Cuando mi tío publicó en 1900, por su cuenta y riesgo, el primer libro, andaba ya más cerca de los treinta años que de los veinte, puesto que había nacido el 28 de diciembre de 1872. Esto quiere decir que tenía una experiencia vital bastante grande y que no era un joven prodigio de los que asombran, por su precocidad, a las gentes de bastantes países meridionales, entre ellos el nuestro. Había publicado antes algunos artículos y cuentos en periódicos y revistas de Madrid y de provincias, pero no era conocido, como lo podrían ser ya Unamuno, Valle-lnclán y Benavente, más viejos que él, o incluso Azorín, este sí algo más joven y prodigio de precocidad meridional. Los artículos y cuentos de mi tío tenían, por lo general, un tono filosófico, un tono de época y edad que hizo que no gustaran nada a don Nicolás Salmerón y que fue la causa de que dejara de colaborar en La Justicia, periódico de aquel hombre público. Menos aún gustaron a otro prohombre del republicanismo popular, don José Nakens, quien los calificó de pedantescos ante el propio autor.
Tuvo, pues, mi tío, antes de los primeros y relativos éxitos, un choque bastante doloroso con los representantes de cierto doctrinarismo político, choque similar a los que había tenido antes de estudiante, frente al doctrinarismo médico-filosófico, de un también famoso profesor de San Carlos: el Doctor Letamendi. Aquellos hombres de cátedra, Salmerón y Letamendi, no eran en verdad (y digan lo que digan todavía algunas personas) grandes pensadores; ni siquiera medianos pensadores. Pero como tales pensadores ejercían su autoridad máxima. Y estos choques juveniles hicieron que mi tío sintiera posteriormente una aversión marcada por casi todos los doctrinarismos, a la par que seguía teniendo un interés profundo por cuestiones filosóficas. Existen aquí ahora algunos doctrinos, es decir unos acólitos, pedisecuos o auxiliares humildes del doctrinarismo en sí, que creen o fingen creer que los literatos de la época de mi tío (y acaso él más que ningún otro) fueron hombres alocados, apasionados, faltos de cultura y de orden en las ideas incapaces de seguir un razonamiento científico o filosófico y lanzados a toda clase de exageraciones pasionales. Ya es una prueba de cortedad de juicio, el oponer —como también lo hacen estos a que aludo productos literarios, poéticos y
expresivos, en esencia, a productos puramente cognoscitivos, para entonar el ditirambo de quienes cultivan los últimos, de modo destemplado y «contraproducente». Pero, en fin, dejemos este mísero pleito de actualidad. Volvamos a fines de siglo.Lo malo entonces era que para el joven español los hombres tenidos por sabios y mentalmente rigurosos, presentaban una vitola no sólo de dudosa amenidad, cosa admisible, sino también de calidad intelectual harto problemática. Podría tener grandes admiradores don Nicolás, o don José; por razones más claras podía producir asombro e inquietud la erudición de don Marcelino, pero el rigor el método, etc., etc., andaban un poco a trompicones y a la Ciencia o a la Filosofía, así, con mayúscula, invocaban profesores tan desecados de espíritu como don José Orti Lora, o algunos filosofantes maestros del logogrifo, de aquellos que caracterizaron, cada cual por su estilo, Clarín o don Luis Taboada.
No, no estaban cultivados en nuestro país los temas filosóficos de modo propio para animar a un joven talentudo y apasionado allá por los años de 1897 o 1898, como tampoco lo están hoy dentro de ambientes académicos: si el tal joven quiere ir más allá de la letra o de las letras, de formalidades y de situaciones sociales, «facultativas», etc., pasará grandes apuros. El que en la época de la juventud de mi tío tuviera cierta afición a la Filosofía, no a las asignaturas filosóficas que como tales existían en la Universidad, debía buscar fuera alimento a sus modos de pensar y a sus formas de expresión, alimentos, distintos a los preconizados o recomendados en programas, manuales, obras apologéticas y textos pedagógicos al uso, de una sequedad y aridez o de una garrulería y oscuridad ejemplares. El historiador de las creencias y de las ideas tiene derecho a preguntarse por qué nuestro país y los países iberoamericanos también, dan tanto cultivador de la Filosofía hermética y de la jerigonza trascendental, de las que, sólo muy de vez en cuando, nos liberan vientos purificadores. Fue Ortega, diez años más joven que mi tío, el gran aventador y el que demostró también a muchas gentes asombradas que se podían tener pensamientos fuertes y escribir en la hermosa lengua castellana. Pero no nos adelantemos.
