sábado, 30 de diciembre de 2017

El Año Nuevo

Pedro Antonio de Alarcón y Ariza (Guadix, 10 de marzo de 1833 - Madrid, 19 de julio de 1891) fue un narrador español que perteneció al movimiento realista, en el que destacó como uno de los artífices del fin de la prosa romántica.

Nacido en la localidad granadina de Guadix el 10 de marzo de 1833, su nombre completo fue «Pedro Antonio Joaquín Melitón de Alarcón y Ariza». Tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque su familia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto como para no poder permitirse enviarlo a estudiar Derecho en la Universidad de Granada, carrera que abandonó pronto para iniciarse en la eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Torcuato Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodística en la dirección de este periódico.

Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los dieciocho años y publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el grupo que se llamó la Cuerda granadina.

Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de Granada. Allí crea un periódico satírico, El Látigo, que también dirige, de cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revolucionaria. Era un claro heredero de su experiencia en El Eco de Occidente.

En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. También en 1857 empieza a publicar relatos y artículos de viajes en la publicación madrileña El Museo Universal. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859; este libro es especialmente apreciado por su viva y prolija descripción de la vida militar.

Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Madrid a Nápoles, 1861) y su provincia de Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior.

En 1865 se casó con Paulina Contreras Rodríguez en Granada, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, dos varones y tres mujeres. Los varones fallecieron en Madrid en los años de la contienda civil, al igual que dos de las hijas, casándose la única que sobrevivió, Carmen de Alarcón Contreras, con Miguel Valentín Gamazo, de cuyo matrimonio tuvieron tres hijos: María del Carmen, María del Pilar y Miguel Valentín de Alarcón, que falleció en Madrid el 4 de mayo de 2000, siendo el último descendiente directo de Pedro Antonio de Alarcón, pues murió soltero y sin que se sepa que tuviera descendencia.

Como integrante de la Unión Liberal ostentó diversos cargos, de los que el más importante fue el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875. Fue también diputado, senador y embajador en Noruega y Suecia. Además, fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877.

Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que no vio publicada hasta 1855. Comenzó a escribir relatos breves de rasgos románticos muy acusados hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo granadino, revelaban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el relato policial con su novela El clavo, aunque también compuso relatos de terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo. En 1874 publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional del molinero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corregidor. Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El hijo pródigo, estrenado en 1875.


En el Diario de un testigo de la guerra de África revela su talento descriptivo, presente también en los apuntes del viaje por Francia, Suiza e Italia y en La Alpujarra, donde logra insertar la viva realidad en la historia casi legendaria de las sublevaciones moriscas aproximándose a la novela. Entre 1874 y 1882 aparecieron sus obras más conocidas y famosas: los cuentos y las novelas cortas y extensas. Los relatos breves abarcan las Narraciones inverosímiles, bajo el ya mencionado influjo de Poe; los Cuentos amatorios, que se sitúan entre la sensiblería y el misterio policíaco, destacando El clavo y La comendadora; y las Historietas nacionales, de honda raigambre popular y que entroncan con obras similares de Fernán Caballero y Honoré de Balzac y van desde el tema heroico de la resistencia a los invasores franceses hasta el populismo épico de los bandoleros, pasando por las frecuentes algaradas civiles que al autor le tocó vivir. Destacan El carbonero alcalde, El afrancesado, El asistente y, la que algunos consideran la mejor de todas, El libro talonario.

En 1875 aparece El escándalo, que une el tema religioso a la crítica social. Ofrece una galería romántica de personajes, desde el soñador y enigmático Lázaro hasta el voluble Diego. De entre todos, descuellan el P. Manrique, jesuita consejero de la aristocracia, y el alocado y simpático Fabián Conde. El protagonista de la novela, que es víctima de sus calaveradas de joven, aprende a asumir su pasado bochornoso mejor que a pretender ocultarlo con mentiras burguesas. Prosiguiendo esa vena moralista, el autor siguió la trayectoria iniciada con dos obras más, El niño de la bola (1878) y La Pródiga (1880), un alegato contra la corrupción de las costumbres. Poco después publicó El capitán Veneno (1881).

Pedro Antonio de Alarcón es ante todo un habilísimo narrador: sabe cómo nadie interesar con una historia; en sus libros la acción nunca decae y, aunque el cronotopo o marco espaciotemporal de sus novelas suele ser de estilo realista, sus personajes son en el fondo románticos; en el curso de su producción novelística se va convirtiendo en un moralista. Por esta misma razón, Daniel Henri Pageaux considera que «El sombrero de tres picos no es sólo una excepción, sino un milagro (...). Alarcón quiere sumergir a su lector en un doble exotismo, un Antiguo Régimen que remite a Goya o a Ramón de la Cruz, y una Granada sonriente, buena, espiritual sin ser vulgar, alegre sin ser sensual. Y finalmente la ironía del cuentista hace al lector cómplice de una situación deleitable: la derrota del funcionario real, del poder central. ¿Qué más pedir?».




