¿Qué significaba todo eso? La mente de Anders trató de resolverlo.
Imposible. Eso no podía ser verdad.
El dato fue tabulado nuevamente, pero la mente de Anders no pudo aceptar el total. En su desesperación, la mente sobrecargada borró las cifras, erradicó el conocimiento y se eliminó también.
—¿Dónde estoy?
En la nada. Solo.
Atrapado.
—¿Quién soy?
Una voz.
La voz de Anders que buscaba en la nada.
—¿Hay alguien ahí? —gritó.
No hubo respuesta.
Pero había alguien. Todas las direcciones eran la misma cosa, pero si avanzaba podía establecer contacto… La voz de Anders retrocedió hacia alguien que quizá podría salvarlo.
—Sálvame —dijo la voz a Anders, quien estaba acostado en su cama, completamente vestido; sólo le faltaban los zapatos y la corbata de lazo negro.

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