En la coyuntura finisecular en la que además aquí se traducían obras novelescas y de imaginación de fabulosa importancia, cuando se leía a Tolstoi y a Dickens, a Dostoievski y a Balzac, a Turgueneff y a Stendhal, a Zola y a otros muchos creadores de mundos extraordinarios, como a autores cercanos o contemporáneos, el único pensador que podía producir un paralelo entusiasmo al que causaban estos, era Nietzsche, sobre todo en los jóvenes y el que en momentos de depresión, también juvenil podía parecer la expresión última de la sabiduría, era Schopenhauer. Porque la verdad es que de Kant, de Hegel, de otros metafísicos de lectura difícil, no sabía casi nada, o lo que se sabía era a través de manuales elementales de Filosofía, o de rapsodias escritas en francés. La novela española, la de Galdós o la de Valera, era voluntariamente de carácter localista y, sin embargo, tenía hálito universal. El pensamiento, aunque pretendiera otra cosa, era de un provincianismo absoluto, o estaba metido en una ardua y agotadora misión pedagógica, como ocurrió en el caso de Giner de los Ríos.
Mi tío comenzó a escribir sus cuentos, los que constituyen el volumen de Vidas sombrías, partiendo de sus experiencias de estudiante ciudadano, de médico rural, y de industrial madrileño. «Los cuentos que forman este volumen —dice en una nota de sus Páginas escogidas refiriéndose a Vidas sombrías— los escribí casi todos siendo médico de Cestona. Tenía allí un cuaderno grande, que compré para poner la lista de las igualas, y como sobraban muchas hojas me puse a llenarlo de cuentos. Algunos de estos los había escrito antes, viviendo en un pueblo próximo a Valencia, y los publiqué en La Justicia, periódico de Salmerón». Otros, añadiré yo, están escritos en Madrid de vuelta de Cestona. La gestación de Vidas sombrías data, pues, de los años 1892 a 1899. A las experiencias vitales hubo de darles un sentido literario, atendiendo a las lecturas propias de los jóvenes de su época: no sólo en Madrid, sino también en París, en Londres, Roma o Berlín. En los cuentos se reflejan ambientes de Madrid, del País Vasco y Valencia, quedan también expresados los dolores del adolescente y las inquietudes, anhelos y tristezas de la juventud. Tienen asimismo un aspecto simbólico, y, si se quiere, filosófico: incluso revelador de preocupaciones que mi tío no manifestó luego en igual proporción. En Vidas sombrías —se ha dicho—, está todo Baroja. Está todo Baroja —añadiré— y algo que después Baroja echó por la borda. He aquí en efecto —unos cuentos, como los llamados «Médium» y «El trasgo», en los que se recogen impresiones juveniles acerca de temas esotéricos: el primero, fundado en una experiencia de cuando estudiante, de Valencia, y el segundo en un recuerdo de tertulia de posada. He aquí otros cuentos en los que el simbolismo está a flor de piel. No podría yo imaginar a mi tío en su edad madura menos aún en su vejez, cultivando un género cómo el que da ser a la «Parábola»» o «El reloj». Cuando don Miguel de Unamuno leyó «Vidas sombrías», escribió un artículo magnífico, poniendo de relieve las características de los relatos que contenía el pequeño volumen. Señaló también ciertas influencias de Poe y de Dostoievski, y algún exceso de intelectualismo y de abstracción en los que juzgaba inferiores. Pues bien, es este germen de simbolismo, de esoterismo y de abstracción, que marca también la influencia de Poe, el que después no se desarrolla mucho. En cambio, en relatos como «Mari Belcha», «Ángelus» o «La venta» está ya todo el ambiente de las futuras novelas vascas, marítimas o no marítimas, melancólico, risueño o dramático, según los casos. En «Los panaderos», «La trapera», «Hogar triste», encontramos también el ambiente de las novelas madrileñas, más ásperas en su tono general.
