"El Retorno de Imray" (The return of Imray) es un relato fantástico del escritor británico Rudyard Kipling, publicado en 1891.El cuento es nada menos que la secuela de uno de los mejores relatos de terror de la literatura inglesa: La marca de la bestia (The mark of the beast). Aquí Rudyard Kipling retoma el hilo de aquella historia, con algunas adiciones fantasmagóricas verdaderamente originales.
En este relato reaparece el registro fantástico, que ahora alcanza altas cotas de horror y complacencia macabra. Este relato, al igual que “La marca de la bestia”, tiene como personaje destacado al comisario Strickland, lo que le da un cierto aire policiaco. Sin embargo, la reparación de la falta, en ambos textos, solo se alcanza con un ejercicio de violencia. Las reglas éticas parecen desdibujarse con la latitud, y los personajes del primero de los relatos no dudan en reconocer que: “habíamos perdido para siempre nuestra dignidad de británicos”.
Imray consiguió lo imposible. Sin previo aviso, sin motivo concebible, en plena juventud, en el umbral de su carrera, se le antojó desaparecer del mundo, es decir, de la pequeña estación de la India donde vivía.
Un día como hoy, aparecía lleno de vida, sano, feliz, perfectamente visible entre las mesas de billar del Club. Cierta mañana, desapareció, y ninguna de las diversas búsquedas que se emprendieron arrojó resultados sobre su paradero. Había abandonado su lugar en el mundo. No había acudido a su despacho a la hora habitual y su dog-cart no aparecía en ninguna vía pública. Por este motivo y porque estaba obstaculizando en un grado microscópico el poderoso mecanismo de la administración del Imperio de la India, el Imperio se detuvo un instante microscópico para investigar el destino de Imray. Se dragaron los estanques y los pozos y se despacharon telegramas a lo largo de las líneas del ferrocarril, hasta el puerto de mar más próximo, a doscientas millas de distancia… Pero Imray no aparecía al extremo de los cables de las dragas, ni en los hilos de telégrafos. Se había ido, y la pequeña estación donde vivía no volvió a saber nada de él. Después, la poderosa maquinaria del gran Imperio de la India siguió su curso, pues no podía retrasar su marcha, e Imray dejó de ser un hombre para convertirse en un misterio, es decir, una de esas cosas que sirven para que los hombres hablen durante un mes alrededor de las mesas del Club, y que luego se olvidan por completo. Sus armas, sus caballos y sus coches se vendieron al mejor postor. Su superior escribió una carta absurda a la madre, en la que declaraba que Imray había desaparecido de forma inexplicable y que su bungalow estaba vacío.
Al cabo de tres o cuatro meses de calor sofocante, mi amigo Strickland, de la policía, creyó conveniente alquilar el bungalow al propietario indígena. Esto sucedió antes de que estableciera relaciones formales con Miss Youghal —un suceso que ha sido descrito en otra parte—, en los tiempos en que sus investigaciones se centraban en la vida indígena. Su forma de vida era bastante peculiar, y la gente deploraba su conducta y sus costumbres. Siempre había alimentos en la casa, pero jamás se comía a horas regulares. Comía de pie, o paseándose de un lado a otro, cualquier cosa que encontrara en la despensa… una costumbre no demasiado aconsejable para los seres humanos. Sus enseres domésticos se limitaban a seis rifles, tres revólveres, cinco sillas de montar y una colección de sólidas cañas para la pesca del masheer, más grandes y resistentes que las que se emplean para la pesca del salmón. Todas estas cosas ocupaban la mitad del bungalow. La otra mitad se la había cedido Strickland a su perra, Tietjens, una enorme bestia de Rampur que devoraba diariamente la ración de dos hombres. La perra le hablaba a Strickland en su propio lenguaje, y, siempre que salía a dar un paseo fuera de casa y observaba algo cuya intención iba encaminada a destruir la paz de Su Majestad, la Reina Emperatriz, regresaba inmediatamente con su amo y le proporcionaba la información. Strickland tomaba las medidas oportunas; problemas, multas y encarcelamiento de algunas personas solía ser el resultado de sus pesquisas. Los indígenas creían que Tietjens era un demonio familiar y la trataban con gran respeto… un respeto que tenía su origen en el miedo y en el odio. Uno de los cuartos del bungalow estaba reservado especialmente para su uso personal. Poseía un somier, una manta y un abrevadero. Si alguien entraba por la noche en la habitación de Strickland, tenía la costumbre de derribar al intruso y ladrar desaforadamente hasta que llegara alguien con una luz. De hecho, la perra le había salvado la vida a Strickland en cierta ocasión, cuando se encontraba en la Frontera persiguiendo a un asesino local. Al despuntar el alba, el asesino se presentó en la tienda de Strickland con intención de mandarle a un lugar situado más allá de las islas Andamán. Tietjens atrapó al hombre cuando se arrastraba hacia el interior de la tienda con una daga entre los dientes. Una vez establecido ante los ojos de la ley el historial de sus iniquidades, el asesino fue conducido a prisión. Desde entonces Tietjens lleva un collar de plata en bruto y ostenta un monograma en su manta de cama, y la manta es nada menos que de doble tejido de Cachemira… y es que Tietjens es una perra muy delicada.
