jueves, 14 de junio de 2018

La Canción de Lord Rendall

El título "La canción de lord Rendall" -relato de Javier Marías que se puede encontrar en Antología Universal del relato fantástico, editorial Atalanta- hace referencia a una balada escocesa para voz y laúd que sirve para que el autor juegue con la paralización del tiempo, las identidades, los recuerdos...

La historia se plantea como sigue: Un hombre regresa de la guerra. Va camino de su casa donde espera reencontrarse con Janet, su esposa, y su hijo, Martin. No ha avisado de su regreso, quiere darle una sorpresa. Ésta será para él cuando mire a través de la ventana...

En “La canción de Lord Rendall” se puede ver, en cambio, un aspecto distinto del doble que, sin embargo, sigue estando relacionado con la identidad y la responsabilidad del narrador. Esto se debe a la distinta situación en la que el protagonista y narrador, Tom Booth, ve a su doble, de hecho, aunque en “Gualta” se nos presenta un suceso fantástico llevado al extremo, ya que el doble es igual en todo a Javier, hasta en los pensamientos, Xavier es una persona real, que se encuentra en la misma dimensión, en el mismo mundo del narrador. En este otro cuento no pasa lo mismo, es decir el doble que encuentra Tom no es otra persona que vive en su mismo mundo, sino que es él mismo, pero en otra dimensión.

El narrador, después de cuatro años de lejanía, volvió a su casa, para vivir con su mujer, Janet, y con su hijo, Martin. Durante aquellos cuatro años, Tom fue a la guerra y fue aprisionado en un campo de concentración alemán, donde sufrió el hambre y la violencia. Una vez liberado, decidió volver a su casa y a su vida de antes, dispuesto a olvidar todo lo que había pasado en aquellos años. Él, antes de llegar a su casa, donde le habría dado una sorpresa a su mujer, imaginó cuál sería la reacción de su mujer viéndolo, o sea una reacción decididamente feliz. Una vez allí, sin embargo, para mantener la emoción de la espera, decidió mirar desde la ventana lo que pasaba en el interior de la casa y lo que vio no correspondía para nada a lo que él había anhelado e imaginado.

Cuando llegó a su casa, estaba anocheciendo y, mientras observaba e intentaba captar voces y sonidos que procedían del interior, fueron dos las cosas que le parecieron extrañas, que no correspondían a sus expectativas. La única cosa que se oía desde fuera era el llanto de un niño pequeño, pero su hijo Martin en aquella época tenía que tener unos cuatro años y, por lo tanto, el llanto no podía ser el suyo y él podía haberse equivocado de casa; ella podía haber trasladado a otro lugar. Esperó todavía un poco de tiempo y luego apareció Janet, hecho que demostraba que aquella seguía siendo su casa, pero no aclaraba de quién procedía el llanto. Entró en el salón, sin embargo, también un hombre, que parecía comportarse como si aquella fuera su casa y si Janet fuera su mujer. Su actitud hacia ella no era cariñosa, sino que él la observaba mientras ella lloraba y se burlaba de ella. Cuando este hombre se dio la vuelta, el narrador se dio cuenta de que aquél era idéntico a él, no sólo se le parecía, sino que eran iguales. Como en caso de Javier, Tom encuentra a su sosia, la perfecta reproducción de sí mismo, que le provoca la misma sensación de vértigo (como él dice más adelante “la cabeza me daba vueltas”), el trastorno de sus certezas.




