"La Bella Durmiente del Bosque" es un cuento de hadas nacido de la tradición oral. Las versiones más difundidas del cuento son, en orden cronológico, Sol, Luna y Talía, del italiano Giambattista Basile (Pentamerón, 1634), La bella del bosque durmiente, del francés Charles Perrault (Los cuentos de mamá gansa, 1697) y Rosita de Espino o La Bella durmiente del bosque, de los alemanes Jacob y Wilhelm Grimm (Cuentos para la infancia y el hogar, 1812).
En la actualidad, las versiones más populares suelen ser relatos basados en el cuento de Charles Perrault e influidos por elementos del de los hermanos Grimm. El éxito de la versión cinematográfica de Walt Disney Pictures, de 1959, contribuyó mucho en la popularización de la historia a nivel mundial.
Tras una larga esterilidad, un rey y una reina tienen una hija. Cuando la niña cumple un año de edad, invitan a un festejo en honor de la niña a siete hadas que, mediante encantamientos, le otorgan dones positivos. Pero entonces, irrumpe La Reina Malvada de un país vecino, a la que no pudieron invitar porque no había platos suficientes, y esta, ofendida, sentencia que el día que la princesa cumpla dieciocho años se pinchará un dedo con el huso de una rueca y morirá. No obstante, una de las hadas invitadas que todavía no había otorgado su don a la princesa, mitiga la maldición de La Malvada Reina de manera que, cuando la princesa cumpla dieciséis años, se pinchará el dedo con un huso pero, en vez de morir, dormirá un siglo. El rey prohíbe todos los husos y ruecas de hilar en su reino, y los manda quemar todos en una gran hoguera, pero todo es en vano: años más tarde, al cumplir la edad indicada, la princesa, curioseando en una torre del castillo, encuentra una anciana que hila con un huso. La muchacha lo toma, se pincha el dedo y cae dormida. El sueño se expande a todos los habitantes del castillo, y este queda cubierto bajo una espesa vegetación.
Cien años después, un príncipe escucha la historia de la bella durmiente y se dirige al castillo con intención de despertarla. La vegetación le abre paso. Cuando llega al castillo, encuentra a la princesa dormida y queda cautivado por su belleza. Una vez casados los dos jóvenes, el príncipe vuelve a su reino. Allí no revela a sus padres lo sucedido con la princesa, pues teme que su madre, de quien se dice que es en parte ogresa, atente contra su esposa y los hijos que eventualmente tendrá con ella. Estos finalmente son dos: una niña a la que llaman Aurora, y un niño al que llaman Día.
Cuando el rey muere, el príncipe hereda la corona y trae al reino a su esposa e hijos. Allí son bien recibidos por todos, menos por la reina madre. Así, un día el rey debe ausentarse y su familia se queda en el palacio. Entonces, la reina madre ordena al cocinero matar a Aurora y cocinarla para comérsela. Pero el cocinero hace que su esposa oculte a la niña, y en vez de a Aurora cocina un cordero, que la reina madre come convencida de que es su propia nieta. Lo mismo se repite con el príncipe Día y con la reina consorte (quien antes fue la bella durmiente): todos se esconden de la ogresa en casa del cocinero. Sin embargo, la ogresa pasa cerca de la casa y oye la risa de los niños y, percatada del engaño, ordena disponer una gran olla y meter en ella serpientes, sapos y todo tipo de criaturas asquerosas y letales para meter allí a la reina, al cocinero, a su esposa y a los niños. Cuando se dispone a ejecutar esta sentencia, llega el rey y, al verlo, la ogresa se lanza a la olla y es devorada por todas las alimañas que hay dentro. Finalmente, el rey libera a su esposa e hijos y al cocinero y su mujer, condecora a estos últimos por proteger a su familia y todos viven felices para siempre.
En Sol, Luna y Talía, la primera versión escrita que se conoce realizada por Basile, la protagonista se llama Talía (del griego Thaleia, "florecimiento"), en la de Perrault no se le da nombre propio y en la versión alemana de los Hermanos Grimm, se la llama Dornröschen ("Rosita espinosa" en alemán).
En la versión de Perrault, Aurora es el nombre de la hija de la protagonista, pero en la versión para ballet de Chaikovsky se transfiere el nombre a la madre. La película de la Disney conservó esta transferencia.
El nombre del relato más difundido en castellano (La bella durmiente, al que a veces se le añade "del bosque") se deriva del nombre que le dio Perrault. Sin embargo, como Perrault titula su cuento mediante la hipálage "La Belle au bois dormant", la traducción textual sería La bella del bosque durmiente.
Las fuentes del relato conjugan lo popular y oral con lo culto y escrito. Se conocen antecedentes indios, greco-latinos, islandeses, españoles y franceses. El germen del relato (doncella sumida en un sueño sobrenatural que despierta por la intervención de un amante) ya está presente en los siguientes textos:
- Saga Volsunga (texto islandés anónimo escrito a fines del siglo XIII, pero basado en poesías tradicionales anteriores): Brunilda (Brynhild) se gana el encono del dios Odín, que la encierra en un castillo remoto tras una pared de escudos. Allí, ella duerme rodeada por un anillo de llamas hasta que algún hombre la rescate y se case con ella. El héroe Sigurd (el Sigfrido del Cantar de los nibelungos) es quien finalmente lo hace.
- Blandín de Cornualles (poema occitano-catalán de fines del siglo XIII o principios del XIV): Un padre hace que su hija Brianda caiga en un sueño profundo y recluye su cuerpo dormido en la torre de un castillo custodiada por diez caballeros, una serpiente, un dragón y un sarraceno. Blandín vence a estos guardianes y despierta a la princesa por medio de un pájaro. Ambos se enamoran y se casan.
- Frayre de Joy e Sor de Plaser (poema occitano-catalán de mediados del siglo XIV): La princesa Hermana de Placer se duerme misteriosamente. Su padre manda construir en el campo una torre inaccesible donde deposita a la durmiente. El príncipe Hermano de Alegría oye lo ocurrido y se enamora de la princesa sin verla. El príncipe aprende magia con Virgilio y gracias a ella es el único que logra entrar en la torre. Allí, embaraza a la princesa dormida, que alumbra a su hijo sin despertar. Finalmente, un ave la despierta poniendo unas hierbas en su mano y se lo comunica al príncipe.
