Arthur Charles Clarke (n. 1917) es el que más me gusta de todos los escritores de ciencia ficción.
Desde luego, él lo negaría acaloradamente. Observaría —con acierto— que es dos años más viejo que yo, que es mucho más calvo que yo y que es mucho menos guapo que yo. Pero ¿qué importancia tiene eso? No es una desgracia ser viejo, calvo y feo.
Nos parecemos en que Arthur tiene (como yo) una educación científica completa y la emplea para escribir lo que se llama «ciencia ficción dura». Su estilo es también algo parecido al mío, y a menudo nos confunden, o al menos confunden nuestras obras.
El primer libro de ciencia ficción que leyó Janet, mi querida esposa, fue El fin de la infancia, de Arthur; el segundo fue mi Fundación e imperio. Incapaz de recordar con claridad quién era quién, acabó casándose conmigo cuando yo creía que iba detrás de Arthur.
Pero aquí está una colección de cuentos de ciencia ficción de Arthur, una ciencia ficción que tiene que ver con la ciencia, extrapolada de modo inteligente. ¡Os gustará mucho!
Debo deciros algo más sobre Arthur. Nos conocemos desde hace unos cuarenta años y, durante todo este tiempo, nunca hemos dejado de lanzarnos cariñosos insultos. (Esto también me ocurre con Harlan Ellison y con Lester del Rey.) Es una forma de vínculo masculino. Me temo que las mujeres no lo comprenderán.
Cuando se conocen dos caballeros de clase baja (dos vaqueros, dos camioneros), lo más probable es que uno de ellos le dé una palmada en el hombro al otro y le diga: «¿Cómo estás, hijo de puta?» Esto equivale aproximadamente a: «Me alegro mucho de verte. ¿Cómo te va?»
Bueno, Arthur y yo hacemos lo mismo, pero desde luego en un inglés formal en el que tratamos de introducir una chispa de ingenio. Por ejemplo, el año pasado, se estrelló un avión en Iowa; aproximadamente la mitad de los pasajeros resultaron muertos y se salvó la otra mitad. Uno de los supervivientes permaneció tan tranquilo durante las peligrosas maniobras de aterrizaje, leyendo una novela de Arthur C. Clarke. Esto se comentó en un artículo periodístico.
Como de costumbre, Arthur mandó sacar enseguida cinco millones de copias del artículo y las envió a todas las personas a quienes conocía o de quienes había oído hablar. Yo recibí una de ellas con una nota a pie de página, de su puño y letra, que decía: «Lástima que no estuviese leyendo una de tus novelas, habría dormido durante todo el terrible accidente.»
A vuelta de correo le envié a Arthur una carta en la que le decía: «Al contrario; la razón de que estuviese leyendo tu novela era que, si se estrellaba el avión, la muerte sería una bendita liberación.» Di a conocer este intercambio de cariñosos comentarios en la Convención Mundial de Ciencia Ficción celebrada en Boston durante el fin de semana del Día del Trabajo, en 1989. Una mujer que informaba sobre la convención escuchó el relato con manifiesto desagrado. No la conozco, pero me imagino que estará químicamente libre de todo sentido del humor y que no sabe nada sobre las relaciones entre amigos. En todo caso, mi observación la sacó de sus casillas y escribió sobre ella en tono de censura en Locus.
Desde luego, no estoy dispuesto a que cualquier boba se interponga en los cariñosos intercambios que podamos sostener Arthur y yo; por consiguiente, termino con otro. Y esta vez empiezo yo.
Escribo esta introducción gratuitamente y porque quiero a Arthur. Desde luego, a él no se le ocurriría corresponder a este favor porque escatima hasta el último centavo y no tiene mi excelente capacidad de colocar el arte y la benevolencia por encima del vil metal.
¡Ya está! Espero con cierto temor la respuesta de Arthur.
Isaac Asimov
Nueva York
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