Bajo ninguna circunstancia podía separarse de Strickland. En una ocasión, cuando su amo estaba postrado por la fiebre, causó enormes problemas a los médicos, pues no encontraba la forma de ayudar a su amo y no permitía que ningún otro animal lo intentara. Macarnaght, del servicio médico de la India, se vio obligado a golpearla en la cabeza con la culata de una pistola, antes de que el animal se diera cuenta de que debía dejar sitio a los que podían administrar quinina.
Poco tiempo después de que Strickland alquilara el bungalow de Imray, algunos asuntos personales me obligaron a pasar unos días en aquella estación. Como venía siendo habitual, los alojamientos del Club estaban al completo, de modo que fui a alojarme en casa de Strickland. Era un atractivo bungalow de ocho habitaciones, con un tejado recubierto de paja para evitar las goteras producidas por la lluvia. Bajo la brea del tejado se extendía un techo de tela, similar a un techo blanqueado con cal. El propietario lo había repintado cuando Strickland alquiló el bungalow. A menos que ustedes conozcan cómo están construidos los bungalows en la India, jamás sospecharían que por encima de la tela reinan las tinieblas cavernosas del tejado triangular, donde las vigas y los espacios interiores cobijan toda suerte de ratas, murciélagos, hormigas, y demás bichos ponzoñosos.
Tietjens me dio la bienvenida en la veranda, con un ladrido que se parecía al estampido de la campana de St Paul, y posó sus patas delanteras en mi espalda para darme a entender que se alegraba de verme. Strickland se las había ingeniado para preparar con sus propias manos una especie de comida que denominó desayuno, e inmediatamente después de ingerirla salió a cumplir con sus obligaciones. Así que me quedé solo, en compañía de Tietjens y mis propios asuntos personales. El calor del verano se iba atenuando y daba paso a la cálida humedad de las lluvias. No había apenas movimiento en el aire caliente, pero la lluvia caía a ráfagas sobre la tierra y levantaba una neblina azulada al rebotar en los charcos de agua. Los bambúes, las anonas, las flores de Pascua y los mangos del jardín se mantenían inmóviles bajo el azote del agua tibia, y las ranas empezaban a croar entre los setos de aloes. Un poco antes de la caída de la noche, cuando arreciaba la lluvia, me senté en la veranda trasera y escuché el rugido de la lluvia al romper en los aleros; tuve que rascarme varias veces, porque estaba cubierto de eso que se denomina «salpullido provocado por exceso de calor». Tietjens salió conmigo y apoyó la cabeza sobre mis rodillas: estaba muy triste. Cuando el té estuvo preparado, le di unas cuantas galletas y salí a tomarlo a la veranda, pues allí me sentía un poco más fresco. Las habitaciones del bungalow, a mis espaldas, habían quedado sumidas en la oscuridad. Podía sentir el olor de las sillas de montar de Strickland, el aceite de sus armas de fuego, y no tenía ganas de sentarme entre esas cosas.