- Perceforest (texto francés compuesto hacia 1340): Inserto en la obra se encuentra una historia según la cual las diosas Venus, Lucina y Temis asisten a un convite por el nacimiento de la princesa Zellandine. Lucina le concede el don de la salud, pero Temis, ofendida porque los padres de la niña olvidaron poner un cubierto para ella, la condena a morir cuando se pinche con una astilla la primera vez que hile. Sin embargo, Venus atenúa la maldición cambiando la muerte por un sueño que durará hasta que la astilla sea quitada. Cuando Zellandine crece, se enamora de Troilo, un caballero que es obligado a ir a realizar ciertas tareas para demostrarse digno de ella. Ausente Troilo, se cumple la maldición, y Zellandine cae dormida. Un pájaro transporta a Troilo hasta la torre inaccesible en la que la princesa duerme. Allí, Troilo la embaraza sin despertarla; el niño, al nacer, mama el dedo de su madre, y así le extrae la astilla y la saca del sueño. Finalmente, la princesa y Troilo se casan.
Tanto los dos poemas catalano-occitanos como el Perceforest reelaboran la materia de Bretaña.
- Surya Bai: La erudita italiana Ester Zago sostiene que los poemas catalanes y la historia de Zellandine se derivan de una leyenda india. En el siglo XIX, la británica Mary Frere recogió esa leyenda de la tradición oral del sur de la India. Según este relato, la hijita de una lechera es secuestrada por un águila que con su pareja la cría en lo alto de un árbol. Las águilas la llaman Surya Bai (“Dama del Sol”). Un día se ausentan en busca de un anillo que obsequiar a la niña, y la dejan en el árbol protegida tras siete puertas de hierro. Una Raksha (demonio caníbal) aprovecha para tratar de cazar a la niña pero, cuando intenta sin éxito violar las puertas, una de sus uñas venenosas queda adherida a la puerta. Más tarde, cuando Surya Bai abre las puertas, se clava la uña en la mano y muere. Las águilas vuelven pero, entristecidas por la muerte de su hija adoptiva, se marchan para siempre. Finalmente, un rajá que está de cacería en el bosque divisa el nido de las águilas. Cuando sube y llega hasta Surya Bai, esta revive. La doncella se casa con el rajá, pero este tiene una madrastra que la odia. Cuando el rajá se ausenta, la madrastra la arroja a un estanque y la muchacha, en vez de ahogarse, se convierte en una flor de loto. El rajá, sin entender la desaparición de su esposa, se embelesa con la flor, y entonces la madrastra manda cortarla y quemarla. De las cenizas surge un árbol de mango que da un fruto. Un día la lechera se sienta a descansar bajo el árbol y el fruto cae en una de sus vasijas. En casa de la lechera, del fruto sale una mujer pequeña, que la familia acoge. Un día el rajá ve a la mujercita y reconoce en ella a Surya Bai. Esta finalmente cuenta su historia y se revela así que la madrastra del rajá es una criminal y que ella es la hija que la lechera había perdido. El rajá decide la muerte pública de su madrastra: planea ejecutarla con aceite hirviendo, pero finalmente lo hace echándola a un pozo lleno de serpientes.
Se sabe que Perceforest fue traducido al italiano en el siglo XVI, aunque se ignora si Basile conoció este texto o si simplemente tomó del vulgo temas folclóricos de la Campania.
Del relato de los Grimm se sabe que la narradora de quien lo recogieron fue Marie Hassenpflug, residente de Hesse, y actualmente se sabe que no era campesina, sino una ciudadana letrada que descendía de refugiados hugonotes franceses, lo que refuerza la teoría del origen francés de la historia alemana. Los propios Hermanos Grimm, sospechando que la historia se derivaba de la versión de Perrault, pensaron rechazarla, pero la semejanza con la historia de Brunilda los convenció de incluirla como un relato auténticamente alemán.
El tema del largo sueño encantado, central en el relato, también tiene antecedentes en la antigüedad clásica en la leyenda de Epiménides (según la cual este se quedó dormido en una cueva durante 57 años) y en la leyenda cristiana de los Siete durmientes de Éfeso (que huyendo de la persecución de Decio se refugian en una caverna en la que se quedan dormidos durante dos siglos).
En los relatos también hay temas secundarios con antecedentes reconocibles:
- La bruja despechada y vengativa: El agente femenino sobrenatural que se venga porque no la invitaron a un festín puede remontarse a la antigüedad clásica, como vemos en Afrodita, no invitada por las mujeres de Lemnos y Artemis, a quien Eneo olvidó ofrecer un sacrificio, pero sobre todo en Eris, que no fue invitada a la boda de Tetis y Peleo. Según esta leyenda, Eris se presenta en la boda y arroja una manzana de oro con la inscripción “a la más bella”, provocando que Afrodita, Hera y Atenea discutan por ella. Se elige como juez al príncipe Paris de Troya, y cada una de las tres diosas intenta sobornarlo: Hera le ofrece poder político, Atenea destreza militar y Afrodita la mujer más hermosa de la tierra, la griega Helena, esposa de Menelao de Esparta. Paris concede la manzana a Afrodita, rapta a Helena y provoca así la Guerra entre Troya y los aqueos.
- La esposa despechada con la amante con la que su marido ha concebido hijos: Este tema, que se encuentra en el relato de Basile, es rastreable en el mito de Leto quien, embarazada por Zeus, alumbra a Febo y a Diana (el sol y la luna, tal como se llaman los hijos de la princesa de Basile) y a la que Hera, esposa de Zeus, la persigue.
- La esterilidad en apariencia incurable seguida de la concepción de un hijo que tendrá un destino especial: Este tema presente en Perrault y en los Grimm, ya es recurrente en la Biblia (Sara y Abraham, Rebeca e Isaac, Raquel y Jacob, Manoa y su esposa, Ana y Elcaná, Isabel y Zacarías) y en las tradiciones cristianas extrabíblicas (Joaquín y Ana conciben a María tras una larga esterilidad).
