"El Reloj" es un cuento metafísico, psicológico; en éste todo es símbolo. Baroja dijo del conjunto de su obra que su valor es "psicológico y documental". Fue un gran conocedor de la geografía y de las gentes de España. Los paisajes forman parte de su obra fundiéndose con la psicología de los personajes: son un organismo dotado de energía que transmite melancolía, abandono, y que contribuye a esa sensación de inevitabilidad y resignación que recorre su obra. El cuento es un documental sobre el interior del autor; sobre la polaridad entre el gusto por la soledad y la necesidad de vivir con los demás.
Forma parte de Vidas Sombrías, el primer libro que publicó en 1900, en el que recoge su experiencia como médico rural. El mundo interior de Pío Baroja y de sus personajes siempre se expresa en el paisaje, y en este cuento el paisaje es metafísico. Ya en la cita inicial del Eclesiastés nos advierte que hablará sobre la desazón del corazón.
El reloj narra en forma simbólica la situación de un hombre hastiado del mundo y de sus congéneres que logra aislarse de todo y, con ello, cree haber hallado la felicidad. Pero pronto el silencio ambiental le aterra y pide a los mismos astros que se comuniquen con él. Escrito con una bellísima prosa, es como si Baroja nos hiciera tratar de comprender que el mundo es horrible pero peor es vivir al margen de él y del resto de los hombres. Aunque en los "dominios de la fantasía" hay "bellas comarcas", existe una región terrible "donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte". En Baroja el castillo y sus almenas representan el lugar del horror, y ahí es donde va a parar el narrador. En el salón del castillo "un reloj de caja negra (…) en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza". Ya están todos los símbolos que componen el escenario. Lo que parece una pesadilla alentada por las tristezas y el alcohol, es sin embargo el ansiado refugio del protagonista: "¡Ah! Soy feliz —me repetía a mí mismo—. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca." "La vida estaba dominada, había encontrado el reposo."
El narrador quiere esta soledad para pasar la vida rumiando "el amargo pasto" de sus ideas, "sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño." El otoño, la estación melancólica. El paisaje y el castillo son completamente orgánicos y reflejan el estado anímico del narrador. Aspira al reposo en soledad, pues evidentemente en su comercio con las personas ha terminado profundamente desilusionado, decepcionado.
El ritmo vital de su soledad es marcado únicamente por el tictac metálico de un reloj; algo ajeno al paisaje, un producto industrial que marca las horas con energía propia. La única conexión con los demás, con sus congéneres, es este "reloj sombrío" que mide (inorgánico, indiferente a su suerte y estado anímico) las "horas tristes". Este reloj no es compañía, su tic-tac metálico no rompe su "silencio interior". Los demás, nos insinúa, han sido indiferentes a su suerte, a sus dolores y ocupaciones.
El protagonista se hermana en su soledad con un sapo solitario (el otro ser vivo del relato), y le dice: "no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón." Es el único diálogo del relato; el canto del sapo es su única compañía. No espera respuesta porque el sapo se basta con sus latidos para seguir cantando a la noche.
El cuento se cierra cuando el narrador experimenta el terror del silencio que él mismo se ha procurado: "ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra." El reloj (que sigue indiferente con su tic-tac) no rompe este silencio del corazón. En su desesperación pide a la luna que acaricie sus ojos, "turbios por la angustia de la muerte".
En el cierre del cuento el autor se despega de su narrador (que ha enmudecido) y anota con parquedad: "Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento, permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre."
No es el paisaje quien puede hablar, devolviéndole la certeza de estar vivo, porque éste es una extensión de su propio yo. La muerte del sapo, sin embargo, precipita su angustia vital. Es ahora un corazón que reposa (Eclesiastés), pero el protagonista no atina a señalar su ausencia. Porque antes, sin los demás y en su voluntaria y buscada soledad, se sumió en el sueño de la muerte (salmo 13), en esa serenidad gris de un paisaje de otoño que no es vida dominada ni reposo posible.
La forma en la que se expresa el autor nos habla sobre su punto de vista ante la situación de España y el estado de ánimo en el que se encuentra. Describe el panorama de una forma siniestra y hace referencia a la naturaleza para darle un toque de tristeza y misterio los cuales hacen alusión a los sentimientos del personaje, su manera de contemplar la realidad y su perspectiva de la situación. A pesar de todo nos podemos percatar de que es un entorno pacífico en el que se puede encontrar una tranquilidad un tanto apartada de la realidad en la que la sociedad se siente sin ánimos de hacer algo al respecto, pero que todavía queda un poco de esperanza para que las nuevas generaciones puedan cambiar el rumbo de su país. Nos podemos encontrar con una España que acaba de pasar por una etapa muy difícil llena de tragedias y pérdidas, que intenta encontrar la tranquilidad y la estabilidad antes de emprender un nuevo camino hacia la reconstrucción de su país.
Acaso el reloj detenido señala el fin de las horas tristes, una imagen de la muerte del narrador.
"El Reloj"
Pío Baroja
Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.
Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.
Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.
Desde la ventana se veía la luna, que iluminaba con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.
«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.
¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.
-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.
Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.
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