"El Año Nuevo"
Pedro Antonio de Alarcón



Cuando ciertos días del año, al tiempo de vestiros, reparáis en que el chaleco no pesa lo suficiente, y os preguntáis con asombro: «¿Qué he hecho yo de la paga de este mes?», acuden a vuestra imaginación tan pocas cosas dignas de aprecio, que apenas halláis haber disfrutado placeres ó adquirido mercancías equivalentes a tres reales de vellón.

Pues lo mismo acontece cuando, en la más melancólica de las noches (la noche de San Silvestre, confesor y papa), os preguntáis con melancólica extrañeza: «¿Qué he hecho de los 365 días y seis horas de este año?»

Y es que, en la una como en la otra ocasión, sólo recuerda vuestra memoria cuatro estremecimientos de tal o cual especie; corbatas que se rompieron; guantes que se ensuciaron; embriagueces de amor o de vino que se disiparon a las pocas horas; días de gloria o de regocijo, que terminaron en su infalible noche; conversaciones que se llevó el aire; ratos de frío y de calor; mucho desnudarse y vestirse; mucho acostarse y levantarse; mucho comer y volver a tener apetito; mucho dormir; mucho soñar; haber llorado algunos días, creyendo un dolor eterno; haber reído y gozado más que nunca pocos días después; soles de primavera que se pusieron; lluvias que cayeron y se secaron... ¿Y qué más? — ¡Nada más! ¡Y lo mismo siempre! ¡Y el año pasado como el anterior! ¡Y el año que llega como el que acaba de pasar! ¡Y todo sopena de morirse!

¡Ay! los años son cifras hechas en el aire con el dedo. — La vida es una lucha con la muerte, lucha en que el hombre se bate en retirada hasta que la muerte lo pone en la del rey y le da con la puerta en los hocicos. — O, por mejor decir, no hay vida ni muerte, sino que la muerte es el olvido de la vida, como la vida es el olvido de la muerte.

Encuentro a un niño, y le pregunto:

— ¿Adónde vas?

— ¡Voy a la vida! — me responde con ansia y curiosidad.

Encuento a un anciano, y le pregunto:

— ¿De dónde vienes?

— Vengo de la vida... — me contesta melancólicamente.

Recorro entonces (recorriendo estoy ahora) los años que median entre niño y anciano, diciéndome: « ¡Aquí debe de estar la vida!», y busco, y miro, y palpo, y encuentro que la vida es un centenar de pórticos que se suceden en forma de galería, y encima de los cuales se lee, en los cincuenta primeros: Mañana... mañana... MAÑANA..., y en los cincuenta últimos: AYER... AYER... AYER... — Me paro entre el último mañana y el primer ayer, y tiendo los brazos, y digo: «Este es el apogeo de la existencia. Aquí vienen o de aquí toman todos los peregrinos. Veamos el objeto de tan penoso viaje! Ayer... esperaba: mañana... recordaré. « Por consiguiente, entre estos dos pórticos está la vida... Y me hallo solo conmigo mismo, abrazando contra mi corazón la sombra y el vacío, consumiendo un día cualquiera como el pasado y el futuro, esperando o recordando, pero nunca poseyendo... Y entonces no puedo menos de repetir aquel perpetuo aviso que un panadero puso a la puerta de su tienda: «Hoy no se fía; mañana sí.»

¡Año nuevo!... — El Almanaque lo dice, y muchos lo creen verdad! — En cuanto a mí, creo que es más viejo que el anterior.

¡Año nuevo! repiten algunos con alegría, como si dijesen: ¡levita nueva!... — ¡Ah, señores! ¡Contened vuestro entusiasmo! ¿Quién sabe si el año que hoy estrenáis habrá de ser vuestra mortaja?

¡Año nuevo! — ¿Por qué? ¡Año limpio fuera más exacto! — El año que empieza es el mismo que ya conocemos. ¡Es ese traje de cuatro remiendos, que han llevado todos los hombres, todas las generaciones, todos los siglos! Es el arlequín de las cuatro Estaciones.

Es un cómico que murió anoche sobre las tablas y que hoy principia a representar la misma tragedia. Es la propia tragedia, si queréis, cuyo argumento no puede ya interesar a casi nadie.

Y, si no, recordemos algunas escenas.