Un relato sumamente parecido al de La bella durmiente (incluso al relato de Basile) es el conocido como El noveno cuento del capitán, que habitualmente se incluye en Las mil y una noches, aunque Victor Chauvin lo considera una interpolación que introdujo el traductor J. C. Mardrus y que tomó de un cuento publicado por Guillaume Spitta Bey en París en 1883.
El cuento ha sido objeto de interpretaciones particularmente psicológicas:
Desde un enfoque psicoanalítico, Bruno Bettelheim sostiene que el tema central de todas las versiones de la Bella durmiente es que los padres no pueden evitar el despertar sexual de sus hijos. El pinchazo simboliza la primera hemorragia menstrual (menarca). El sueño, el período de maduración antes de estar disponible para una iniciación sexual oportuna y también el aislamiento narcisista que conlleva a que esta no se produzca. El beso del príncipe es tal iniciación.
Desde el punto de vista de la psicología analítica, el cuento es visto como la unión de dos contrarios en el proceso de perfeccionamiento del ego. M.L. von Franz sostiene que el significado último del cuento es cómo influye el complejo materno negativo, en el que la figura desdibujada de la madre produce seres susceptibles, que se sienten constantemente ignorados. Así, los 100 años de sueño representarían la dilación del inicio de la sexualidad adulta, ocasionada por aquel exceso de susceptibilidad.
Por su parte, la crítica feminista ha tomado a la protagonista, condenada a la pasividad en espera de un varón que la salve, como símbolo de la situación de la mujer en la sociedad patriarcal. Autoras como Hélène Cixous proponen la reescritura de todas estas historias, ya que las mismas, en sus versiones clásicas, reforzarían el sistema patriarcal. Ella misma incluso realiza una relectura del cuento clásico que implica menoscabar tal sistema en vez de reforzarlo. Según esta lectura el cuento evidencia a un hombre que necesita que la mujer sea una "muñeca", un ser bello pero manejable, ya que para apropiarse él de la actitud activa y de la posibilidad creadora le es preciso que la mujer esté "adormecida".
En el año 1959 se dio a conocer la película basada en el clásico cuento de los Hermanos Grimm y de Charles Perrault, producida por Walt Disney Pictures, donde las modificaciones fueron muchas, la más notoria fue que el rey Estéfano y la reina Flor, el padre y la madre de la Bella Durmiente (que en esta versión se llama princesa Aurora) y el rey Humberto, el padre viudo del príncipe (que en esta versión se llama Felipe) ya habían establecido que al crecer sus dos hijos se casarían, para mantener las buenas relaciones entre ambos reinos. Además, la princesa protagonista no duerme cien años, sino tan sólo unas horas; las hadas buenas y madrinas son sólo tres (en esta versión se llaman Flora, Fauna y Primavera); el hada y bruja malvada (que en esta versión se llama Maléfica) que lanza la maldición a la princesa, vive en un castillo siniestro, tenebroso y vedado, llamado Montaña Prohibida, y secuestra al príncipe Felipe. Las tres hadas buenas y madrinas se hacen pasar por campesinas y tías de la princesa Aurora, cuya identidad ocultan al hacerla pasar por campesina, y la llaman Rosa; viven en una pequeña casa abandonada del bosque, llamada la Cabaña del Leñador, durante dieciséis años. Asimismo, las melodías de la banda sonora pertenecen al ballet de Chaikovsky (a quien se le da el crédito por la música), pero se modifican tanto la instrumentación como la función argumental.
En otros tiempos había un rey y una reina, cuya tristeza porque no tenían hijos era tan grande que no puede ponderarse. Fueron a beber todas las aguas del mundo, hicieron votos, emprendieron peregrinaciones, pero no lograron ver sus deseos realizados, hasta que, por último, quedó encinta la reina y dio a luz una hija. La explendidez del bateo no hay medio de describirla, y fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron hallar en el país, y siete fueron, con el propósito de que cada una de ellas le concediera un don, como era costumbre entre las hadas en aquel entonces; y por este medio tuvo la princesa todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, todos fueron a palacio, en donde se había dispuesto un gran festín para las hadas. Delante de cada una se puso un magnífico cubierto con un estuche de oro macizo, en el que había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido de diamantes y rubíes.
En el momento de sentarse a la mesa, vieron entrar una vieja hada que no había sido invitada, debido a que durante más de cincuenta años no había salido de una torre y se la creía muerta o encantada.
Mandó el rey que le pusieran cubierto, pero no hubo medio de darle un estuche de oro macizo como a las otras, porque sólo se había ordenado construir siete para las siete hadas. Creyó la vieja que se la despreciaba y gruñó entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que estaba a su lado, oyola, y temiendo que concediese algún don dañino a la princesita, en cuanto se levantaron de la mesa fue a esconderse detrás de un tapiz para hablar la última y poder reparar hasta donde le fuera posible el daño que hiciera la vieja.
Comenzaron las hadas a conceder sus dones a la recién nacida. La más joven dijo que sería la mujer más hermosa del mundo; la que la siguió añadió que sería buena como un ángel; gracias al don de la tercera, la princesita debía mostrar admirable gracia en cuanto hiciere; bailar bien, según el don de la cuarta; cantar como un ruiseñor, según el de la quinta, y tocar con extrema perfección todos los instrumentos, según el de la sexta. Llegole la vez a la vieja hada, la que dijo, temblándole la cabeza más a impulsos del despecho que de la vejez, que la princesita se heriría la mano con un huso y moriría de la herida.
Este terrible don a todos estremeció y no hubo quien no llorase. Entonces fue cuando salió de detrás del tapiz la joven hada y pronunció en voz alta estas palabras:
—Tranquilizaros rey y reina; vuestra hija no morirá de la herida. Verdad es que no tengo bastante poder para deshacer del todo lo que ha hecho mi compañera. La princesa se herirá la mano con un huso, pero, en vez de morir, sólo caerá en un tan profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales vendrá a despertarla el hijo de un rey.
Deseoso el monarca de evitar la desgracia anunciada por la vieja, mandó publicar acto continuo un edicto prohibiendo hilar con huso, así como guardarlos en las casas, bajo pena de la vida.
