jueves, 22 de febrero de 2018

El Contertulio

Solemos identificar la patria con el lugar en el que nacemos. Sin embargo, la patria es el sitio en el que te encuentras cómodo, a gusto, es un lugar al que te unen vínculos emocionales, afectivos y de diversa índole. Redondo, el protagonista del cuento de Don Miguel de Unamuno, encontró su patria en la tertulia del café de la Unión a la que acudió durante más de veinte años.

Sin embargo, un buen día, contando Redondo con cuarenta y cuatro años, se vio obligado a emigrar a América. Su banquero lo había arruinado y no le quedó más remedio que ponerse a trabajar. Una situación penosa que debía de avergonzarlo, pues emigró a la hacienda de su tío, al otro lado del Atlántico, y rompió vínculos con sus queridos contertulios, a los que no escribió ni una carta.

Con su tío no encontró la felicidad. Había perdido su patria (no encontró una nueva tertulia de su agrado) y también su libertad. Fueron más de veinte años con la mente puesta en su querida patria a la que añoraba con dolor físico. Un buen día su tío murió y le legó su fortuna. Redondo había recobrado su posición. Ya nada lo retenía en el extranjero. Regresó inmediatamente a su tierra y lo primero que hizo fue acudir al café la Unión. La emoción era muy intensa. Pero todo había cambiado. Los mozos no eran los mismos y no conocía a ninguno de los parroquianos. De este modo se apercibió Redondo de que los años habían pasado y que él ya era un anciano.

Otro día, de nuevo en el café, nuestro protagonista escuchó una conversación en las mesas en las que solían celebrar su vieja tertulia, en la que mencionaban a un tal Don Romualdo, viejo amigo suyo y contertulio, por supuesto. Se dirigió a los jóvenes que charlaban y pidió educadamente explicaciones. De esta forma descubrió qué había sido de sus camaradas: la mayor parte habían muerto, uno se había esfumado y otro estaba en su casa, impedido. Conocer el trágico destino de sus antiguos colegas le sumió en honda tristeza y las lágrimas amargas brotaron de sus ojos.

A continuación, hubo Redondo de presentarse a los gárrulos mozos. Su sorpresa fue mayúscula cuando todos demostraron conocerlo en lo más íntimo. Todos sabían que Redondo era especialista en contar chistes verdes, que solía cocinar para los amigos, que tocaba la guitarra… Había descubierto que el espíritu de su tertulia, de su patria, seguía vivo. Y, así, lloró de nuevo, pero esta vez dulces lágrimas de felicidad.

Redondo había recuperado su patria y retomó su actividad, estableció estrechos vínculos con sus nuevos amigos, en especial con un tal Ramonete, y se sintió querido y admirado por todos.

Un día, un nuevo miembro se incorporó al grupo. A Redondo no le plació esta intromisión y bautizó al novato con el nombre de “el Intruso”. Empero, este rechazo no duró mucho tiempo. Ramonete murió inesperadamente, duro golpe que modificó la filosofía del anciano: estaba escrito que los componentes de la tertulia irían cambiando, se morirían los viejos y entrarían nuevos miembros en su lugar pero lo importante era que se honrara la memoria de los desaparecidos y que se mantuviera siempre viva la esencia que vio nacer a la cuadrilla.

Y para asegurarse de que así fuera, una vez llegada su muerte (muerte soñada, pues tuvo lugar en el seno de su “familia”, durante un banquete), Redondo legó a los contertulios toda su fortuna, con la única condición de “celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria”.

El hábito de las tertulias no ha pasado de moda, desde antiguo los amigos se reunían en bares o cafés para compartir remembranzas y novedades. También los literatos han cultivado estas pláticas llevadas junto al buen vino y las comidas que se comparten en estas reuniones. Miguel de Unamuno (1864-1936), intelectual católico y escritor recoge esta costumbre en su cuento el contertulio; donde el protagonista, el anciano Redondo no encuentra a sus amigos y se une a un grupo de jóvenes para conversar.

Todos sus amigos fueron conocidos en el café de la Unión, aún por jóvenes que podrían ser sus nietos. Cuando ellos mencionan a un camarada de Redondo, Romualdo que inventaba los colmos, averigua que todos menos uno han muerto de sus contemporáneos y el que sobrevive en España ha quedado paralítico. Redondo llora y los jóvenes enternecidos los nombran líder de su tertulia por sus habilidades para conversar y cocinar. Al poco tiempo muere Redondo y deja su herencia a los jóvenes.

El regreso: Redondo fue arruinado por su banquero a los 44 años de edad, tuvo que exiliarse en América para recuperar su dinero, pero allí no encontró una tertulia que pudiese equivaler a su patria como la que llevaba con sus amigos. Otra razón para volver fue la herencia de la fortuna de un tío. Sólo que al volver ya no encuentra a sus camaradas de antaño. Los jóvenes lo verán como un maestro simpático y un fundador de la patria que se basaba en la cordial tertulia.

Por su experiencia Redondo tiene más habilidad social que los jóvenes, ellos lo admiran y lo acogen brindándole amistad. En su regreso encuentra una segunda oportunidad para vivir y dedicarse a charlar con gente que comparte sus aficiones. El sentirá amor paternal por Ramonete un joven que puede ser su nieto, cuando este amigo muere Redondo reconoce que Pepe al que llamaba el intruso, vino para cubrir la ausencia del otro muchacho y se hace amigo de él.

