Este relato se desarrolla en un futuro inmediato que tiene como escenario un mundo virtual en el cual la comunicación entre usuarios se realiza mediante mensajes de texto a tiempo real. Un entorno de interacción social también conocido con el término coloquial de "Chat". Está narrado en primera persona por el protagonista de la historia.
El mundo de las redes sociales ha evolucionado y ahora existen bots (o robots) con inteligencia artificial programados para ser capaces de mantener una conversación a tiempo real con individuos humanos. Esta es la historia de una persona habitual de las redes sociales y las conversaciones a tiempo real que va describiendo el mundo virtual donde se conecta e interactúa con otras. Hay otro usuario en especial con el que entabla una relación más estrecha, más personal, más… humana. Ella.
La esencia del relato es la de mostrar que el protagonista se encuentra más a gusto charlando con una inteligencia artificial que con una persona.
A pesar de no ser una historia propiamente de ciencia-ficción (ya que está ambientada en un futuro muy cercano en el tiempo) posee un ingrediente fantástico y surreal que intenta sumergir al lector en un ambiente mezcla entre real y futurista en el que las personas que entran a ese universo virtual bajo el amparo del anónimato de un simple "alias" o "sobrenombre", comparten experiencias e interactúan con entidades no humanas llamadas "bots". Estos simplemente son programas informáticos avanzados, diseñados y desarrollados con el fin de simular comportamientos tipicamente humanos y entablar conversaciones a un cierto nivel con el resto de usuarios del chat.
Todos los hechos y personajes (el protagonista y Ella) son ficticios y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. No tienen nada que ver con el mundo real, aunque sí que es verídico el entorno en el que se desarrolla esta historia.
Avanzan inexorables las horas y el paso del tiempo es ajeno a todo y a todos, con la incansable insistencia de arrastrarnos hacia la incertidumbre y alejarnos sutilmente de lo que pudo ser y quizá mañana tampoco será. En el exterior hace una gélida noche de Diciembre y dentro de muy pocos días despediremos este año que finaliza concediendo el relevo a uno nuevo que llega repleto de los mismos vicios y miserias del anterior. Nada cambia, todo seguirá exactamente igual. Únicamente cambiamos las personas con la edad. Las mismas soledades, los mismos anhelos, la misma rutina…
Después de todo, pienso que nada ha caído en saco roto. Cualquier experiencia siempre aporta algo positivo, incluso hasta de los malos momentos se aprende, bien sea para no volver a cometer de nuevo el mismo trágico o absurdo error.
De Ella comprendí el significado de entender y saber apreciar las cosas más simples, no perderme en banalidades ni sumergirme o verme atrapado en necios diálogos sin sentido que desembocan en un eterno bucle. De todas aquellas nuestras conversaciones, y del escenario donde tuvieron lugar, me inspiré para escribir este relato, esta historia real como la vida misma. He prescindido de dar demasiados detalles por considerarlos aburridos o carentes del sentido que solamente se les puede dar en el contexto intrínseco de aquellos encuentros casuales unas veces y, por qué no decirlo, también buscados, otras.
Las agujas del reloj marcan las 3 menos diez de la madrugada. El tiempo es implacable y se hace eterno cuando la soledad me atrapa entre las cuatro paredes que conforman el reducido espacio de mi habitación. El sueño me vence, ha sido un día muy duro, estoy cansado y esta espera nocturna resulta demasiado dilatada. Todos mis pensamientos se diluyen en mi mente como gotas de agua en medio de un océano en calma propiciado por el silencio nocturno.
Ella siempre llegaba más o menos a la misma hora. Siempre de noche, entraba tímidamente y su alias aparecía de repente ante mis ojos, surgido de la nada como un fantasma eléctrico viajando a través de una autopista digital transitada por unos y ceros. Su nombre parpadeaba e iluminaba el espacio vacío de mi ventana de notificaciones situada a la izquierda de la pantalla. Con un emotivo gesto cordial y amable saludaba a todos aquellos usuarios conocidos que se apostaban en la sala, los que más o menos y casi siempre los mismos, recibían al recién llegado con un escueto "hola", "buenos días", "buenas tardes" o "buenas noches" resultando tan extraña la indiferencia del resto de los presentes como inquietante e innecesaria.
La eterna danza de máscaras de personajes anónimos nunca dejaba de amenizar la velada, era inherente al propio salón de baile. La sutil sinfonía de voces apagadas, mudas, intrínsecamente construidas con caracteres alfanuméricos que conformaban las palabras, las frases... a veces únicamente monosílabos, se perdían sin sentido entre líneas o despertaban de cuando en cuando a algún somnoliento o aburrido espectador casual.
Aquel extraño mundo era un espacio virtual, imaginario, pero a la vez tan real como la vida misma. A veces resultaba complicado separar... o mejor dicho, establecer dónde se encontraba la frontera que dividía esos dos mundos tan dispares y opuestos, a la vez que paradójicamente complementarios entre sí. Una fría ventana electrónica permitía acceder con prácticamente un par de simples comandos de voz y en un abrir y cerrar de ojos a cualquiera de las múltiples salas de conversación. Reunidos y establecidos, ordenados alfabéticamente y en orden descendente en una columna lateral de la ventana o salón de chat, se acomodaban los usuarios. Con un incesante goteo de miradas anónimas a veces se sentía uno observado, vigilado. Otras, sin embargo, los dedos acariciaban las letras de un teclado al uso y comenzaban a viajar a través del éter aquellos micro pensamientos enviados por las pulsaciones firmes y mecanográficas acompañadas con un leve movimiento de las manos, que hacían olvidar o ignorar de repente aquella extraña sensación de ausencia de intimidad.