Transcurrieron quince o diez y seis años, y cierto día el rey y la reina fueron a una de sus posesiones de recreo; y sucedió que corriendo por el castillo la joven princesa, subió de cuarto en cuarto hasta lo alto de una torre y se encontró en un pequeño desván en donde había una vieja que estaba ocupada en hilar su rueca, pues no había oído hablar de la prohibición del rey de hilar con huso.
—¿Qué hacéis, buena mujer?, —le preguntó la princesa.
—Estoy hilando, hermosa niña, —le contestó la vieja, quien no conocía a la que la interrogaba.
—¡Qué curioso es lo que estáis haciendo!, —exclamó la princesa.— ¿Cómo manejáis esto? Dádmelo, que quiero ver si sé hacer lo que vos.
Como era muy vivaracha, algo aturdida y, además, el decreto de las hadas así lo ordenaba, en cuanto hubo cogido el huso se hirió con él la mano y cayó sin sentido.
Muy espantada la vieja comenzó a dar voces pidiendo socorro. De todas partes acudieron, rociaron con agua la cara de la princesa, le desabrocharon el vestido, le dieron golpes en las manos, le frotaron las sienes con agua de la reina de Hungría, pero nada era bastante a hacerla volver en sí.
Entonces el rey, que al ruido había subido al desván recordó la predicción de las hadas, y reflexionando que lo sucedido era inevitable, puesto que aquellas lo habían dicho, dispuso que la princesa fuera llevada a un hermoso cuarto del palacio y puesta en una cana con adornos de oro y plata. Tan hermosa estaba que cualquiera al verla hubiera creído estar viendo un ángel, pues su desmayo no la había hecho perder el vivo color de su tez. Sonrosadas tenía las mejillas y sus labios asemejaban coral. Sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar dulcemente, lo que demostraba que no estaba muerta.
Mandó el rey que la dejaran dormir tranquila hasta que sonara la hora de su despertar. La buena Hada que le había salvado la vida condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Pamplinga, que distaba de allí doce mil leguas, cuando le ocurrió el accidente a la princesa; pero bastó un momento para que de él tuviese aviso por un diminuto enano que calzaba botas, con las cuales a cada paso recorría siete leguas. Púsose inmediatamente en marcha la hada y al cabo de una hora vieronla llegar en un carro de fuego tirado por dragones. Fue el rey a ofrecerle la mano para que bajara del carro y la Hada aprobó cuanto se había hecho; y como era en extremo previsora, le dijo que cuando la princesa despertara se encontraría muy apurada si se hallaba sola en el viejo castillo. He aquí lo que hizo.
A Excepción hecha del rey y la reina, tocó con su varilla a todos los que se encontraban en el castillo, ayas, damas de honor, camareras, gentileshombres, oficiales, mayordomos, cocineros, marmitones, recaderos, guardias, suizos, pajes y lacayos; también tocó los caballos que había en las cuadras y a los palafraneros, a los enormes mastines del corral y a la diminuta Tití, perrita de la princesa que estaba cerca de ella encima de la cama. Cuando a todos hubo tocado, todos se durmieron para no despertar hasta que despertara su dueña, con lo cual estarían dispuestos a servirla cuando de sus servicios necesitara. También se durmieron los asadores que estaban en la lumbre llenos de perdices y de faisanes, e igualmente quedó dormido el fuego. Todo esto se hizo en un momento, pues las hadas necesitan poco tiempo para hacer las cosas.
Entonces el rey y la reina, después de haber besado a su hija sin que despertara, salieron del castillo y mandaron publicar un edicto prohibiendo que persona alguna, fuese cual fuere su condición, se acercara al edificio. No era necesaria la prohibición, pues en quince minutos brotaron y crecieron en número extraordinario árboles grandes, pequeños rosales silvestres y espinosos, de tal manera entrelazados que ningún hombre ni animal hubiera podido pasar; de manera que sólo se veía lo alto de las torres del castillo, y aun era necesario mirarle de muy lejos. Nadie dudó de que la Hada había echado mano de todo su poder para que la princesa, mientras durmiera, nada tuviese que temer de los curiosos.
Pasadas los cien años, el hijo del monarca que reinaba entonces, debiendo añadir que la dinastía no era la de la princesa dormida, fue a cazar a aquel lado del bosque y preguntó que eran las torres que veía en medio del espeso ramaje. Contestole cada cual según lo que había oído; unos le dijeron que aquello era un viejo castillo poblado de almas en pena y otros que todas las brujas de la comarca se reunían en él los sábados. Según la opinión más generalizada, moraba en él un ogro que se llevaba al castillo todos los niños de que podía apoderarse para comerlos a su sabor y sin que fuera posible seguirle, abrirse puesto que sólo a él estaba reservado el privilegio de paso por entre la maleza.
No sabía a quien dar crédito el príncipe, cuando un viejo campesino habló y le dijo:
—Príncipe mío: hace más de cincuenta años oí contar a mi padre que en aquel castillo había la más bella princesa del mundo, que debía dormir cien años, estando reservado el despertarla al hijo de un rey, de quien debe ser esposa.
A estas palabras sintió el joven príncipe que la llama del amor brotaba en su corazón, y sin duda al instante creyó que daría fin a aventura tan llena de encantos. Impulsado por el amor y el deseo de gloria, resolvió saber en el acto si era exacto lo que el campesino le había dicho, y apenas llegó al bosque cuando todos los añosos árboles, los rosales silvestres y los espinos se separaron para abrirle paso. Caminó hacia el castillo, que veía al extremo de una larga alameda, en la que penetró, quedando muy sorprendido al observar que los de su comitiva no habían podido seguirle porque los árboles volvieron a recobrar su posición natural y a cerrar el paso en cuanto hubo pasado. No por eso dejó de continuar su camino, pues un príncipe joven y enamorado siempre es valiente. Penetró en un extremo del patio, y el espectáculo que a su vista se presentó era capaz de helar de miedo. El silencio era espantoso; veíase en todas partes la imagen de la muerte y la mirada tropezaba en cuerpos de hombres y animales que parecía estaban privados de vida; pero bastole fijarse en la nariz de berenjena y en los encendidos carrillos de los suizos para comprender que sólo estaban dormidos; además, los vasos, en los que sólo se veían restos de vino, decían que se habían dormido bebiendo.