No todo es sombrío en la colección. «En las coles del cementerio» los tipos vascos rabelesianos hacen su aparición, con aquel tipo de humor que nadie ha sabido recoger mejor que mi tío, hombre mucho más jovial de lo que se cree y dice la leyenda: no en balde admiraba asimismo al viejo Dickens, como reconoce también en la citada nota de «Páginas escogidas». Pero de este y de otros libros aparecidos después no fue únicamente el público en conjunto, sino que también fueron los críticos los que destacaron uno o unos elementos que juzgaron significativos y dejaron otros sin realzar. En 1964 se ha publicado cierta tesis doctoral presentada a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hamburgo por la señora Hildegard Moral, que se titula Pío Baroja und der frühe Maksim Gorkij. Posee la autora de esta tesis un conocimiento profundo del ruso y del español y lo ha puesto a contribución en la tarea de esclarecer la relación de lo que escribían mi tío y el famoso novelista y cuentista ruso por la misma época…
Se había dicho y repetido que las afinidades eran considerables. La Doctora Moral halla algunas, condicionadas por lecturas comunes (por ejemplo, Schopenhauer), por cierta temática de la época… pero la realidad se impone: Gorkij hat Baroja nicht beeinflusst, Gorki no ha influido sobre Baroja. Cada cual parte de una concepción distinta del arte de narrar; también de la vida y de la significación moral de los personajes que manejaron y que más pueden parecerse, es decir, los vagabundos y los bosjaki, los «exhombres» y las gentes derrotadas, como la prostituta de la «Sombra». Habría que discutir mucho, asimismo, respecto a otro lugar común: el de las conexiones de las primeras narraciones de mi tío con la novela picaresca, conexiones puramente exteriores y sin base alguna de comunidad ideológica. A comienzos de siglo Pío Baroja tenía una preocupación muy honda por lo que se llaman cuestiones sociales. Esta preocupación se advierte en varios cuentos, en que el individuo, o una conciencia individual, se encaran con la sociedad: por ejemplo, en «El carbonero», «Conciencias cansadas», «El vago…» Leyéndolos se comprende bien, por qué mi tío tuvo una curiosidad, una enorme curiosidad, por los anarquistas o ácratas como individuos y muy poca por los socialistas, estilo madrileño o bilbaíno, que se distinguían ya como gentes «más serias», según opinión extendida. Aparte de razones teóricas que pudieran distanciarle de los socialistas, he de recordar también que mi tío fue considerado siempre como un «patrón», es decir, un miembro de la clase enemiga más cercana, por hombres como Tomás Meabe y como el mismo Pablo Iglesias, el cual siempre le miraba con cierta prevención, aunque se saludaran con ademán leve, cuando cruzaban sus pasos en el barrio de Arguelles, donde yo recuerdo haber visto al viejo líder con su capa, su gorra de visera o sombrero, con el atuendo de un maestro cajista o encuadernador.
Los cuentos de mi tío tuvieron una suerte contradictoria. La tirada primera de quinientos ejemplares alcanzó éxito de crítica, ninguno de venta. Años después rodaban por casa los restos de la edición y ya el libro se había traducido, total o parcialmente, al francés, al italiano, al alemán, al ruso, al checo y al sueco. Más tarde se tradujo al japonés… y del japonés al chino. Tengo ahora a la vista, gracias a la amistad del escritor chileno Eugenio Matus, un ejemplar de esta versión china que se titula, al parecer, «Canción pastoral de los montañeses». (Pekín, 1954). El meollo de la colección está en los «Idilios vascos» (selección de Vidas sombrías) y el texto japonés vino a llamarse, en consecuencia, Canciones pastorales del País Vasco. Yo, por desgracia, no sé ni chino ni japonés. Pero, por lo que leo en una traducción del prólogo que antecede a la versión china, la Editorial de Literatura Popular de Pekín, siguiendo el viejo parecer socialista, considera que mi tío fue un anarquista, que se hizo cada vez más antidemócrata y que terminó sus días colaborando con el Fascismo. La vida de los escritores vista por ciertos ideólogos es siempre algo bastante simple y aun estólida, sean estos ideólogos de derecha o de izquierda. Pero dejando a un lado la vida supuesta y volviendo a la vida real, indicaré que puedo decir algo respecto a qué situaciones concretas corresponden algunos de los relatos de «Vidas sombrías». «Noche de médico» por ejemplo, refleja una colaboración profesional del Doctor Baroja, titular de Cestona, con el Doctor Madinaveitia, titular de Iciar, si no recuerdo mal y hermano menor del que fue famoso especialista del estómago en Madrid, don Juan. Sólo que el uno, el Madinaveitia más joven, fue luego gran apóstol del Socialismo en Bilbao y el más viejo tuvo siempre simpatías ácratas. «Los panaderos», claro es, son personajes familiares en la panadería de Capellanes, heredada por mi abuela de una tía paterna, doña Juana Nessi y Arrola. Entre ellos estuvo como maestro un futuro líder socialista también, Cordero y los personajes de «Bondad oculta», creo que arrancan de una pareja que conoció mi tío cuando, ayudando a mi abuelo, andaba demarcando minas en el Norte de Álava.