Mi sirviente personal vino a buscarme a la caída de la noche, con la muselina de sus ropas completamente ceñida a su cuerpo mojado, y me anunció que un caballero había llamado y que deseaba ser recibido. Muy en contra de mi voluntad —tal vez a causa de la oscuridad que reinaba en las habitaciones—, me dirigí al desierto salón y le ordené a mi sirviente que trajera las lámparas. No sé si allí había estado esperando, o no, un visitante —de hecho me pareció ver una figura junto a una de las ventanas—, pero, cuando trajeron las lámparas e iluminaron el salón, no había nada, a excepción del chapoteo de la lluvia en el exterior y el olor de la tierra mojada en mis narices. Le expliqué a mi sirviente que tenía menos juicio de lo que debería tener y regresé a la veranda para hablar con Tietjens. La perra se había metido bajo la lluvia y me costó bastante trabajo conseguir que volviera a mi lado, incluso sobornándola con galletas azucaradas. Strickland llegó a la hora de la cena, completamente calado, y lo primero que dijo fue:
—¿Ha venido alguien?
Le pedí disculpas y le expliqué que mi sirviente me había hecho ir al salón, pero que se trataba de una falsa alarma. Tal vez, algún vagabundo había intentado hablar con Strickland, después se lo había pensado mejor y había desaparecido sin dar su nombre. Strickland ordenó que sirvieran la cena, sin hacer ningún comentario, y como se trataba de una verdadera cena, acompañada incluso de un mantel blanco, nos sentamos a la mesa.
A las nueve en punto, Strickland anunció que quería irse a la cama; yo también estaba muy cansado. Tietjens, que había estado tumbada debajo de la mesa, se levantó y se dirigió a la veranda, al rincón más abrigado, en cuanto su amo se retiró a su dormitorio, que estaba al lado del majestuoso dormitorio reservado a Tietjens. Si una simple esposa hubiera deseado dormir en el exterior, bajo la lluvia persistente, no habría tenido ninguna importancia; pero Tietjens era una perra, y por tanto, un animal más noble. Miré a Strickland; esperaba verle coger el látigo y salir a despellejarla viva. Se limitó a sonreír de una manera extraña, como sonreiría un hombre que acaba de contar una desagradable tragedia doméstica.
—Siempre hace lo mismo, desde que vinimos a vivir aquí —dijo—. Déjala.
La perra, al fin y al cabo, era la perra de Strickland, así que no dije nada, pero comprendí lo que Strickland sentía al quitarle importancia al asunto. Tietjens se instaló al otro lado de la ventana de mi dormitorio. Los truenos se sucedían, retumbaban en el tejado y, finalmente, morían a lo lejos. Los relámpagos salpicaban el cielo como un huevo lanzado contra la puerta de un granero, pero los resplandores eran de color azul pálido, no amarillo. Al mirar a través de las ranuras de la persiana de bambú, pude ver que la perra estaba erguida, en la veranda, con los pelos del torso erizados y las patas ancladas firmemente en el suelo, tan tensas como los cables metálicos que mantienen un puente en suspensión. Intenté dormir en los cortos intervalos que dejaba el estallido de los truenos, pero tenía la sensación constante de que alguien me reclamaba con urgencia. Quienquiera que fuese, me llamaba por mi nombre, pero su voz no era más que un ronco rumor. Los truenos cesaron y Tietjens se adentró en el jardín y se puso a ladrar a la luna, que descendía en el horizonte. Alguien intentó abrir la puerta de mi dormitorio, caminó de un lado a otro de la casa y se detuvo a respirar profundamente en las verandas; y, justo cuando empezaba a dormirme, me pareció oír golpes y gritos desordenados en algún lugar por encima de mi cabeza… o tal vez en la puerta.
Corrí a la habitación de Strickland y le pregunté si se encontraba mal y si me había llamado. Estaba tumbado en la cama, medio desnudo, con una pipa en la boca.
—Ya suponía que vendrías —dijo—. ¿Dices que si he estado paseando por la casa hace un rato?
Le expliqué que había escuchado pasos en el comedor, en el cuarto de fumar, y en dos o tres habitaciones más. Él se limitó a reír y me dijo que volviera a acostarme. Me metí en la cama y dormí hasta la mañana, pero, en medio de mis sueños confusos, tenía la extraña convicción de que estaba cometiendo una injusticia con alguien al no atender sus demandas. No sabría decir con exactitud en qué consistían esas demandas, pero Alguien que se agitaba desasosegadamente, suspiraba, manoseaba los cerrojos de las puertas, acechaba y deambulaba por la casa, me recriminaba por mi negligencia. Medio dormido, escuché los ladridos de Tietjens en el jardín y el chapoteo de la lluvia.