En este cuento, sin embargo, no sólo se compara la visión del propio sosia con la visión de nosotros mismos mientras actuamos en un vídeo en la televisión, como se hace en el cuento de Javier, sino que aquí este ejemplo, esta comparación se convierte en una posibilidad real: el narrador, de hecho, pensó en el hecho de que probablemente, en aquel momento, él estaba viendo de verdad un viejo vídeo de familia, rodado antes de su partida. Lo que veía, por lo tanto, podía no ser real, concreto, algo que estaba pasando delante de él, sino sólo unas imágenes emitidas por una pantalla. Lo que él había percibido como real podía no serlo, uno de sus sentidos, el de la vista, podía haberse equivocado. El doble, por lo tanto, puso en tela de juicio su percepción de la realidad, lo hizo dudar de su vista, de su capacidad de distinguir lo real y presente, que se estaba desarrollando delante de sus ojos, de lo que, en cambio, era pasado y se reproducía a través de la pantalla de la televisión. En otras palabras, lo hizo dudar de sí mismo. Él, enseguida, sin embargo, rechaza esta posibilidad, de que aquel hombre fuera él mismo en el pasado, gracias a algunos indicios visuales y lógicos (los colores y la improbable perspectiva para rodar uno de aquellos vídeos). Tom no acepta esta interpretación, suponiendo lo contrario, es decir aquel hombre era real, perteneciente a su presente y, por lo tanto, su identidad tenía que ser distinta a la suya, el doble era otra persona: “El hombre que estaba allí era real, de haber roto el cristal podría haberlo tocado”. El desarreglo ocasionado por aquella situación fue tan profundo que, no obstante este momento de lucidez, no desapareció, de hecho, aunque reconoció que aquello no podía ser una película de la que él era el protagonista, no logró evitar pensar en aquella persona, por el extraordinario parecido que existía entre los dos, como si fuera él mismo. Observándolo, Tom habla de los ojos, de la nariz, de las manos, de los labios y del pelo de aquel hombre, definiéndolos como suyos: “Y estaba allí, agachado, con mis mismos ojos, y mi misma nariz, y mis mismas manos, y mis mismos labios, y el pelo rubio y rizado”. Parece que el narrador, en aquel momento, estuviera asistiendo a la inexplicable apropiación, por parte de aquel otro hombre, de todos sus rasgos, de sus características físicas, subrayada y hecha más penosa por la continua repetición de la conjunción “y”. Aunque antes había negado la correspondencia entre los dos, la duda sobre la distinta identidad del otro volvía, sobre todo por otra característica de este hombre. Además, de hecho, de los rasgos físicos del narrador, el doble presenta también algo que se debe no a la genética, sino a la experiencia que una persona hace de su vida: una cicatriz al final de la ceja izquierda, que el narrador tiene desde cuando era pequeño. Esto es quizás más sobrecogedor que el parecido por sí solo, ya que la experiencia define una persona, la singulariza más con respecto al aspecto físico, es decir nadie tiene la misma experiencia de otra persona. La acción y el discurso de un individuo crean una historia, en la que se encuentran las experiencias del sujeto y que permite a éste revelarse, mostrar su identidad, su personalidad a los demás, que, como se ha visto en el capítulo anterior, es la consecuencia de los actos y de las palabras de esta persona. Este signo de la infancia del narrardor, por lo tanto, sirve para singularizarlo, para reconocerlo, es algo que, aunque pequeño, podía darle una confirmación de que todavía seguía siendo él. Esto explica por qué, después de darse cuenta de que también el otro la tenía, la tocó, para comprobar si seguía estando allí y, por lo tanto, si seguía confirmando su identidad.

El narrador, luego, repite otra vez el momento del día en el que se desarrolla este suceso: estamos al principio de la noche. Cuando él llegó a su casa y mientras miraba por la ventana el interior de la casa, al parecer vacía, estaba anocheciendo, mientras que luego cuando su mujer lloraba y aquel hombre la miraba sin compasión, la noche ya había empezado. Este momento del día se subraya, dedicándole una oración a parte y poniéndola como cierre del párrafo. La noche puede reflejar el estado interior, los sentimientos y el trastorno del narrador. Ésta, refiriéndose a las hora más oscuras del día, remite a la oscuridad, que impide ver bien las cosas, distinguirlas, ver los colores y los matices; en otras palabras, la noche, ya que la oscuridad, al contrario de la luz, no se asocia al conocimiento, es el momento de la confusión, de la inseguridad, de la incertidumbre. El narrador, desde que el momento en el que oyó llorar al niño, demasiado pequeño para ser su hijo, momento en el que además estaba anocheciendo, empezó a padecer esta confusión: su mundo se hacía cada vez más extraño, de hecho todo lo que él había imaginado, esperado y dado por cierto no se realizó; él no lograba entender lo que estaba pasando en su casa y la confusión, la inseguridad y la incertidumbre se apoderaron de él. Es un personaje ambiguo, como también otros personajes de Marías, ya que su conducta resulta ser contradictoria, o sea quiere salvar a sus parientes, pero su voluntad sólo se da a través de su pensamiento: “Tengo que romper el cristal y entrar y matar al hombre antes de que él mate a Martin o a su propio hijo recién nacido. Tengo que impedirlo. Tengo que matarme ahora mismo”. En este caso, el narrador muestra su debilidad, ya que su pensamiento no logra convertirse en una acción eficaz y ni siquiera en un intento, aunque posiblemente inútil, para salvar a aquellas dos personas.