Ella no aparecía. No recuerdo aún cuanto tiempo transcurrió desde la última conexión, ¿48… 72 horas? quizá más... aunque este dato resulte irrelevante, lo cierto es que es muy curioso que el paso del tiempo en el interior de la red virtual quede relevado a un segundo y hasta incluso un ridículo tercer plano, ya que a diferencia del mundo real, éste se detiene. Se sucedían las entradas y salidas de sobrenombres variopintos a la sala virtual como si de un enjambre de abejas se tratase acudiendo a ésta sincrónicamente unos y abandonándola súbitamente otros. Aún hoy en día y a pesar del cambio tecnológico experimentado de un tiempo a esta parte, las desconexiones espontáneas y esporádicas entre los diversos elementos que conformaban la red de chat seguían siendo tónica habitual y ningún usuario estaba exento de sufrir en cualquier momento una “caída”.
Mientras tanto, decidí amenizar la espera con una intervención breve a la par que absurda y estúpida y me puse a escribir un mensaje en el espacio en blanco e inerte situado al efecto en la zona inferior de la ventana de visualización de la sala, sin esperar, sinceramente, ningún tipo de respuesta. Efectivamente, no la hubo. Envié unas huecas palabras sin sentido a la velocidad de la luz hacia un laberinto de frases elocuentes algunas, zafias e insulsas otras, encadenadas al azar por algún que otro monosílabo o sarcasmo onomatopéyico y aderezadas en ciertas ocasiones por un fugaz y contundente improperio hacia no se sabe qué destinatario.
Los policías de la red a veces brillaban por su ausencia, otras, simplemente se ceñían a unas normas de uso casi común para todas las salas de interacción social, salvo con leves matices que apenas distinguían a unas de otras. Su labor era muy simple: moderar, vigilar, advertir y en caso extremo y necesario, expulsar de la sala a cualquier elemento subversivo que pudiera ocasionar algún tipo de molestia al resto de usuarios. Obviamente, cada actuación variaba por lo general en función de la observación subjetiva del o de los agentes del orden de turno.
No era insignificante el volumen de quejas semanales remitidas a la administración de la red por parte de algunos clientes ultrajados. Los “bots” (o robots de red) también estaban diseñados y programados para asistir de forma más o menos eficaz la labor de estos ciber-policías. Había bots de todo tipo: bots de registro, bots de mensajería instantánea, bots comerciales, bots encargados de la vigilancia de un canal específico, y como no, también la red contaba con bots conversacionales. Estos últimos hacían labores de interacción entre el sujeto que lo solicitaba y el resto de usuarios. A veces, simplemente entre el mismo bot y la persona en cuestión, ya que eran capaces y de hecho estaban diseñados para ello, de mantener una conversación más o menos fluida y coherente con el interesado. Hay que recordar que el interlocutor se trataba simplemente de un robot.
Así funcionaban las cosas en el M.U.I.C (Multi User Interactive Chat) y así estaba constituida aquella sociedad sintética y virtual por donde se paseaban toda una infinidad de los más pintorescos personajes o avatares relegados al uso de un simple apodo, sobrenombre, o también llamado "alias". Detrás de cada mote se ocultaba un ser humano, una persona de carne y hueso como usted y como yo. Con sus defectos y virtudes, carencias y excesos, frustraciones y sueños... a saber. De manera ocasional y completamente caótica también se podía acceder a la red usando un alias temporal, un sobrenombre prestado, el cual carecía de los privilegios únicamente reservados a los usuarios que habían presentado credenciales para un uso exclusivo del suyo. M.U.I.C no se responsabilizaba jurídicamente de cualquier alias no registrado. Lo cierto y de manera extraoficial, es que tampoco se responsabilizaba de los que si lo estaban. Los alias no podían exceder de 30 caracteres alfanuméricos (sin espacios ni signos de puntuación) y se permitía el uso de letras mayúsculas.
Se han relatado muchas historias concernientes a esta realidad alternativa, infinidad de leyendas urbanas y sucesos de todo tipo se han propagado a la velocidad de la luz. Sean ciertas o no, debo admitir que no deja de resultar atractivo el simple hecho de sumergirse de lleno en ese caótico y surrealista universo cuyo origen se remonta al inicio de la era digital. Cuando M.U.I.C comenzó siendo un proyecto exclusivamente militar y acabó derivando o evolucionando hacia una nueva forma de comunicación civil, novedosa y comercial rediseñada para un uso doméstico al alcance de cualquier persona que dispusiese simplemente de una conexión a internet y un terminal de acceso.
Eché un rápido vistazo al reloj del sistema operativo desviando la vista durante un segundo hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. Eran ya más de las 3 de la mañana. Habitualmente Ella solía entrar alrededor de las 12 y la espera ya comenzaba a resultar un poco ardua y tediosa. No es que esperase volverla a encontrar en esta imposible jungla informática, en realidad las posibilidades de otro casual encuentro se iban reduciendo a medida que transcurrían los minutos y últimamente, mis visitas a este tipo de lugares de ocio eran cada vez más dilatadas en el tiempo.
El tipo de perfil base del usuario que accedía al chat había cambiado sensiblemente durante el transcurso de los años, también es cierto que la gente va y viene… lo que hoy es una novedad para muchos, mañana pasa a engrosar la larga lista vital y personal de aquellas cosas que ya se han experimentado y que ahora han quedado olvidadas, vacías y sin sentido. Qué decir tiene que a ello también ha contribuido la constante degradación cultural y del nivel humano que de un tiempo a esta parte ha sido objeto éste medio, experimentando una caída en picado y arrastrando a éste que otrora fuese el paraíso de las relaciones sociales, a una franca decadencia.