Estuve alojado en el bungalow dos días. Strickland se iba a la oficina y me dejaba solo durante ocho o diez horas, con Tietjens como única compañía. Mientras duraba la luz del sol, me encontraba a gusto, y Tietjens también; pero, al anochecer, nos trasladábamos a la veranda trasera, donde nos acariciábamos el uno al otro y disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Estábamos solos en la casa y, sin embargo, se sentía la presencia de un inquilino con el que no deseaba ninguna clase de trato. No llegué a verle, pero lo que sí pude ver fue el movimiento de las cortinas que separaban las diferentes piezas de la casa justo en el momento en que acababa de pasar, y escuché también el crujido del bambú de las sillas cuando se liberaban del peso que habían estado soportando. Y en cierta ocasión, cuando entré a buscar un libro en el comedor, sentí que alguien, agazapado entre las sombras de la veranda principal, esperaba a que yo saliera de allí. Tietjens contribuía a hacer más interesante el anochecer mirando ferozmente hacia el interior de las habitaciones oscuras y persiguiendo con el pelo erizado los movimientos de algo que no se podía ver. No entró en ninguna habitación, pero sus ojos se movían de un lado a otro con un interés obsesivo: era más que suficiente. Sólo cuando mi sirviente vino a encender las lámparas y dejar habitable la casa, la perra entró conmigo y pasó el tiempo sentada sobre sus ancas, vigilando los movimientos de un ser invisible a mis espaldas. Los perros son unos alegres compañeros.
Le expliqué a Strickland, lo más amablemente que pude, que regresaría al Club y que intentaría conseguir alojamiento allí. Admiraba su hospitalidad, me agradaban sus armas y sus cañas de pescar, pero me inquietaban su casa y su atmósfera. Me escuchó hasta el final; después sonrió con aire aburrido, pero sin desprecio, pues Strickland es un hombre sumamente comprensivo.
—Quédate —dijo—, y espera a que averigüemos qué significa todo esto. Estoy al corriente de todo lo que me has contado desde que alquilé el bungalow. Quédate y espera. Tietjens me abandona. ¿Vas a hacerlo tú también?
Yo le había ayudado en un pequeño asunto, relacionado con un ídolo pagano, que estuvo a punto de abrirme las puertas de un asilo para enfermos mentales y no tenía ganas de ayudarle en nuevas experiencias. Era un hombre a quien le caían las cosas desagradables con la misma naturalidad con que les caen a las personas corrientes las invitaciones a cenar.
Por consiguiente, le expliqué con claridad que le profesaba un gran afecto y que estaría encantado de verle durante el día, pero que no me interesaba dormir bajo su techo. Esto sucedió después de cenar; Tietjens había salido ya a tumbarse en la veranda.
—¡Por mi alma! ¡No me sorprende! —dijo Strickland, con la mirada fija en la tela del techo—. ¡Mira allí!
Las colas de dos serpientes de color oscuro colgaban entre el techo y la cornisa de la pared. Proyectaban largas sombras a la luz de las lámparas.
—Tenías miedo de las serpientes, sin duda —dijo.
Temo y odio a las serpientes; porque, cuando se mira al fondo de los ojos de una serpiente, se vislumbra que sabe todo lo que hay que saber sobre la caída del hombre, y que siente el mismo desprecio que sintió el Demonio cuando Adán fue expulsado del Edén. Además, su picadura es casi siempre fatal, aparte de que se te pueden colar por las perneras de los pantalones.
—Deberías revisar el techo —dije—. Dame una caña de masheer, y las haremos caer al suelo.
—Se esconderán entre las vigas del techo —dijo Strickland—. No puedo soportar que haya serpientes sobre mi cabeza. Subiré al techo. Si consigo echarlas abajo, estate preparado con una baqueta y golpéalas hasta hacerlas pedazos.
No me entusiasmaba ayudar a Strickland en este trabajo, pero cogí la baqueta y esperé en el comedor. Strickland trajo una escalera de jardinero de la veranda y la colocó contra la pared de la habitación. Las colas de las serpientes se retiraron y desaparecieron por el hueco. Podíamos escuchar el ruido seco que hacían los largos cuerpos al reptar por la holgada tela del techo en su huida precipitada. Strickland cogió una lámpara y se la llevó, mientras yo intentaba hacerle comprender el peligro que entrañaba cazar serpientes ocultas entre el techo y el tejado, aparte de los daños que ocasionaría a la propiedad si se desgarraba la tela del techo.