Cuando en el mes de Noviembre próximo se vista de luto el Año para representar el último acto de la tal tragedia; cuando las hojas que aún no han brotado hoy, caigan al suelo marchitas... — porque brotarán y caerán según costumbre; — cuando los tísicos y los pámpanos vuelvan a la madre Tierra, dejándonos, aquéllos sus obras, si son artistas, y éstos su vino, sus uvas o sus pasas..., los estudiantes de medicina que hayan sido aplicados tendrán un año más de carrera, lo cual llenará de orgullo a sus señores padres, que dirán muy seriamente, como si esto no fuese un absurdo: Mi chico no ha perdido el año. — Y, en efecto: su chico sabrá cómo se respira y se digiere, y hasta quizás dónde reside el alma, y las relaciones de ésta con los nervios...; de cuyas resultas padecerá las mismas enfermedades que los demás hombres; habrá ganado un año universitario y perdido otro de vida, y se morirá como esos gladiadores que, al espirar, dicen a su enemigo: Me ha matado V. en cuarta.  

Mas no seamos tan descorazonados. Puede que el año neófito encierre algo más agradable que lo conocido hasta aquí. ¡Quién sabe si, durante él, variará la forma de los cuellos de camisa o la situación de Europa; lo cual, al llegar otro San Silvestre, nos consolará de tener una arruga más o un cabello menos!

¡Esperemos, señores! En un año nuevo pueden suceder muchas cosas nuevas. El año difunto ¡bendito sea él! ha respetado la vida de algunas personas que amamos... (¡Año misericordioso! ¡Ha preferido su propia muerte! — ¡Parárase el tiempo, aunque no conociésemos las modas que han de venir, los reyes que han de reinar y los grandes inventos que aún me prometo del hombre, y no correrían peligro de morir nuestros padres, hermanos y novias!) Pero el tiempo no se para; el tiempo vuela. Tenemos año nuevo: preparad los lutos; si no para este año, para el que viene; si no para el otro. ¡Pensad, en fin, que cada 1° de Enero es una amenaza! — Ahora: si queréis libraros de estos disgustos, podéis moriros de antemano.

¡Salud a 1859! ¡a la nueva incógnita! Pero ¡haga Dios que la historia no lo registre en sus páginas; que la historia es casi siempre una lección inútil, escrita con lágrimas y sangre!

He reparado que los niños se burlan de los viejos.

He reparado también que los ancianos que llegan a ver viejos a sus hijos, los tratan con aquella oficiosa ternura, aquel miedo y aquella consideración que tenemos a las personas que nos deben sus desgracias.

He reparado, por último, que las madres sienten que sus niños se conviertan en hombres hechos y derechos...

¡Salud! ¡salud a 1859!

Será este año tan largo como el 14 del siglo IV, salvo el déficit que cubrió después la Corrección Gregoriana. Y tan perdido quedará en el tiempo el año que empieza hoy, como cualquiera otro que pudiera citar. Y lo veremos después en la moneda, en las portadas de los libros y en las losas de los sepulcros, como á esas amadas de ocho días, cuyo imperio sobre nosotros no comprendemos al cabo de ocho años.

¡Ay! sí... ¡Pero vendrá la Primavera de 1859! La creación empezará a retozar como un potro de seis meses. Los valles y las laderas de los montes abrirán al público sus perfumerías. De África y de Oriente llegarán compañías de pájaros a cantar gratis lo que Dios les haya enseñado: se tenderán alfombras de yerba en los campos: doseles de verdura cubrirán los bosques: el sol atizará sus caloríferos, y el ambiente se dilatará tibio y amoroso como un animal acariciado. La Luna y el Sol, que habrán andado cada uno por un Trópico durante seis meses, se encontrarán en el Ecuador y saldrán a pasear del brazo por un mismo punto del Oriente. ¡Entonces se armará la de Dios es Cristo! Desde las hormigas hasta las águilas empezarán a hacer de las suyas: todo será luz, aroma y armonía: todo amor y reproducción. El aire se poblará de aves, de insectos y de átomos bulliciosos. Y todos se dirán: ¿Me quieres? — ¡Y ni de noche habrá silencio ni quietud! Las mismas estrellas se requebrarán en lo alto: sólo que, como más sublimes, se dirán: ¡te adoro! — A todo esto los ríos se desperezarán contra las guijas de su lecho, dando estirones para llegar pronto a la mar salada, coquetona que los acoge a todos en su seno y les chupa su caudal, que gasta luego en vistosas papalinas de nubes y anchos peinadores de niebla.

Tal será la Primavera de 1859.