En realidad, todo comenzó como un rudimentario programa informático escrito en la década de los 60, mientras internet no había sido desarrollado aún. Existía un software que permitía la comunicación multidireccional entre usuarios a tiempo real que estuviesen conectados a la misma computadora y éstos podían hablar entre sí. Los mensajes solo podían ser enviados a dos usuarios a la vez. M.U.I.C fue desarrollado a finales de la década de los 80 por un ingeniero informático finlandés y no fue hasta 1989 cuando comenzaron a instalarse los primeros servidores primigenios diseñados a propósito y de uso exclusivo para mantener conversaciones simultáneas multiusuario a tiempo real. Vuelven a mi memoria recuerdos de épocas pasadas, cuando recién estrenaba mi primer ordenador de sobremesa cuyos detalles y prestaciones no voy a enumerar o describir, simplemente fue la primera máquina que me descubrió un nuevo universo oculto y repleto de nuevas posibilidades con las que llenar las horas muertas de asombrosa expectación y viajar hacia mundos digitales desconocidos. Todo ese mundo resultaba peligrosamente atractivo para un chaval de 19 años con demasiado tiempo libre en los bolsillos.
Aún recuerdo como si fuera ayer, la primera vez, mi primera experiencia en un chat. Decidí al azar el nombre del punto de enlace (o también llamado comúnmente “servidor”) por el que acceder a aquel inquietante mundo del cual me habían hablado tantas veces. Absolutamente perdido y sin tener una sola referencia de dónde me encontraba, conseguí averiguar intuitivamente y a base de desplegar menús y opciones diversas, la manera de colarme (de nuevo otra vez al azar) en una de las múltiples salas habilitadas para las charlas a tiempo real activando una de las opciones etiquetada como “channel list” o “lista de canales”, ha de conocer el lector que el sotfware que servía de lanzadera, o también llamado “cliente-servidor” estaba redactado en inglés americano. No se disponía de traducción en castellano aún.
Una vez dentro y sumido en aquel maremágnum de datos y frases sin aparente sentido, al menos en ese momento para mi, que se sucedían una detrás de otra y en una incesante cascada inversa, que desafiaba las leyes de la gravedad (ya que avanzaban desde la parte inferior de la ventana en dirección hacía la zona superior de la misma), me dispuse a participar de esta nueva experiencia social tecleando un escueto “hola” en la línea de entrada de texto dispuesta al efecto. A continuación, pulsé la tecla “enter”.
Aparentemente no sucedió nada, el escueto saludo se perdió en medio de la sucesión constante e imparable de la innumerable cantidad de líneas de texto enviadas por el resto de usuarios hasta desaparecer a través del margen superior de la ventana de la sala.
De repente algo llamó mi atención. Mi vista se desvió automáticamente obedeciendo a un acto reflejo provocado por la aparición súbita de una señal luminosa adosada a un espacio vacante que formaba parte del margen lateral izquierdo del monitor de mi terminal. Era una especie de botón rectangular a modo de “pestaña” con las dos esquinas superiores redondeadas, de color gris y con un alias escrito en un tono rojo burdeos brillando y ocupando casi la totalidad de la superficie de este curioso aviso.
Efectivamente eso era exactamente, un aviso, una invitación a mantener una conversación en privado. Acepté la propuesta no sin antes dejar pasar un intervalo dubitativo de aproximadamente 5 ó 6 segundos antes de que de repente y con un leve sonido digitalizado de control, una nueva ventana se abriese ante mis ojos justo en la zona central del monitor.
Acto seguido, sin apenas tiempo para reaccionar, alguien al otro lado de la red quiso romper el hielo digital que se expandía y separaba a ambos interlocutores estableciéndose una especie de comunicación por escrito y a tiempo real muy diferente a todo lo que hasta ahora había experimentado desde mi pobre, escaso e ignorante conocimiento informático. A día de hoy con el transcurrir del tiempo y la experiencia adquirida tras el bagaje por estos sórdidos e intrincados entresijos de las ciber-relaciones sociales, me atrevo a afirmar que existe una ínfima posibilidad (si es que la hay) de que alguien decida sin conocerte de nada, darte una bienvenida tan personalizada similar a la que tuve yo en aquel momento.
Esta vez aparté la mirada del terminal portátil, sentía el cansancio, necesitaba descansar un poco la vista, enderezar mi espalda y desentumecer los brazos entrelazando mis dedos por detrás de la nuca y apoyando el cuello sobre la palma de mis manos, mientras me fijaba en la hora marcada por un viejo reloj electrónico de manecillas alimentado con una pila de 1,5 voltios y situado en un rincón de mi mesita escritorio. Eran ya casi las tres y media de la mañana. Estaba desvelado, no podía dormir. Lo más sensato hubiera sido apagar el ordenador y continuar con la lectura de aquel libro que llevaba ya por la mitad. El libro tenía por título “La Fundación” de Isaac Asimov. Curiosa lectura, curiosa temática y curiosas similitudes entre el mundo robótico imaginario del autor y la pseudo realidad que acontecía tras las escasas 16 pulgadas de un simple PC portátil.
Mientras tanto, y cada vez con menos frecuencia según se adentraba la madrugada, la gente seguía manteniendo aquellas absurdas conversaciones, por llamarlas de alguna manera, en la mayoría de las ocasiones surrealistas y destrozando sin rubor alguno cualquier norma gramatical, haciendo gala a todas luces de una ausencia total de las más elementales reglas ortográficas que enriquecen y dan vida a un centenario y extenso vocabulario castellano. Un nuevo lenguaje surgido de las redes sociales se está estableciendo y extendiendo cada vez con más éxito entre las mentes pasivas.