Atravesó otro gran patio con pavimento de mármol; subió la escalera y entró en la sala de los guardias, que estaban formando hilera con el arcabuz al hombro y roncando ruidosamente. Cruzó varios aposentos llenos de gentiles hombres y de damas, de pie los unos, sentados los otros, pero todos durmiendo. Penetró en una cámara completamente dorada y vio en una cama, cuyos cortinajes estaban abiertos, el más hermoso espectáculo que a su mirada se había presentado: una princesa, que parecía tener quince o diez y seis años y cuya deslumbradora belleza tenía algo de luminosa y divina. Aproximose a ella temblando y admirándola y se arrodilló al pie de la cama.
Como había sonado la hora en que debía tener fin el encantamiento, la princesa despertó; y mirándole con tiernos ojos, le dijo:
—¿Sois vos, príncipe mío? ¡Cuánto os habéis hecho esperar!
Y llenaron de contento al príncipe tales palabras, y más aun la manera como fueron dichas. No sabía como encontrarla su alegría y agradecimiento y la aseguró que la amaba más que a si mismo. Mal hilvanadas salieron las palabras de los labios de ambos, pero a esto se debió que fueran más atractivas, pues poca elocuencia es señal de mucho amor. La confusión del hijo del rey era mayor que la de la princesa, cosa que no ha de sorprender, pues ella había tenido tiempo de pensar en lo que le diría; pues se supone, aunque nada de ello indique historia, que la buena Hada le había procurado el placer de agradables sueños durante los cien años que estuvo dormida. Cuatro horas hablaron y no se dijeron la mitad de las cosas que querían decirse.
El encantamiento del palacio cesó al mismo tiempo que el de la princesa, y cada cual pensó en cumplir con sus deberes; pero como no todos estaban enamorados, su primera sensación fue la del hambre, que sensiblemente les aguijoneaba. La dama de honor, hambrienta como las demás, se impacientó y dijo a la princesa que la comida estaba servida. El príncipe la ayudó a levantarse. Estaba vestida con mucha magnificencia, pero guardose de decirla que su traza y tocado se parecían a los de su abuela y que la moda del cuello que llevaba había pasado hacia mucho tiempo; pero su vestido y adornos en nada disminuían su belleza.
Pasaron a un salón con espejos y en él cenaron servidos por los gentileshombres de la princesa. Los músicos tocaron con los violines y los oboes antiguas piezas, pero muy bonitas, por más que hiciera cien años que nadie las tocaba y después de haber cenado, casoles sin pérdida de tiempo el gran limosnero en la capilla del castillo. Al día siguiente el príncipe volvió a la ciudad en donde su padre debía estar con cuidado por su ausencia. Le dijo que cazando se había perdido en el bosque y había pasado la noche en la choza de un carbonero que le había dado pan negro y queso para cenar. El rey su padre, que era muy bonachón, le creyó, pero no del todo su madre al ver que casi todos los días iba a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba fuera dos o tres noches, y supuso que se trataba de amores. El príncipe vivió con la princesa más de dos años y tuvo de ella dos hijos; una niña llamada Aurora, y el segundo un niño, al que pusieron por nombre Día, pues aun parecía más hermoso que su hermana.
La reina hizo varias tentativas para que su hijo le revelara su secreto, pero el príncipe no se atrevió a confiárselo, porque si bien la amaba, la temía por proceder de raza de ogros, a pesar de lo cual el rey había casado con ella porque su fortuna era grande. Además, se murmuraba en la corte, pero en voz muy baja, que tenía las inclinaciones de los ogros y que, al ver pasar los niños, con mucha dificultad lograba contener el deseo de devorarlos. A esto se debió que el príncipe nada le dijera.
Pero al cabo de dos años murió el rey, y al subir su hijo al trono, declaró públicamente su matrimonio y fue con gran ceremonia a buscar a la reina su esposa a su castillo. La recepción que le hicieron en la ciudad, que era la capital, cuando se presentó en medio de sus dos hijos, fue magnífica.
Algún tiempo después el príncipe fue a guerrear contra su vecino, el emperador Cantagallos. Confió la regencia a la reina madre y le recomendó mucho a su mujer y a sus hijos. Debía guerrear todo el verano; y en cuanto estuvo fuera, la reina madre envió a su nuera y sus nietos a una casa de campo que había en el bosque para poder satisfacer con mayor libertad sus horribles apetitos. Algunos días después fue a la casa de campo y por la noche dijo a su mayordomo:
—Mañana quiero comerme a Aurora.
—¡Ah! señora..., —exclamó el mayordomo.
—Lo quiero, —contestó la reina con tono de ogra que desea devorar carne fresca,— y quiero comerla en salsa picante.
El pobre hombre comprendió que no había que andarse con bromas con la ogra; tomó un enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora. Tenía entonces cuatro años, y al verle corrió hacia él saltando y riendo, le abrazó y le pidió un caramelo. El mayordomo se puso a llorar, se le escapó el cuchillo y bajó al corral, degolló un cordero y lo aderezó con una salsa tan rica que la reina le dijo que nunca había comido cosa mejor. Al mismo tiempo el mayordomo llevó la pequeña Aurora a su mujer para ocultarla en su casa, que estaba situada a un extremo del corral.
Ocho días después aquella mala reina dijo a su mayordomo:
—Para cenar quiero comerme a mi nieto Día.
El mayordomo no replicó porque ya tenía formado el propósito de engañarla como la otra vez. Fue en busca del niño y hallole con un diminuto florete en la mano ensayándose en la esgrima con un mono, a pesar de que sólo tenía tres años. Llevole a su mujer, que le ocultó junto con Aurora, y el mayordomo sirvió a la reina madre un cabritillo muy tierno, que halló sabrosísimo.
Hasta entonces todo había marchado perfectamente pero una tarde aquella perversa ogra dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la reina aderezada en salsa picante, lo mismo que sus hijos.
El buen hombre quedó aplastado no sabiendo como engañarla. La joven reina tenía veinte años, sin contar los cien que había pasado durmiendo; el pobre funcionario desconfiaba de hallar en el corral una res cuyas carnes fueran semejantes a las de una princesa de tan extraña edad. El mayordomo, para salvar su vida, tomo la resolución de degollar a la reina y subió a su cuarto con la intención de realizar su propósito. Mientras subía se excitaba a la ira y entro puñal en mano. No quiso cogerla de sorpresa, y con mucho respeto le dijo cuál era la orden que le había dado la reina madre.