Es inmensa la cantidad de sustancia lírica que hay en las páginas de Vidas sombrías, a mi ver, y al ver de otras personas. Mucho se deleitó don Miguel de Unamuno leyendo «La venta», por lo que le recordaba sus correrías juveniles. De mí puedo decir que las descripciones y sugerencias de ambiente son las que más me emocionan. Pero mi juicio no vale, porque está condicionado por la estrecha vida familiar. No vale tampoco, porque está condicionado también por una especie de discrepancia continua ante ciertos juicios españoles: por la discrepancia que sentí ya de adolescente cuando por ejemplo, —en un texto de literatura castellana, escrito en prosa mostrenca y garbancera, leí que la prosa de mi tío era fría y seca y que los caracteres que dibujaba no conmueven, cuando comprobé que este juicio podía repetirse una y otra vez, sin parecer una solemne necedad. ¿Pero qué no cabrá decir —pienso por otra parte— de un hombre al que se le ha comparado, simultáneamente y en el momento de su muerte, con un oso selvático y con un gorrión callejero, y esto por personas autorizadas?
Los cuentos que completan este volumen corresponden a distintas fechas más tardías. En 1902 el editor Rodríguez Serra publicó una serie de cuentos de los que habían aparecido en Vidas sombrías, con el título de «Idilios vascos». Eran, claro es, los de ambiente vascónico. A ellos se añadió otro, publicado en La lectura: «Elizabide el vagabundo», en que la nota lírica se extrema. ¿Se veía mi tío, ya en sus treinta años, reflejado en su criatura, en el solterón vuelto de América, sentimental, un poco tímido y lleno de humildad ante la mujer amada? Estoy tentado por pensarlo. Otras narraciones fueron escritas ya después de que mi tío se asentara en Vera de Bidasoa, en «Itzea», durante gran parte del año.
De 1903 a aquella fecha había llegado a ser un hombre conocido en España y algo fuera de ella. Por ejemplo, las traducciones al ruso que se hicieron de algunas de sus novelas tuvieron bastante popularidad hacia 1911-1913. Por entonces vivía mi tío más tranquilo de ánimo que de joven y cuando escribía algo que era violento lo hacía con un cierto tono humorístico. A su gusto por el humor popular corresponden relatos como el del «El charcutero» y «Lecochandegui». Otras narraciones pensadas, soñadas, ante el verde y brumoso paisaje del Bidasoa se inspiran en lecturas eruditas, harto distintas a las de la primera juventud. Como ejemplo está incluida «La dama de Urtubi»: un cuento a la manera romántica. Pero ya antes, mucho antes, Azorín podía sorprender a Baroja en actitud reposada, de hombre estudioso. Oigámosle: «Baroja está sentado frente a un balcón, inclinado ante una mesa, con la pluma en la mano. Se detiene un momento y mira los lienzos que hay colgados en las paredes: tal vez examina un plano, acaso consulta un libro… Luego sigue escribiendo con su letra menuda, firme, regular sobre unas cuartillas cuadriculadas…» No, no sé trata de un oso selvático, ni de un gorrión callejero: aquí aparece un letrado y un aficionado al Arte. Vuelve a hablar Azorín: «Hay algo de sobrio, de simple, de tranquilo en esta estancia; pero se percibe, a través de este sosiego y de esta simplicidad, una preocupación por lo exquisito, por lo raro, por lo atormentado; ya en un volumen que yace sobre la mesa —de Ibsen o de Maeterlinck— ya en unas fotografías del Greco, ya en un apunte de Regoyos o de Picasso, que cuelgan de las paredes, o en una de estas ásperas, brutales y profundas aguafuertes —sobre escenas populares y amatorias, nocturnas— que traza el buril de Ricardo, el hermano del novelista…»
Julio Caro Baroja
No hay comentarios:
Publicar un comentario