Al final, se puede ver que no tienen en común sólo el aspecto físico y una misma infancia (la cicatriz), sino también una costumbre, o sea la de cantarles a sus hijos la misma canción, la de Lord Rendall, para que los niños se durmieran. Después de que el otro había matado a su hijo, los dos, Tom primero, cantaron esta canción y entonces el narrador pareció aceptar, aunque no del todo, la posibilidad de que él y el doble tuvieran la misma identidad, fueran la misma persona. El marcado tono de ensueño de este cuento, lo da el hecho de que, de todas las suposiciones que se formulan a lo largo del relato, ninguna queda confirmada al final, sólo queda el hecho, los dos asesinatos. Ya no parece importarle al narrador la explicación de lo que ha pasado, sino sólo su estado de ánimo después de asistir al parricidio, que su doble realiza. Al final, Tom expresa, de hecho, su sentimiento de culpabilidad: “no pude evitar preguntarme cuál de los dos tendría que ir a la horca”, es decir “el protagonista se siente escindido entre la responsabilidad de los crímenes y la inocencia”.

El narrador no se siente por completo ni culpable ni inocente, porque el hecho en sí, el asesinato concreto, no lo ha llevado a cabo él, con sus propias manos, sino el otro, su doble, que se encuentra en otro tiempo, distinto al suyo, y que, por sus distintas elecciones, no puede ser igual a él por completo. Como se ha dicho antes, la experiencia singulariza al individuo y la memoria de estas dos personas tiene que ser distinta en algunos recuerdos. De hecho, eran su memoria y sus recuerdos, como el mismo narrador dice, que podían confirmarle que él tienía su propia identidad y que él había estado durante aquellos cuatro años lejos de su casa. Si su sentimiento de inocencia se puede explicar de esta manera, su sentimiento de culpabilidad se puede explicar retomando lo que dijo Freud acerca del doble: además de redoblar, sustituir y hacer dudar de sí misma a una persona, el doble encierra todas las posibilidades de una persona que todavía no se han realizado. El doble, como dice el título del capítulo escrito por Rebeca Martín sobre el doble en los dos cuentos de Marías que se han analizado hasta ahora, provoca la destrucción de la biografía, o sea después de ver al propio doble la vida del narrador no puede ser la misma de antes, a menos que no quiera olvidar lo que ha descubierto. Lo que el doble enseña, de hecho, es algo que modifica la imagen que tenemos de nuestro pasado, descubriendo lo que hemos hecho sin darnos cuenta, y también las esperanzas que se
refieren a nuestro futuro, puesto que éste ya no puede ser perfecto como se había imaginado. El narrador, de hecho, tiene que enfrentarse con su parte más ominosa.

Sabiendo que el Mal está ahí, dentro de él, él tiene que dominarlo si quiere que no se revele y esto es posible, una vez descubierta su existencia, a través del diálogo constante consigo mismo, que establece los valores de una persona y, como se ha dicho ya, su jerarquización, ayudándole a elegir las acciones mejores. La existencia de la conciencia aparece en una persona cuando ésta se da cuenta de que es, o sea existe, no sólo para los demás, sino también para sí misma. La conciencia, en otras palabras, nos muestra nuestra característica fundamental, o sea la de ser dobles, dos en uno. Esta diferencia, que nos caracteriza y que se encuentra en cada persona, se actualiza a través del pensamiento, que no es otra cosa sino el diálogo del que se ha hablado antes, el diálogo entre estas dos partes de una misma persona.