Legiones de alborotadores anónimos inundan las múltiples salas en su afán por boicotear con su inútil y desagradable presencia la apacible y tranquila estancia de unos cuantos. De nada sirve una expulsión directa, el goteo de comentarios desagradables es continuo e inevitable. La comunicación en modo privado adolece en la mayoría de las ocasiones de un mínimo sentido de coherencia, respeto o simplemente cordialidad, por lo cual no resulta nada extraño ese tipo de comportamiento tan justificadamente hermético y reticente a la hora de establecer un diálogo más… íntimo.
Anunciantes de todo tipo exhibían sus miserias al amparo del anónimo perfil explícito y patético que recordaba a aquellos mediocres vendedores de humo que se apostaban detrás de un mensaje privado acechando a su víctima cual vulgar acosador cibernético reclamando insistentemente un número de teléfono móvil o un nombre de usuario de videoconferencia como trofeo. Había anuncios variopintos, de sexo, de amistad, gente en busca de aficiones comunes… etc.
Definitivamente Ella no entrará. Por mi mente desfilan incesantes los recuerdos, las largas conversaciones mantenidas entre ambos tanto tiempo atrás. Es curioso, creo que sinceramente no llegaré a comprender jamás cual fue la clave que nos condujo a ambos hacia nuestro primer encuentro. A pesar de la distancia física existía a su vez una cercanía tan íntima tan… extrañamente poco usual como un destello de luz en este frío y oscuro medio. El arte de manejar esas cosas tan exasperantes que nos incomodaban y nos aburrían por separado, y transformarlas en el más delicioso tema de conversación no nos dejaba indiferentes a ninguno de los dos.
Mientras mi relación con el resto de las personas que frecuentaban el chat era cordial con algunas y fría con la mayoría, Ella era la compañera perfecta, mi amiga, mi cómplice. Llevábamos demasiado tiempo hablando, tal vez nos conociésemos ya lo justo como para que nuestros pensamientos convergieran en uno solo en puntuales y determinados momentos. Muchas veces, y aunque esto pueda parecer extrañamente absurdo e incoherente, sobraban las palabras.
A veces, mi mente se perdía en ensoñaciones y divagaciones absurdas, mi imaginación se desbordaba intentando perfilar su rostro, su silueta, sus manos, su mirada… otras, sin embargo, despertaba de mi letargo y volvía a habitar el pequeño y destartalado espacio personal lleno de libros y desorden que me rodeaba. Su llegada representó para mí una renovada concepción de lo ya conocido, un soplo de aire fresco, una nueva dimensión, la esperanza de recuperar de nuevo todo ese tiempo perdido. El recuerdo de las vivencias pasadas se proyectaba como una película en blanco y negro, muda, en lo más recóndito de mi cerebro.
Ella conseguía hacer revivir antiguos fantasmas a la vez que sacudía mi subconsciente haciendo brotar los miedos ocultos a lo desconocido y alejándolos de mi estancada existencia. Aunque en no pocas ocasiones me resultaba curioso y peculiar su extravagante comportamiento, su conversación y su compañía lograban despertar en mi un interés especial, muy particularmente propio de alguien que busca esa amistad a la que un día se resignó a no encontrar, ese amigo o amiga con el que todos hemos soñado alguna vez y esperado tener a nuestro lado. Los diálogos con Ella eran atípicos, cada vez que me contaba alguna anécdota suya, siempre ésta iba acompañada de algún gesto característico como por ejemplo un “emoticono” uno de esos curiosos dibujitos que expresan gran variedad de estados de ánimo, también llamados “guiños”.
La conversación aunque siempre fluida y relajada muchas veces rozaba los límites de lo “políticamente correcto” y nos perdíamos en divagaciones sobre cualquier contenido, sin tabúes ni temores sobre lo que el otro pudiese o no pensar acerca de tal o cual tema. Nunca establecíamos ningún tipo de barrera salvo detalles meramente personales y sin relevancia alguna. Debo hacer aquí énfasis en que la ausencia de gestos físicos expresivos (únicamente existía texto) no ayudaba en muchas ocasiones a reforzar o darle un sentido más amplio a esa frase, esa palabra, ese monosílabo a tiempo, que solamente una mirada, una sonrisa, o una simple y oportuna entonación o modulación de la voz es capaz de proporcionar. Lo cierto es que nuestro coloquio a veces se mantenía férreamente unido a una misma opinión y otras, era una disociación de ideas personales en clara contraposición.
Sospecho y tengo casi la absoluta certeza de que ya no la volveré a ver más. A pesar de ello, espero encontrarla un día en algún lugar remoto y escondido en el tiempo, en otro mundo virtual, entre los ecos silenciosos de la multitud enviando escuetos mensajes de texto en la fría sala de un chat, o surgiendo como la primera vez, de la nada, porque Ella pertenece a ese universo onírico, a ese lugar perdido en mi débil imaginación donde el tiempo se detiene.
A partir de este momento abandono toda esperanza de encontrarla. Todo deseo de llegar a Ella. Fue demasiado intenso y diferente mientras duró, demasiado perfecto para ser real. Aunque toda perfección, y como alguien dijo en una ocasión, es “una pulida colección de errores”. Se cierra otro capítulo más en este ya ajado e incompleto diario de mi vida. Otra suerte de expectativas quizá me aborden a la vuelta de la esquina y quien sabe si aún estaré allí dispuesto y con ánimo suficiente para aprovecharlas. La incertidumbre es una posición incómoda, pero la certeza es una posición absurda. Dicen que las palabras se las lleva el viento, en este caso, quedarán registradas en un liviano archivo de texto que el tiempo y los “bytes” almacenarán olvidado en algún rincón de una memoria digital.