Cuando Redondo muere deja una nota a sus jóvenes herederos diciéndoles que los espera en el café de la Gloria, por el cielo Cristiano al que espera llegar, donde también se encuentre con sus contemporáneos desaparecidos. El buen Redondo muere en una celebración en su patria, la tertulia. Redondo tocaba guitarra y contaba cuentos verdes, era especialista en alegrar la reunión. Su peripecia o cambio de fortuna le sirve para renovar su círculo de amigos pero conservando la tertulia.

Encuentro de generaciones: La amistad y la afinidad pueden cubrir las brechas generacionales, por el relato, Redondo debe llevar una diferencia de 40 años a los jóvenes. Sin embargo ellos lo aceptan porque conocían de su fama, que había perdurado en las historias que se contaban en el café. Una vez conversando y festejando todos se igualan por la alegría y el optimismo, forman una patria de la charla, de la fraternidad, los literatos aprovechan estas reuniones para intercambiar ideas.

Se comparten todas las aficiones es por eso que la tertulia se vuelve un microcosmos de la patria, una representación de los distintos aspectos sociales, políticos y económicos en temas de interés. Hay una edad de aprendizaje que es la infancia y la adolescencia, pasado ese lapso, se decide si el ser humano quiere seguir asimilando saberes y si tiene capacidad para el debate alturado. La patria de la tertulia no es una aceptación del establishment sino un espacio para la crítica creativa y la variedad.

El café que acoge las mejores tertulias se vuelve una especie de café por antonomasia, instalado en el imaginario colectivo. Será un lugar al que algunos pocos vayan por moda y otros se vuelvan clientes habituales que hasta han escogido su mesa y su rincón favorito del establecimiento. Redondo es un personaje que da prestigio al café, pues comparte su trayectoria vital con la historia del establecimiento. Para los jóvenes el hecho de asimilarse a Redondo es ingresar a la fama en el café.

El final de Redondo: Redondo muere a los 69 años, anciano pero no muy viejo; quizá las condiciones de vida de la época no permitían mayor longevidad y este hombre había vivido mucho trabajando y viajando. La generación del 98, de Unamuno escribe en una época de crisis por la pérdida de las últimas colonias españolas, el viaje a América desgasta a Redondo, quien tiene que trabajar duro para recuperar su posición económica. Redondo muere celebrando con sus jóvenes amigos.

La muerte de Redondo se da al regreso a la patria, después de haberla recuperado y revalorado, sus amigos lo habían asimilado totalmente, le dieron una segunda oportunidad de vivir, gozó de una segunda juventud, honoraria en este caso. Su muerte se da después de quemadas todas sus etapas vitales, cumplido su rol de fundador de la tertulia. A redondo lo redime su fe, ha sufrido por la muerte de sus amigos pero espera verlos en el cielo de los bienaventurados.

En las últimas tertulias Redondo se quedaba dormido, era el comienzo de la despedida, él ha ganado nuevas amistades que va a favorecer legándoles su fortuna. Desde que volvió era desprendido, era quien invitaba a todos y quien brindaba dinero a los jóvenes para sacarlos de apuros. Las tertulias renovaron el espíritu de Redondo, insuflándole nuevos bríos para disfrutar de sus jóvenes amigos. El muere porque se ha esforzado por seguir viviendo y porque su pasado había sido agotador.

Conclusión: Redondo regresa de América para buscar a sus amigos de tertulia, al no encontrarlos y enterarse de que todo su grupo fue conocido por unos jóvenes que frecuentan el mismo café, se une a ellos en la tertulia a la que llama su patria. Dirige al grupo, vive sus últimos momentos de alegría y nombra herederos a sus jóvenes amigos. Redondo muere en su ley, en una celebración de la tertulia, después de haber continuado la tradición de sus desaparecidos contemporáneos.

Las tertulias se presentan como una tradición de antaño, ideal para literatos y pensadores que quieren examinar el destino de su patria y los rumbos del arte en amenas charlas con brindis, café y agradable comida.








"El Contertulio"
Miguel de Unamuno



Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.

Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente.. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontróse, pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal.

¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el embustero de Manolito, ni D. Moisés, ni… ¡ni uno solo siquiera de los desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el destierro para esto! Volvióse a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida.. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.

Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más, tendría cincuenta y tantos años.

De pronto uno de ellos exclamó: “Esto me recuerda uno de los colmos del gran D. Romualdo”. Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercóse al grupo y dijo:

-Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de D. Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a D. Romualdo Zabala, que fue mi mayor amigo de la niñez.

-El mismo -le contestaron.

-¿Y qué se hizo de él?

-Murió hace ya cuatro años.

-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?

-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.

-¿Y él?

-Murió también.

-¿Y el Patriarca?

-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.

-¿Y Henestrosa?

-Murió.

-¿Y D. Moisés?

-No sale ya de casa; ¡está paralítico!

-¿Y Manolito el embustero?

-Murió también…

Murió… murió… se marchó y no se sabe de él… está en casa paralítico… y yo vivo todavía… ¡Dios mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos llorando.

Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:

-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber…?

-Yo soy Redondo…

-¡Redondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que fue a América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría de los banquetes’ ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el especialista en contar cuentos verdes?

El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:

-¡Sí, él mismo, el mismo Redondo!

Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.

Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y Redondo fue la conciencia histórica de la patria. Cuando decía: “Esto me recuerda un colmo de nuestro gran Romualdo…”, todos a una: “¡Venga! ¡Venga”. Otras veces: “Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez…”. Otras veces: “Para mentira, aquella de Manolito”. Y todo era celebradísimo.

Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba algunos de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.

A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle: “¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!” Porque tuteaba a todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.

Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.

Un día faltó Ramonete, y Redondo inquieto como ante una falta preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:

-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces; que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin de la patria.

Todos aclamaron a Redondo.

Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como le llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño -como que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica…

Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: “Y despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero”.

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