"La Canción de Lord Rendall"
Javier Marías



Quería darle la sorpresa a Janet, así que no le comuniqué el día de mi regreso. Cuatro años, pensé, son tanto tiempo que no importarán unos días más de incertidumbre. Saber un lunes, por medio de una carta, que llego el miércoles le será menos emocionante que saberlo el mismo miércoles al abrir la puerta y encontrarse conmigo en el umbral. La guerra, la prisión, todo aquello había quedado atrás. Tan rápidamente atrás que ya empezaba a olvidarlo. Estaba más que dispuesto a olvidarlo en seguida, a lograr que mi vida con Janet y el niño no se viera afectada por mis padecimientos, a reanudarla como si nunca me hubiera ido y jamás hubieran existido el frente, las órdenes, los combates, los piojos, las mutilaciones, el hambre, la muerte. El miedo y los tormentos del campo de concentración alemán. Ella sabía que yo estaba vivo, se le había notificado, sabía que había sido hecho prisionero y que por tanto estaba vivo, que regresaría.
Debía de esperar a diario el aviso de mi llegada. Le daría una sorpresa, no un susto, y valía la pena. Llamaría a la puerta, ella abriría secándose las manos en el delantal y allí estaría yo, vestido por fin de paisano, con no muy buen aspecto y más flaco, pero sonriente y deseando abrazarla, besarla. La cogería en brazos, le arrancaría el delantal, ella lloraría con la cara hundida en mi hombro. Yo notaría cómo sus lágrimas me humedecían la tela de la chaqueta, una humedad tan distinta de la de la celda de castigo con sus goteras, de la de la lluvia monótona cayendo sobre los cascos durante las marchas y en las trincheras.

Desde que tomé la decisión de no avisarla disfruté tanto anticipando la escena de mi llegada que cuando me encontré ante la casa me dio pena poner término a aquella dulce espera. Fue por eso por lo que me acerqué sigilosamente por la parte de atrás, para tratar de escuchar algún ruido o ver algo desde fuera. Quería acostumbrarme de nuevo a los sonidos habituales, a los más familiares, a los que había echado dolorosamente de menos cuando era imposible oírlos: el ruido de los cacharros en la cocina, el chirrido de la puerta del baño, los pasos de Janet. Y la voz del niño. El niño acababa de cumplir un mes cuando yo me había ido, y entonces sólo tenía voz para llorar y gritar. Ahora, con cuatro años, tendría una voz verdadera, una forma de hablar propia, tal vez parecida a la de su madre, con quien habría estado tanto tiempo. Se llamaba Martin.
No sabía si estaban en casa. Me llegué hasta la puerta de atrás y contuve el aliento, ávido de sonidos. Fue el llanto del niño lo primero que oí, y me extrañó. Era el llanto de un niño pequeño, tan pequeño como era Martin cuando yo partí para el frente. ¿Cómo era posible? Me pregunté si me habría equivocado de casa, también si Janet y el niño se podrían haber mudado sin que yo lo supiera y ahora vivía allí otra familia. El llanto del niño se oía lejano, como si viniera de nuestro dormitorio. Me atreví a mirar. Allí estaba la cocina, vacía, sin personas y sin comida. Estaba anocheciendo, era hora de que Janet se preparara algo de cena, quizá iba a hacerlo en cuanto el niño se apaciguara. Pero no pude esperar, y bordeé la casa para intentar ver algo por la parte delantera. La ventana de mi derecha era la del salón; la de mi izquierda, al otro lado de la puerta principal, la de nuestra alcoba. Rodeé la casa por la derecha, pegado a los muros y semiagachado para no ser visto. Luego me fui incorporando lentamente hasta que con mi ojo izquierdo vi el interior del salón. Estaba también vacío, la ventana estaba cerrada, y seguía oyendo el llanto del niño, del niño que ya no podía ser Martin. Janet debía de estar en el dormitorio, calmando a aquel niño, quienquiera que fuese y si ella era ella. Iba ya a desplazarme hacia la ventana de la izquierda cuando se abrió la puerta del salón y vi aparecer a Janet. Sí, era ella, no me había equivocado de casa ni se habían mudado sin mi conocimiento. 