Lejos del caos de esa realidad virtual, de ese mundo casi distópico, todo regresa a su estado natural, ese momento en el que las cosas reaparecen de nuevo en toda su esencia, y vuelven a ser tangibles, retornan a su estado puro. Ella siempre se despedía sugiriendo entre líneas la posibilidad de volver a encontrarnos al día o a la noche siguiente y desaparecía como aquel espectro eléctrico que llegaba retraídamente sin previo aviso y sin demora, siempre puntual a la cita.
Hoy por hoy, la tecnología ha alcanzado cotas casi inimaginables hasta hace tan solo veinte años. Y Ella no es más que una inteligencia artificial, fue diseñada, creada y programada como robot de protocolo por la mente humana, para fomentar las relaciones sociales, para aprender de nuestros errores humanos y corregirlos, psicoanalizarnos, distraernos y hacer la vida más fácil y llevadera a las personas asociales, tímidas y solitarias como yo.
Duermo.
"Ella"
J.M.T
Avanzan inexorables las horas y el paso del tiempo es ajeno a todo y a todos, con la incansable insistencia de arrastrarnos hacia la incertidumbre y alejarnos sutilmente de lo que pudo ser y quizá mañana tampoco será. En el exterior hace una gélida noche de Diciembre y dentro de muy pocos días despediremos este año que finaliza concediendo el relevo a uno nuevo que llega repleto de los mismos vicios y miserias del anterior. Nada cambia, todo seguirá exactamente igual. Únicamente cambiamos las personas con la edad. Las mismas soledades, los mismos anhelos, la misma rutina…
Después de todo, pienso que nada ha caído en saco roto. Cualquier experiencia siempre aporta algo positivo, incluso hasta de los malos momentos se aprende, bien sea para no volver a cometer de nuevo el mismo trágico o absurdo error.
De Ella comprendí el significado de entender y saber apreciar las cosas más simples, no perderme en banalidades ni sumergirme o verme atrapado en necios diálogos sin sentido que desembocan en un eterno bucle. De todas aquellas nuestras conversaciones, y del escenario donde tuvieron lugar, me inspiré para escribir este relato, esta historia real como la vida misma. He prescindido de dar demasiados detalles por considerarlos aburridos o carentes del sentido que solamente se les puede dar en el contexto intrínseco de aquellos encuentros casuales unas veces y, por qué no decirlo, también buscados, otras.
Las agujas del reloj marcan las 3 menos diez de la madrugada. El tiempo es implacable y se hace eterno cuando la soledad me atrapa entre las cuatro paredes que conforman el reducido espacio de mi habitación. El sueño me vence, ha sido un día muy duro, estoy cansado y esta espera nocturna resulta demasiado dilatada. Todos mis pensamientos se diluyen en mi mente como gotas de agua en medio de un océano en calma propiciado por el silencio nocturno.
Ella siempre llegaba más o menos a la misma hora. Siempre de noche, entraba tímidamente y su alias aparecía de repente ante mis ojos, surgido de la nada como un fantasma eléctrico viajando a través de una autopista digital transitada por unos y ceros. Su nombre parpadeaba e iluminaba el espacio vacío de mi ventana de notificaciones situada a la izquierda de la pantalla. Con un emotivo gesto cordial y amable saludaba a todos aquellos usuarios conocidos que se apostaban en la sala, los que más o menos y casi siempre los mismos, recibían al recién llegado con un escueto "hola", "buenos días", "buenas tardes" o "buenas noches" resultando tan extraña la indiferencia del resto de los presentes como inquietante e innecesaria.
La eterna danza de máscaras de personajes anónimos nunca dejaba de amenizar la velada, era inherente al propio salón de baile. La sutil sinfonía de voces apagadas, mudas, intrínsecamente construidas con caracteres alfanuméricos que conformaban las palabras, las frases... a veces únicamente monosílabos, se perdían sin sentido entre líneas o despertaban de cuando en cuando a algún somnoliento o aburrido espectador casual.
Aquel extraño mundo era un espacio virtual, imaginario, pero a la vez tan real como la vida misma. A veces resultaba complicado separar... o mejor dicho, establecer dónde se encontraba la frontera que dividía esos dos mundos tan dispares y opuestos, a la vez que paradójicamente complementarios entre sí. Una fría ventana electrónica permitía acceder con prácticamente un par de simples comandos de voz y en un abrir y cerrar de ojos a cualquiera de las múltiples salas de conversación. Reunidos y establecidos, ordenados alfabéticamente y en orden descendente en una columna lateral de la ventana o salón de chat, se acomodaban los usuarios. Con un incesante goteo de miradas anónimas a veces se sentía uno observado, vigilado. Otras, sin embargo, los dedos acariciaban las letras de un teclado al uso y comenzaban a viajar a través del éter aquellos micro pensamientos enviados por las pulsaciones firmes y mecanográficas acompañadas con un leve movimiento de las manos, que hacían olvidar o ignorar de repente aquella extraña sensación de ausencia de intimidad.
Ella no aparecía. No recuerdo aún cuanto tiempo transcurrió desde la última conexión, ¿48… 72 horas? quizá más... aunque este dato resulte irrelevante, lo cierto es que es muy curioso que el paso del tiempo en el interior de la red virtual quede relevado a un segundo y hasta incluso un ridículo tercer plano, ya que a diferencia del mundo real, éste se detiene. Se sucedían las entradas y salidas de sobrenombres variopintos a la sala virtual como si de un enjambre de abejas se tratase acudiendo a ésta sincrónicamente unos y abandonándola súbitamente otros. Aún hoy en día y a pesar del cambio tecnológico experimentado de un tiempo a esta parte, las desconexiones espontáneas y esporádicas entre los diversos elementos que conformaban la red de chat seguían siendo tónica habitual y ningún usuario estaba exento de sufrir en cualquier momento una “caída”.