—¡Tonterías! —dijo Strickland—. Seguro que irán a esconderse cerca de las paredes, por la tela. Los ladrillos están demasiado fríos para ellas, y lo que buscan es el calor de la habitación.
Después metió la mano por el extremo de la tela y la rasgó a partir de la cornisa. La tela cedió produciendo un estrepitoso sonido de desgarramiento. Un instante después introdujo la cabeza en el oscuro hueco abierto en el ángulo de las vigas del tejado. Yo apreté los dientes y levanté la baqueta, pues no tenía la menor idea de lo que podía caer.
—¡Hum! —dijo Strickland, y su voz retumbó en el tejado—. Aquí arriba hay espacio para hacer unas cuantas habitaciones… ¡Por Júpiter! ¡Alguien las está ocupando ya!
—¿Serpientes? —dije desde abajo.
—No. Un búfalo. Alcánzame las dos últimas piezas de una caña de masheers, y lo empujaré. Está tumbado en la viga principal del tejado.
Le alcancé la caña.
—¡He aquí un nido de búhos y serpientes! No me sorprende que les guste vivir aquí a las serpientes —dijo Strickland, penetrando un poco más en el interior del tejado.
Vi su codo debatiéndose con la caña.
—¡Sal de ahí, quienquiera que seas! ¡Cuidado con la cabeza ahí abajo! ¡Esto se cae!
Vi que la tela del techo se hundía casi en el centro de la habitación, formando una especie de saco con un bulto que presionaba con fuerza hacia abajo, hasta rozar la lámpara encendida que había sobre la mesa. Alejé la lámpara del peligro y di unos pasos hacia atrás. Entonces la tela se desprendió de las paredes, se desgarró, se agitó, se partió en dos, y dejó caer sobre la mesa algo que no me atreví a mirar hasta que Strickland bajó de la escalera y se puso a mi lado. No dijo gran cosa; era un hombre de pocas palabras. Recogió los extremos del mantel y cubrió los restos que estaban sobre la mesa.
—¡Qué sorpresa! —dijo, colocando la lámpara sobre la mesa—. Nuestro amigo Imray ha vuelto. ¡Oh! ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres?
Se produjo un movimiento bajo el mantel y una pequeña serpiente salió reptando, para acabar aplastada por el mango de la caña de masheer. Strickland se quedó pensativo y se sirvió algo de beber. La cosa que había bajo el mantel no dio más señales de vida.
—¿Es Imray? —pregunté.
Strickland retiró el mantel durante un instante y miro.
—Es Imray —dijo—. Tiene la garganta abierta de oreja a oreja.
Entonces, los dos a la vez, pensamos en voz baja:
—Esta es la razón por la que se escuchaban esos murmullos por toda la casa.
Tietjens, en el jardín, se puso a ladrar de forma salvaje. Poco después su enorme hocico empujó la puerta del comedor. Aspiró profundamente y se quedó tranquila. El mugriento techo de tela colgaba casi al nivel de la mesa y apenas quedaba espacio para alejarse del siniestro descubrimiento. Tietjens entró y se sentó. Tenía los dientes al descubierto bajo los belfos y las patas delanteras plantadas en el suelo. Miró a Strickland.
—Es un mal asunto, mi vieja amiga —dijo—. Los hombres no suelen trepar a los tejados de los bungalows para morir, y no cierran la tela del techo tras ellos. Hemos de reflexionar sobre esta cuestión.
—Vamos a reflexionar a otra parte —dije.
—¡Excelente idea! Apaga las lámparas. Iremos a mi dormitorio.
No apagué las lámparas. Entré el primero en el dormitorio de Strickland y dejé que él restableciera la oscuridad. Después me siguió. Encendimos nuestras pipas y reflexionamos. Strickland reflexionó. Yo fumé ansiosamente… Estaba asustado.
—Imray ha vuelto —dijo Strickland—. La cuestión es: ¿quién asesinó a Imray? No digas nada, ya tengo una idea. Cuando alquilé este bungalow, tomé a mi cargo a la mayoría de los sirvientes de Imray. Imray era un hombre bondadoso e inofensivo, ¿no crees?