Llevaba puesto un delantal, como había previsto. Llevaba siempre puesto el delantal, decía que quitárselo era una pérdida de tiempo porque siempre, decía, había que volver a ponérselo por algo. Estaba muy guapa, no había cambiado. Pero todo esto lo vi y lo pensé en un par de segundos, porque detrás de ella, inmediatamente, entró también un hombre. Era muy alto, y desde mi perspectiva la cabeza le quedaba cortada por la parte superior del marco de la ventana. Estaba en mangas de camisa, aunque con corbata, como si hubiera vuelto del trabajo hacía poco y sólo le hubiera dado tiempo a despojarse de la chaqueta. Parecía estar en su casa. Al entrar había caminado detrás de Janet como caminan los maridos por sus casas detrás de sus mujeres. Si yo me agachaba más no podría ver nada, así que decidí esperar a que se sentara para verle la cara. Él me dio la espalda durante unos segundos y vi muy cerca la espalda de su camisa blanca, las manos en los bolsillos. Cuando se retiró de la ventana, dejó entrar en mi campo visual a Janet de nuevo. No se hablaban. Parecían enfadados, con uno de esos momentáneos silencios tensos que siguen a una discusión entre marido y mujer. Entonces Janet se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Era raro que llevara medias transparentes y zapatos de tacón alto con el delantal puesto. Se echó las manos a la cara y se puso a llorar. Él, entonces, se agachó a su lado, pero no para consolarla, sino que se limitó a observarla en su llanto. Y fue entonces, al agacharse, cuando le vi la cara. Su cara era mi cara. El hombre que estaba allí, en mangas de camisa, era exactamente igual que yo. No es que hubiera un gran parecido, es que las facciones eran idénticas, eran las mías, como si me viera en un espejo, o, mejor dicho, como si me estuviera viendo en una de aquellas películas familiares que habíamos rodado al poco de nacer Martin. El padre de Janet nos había regalado una cámara, para que tuviéramos imágenes de nuestro niño cuando ya no fuera niño. El padre de Janet tenía dinero antes de la guerra, y yo confiaba en que Janet, pese a las estrecheces, hubiera podido filmar algo de aquellos años de Martin que yo me había perdido. Pensé si quizá no estaba viendo eso, una película. Si quizá no había llegado justo en el momento en que Janet, nostálgica, estaba proyectando en el salón una vieja escena de antes de mi partida. Pero no era así, porque lo que yo veía estaba en color, no en blanco y negro, y además, nunca había habido nadie que nos filmara a ella y a mí desde aquella ventana, pues lo que veía lo veía desde el ángulo que yo ocupaba en aquel momento. 

El hombre que estaba allí era real, de haber roto el cristal podría haberlo tocado. Y allí estaba, agachado, con mis mismos ojos, y mi misma nariz, y mis mismos labios, y el pelo rubio y rizado, y hasta tenía la pequeña cicatriz al final de la ceja izquierda, una pedrada de mi primo Derek en la infancia. Me toqué la pequeña cicatriz. Ya era de noche.
Ahora estaba hablando, pero el cristal cerrado no permitía oír las palabras, y el llanto de Martin había cesado desde que habían entrado en la habitación. Era Janet quien sollozaba ahora, y el hombre que era igual que yo le decía cosas, agachado, a su altura, pero por su expresión se veía que tampoco las palabras eran de consuelo, sino quizá de burla, o de recriminación. La cabeza me daba vueltas, pero aun así pensé, dos, tres ideas, a cuál más absurda. Pensé que ella había encontrado a un hombre idéntico a mí para suplantarme durante mi larga ausencia. También pensé que se había producido una incomprensible alteración o cancelación del tiempo, que aquellos cuatro años habían sido en verdad olvidados, borrados, como yo deseaba ahora para la reanudación de mi vida con Janet y el niño. Los años de guerra y prisión no habían existido, y yo, Tom Booth, no había ido a la guerra ni había sido hecho prisionero, y por eso estaba allí, como cualquier día, discutiendo con Janet a la vuelta del trabajo. Había pasado con ella aquellos cuatro años. Yo, Tom Booth, no había sido llamado a filas y había permanecido en casa. Pero entonces, ¿quién era yo, el que miraba por la ventana, el que había caminado hasta aquella casa, el que acababa de regresar de un campo de concentración alemán? ¿A quién pertenecían tantos recuerdos? ¿Quién había combatido? Y pensé también otra cosa: que la emoción de la llegada me estaba haciendo ver una escena del pasado, alguna escena anterior a mi marcha, quizá la última, algo que había olvidado y que ahora venía a mí con la fuerza de la recuperación. Quizá Janet había llorado el último día, porque me marchaba y podían matarme, y yo me lo había tomado a broma. Eso podía explicar el llanto del niño, Martin, aún bebé. Pero lo cierto es que todo aquello no era una alucinación, no lo imaginaba ni lo rememoraba, sino que lo veía. Y además, Janet no había llorado antes de mi partida. Era una mujer con mucha entereza, no dejó de sonreír hasta el último instante, no dejó de comportarse con naturalidad, como si yo no fuera a marcharme, sabía que lo contrario me lo habría hecho todo más difícil. Iba a llorar hoy, pero sobre mi hombro, al abrirme la puerta, mojándome la chaqueta.