Mientras tanto, decidí amenizar la espera con una intervención breve a la par que absurda y estúpida y me puse a escribir un mensaje en el espacio en blanco e inerte situado al efecto en la zona inferior de la ventana de visualización de la sala, sin esperar, sinceramente, ningún tipo de respuesta. Efectivamente, no la hubo. Envié unas huecas palabras sin sentido a la velocidad de la luz hacia un laberinto de frases elocuentes algunas, zafias e insulsas otras, encadenadas al azar por algún que otro monosílabo o sarcasmo onomatopéyico y aderezadas en ciertas ocasiones por un fugaz y contundente improperio hacia no se sabe qué destinatario.
Los policías de la red a veces brillaban por su ausencia, otras, simplemente se ceñían a unas normas de uso casi común para todas las salas de interacción social, salvo con leves matices que apenas distinguían a unas de otras. Su labor era muy simple: moderar, vigilar, advertir y en caso extremo y necesario, expulsar de la sala a cualquier elemento subversivo que pudiera ocasionar algún tipo de molestia al resto de usuarios. Obviamente, cada actuación variaba por lo general en función de la observación subjetiva del o de los agentes del orden de turno.
No era insignificante el volumen de quejas semanales remitidas a la administración de la red por parte de algunos clientes ultrajados. Los “bots” (o robots de red) también estaban diseñados y programados para asistir de forma más o menos eficaz la labor de estos ciber-policías. Había bots de todo tipo: bots de registro, bots de mensajería instantánea, bots comerciales, bots encargados de la vigilancia de un canal específico, y como no, también la red contaba con bots conversacionales. Estos últimos hacían labores de interacción entre el sujeto que lo solicitaba y el resto de usuarios. A veces, simplemente entre el mismo bot y la persona en cuestión, ya que eran capaces y de hecho estaban diseñados para ello, de mantener una conversación más o menos fluida y coherente con el interesado. Hay que recordar que el interlocutor se trataba simplemente de un robot.
Así funcionaban las cosas en el M.U.I.C (Multi User Interactive Chat) y así estaba constituida aquella sociedad sintética y virtual por donde se paseaban toda una infinidad de los más pintorescos personajes o avatares relegados al uso de un simple apodo, sobrenombre, o también llamado "alias". Detrás de cada mote se ocultaba un ser humano, una persona de carne y hueso como usted y como yo. Con sus defectos y virtudes, carencias y excesos, frustraciones y sueños... a saber. De manera ocasional y completamente caótica también se podía acceder a la red usando un alias temporal, un sobrenombre prestado, el cual carecía de los privilegios únicamente reservados a los usuarios que habían presentado credenciales para un uso exclusivo del suyo. M.U.I.C no se responsabilizaba jurídicamente de cualquier alias no registrado. Lo cierto y de manera extraoficial, es que tampoco se responsabilizaba de los que si lo estaban. Los alias no podían exceder de 30 caracteres alfanuméricos (sin espacios ni signos de puntuación) y se permitía el uso de letras mayúsculas.
Se han relatado muchas historias concernientes a esta realidad alternativa, infinidad de leyendas urbanas y sucesos de todo tipo se han propagado a la velocidad de la luz. Sean ciertas o no, debo admitir que no deja de resultar atractivo el simple hecho de sumergirse de lleno en ese caótico y surrealista universo cuyo origen se remonta al inicio de la era digital. Cuando M.U.I.C comenzó siendo un proyecto exclusivamente militar y acabó derivando o evolucionando hacia una nueva forma de comunicación civil, novedosa y comercial rediseñada para un uso doméstico al alcance de cualquier persona que dispusiese simplemente de una conexión a internet y un terminal de acceso.
Eché un rápido vistazo al reloj del sistema operativo desviando la vista durante un segundo hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. Eran ya más de las 3 de la mañana. Habitualmente Ella solía entrar alrededor de las 12 y la espera ya comenzaba a resultar un poco ardua y tediosa. No es que esperase volverla a encontrar en esta imposible jungla informática, en realidad las posibilidades de otro casual encuentro se iban reduciendo a medida que transcurrían los minutos y últimamente, mis visitas a este tipo de lugares de ocio eran cada vez más dilatadas en el tiempo.
El tipo de perfil base del usuario que accedía al chat había cambiado sensiblemente durante el transcurso de los años, también es cierto que la gente va y viene… lo que hoy es una novedad para muchos, mañana pasa a engrosar la larga lista vital y personal de aquellas cosas que ya se han experimentado y que ahora han quedado olvidadas, vacías y sin sentido. Qué decir tiene que a ello también ha contribuido la constante degradación cultural y del nivel humano que de un tiempo a esta parte ha sido objeto éste medio, experimentando una caída en picado y arrastrando a éste que otrora fuese el paraíso de las relaciones sociales, a una franca decadencia.
En realidad, todo comenzó como un rudimentario programa informático escrito en la década de los 60, mientras internet no había sido desarrollado aún. Existía un software que permitía la comunicación multidireccional entre usuarios a tiempo real que estuviesen conectados a la misma computadora y éstos podían hablar entre sí. Los mensajes solo podían ser enviados a dos usuarios a la vez. M.U.I.C fue desarrollado a finales de la década de los 80 por un ingeniero informático finlandés y no fue hasta 1989 cuando comenzaron a instalarse los primeros servidores primigenios diseñados a propósito y de uso exclusivo para mantener conversaciones simultáneas multiusuario a tiempo real. Vuelven a mi memoria recuerdos de épocas pasadas, cuando recién estrenaba mi primer ordenador de sobremesa cuyos detalles y prestaciones no voy a enumerar o describir, simplemente fue la primera máquina que me descubrió un nuevo universo oculto y repleto de nuevas posibilidades con las que llenar las horas muertas de asombrosa expectación y viajar hacia mundos digitales desconocidos. Todo ese mundo resultaba peligrosamente atractivo para un chaval de 19 años con demasiado tiempo libre en los bolsillos.