Asentí; aunque el bulto que había bajo la tela no parecía ninguna de esas dos cosas.
—Si llamo a todos los sirvientes, se ampararán en la multitud y mentirán como El arios. ¿Qué sugieres?
—Llámales de uno en uno —dije.
—En ese caso saldrán corriendo a informar a sus compañeros —dijo Strickland—. Debemos mantenerlos separados. ¿Crees que tu sirviente sabe algo?
—Tal vez, no lo sé; pero me parece poco probable. Ha estado aquí sólo dos o tres días —respondí—. ¿Cuál es tu idea?
—No puedo explicártelo ahora. ¿Cómo demonios se las apañó para pasar el cuerpo al otro lado del techo?
Se escuchó una sonora tos al otro lado de la puerta del dormitorio de Strickland. Esto significaba que Bahadur Khan, su ayuda de cámara, se había despertado y venía a ayudar a Strickland a meterse en la cama.
—Pasa —dijo Strickland—. Hace mucho calor esta noche, ¿verdad?
Bahadur Khan, un enorme Mahometano de seis pies, tocado con un turbante verde, declaró que, efectivamente, hacía mucho calor esa noche, pero que volvería a llover, lo cual, con el permiso de su Señoría, sería de gran ayuda para el campo.
—Así será, si Dios quiere —dijo Strickland, mientras se quitaba las botas—. Se me ha metido en la cabeza, Bahadur Khan, que te he hecho trabajar despiadadamente muchos días… desde el primer día que entraste a mi servicio. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
—¿Es que lo ha olvidado el Hijo del Cielo? Fue cuando el Sahib Imray partió en secreto hacia Europa; y yo —sí, yo también— entré al honorable servicio del protector de los pobres.
—¿Así que el Sahib Imray se fue a Europa…?
—Eso es lo que se dice entre los que fueron sus sirvientes.
—Y tú, ¿entrarás de nuevo a su servicio cuando regrese?
—Sin dudarlo, Sahib. Era un buen amo, y protegía a los que dependían de él.
—Eso es cierto. Estoy muy cansado, pero mañana voy a salir a cazar gamos. Tráeme el rifle que suelo usar para cazar gamos. Está en el estuche de allá.
El sirviente se paró ante el estuche; cogió los cañones, la culata y las demás piezas y se las tendió a Strickland, que las ensambló bostezando con aire de tristeza. Después metió la mano en el estuche, cogió un cartucho y lo introdujo en la recámara de la Express 360.
—¡Así que el Sahib Imray se fue a Europa en secreto! Es muy extraño, Bahadur Khan, ¿no crees?
—¿Qué puedo saber yo de la conducta del hombre blanco, Hijo del Cielo?
—Muy poco, ciertamente. Pero sabrás algo más dentro de un instante. Al parecer, el Sahib Imray ha regresado de sus largos viajes y en este preciso momento está descansando en la habitación de al lado, esperando a su sirviente.
—¡Sahib!
La luz de la lámpara brilló a lo largo de los cañones del rifle cuando se pusieron a la altura del fuerte pecho de Bahadur Khan.
—¡Ve allí y mira! —dijo Strickland—. Coge una lámpara. Tu amo está cansado y te espera. ¡Ve!
El hombre cogió una lámpara y entró en el comedor, seguido de Strickland, que casi le empujaba con la boca del rifle. Durante unos instantes miró hacia las negras profundidades que se extendían más allá del techo de tela, después hacia la retorcida serpiente que había bajo sus pies, y, finalmente, mientras su rostro adquiría un barniz grisáceo, hacia la cosa que yacía bajo el mantel.
—¿Lo has visto? —dijo Strickland, tras un momento de silencio.
—Lo he visto. Soy arcilla en las manos del hombre blanco. ¿Qué va a hacer su Presencia?
—Colgarte dentro de un mes. ¿Te parece poco?
—¿Por matarlo? No, Sahib, piénselo. Una vez, cuando paseaba entre nosotros, sus sirvientes, fijó sus ojos sobre mi hijo, que sólo tenía cuatro años. ¡Él lo hechizó! Y a los diez días murió de fiebre… ¡mi hijo!
—¿Qué dijo el Sahib Imray?