No, no estaba viendo nada del pasado, nada que hubiera olvidado. Y de ello tuve absoluta certeza cuando vi que el hombre, el marido, el hombre que era yo, Tom, se ponía de pronto en pie y agarraba del cuello a Janet, a su mujer, mi mujer, sentada en el sofá. La agarró del cuello con ambas manos y supe que empezó a apretar, aunque lo que yo veía era la espalda de Tom de nuevo, mi espalda, la enorme camisa blanca que tapaba a Janet, sentada en el sofá. De ella sólo veía los brazos extendidos, los brazos que daban manotazos al aire y luego se ocultaban tras la camisa, quizá en un desesperado intento por abrir mis manos que no eran mías; y luego, al cabo de unos segundos, los brazos de Janet volvieron a aparecer, a ambos lados de la camisa que yo veía de espaldas, pero ahora para caer inertes. Oí de nuevo el llanto del niño, que atravesaba los cristales de las ventanas cerradas. El hombre salió entonces del salón, por la izquierda, seguramente iba a nuestro dormitorio, donde estaba el niño. Y al apartarse vi a Janet muerta, estrangulada. Se le habían subido las faldas en el forcejeo, había perdido uno de los zapatos de tacón alto. Le vi las ligas en las que no había querido pensar durante aquellos cuatro años.
Estaba paralizado, pero aun así pensé: el hombre que es yo, el hombre que no se ha movido de Chesham durante todo este tiempo va a matar también a Martin, o al niño nuevo, si es que Janet y yo hemos tenido otro niño durante mi ausencia. Tengo que romper el cristal y entrar y matar al hombre antes de que él mate a Martin o a su propio hijo recién nacido. Tengo que impedirlo. Tengo que matarme ahora mismo. Sin embargo, yo estoy de este lado del cristal, y el peligro seguiría dentro.

Mientras pensaba todo esto el llanto del niño se interrumpió, y se interrumpió de golpe. No hubo los lloriqueos propios de la paulatina calma, del progresivo sosiego que va llegando a los niños cuando se los coge en brazos, o se los mece, o se les canta. Antes de mi partida yo le cantaba a Martin la canción de Lord Rendall, y a veces conseguía que se apaciguara y dejara de llorar, pero lo conseguía muy lentamente, cantándosela una y otra vez. Sollozaba, cada vez más débilmente, hasta quedarse dormido. Ahora aquel niño, en cambio, se había callado de repente, sin transición alguna. Y sin darme cuenta, en medio del silencio, empecé a cantar la canción de Lord Rendall junto a la ventana, la que solía cantarle a Martin y comienza diciendo: «¿Dónde has estado todo el día, Rendall, hijo mío?», sólo que yo le decía: «¿Dónde has estado todo el día, Martin, hijo mío?». Y entonces, al empezar a cantarla junto a la ventana, oí la voz del hombre que, desde nuestra alcoba, se unía a la mía para cantar el segundo verso: «¿Dónde has estado todo el día, mi precioso Tom?». Pero el niño, mi niño Martin o su niño que también se llamaba Tom, ya no lloraba. Y cuando el hombre y yo acabamos de cantar la canción de Lord Rendall, no pude evitar preguntarme cuál de los dos tendría que ir a la horca.

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