Aún recuerdo como si fuera ayer, la primera vez, mi primera experiencia en un chat. Decidí al azar el nombre del punto de enlace (o también llamado comúnmente “servidor”) por el que acceder a aquel inquietante mundo del cual me habían hablado tantas veces. Absolutamente perdido y sin tener una sola referencia de dónde me encontraba, conseguí averiguar intuitivamente y a base de desplegar menús y opciones diversas, la manera de colarme (de nuevo otra vez al azar) en una de las múltiples salas habilitadas para las charlas a tiempo real activando una de las opciones etiquetada como “channel list” o “lista de canales”, ha de conocer el lector que el sotfware que servía de lanzadera, o también llamado “cliente-servidor” estaba redactado en inglés americano. No se disponía de traducción en castellano aún.
Una vez dentro y sumido en aquel maremágnum de datos y frases sin aparente sentido, al menos en ese momento para mi, que se sucedían una detrás de otra y en una incesante cascada inversa, que desafiaba las leyes de la gravedad (ya que avanzaban desde la parte inferior de la ventana en dirección hacía la zona superior de la misma), me dispuse a participar de esta nueva experiencia social tecleando un escueto “hola” en la línea de entrada de texto dispuesta al efecto. A continuación, pulsé la tecla “enter”.
Aparentemente no sucedió nada, el escueto saludo se perdió en medio de la sucesión constante e imparable de la innumerable cantidad de líneas de texto enviadas por el resto de usuarios hasta desaparecer a través del margen superior de la ventana de la sala.
De repente algo llamó mi atención. Mi vista se desvió automáticamente obedeciendo a un acto reflejo provocado por la aparición súbita de una señal luminosa adosada a un espacio vacante que formaba parte del margen lateral izquierdo del monitor de mi terminal. Era una especie de botón rectangular a modo de “pestaña” con las dos esquinas superiores redondeadas, de color gris y con un alias escrito en un tono rojo burdeos brillando y ocupando casi la totalidad de la superficie de este curioso aviso.
Efectivamente eso era exactamente, un aviso, una invitación a mantener una conversación en privado. Acepté la propuesta no sin antes dejar pasar un intervalo dubitativo de aproximadamente 5 ó 6 segundos antes de que de repente y con un leve sonido digitalizado de control, una nueva ventana se abriese ante mis ojos justo en la zona central del monitor.
Acto seguido, sin apenas tiempo para reaccionar, alguien al otro lado de la red quiso romper el hielo digital que se expandía y separaba a ambos interlocutores estableciéndose una especie de comunicación por escrito y a tiempo real muy diferente a todo lo que hasta ahora había experimentado desde mi pobre, escaso e ignorante conocimiento informático. A día de hoy con el transcurrir del tiempo y la experiencia adquirida tras el bagaje por estos sórdidos e intrincados entresijos de las ciber-relaciones sociales, me atrevo a afirmar que existe una ínfima posibilidad (si es que la hay) de que alguien decida sin conocerte de nada, darte una bienvenida tan personalizada similar a la que tuve yo en aquel momento.
Esta vez aparté la mirada del terminal portátil, sentía el cansancio, necesitaba descansar un poco la vista, enderezar mi espalda y desentumecer los brazos entrelazando mis dedos por detrás de la nuca y apoyando el cuello sobre la palma de mis manos, mientras me fijaba en la hora marcada por un viejo reloj electrónico de manecillas alimentado con una pila de 1,5 voltios y situado en un rincón de mi mesita escritorio. Eran ya casi las tres y media de la mañana. Estaba desvelado, no podía dormir. Lo más sensato hubiera sido apagar el ordenador y continuar con la lectura de aquel libro que llevaba ya por la mitad. El libro tenía por título “La Fundación” de Isaac Asimov. Curiosa lectura, curiosa temática y curiosas similitudes entre el mundo robótico imaginario del autor y la pseudo realidad que acontecía tras las escasas 16 pulgadas de un simple PC portátil.
Mientras tanto, y cada vez con menos frecuencia según se adentraba la madrugada, la gente seguía manteniendo aquellas absurdas conversaciones, por llamarlas de alguna manera, en la mayoría de las ocasiones surrealistas y destrozando sin rubor alguno cualquier norma gramatical, haciendo gala a todas luces de una ausencia total de las más elementales reglas ortográficas que enriquecen y dan vida a un centenario y extenso vocabulario castellano. Un nuevo lenguaje surgido de las redes sociales se está estableciendo y extendiendo cada vez con más éxito entre las mentes pasivas.
Legiones de alborotadores anónimos inundan las múltiples salas en su afán por boicotear con su inútil y desagradable presencia la apacible y tranquila estancia de unos cuantos. De nada sirve una expulsión directa, el goteo de comentarios desagradables es continuo e inevitable. La comunicación en modo privado adolece en la mayoría de las ocasiones de un mínimo sentido de coherencia, respeto o simplemente cordialidad, por lo cual no resulta nada extraño ese tipo de comportamiento tan justificadamente hermético y reticente a la hora de establecer un diálogo más… íntimo.
Anunciantes de todo tipo exhibían sus miserias al amparo del anónimo perfil explícito y patético que recordaba a aquellos mediocres vendedores de humo que se apostaban detrás de un mensaje privado acechando a su víctima cual vulgar acosador cibernético reclamando insistentemente un número de teléfono móvil o un nombre de usuario de videoconferencia como trofeo. Había anuncios variopintos, de sexo, de amistad, gente en busca de aficiones comunes… etc.