Pues bien: en esos días tentadores, persuadidos por esas músicas, embriagados con esos aromas, desvanecidos en ese aire voluptuoso, los adolescentes que no han amado todavía sentirán escaparse de su corazón la primera bocanada de fuego; notarán que serpea por sus venas una sangre más activa; verán en el aire luces de colores, y llorarán sin saber por qué. — ¡Amarán entonces por vez primera! — ¡Año dichoso para ellos! ¡Año inolvidable! ¡Año verdaderamente nuevo! ¡nuevo para ellos solos!... Ya me parece que les oigo decir estas dos palabras infinitas, que brotan de nuestra alma en los momentos solemnes: «¡Siempre!» «¡nunca!».

«¡Siempre y nunca hemos dicho todos! « ¡Siempre» y nunca nos han dicho también! — Pero luego llega el año-nuevo, y después el otro año..., ¡y acaba uno por estremecerse al pensar que hay años-nuevos!

Así va siguiendo el argumento de la tragedia. — Yo lo tengo al dedillo, y en verdad que no me alegro mucho.

Pero, en fin, por conocida que sea la función, por triste que sea, oiría de nuevo, sabiendo en qué ha de venir a parar, siempre habrá un consuelo para nuestro corazón y una moraleja para este artículo.

Son del tenor siguiente:

Figuraos que ayer, día 31 de Diciembre de 1858, a eso de las once de la noche (de esa noche que parece más tenebrosa que ninguna, porque es la noche de un año al par que la de un día), volvisteis a la antigua maña de pensar en la brevedad de la existencia. Figuraos que además estabais tristes, porque habíais perdido para siempre alguna prenda adorada (la madre que rizaba vuestros cabellos cuando niño, o el padre que os explicó la naturaleza, o la mujer que iluminaba vuestra alma, o el amigo que hospedabais confiados en lo más íntimo del corazón): figuraos, en fin, que aún eran los tiempos del romanticismo, en que se estilaba ir a llorar de noche a los cementerios, y que vos erais romántico y os dirigisteis allá a la vaga luz de los luceros...

Pasemos por alto el frío que anoche haría a esa hora fuera de puertas, y supongamos que os sentasteis en una sepultura, en la sepultura querida, y que fijasteis los ojos en el cielo.

Miles de astros ardían en el sitio de siempre, como arderán el día de San Silvestre del año de 1858, si entonces no se ha trasladado esta fiesta a otro mes, y como ardían hace cinco mil años, cuando San Silvestre no había venido todavía al mundo.

El cielo, infinito y transparente; la tierra, oscura y limitada; la capital de los vivos, que dejasteis a vuestra espalda bailando y echando los años; la capital de los finados, tan inmóvil y silenciosa como si no la habitara nadie; la poca historia que habéis leído y la mucha poesía que tenéis en el alma..., todo se agolpó en aquel momento a vuestra imaginación, y empezasteis a pensar en cosas tan grandes y extraordinarias, que la lengua no tendría palabras para verterlas...

Las almas de los muertos, encarnando en vuestra memoria (permitidme la frase), vagaban entre vos y el cielo, y lágrimas ardientes bañaban vuestras mejillas. Todo el amor, toda la caridad, toda la virtud que economizáis en el mundo, y la justicia que echáis de menos en la tierra, daban gritos por salir de vuestro corazón... Ello es que sollozabais sin saber por qué.

— ¡No han muerto, no (decíais), ni los seres que lloro ni las virtudes que no practico! ¡No han muerto ni mi fe, ni mi entusiasmo, ni mis padres y maestros, ni mis amigos y mis amores! ¡No han muerto, no, mi inocencia, mi esperanza, mis creencias, mi alma, en fin! ¡Mentira y vanidad es cuanto ansié en la tierra: mentira y vanidad aquella vida; mentira y vanidad son el poder y las riquezas y los honores; pero mi alma, pero mi llanto, pero mi Dios no son ni vanidad ni mentira!

Supongamos que en este momento dieron las doce los relojes de Madrid.

¡Era año-nuevo!

Los muertos no añadieron un guarismo a la losa de su sepultura, ni los astros brillaron más ni menos que el día de la creación.

Entonces dijisteis:

— Para las tumbas y para el cielo, el tiempo no tiene medida. El alma carece de edad; y, mientras caen deshechos los ídolos de barro que erige la soberbia del hombre, el espíritu se purifica en el destierro para asistir al banquete de la Inmortalidad. El tiempo es el verdugo del que duda y el amigo del que espera.

A lo que añado yo:

— La división del tiempo significa miedo a la muerte. Para el alma no hay más siglos, ni más años, que una noche de miedo y pesadilla, y un día de gloria y bienaventuranza.

¡Si hoy nos cercan las tinieblas, esperemos confiados la aurora del nuevo día!

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