—Cumple tu deber, —contesto ella tendiéndole el cuello;— ejecuta la orden que te han dado y volveré a ver mis hijos, a mis pobres hijos, a quienes amaba tanto.
Desde que se los habían quitado sin decirle nada, la reina les creía muertos.
—¡No, no, señora!, —exclamó el pobre mayordomo muy conmovido;— no moriréis, pero no por eso dejaréis de ver a vuestros hijos, pues los veréis en mi casa en donde les he ocultado; y de nuevo engañaré a la reina sirviéndola una corza en vuestro lugar.
Llevola en el acto a su habitación y dejola que abrazara a sus hijos y confundiera sus lágrimas con las suyas, mientras él se fue a guisar la corza, que la ogra se comió a la cena con el mismo apetito que si hubiese sido la reina. Estaba muy satisfecha de su crueldad y se disponía a decir al rey, cuando regresara, que los lobos hambrientos se habían comido a su mujer y sus hijos.
Cierta noche que, según costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo por si olfateaba carne fresca, oyó que su nieto lloraba porque su madre quería pegarle por haber hecho una maldad, y también oyó la vocecita de Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogra reconoció la voz de la reina y de sus dos hijos, y llena de ira por haber sido engañada, ordenó al amanecer del día siguiente, con acento tan espantoso que todo el mundo temblaba, que pusieran en medio del patio un enorme tonel que hizo llenar de sapos, víboras, culebras y serpientes para arrojar en él a la reina, sus hijos y al mayordomo, su mujer y su criada, mandando que los trajeran con las manos atadas a la espalda.
En el patio estaban los infelices, y los verdugos se disponían a echarlos en el tonel, cuando el rey, a quien no se esperaba tan pronto, entró de repente a caballo. Había corrido mucho y preguntó muy admirado qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a contestarle, cuando la ogra, furiosa al ver lo que pasaba se arrojó la primera de cabeza al tonel y en un instante fue devorada por los asquerosos reptiles que había mandado echar dentro. El rey no dejó de sentir disgusto, pues era su madre, pero pronto se consoló con su hermosa mujer y sus hijos.
"La Bella Durmiente del Bosque"
Charles Perrault
En otros tiempos había un rey y una reina, cuya tristeza porque no tenían hijos era tan grande que no puede ponderarse. Fueron a beber todas las aguas del mundo, hicieron votos, emprendieron peregrinaciones, pero no lograron ver sus deseos realizados, hasta que, por último, quedó encinta la reina y dio a luz una hija. La explendidez del bateo no hay medio de describirla, y fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron hallar en el país, y siete fueron, con el propósito de que cada una de ellas le concediera un don, como era costumbre entre las hadas en aquel entonces; y por este medio tuvo la princesa todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, todos fueron a palacio, en donde se había dispuesto un gran festín para las hadas. Delante de cada una se puso un magnífico cubierto con un estuche de oro macizo, en el que había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido de diamantes y rubíes.
En el momento de sentarse a la mesa, vieron entrar una vieja hada que no había sido invitada, debido a que durante más de cincuenta años no había salido de una torre y se la creía muerta o encantada.
Mandó el rey que le pusieran cubierto, pero no hubo medio de darle un estuche de oro macizo como a las otras, porque sólo se había ordenado construir siete para las siete hadas. Creyó la vieja que se la despreciaba y gruñó entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que estaba a su lado, oyola, y temiendo que concediese algún don dañino a la princesita, en cuanto se levantaron de la mesa fue a esconderse detrás de un tapiz para hablar la última y poder reparar hasta donde le fuera posible el daño que hiciera la vieja.
Comenzaron las hadas a conceder sus dones a la recién nacida. La más joven dijo que sería la mujer más hermosa del mundo; la que la siguió añadió que sería buena como un ángel; gracias al don de la tercera, la princesita debía mostrar admirable gracia en cuanto hiciere; bailar bien, según el don de la cuarta; cantar como un ruiseñor, según el de la quinta, y tocar con extrema perfección todos los instrumentos, según el de la sexta. Llegole la vez a la vieja hada, la que dijo, temblándole la cabeza más a impulsos del despecho que de la vejez, que la princesita se heriría la mano con un huso y moriría de la herida.
Este terrible don a todos estremeció y no hubo quien no llorase. Entonces fue cuando salió de detrás del tapiz la joven hada y pronunció en voz alta estas palabras:
—Tranquilizaros rey y reina; vuestra hija no morirá de la herida. Verdad es que no tengo bastante poder para deshacer del todo lo que ha hecho mi compañera. La princesa se herirá la mano con un huso, pero, en vez de morir, sólo caerá en un tan profundo sueño que durará cien años, al cabo de los cuales vendrá a despertarla el hijo de un rey.
Deseoso el monarca de evitar la desgracia anunciada por la vieja, mandó publicar acto continuo un edicto prohibiendo hilar con huso, así como guardarlos en las casas, bajo pena de la vida.
Transcurrieron quince o diez y seis años, y cierto día el rey y la reina fueron a una de sus posesiones de recreo; y sucedió que corriendo por el castillo la joven princesa, subió de cuarto en cuarto hasta lo alto de una torre y se encontró en un pequeño desván en donde había una vieja que estaba ocupada en hilar su rueca, pues no había oído hablar de la prohibición del rey de hilar con huso.
—¿Qué hacéis, buena mujer?, —le preguntó la princesa.
—Estoy hilando, hermosa niña, —le contestó la vieja, quien no conocía a la que la interrogaba.
—¡Qué curioso es lo que estáis haciendo!, —exclamó la princesa.— ¿Cómo manejáis esto? Dádmelo, que quiero ver si sé hacer lo que vos.
Como era muy vivaracha, algo aturdida y, además, el decreto de las hadas así lo ordenaba, en cuanto hubo cogido el huso se hirió con él la mano y cayó sin sentido.
Muy espantada la vieja comenzó a dar voces pidiendo socorro. De todas partes acudieron, rociaron con agua la cara de la princesa, le desabrocharon el vestido, le dieron golpes en las manos, le frotaron las sienes con agua de la reina de Hungría, pero nada era bastante a hacerla volver en sí.