—Dijo que era un niño muy hermoso, y le dio una palmada en la cabeza; por eso murió mi hijo. Por eso yo maté al Sahib Imray, al anochecer, cuando regresó de la oficina, mientras dormía. Por eso lo llevé a rastras hasta las vigas del techo y lo arreglé después. El Hijo del Cielo lo sabe todo. Yo soy el sirviente del Hijo del Cielo.
Strickland me miró por encima del rifle y dijo en inglés vernáculo:
—¿Has oído lo que acaba de decir? Él lo mató.
El rostro de Bahadur Khan se veía de un color gris ceniciento a la luz de la lámpara. Enseguida sintió la necesidad de justificarse.
—Estoy atrapado —dijo—, pero el crimen lo cometió aquel hombre. Él echó un embrujo a mi hijo, y yo lo maté y lo escondí. Sólo los hombres que se sirven de los demonios —miró fijamente a Tietjens, que estaba tendida delante de él, imperturbable—, sólo esa clase de hombres podrían saber lo que hice.
—Fue muy ingenioso. Pero deberías haberle atado a la viga con una soga. Ahora serás tú el que cuelgue de una soga. ¡Ordenanza!
Un soñoliento policía respondió a la llamada de Strickland. Le seguía otro policía. Tietjens continuaba mostrando una tranquilidad maravillosa.
—Llevadlo a la comisaría —dijo Strickland—. Es un caso urgente.
—¿Me colgarán, entonces? —dijo Bahadur Khan, sin hacer el menor intento de escapar y manteniendo los ojos fijos en el suelo.
—Si el sol brilla y el agua corre… ¡sí! —dijo Strickland.
Bahadur Khan dio un paso hacia atrás, se estremeció de pronto y se quedó inmóvil. Los dos policías esperaban nuevas órdenes.
—¡Marchaos! —dijo Strickland.
—¡No! Yo me iré más rápido —dijo Bahadur Khan—. ¡Mirad! Soy ya un hombre muerto.
Levantó el pie; la cabeza de la moribunda serpiente estaba aferrada al dedo meñique y mordía con rabia en la agonía de la muerte.
—Yo provengo de una familia de propietarios —dijo Bahadur Khan, balanceándose ligeramente—. Para mí sería una deshonra marchar en público al cadalso. Por eso elijo este otro camino. Recuerden que las camisas del Sahib están correctamente numeradas y que hay una pastilla extra de jabón en la jofaina. Mi hijo fue hechizado, y yo asesiné al brujo. Mi honor está a salvo, y… Y… muero.
Murió al cabo de una hora, como mueren los que han sido picados por una pequeña karaitde piel oscura, y los policías se llevaron su cuerpo, el de Bahadur Khan, y el de la cosa que había bajo el mantel, al lugar adecuado. Era todo lo que se necesitaba para esclarecer la desaparición de Imray.
—Esto —dijo Strickland con calma, al tiempo que trepaba a su cama—, esto es lo que se llama el siglo XIX. ¿Has oído lo que dijo ese hombre?
—Lo he oído —respondí—. Imray cometió un error.
—Simplemente porque no conocía la naturaleza de los orientales… y la coincidencia de una pequeña fiebre estacional. Bahadur Khan había estado a su servicio durante cuatro años.
Sentí un escalofrío. Mi sirviente personal llevaba a mi servicio el mismo tiempo. Cuando entré en mi dormitorio, mi sirviente me estaba esperando, impasible, como la efigie de cobre de un penique, para ayudarme a quitarme las botas.
—¿Qué le ha pasado a Bahadur Khan? —dije.
—Fue mordido por una serpiente y murió. El resto lo sabe el Sahib —fue la respuesta.
—¿Y qué es exactamente lo que sabes tú sobre el resto del asunto?
—Todo lo que se puede deducir de Uno que venía al anochecer a exigir una satisfacción. Despacio, Sahib. Déjeme que le ayude a quitarse las botas.
Justo en el momento en que empezaba a coger el sueño, muerto de cansancio, escuché el grito de Strickland, al otro lado del bungalow.
—¡Tietjens ha vuelto a su sitio!
Así lo hizo, en efecto. El gran lebrel se tumbó majestuosamente en su propia cama, sobre su propia manta, en su propio cuarto, al lado del de Strickland. En el comedor, la desgarrada tela del techo oscilaba sobre la mesa, inútil, despojada de su siniestra carga.
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