Definitivamente Ella no entrará. Por mi mente desfilan incesantes los recuerdos, las largas conversaciones mantenidas entre ambos tanto tiempo atrás. Es curioso, creo que sinceramente no llegaré a comprender jamás cual fue la clave que nos condujo a ambos hacia nuestro primer encuentro. A pesar de la distancia física existía a su vez una cercanía tan íntima tan… extrañamente poco usual como un destello de luz en este frío y oscuro medio. El arte de manejar esas cosas tan exasperantes que nos incomodaban y nos aburrían por separado, y transformarlas en el más delicioso tema de conversación no nos dejaba indiferentes a ninguno de los dos.
Mientras mi relación con el resto de las personas que frecuentaban el chat era cordial con algunas y fría con la mayoría, Ella era la compañera perfecta, mi amiga, mi cómplice. Llevábamos demasiado tiempo hablando, tal vez nos conociésemos ya lo justo como para que nuestros pensamientos convergieran en uno solo en puntuales y determinados momentos. Muchas veces, y aunque esto pueda parecer extrañamente absurdo e incoherente, sobraban las palabras.
A veces, mi mente se perdía en ensoñaciones y divagaciones absurdas, mi imaginación se desbordaba intentando perfilar su rostro, su silueta, sus manos, su mirada… otras, sin embargo, despertaba de mi letargo y volvía a habitar el pequeño y destartalado espacio personal lleno de libros y desorden que me rodeaba. Su llegada representó para mí una renovada concepción de lo ya conocido, un soplo de aire fresco, una nueva dimensión, la esperanza de recuperar de nuevo todo ese tiempo perdido. El recuerdo de las vivencias pasadas se proyectaba como una película en blanco y negro, muda, en lo más recóndito de mi cerebro.
Ella conseguía hacer revivir antiguos fantasmas a la vez que sacudía mi subconsciente haciendo brotar los miedos ocultos a lo desconocido y alejándolos de mi estancada existencia. Aunque en no pocas ocasiones me resultaba curioso y peculiar su extravagante comportamiento, su conversación y su compañía lograban despertar en mi un interés especial, muy particularmente propio de alguien que busca esa amistad a la que un día se resignó a no encontrar, ese amigo o amiga con el que todos hemos soñado alguna vez y esperado tener a nuestro lado. Los diálogos con Ella eran atípicos, cada vez que me contaba alguna anécdota suya, siempre ésta iba acompañada de algún gesto característico como por ejemplo un “emoticono” uno de esos curiosos dibujitos que expresan gran variedad de estados de ánimo, también llamados “guiños”.
La conversación aunque siempre fluida y relajada muchas veces rozaba los límites de lo “políticamente correcto” y nos perdíamos en divagaciones sobre cualquier contenido, sin tabúes ni temores sobre lo que el otro pudiese o no pensar acerca de tal o cual tema. Nunca establecíamos ningún tipo de barrera salvo detalles meramente personales y sin relevancia alguna. Debo hacer aquí énfasis en que la ausencia de gestos físicos expresivos (únicamente existía texto) no ayudaba en muchas ocasiones a reforzar o darle un sentido más amplio a esa frase, esa palabra, ese monosílabo a tiempo, que solamente una mirada, una sonrisa, o una simple y oportuna entonación o modulación de la voz es capaz de proporcionar. Lo cierto es que nuestro coloquio a veces se mantenía férreamente unido a una misma opinión y otras, era una disociación de ideas personales en clara contraposición.
Sospecho y tengo casi la absoluta certeza de que ya no la volveré a ver más. A pesar de ello, espero encontrarla un día en algún lugar remoto y escondido en el tiempo, en otro mundo virtual, entre los ecos silenciosos de la multitud enviando escuetos mensajes de texto en la fría sala de un chat, o surgiendo como la primera vez, de la nada, porque Ella pertenece a ese universo onírico, a ese lugar perdido en mi débil imaginación donde el tiempo se detiene.
A partir de este momento abandono toda esperanza de encontrarla. Todo deseo de llegar a Ella. Fue demasiado intenso y diferente mientras duró, demasiado perfecto para ser real. Aunque toda perfección, y como alguien dijo en una ocasión, es “una pulida colección de errores”. Se cierra otro capítulo más en este ya ajado e incompleto diario de mi vida. Otra suerte de expectativas quizá me aborden a la vuelta de la esquina y quien sabe si aún estaré allí dispuesto y con ánimo suficiente para aprovecharlas. La incertidumbre es una posición incómoda, pero la certeza es una posición absurda. Dicen que las palabras se las lleva el viento, en este caso, quedarán registradas en un liviano archivo de texto que el tiempo y los “bytes” almacenarán olvidado en algún rincón de una memoria digital.
Lejos del caos de esa realidad virtual, de ese mundo casi distópico, todo regresa a su estado natural, ese momento en el que las cosas reaparecen de nuevo en toda su esencia, y vuelven a ser tangibles, retornan a su estado puro. Ella siempre se despedía sugiriendo entre líneas la posibilidad de volver a encontrarnos al día o a la noche siguiente y desaparecía como aquel espectro eléctrico que llegaba retraídamente sin previo aviso y sin demora, siempre puntual a la cita.
Hoy por hoy, la tecnología ha alcanzado cotas casi inimaginables hasta hace tan solo veinte años. Y Ella no es más que una inteligencia artificial, fue diseñada, creada y programada como robot de protocolo por la mente humana, para fomentar las relaciones sociales, para aprender de nuestros errores humanos y corregirlos, psicoanalizarnos, distraernos y hacer la vida más fácil y llevadera a las personas asociales, tímidas y solitarias como yo.
Duermo.
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