Entonces el rey, que al ruido había subido al desván recordó la predicción de las hadas, y reflexionando que lo sucedido era inevitable, puesto que aquellas lo habían dicho, dispuso que la princesa fuera llevada a un hermoso cuarto del palacio y puesta en una cana con adornos de oro y plata. Tan hermosa estaba que cualquiera al verla hubiera creído estar viendo un ángel, pues su desmayo no la había hecho perder el vivo color de su tez. Sonrosadas tenía las mejillas y sus labios asemejaban coral. Sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar dulcemente, lo que demostraba que no estaba muerta.
Mandó el rey que la dejaran dormir tranquila hasta que sonara la hora de su despertar. La buena Hada que le había salvado la vida condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Pamplinga, que distaba de allí doce mil leguas, cuando le ocurrió el accidente a la princesa; pero bastó un momento para que de él tuviese aviso por un diminuto enano que calzaba botas, con las cuales a cada paso recorría siete leguas. Púsose inmediatamente en marcha la hada y al cabo de una hora vieronla llegar en un carro de fuego tirado por dragones. Fue el rey a ofrecerle la mano para que bajara del carro y la Hada aprobó cuanto se había hecho; y como era en extremo previsora, le dijo que cuando la princesa despertara se encontraría muy apurada si se hallaba sola en el viejo castillo. He aquí lo que hizo.
A Excepción hecha del rey y la reina, tocó con su varilla a todos los que se encontraban en el castillo, ayas, damas de honor, camareras, gentileshombres, oficiales, mayordomos, cocineros, marmitones, recaderos, guardias, suizos, pajes y lacayos; también tocó los caballos que había en las cuadras y a los palafraneros, a los enormes mastines del corral y a la diminuta Tití, perrita de la princesa que estaba cerca de ella encima de la cama. Cuando a todos hubo tocado, todos se durmieron para no despertar hasta que despertara su dueña, con lo cual estarían dispuestos a servirla cuando de sus servicios necesitara. También se durmieron los asadores que estaban en la lumbre llenos de perdices y de faisanes, e igualmente quedó dormido el fuego. Todo esto se hizo en un momento, pues las hadas necesitan poco tiempo para hacer las cosas.
Entonces el rey y la reina, después de haber besado a su hija sin que despertara, salieron del castillo y mandaron publicar un edicto prohibiendo que persona alguna, fuese cual fuere su condición, se acercara al edificio. No era necesaria la prohibición, pues en quince minutos brotaron y crecieron en número extraordinario árboles grandes, pequeños rosales silvestres y espinosos, de tal manera entrelazados que ningún hombre ni animal hubiera podido pasar; de manera que sólo se veía lo alto de las torres del castillo, y aun era necesario mirarle de muy lejos. Nadie dudó de que la Hada había echado mano de todo su poder para que la princesa, mientras durmiera, nada tuviese que temer de los curiosos.
Pasadas los cien años, el hijo del monarca que reinaba entonces, debiendo añadir que la dinastía no era la de la princesa dormida, fue a cazar a aquel lado del bosque y preguntó que eran las torres que veía en medio del espeso ramaje. Contestole cada cual según lo que había oído; unos le dijeron que aquello era un viejo castillo poblado de almas en pena y otros que todas las brujas de la comarca se reunían en él los sábados. Según la opinión más generalizada, moraba en él un ogro que se llevaba al castillo todos los niños de que podía apoderarse para comerlos a su sabor y sin que fuera posible seguirle, abrirse puesto que sólo a él estaba reservado el privilegio de paso por entre la maleza.
No sabía a quien dar crédito el príncipe, cuando un viejo campesino habló y le dijo:
—Príncipe mío: hace más de cincuenta años oí contar a mi padre que en aquel castillo había la más bella princesa del mundo, que debía dormir cien años, estando reservado el despertarla al hijo de un rey, de quien debe ser esposa.
A estas palabras sintió el joven príncipe que la llama del amor brotaba en su corazón, y sin duda al instante creyó que daría fin a aventura tan llena de encantos. Impulsado por el amor y el deseo de gloria, resolvió saber en el acto si era exacto lo que el campesino le había dicho, y apenas llegó al bosque cuando todos los añosos árboles, los rosales silvestres y los espinos se separaron para abrirle paso. Caminó hacia el castillo, que veía al extremo de una larga alameda, en la que penetró, quedando muy sorprendido al observar que los de su comitiva no habían podido seguirle porque los árboles volvieron a recobrar su posición natural y a cerrar el paso en cuanto hubo pasado. No por eso dejó de continuar su camino, pues un príncipe joven y enamorado siempre es valiente. Penetró en un extremo del patio, y el espectáculo que a su vista se presentó era capaz de helar de miedo. El silencio era espantoso; veíase en todas partes la imagen de la muerte y la mirada tropezaba en cuerpos de hombres y animales que parecía estaban privados de vida; pero bastole fijarse en la nariz de berenjena y en los encendidos carrillos de los suizos para comprender que sólo estaban dormidos; además, los vasos, en los que sólo se veían restos de vino, decían que se habían dormido bebiendo.
Atravesó otro gran patio con pavimento de mármol; subió la escalera y entró en la sala de los guardias, que estaban formando hilera con el arcabuz al hombro y roncando ruidosamente. Cruzó varios aposentos llenos de gentiles hombres y de damas, de pie los unos, sentados los otros, pero todos durmiendo. Penetró en una cámara completamente dorada y vio en una cama, cuyos cortinajes estaban abiertos, el más hermoso espectáculo que a su mirada se había presentado: una princesa, que parecía tener quince o diez y seis años y cuya deslumbradora belleza tenía algo de luminosa y divina. Aproximose a ella temblando y admirándola y se arrodilló al pie de la cama.
Como había sonado la hora en que debía tener fin el encantamiento, la princesa despertó; y mirándole con tiernos ojos, le dijo:
—¿Sois vos, príncipe mío? ¡Cuánto os habéis hecho esperar!
Y llenaron de contento al príncipe tales palabras, y más aun la manera como fueron dichas. No sabía como encontrarla su alegría y agradecimiento y la aseguró que la amaba más que a si mismo. Mal hilvanadas salieron las palabras de los labios de ambos, pero a esto se debió que fueran más atractivas, pues poca elocuencia es señal de mucho amor. La confusión del hijo del rey era mayor que la de la princesa, cosa que no ha de sorprender, pues ella había tenido tiempo de pensar en lo que le diría; pues se supone, aunque nada de ello indique historia, que la buena Hada le había procurado el placer de agradables sueños durante los cien años que estuvo dormida. Cuatro horas hablaron y no se dijeron la mitad de las cosas que querían decirse.
El encantamiento del palacio cesó al mismo tiempo que el de la princesa, y cada cual pensó en cumplir con sus deberes; pero como no todos estaban enamorados, su primera sensación fue la del hambre, que sensiblemente les aguijoneaba. La dama de honor, hambrienta como las demás, se impacientó y dijo a la princesa que la comida estaba servida. El príncipe la ayudó a levantarse. Estaba vestida con mucha magnificencia, pero guardose de decirla que su traza y tocado se parecían a los de su abuela y que la moda del cuello que llevaba había pasado hacia mucho tiempo; pero su vestido y adornos en nada disminuían su belleza.
Pasaron a un salón con espejos y en él cenaron servidos por los gentileshombres de la princesa. Los músicos tocaron con los violines y los oboes antiguas piezas, pero muy bonitas, por más que hiciera cien años que nadie las tocaba y después de haber cenado, casoles sin pérdida de tiempo el gran limosnero en la capilla del castillo. Al día siguiente el príncipe volvió a la ciudad en donde su padre debía estar con cuidado por su ausencia. Le dijo que cazando se había perdido en el bosque y había pasado la noche en la choza de un carbonero que le había dado pan negro y queso para cenar. El rey su padre, que era muy bonachón, le creyó, pero no del todo su madre al ver que casi todos los días iba a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba fuera dos o tres noches, y supuso que se trataba de amores. El príncipe vivió con la princesa más de dos años y tuvo de ella dos hijos; una niña llamada Aurora, y el segundo un niño, al que pusieron por nombre Día, pues aun parecía más hermoso que su hermana.
La reina hizo varias tentativas para que su hijo le revelara su secreto, pero el príncipe no se atrevió a confiárselo, porque si bien la amaba, la temía por proceder de raza de ogros, a pesar de lo cual el rey había casado con ella porque su fortuna era grande. Además, se murmuraba en la corte, pero en voz muy baja, que tenía las inclinaciones de los ogros y que, al ver pasar los niños, con mucha dificultad lograba contener el deseo de devorarlos. A esto se debió que el príncipe nada le dijera.
Pero al cabo de dos años murió el rey, y al subir su hijo al trono, declaró públicamente su matrimonio y fue con gran ceremonia a buscar a la reina su esposa a su castillo. La recepción que le hicieron en la ciudad, que era la capital, cuando se presentó en medio de sus dos hijos, fue magnífica.
Algún tiempo después el príncipe fue a guerrear contra su vecino, el emperador Cantagallos. Confió la regencia a la reina madre y le recomendó mucho a su mujer y a sus hijos. Debía guerrear todo el verano; y en cuanto estuvo fuera, la reina madre envió a su nuera y sus nietos a una casa de campo que había en el bosque para poder satisfacer con mayor libertad sus horribles apetitos. Algunos días después fue a la casa de campo y por la noche dijo a su mayordomo:
—Mañana quiero comerme a Aurora.
—¡Ah! señora..., —exclamó el mayordomo.
—Lo quiero, —contestó la reina con tono de ogra que desea devorar carne fresca,— y quiero comerla en salsa picante.
El pobre hombre comprendió que no había que andarse con bromas con la ogra; tomó un enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora. Tenía entonces cuatro años, y al verle corrió hacia él saltando y riendo, le abrazó y le pidió un caramelo. El mayordomo se puso a llorar, se le escapó el cuchillo y bajó al corral, degolló un cordero y lo aderezó con una salsa tan rica que la reina le dijo que nunca había comido cosa mejor. Al mismo tiempo el mayordomo llevó la pequeña Aurora a su mujer para ocultarla en su casa, que estaba situada a un extremo del corral.
Ocho días después aquella mala reina dijo a su mayordomo:
—Para cenar quiero comerme a mi nieto Día.
El mayordomo no replicó porque ya tenía formado el propósito de engañarla como la otra vez. Fue en busca del niño y hallole con un diminuto florete en la mano ensayándose en la esgrima con un mono, a pesar de que sólo tenía tres años. Llevole a su mujer, que le ocultó junto con Aurora, y el mayordomo sirvió a la reina madre un cabritillo muy tierno, que halló sabrosísimo.
Hasta entonces todo había marchado perfectamente pero una tarde aquella perversa ogra dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la reina aderezada en salsa picante, lo mismo que sus hijos.
El buen hombre quedó aplastado no sabiendo como engañarla. La joven reina tenía veinte años, sin contar los cien que había pasado durmiendo; el pobre funcionario desconfiaba de hallar en el corral una res cuyas carnes fueran semejantes a las de una princesa de tan extraña edad. El mayordomo, para salvar su vida, tomo la resolución de degollar a la reina y subió a su cuarto con la intención de realizar su propósito. Mientras subía se excitaba a la ira y entro puñal en mano. No quiso cogerla de sorpresa, y con mucho respeto le dijo cuál era la orden que le había dado la reina madre.
—Cumple tu deber, —contesto ella tendiéndole el cuello;— ejecuta la orden que te han dado y volveré a ver mis hijos, a mis pobres hijos, a quienes amaba tanto.
Desde que se los habían quitado sin decirle nada, la reina les creía muertos.
—¡No, no, señora!, —exclamó el pobre mayordomo muy conmovido;— no moriréis, pero no por eso dejaréis de ver a vuestros hijos, pues los veréis en mi casa en donde les he ocultado; y de nuevo engañaré a la reina sirviéndola una corza en vuestro lugar.
Llevola en el acto a su habitación y dejola que abrazara a sus hijos y confundiera sus lágrimas con las suyas, mientras él se fue a guisar la corza, que la ogra se comió a la cena con el mismo apetito que si hubiese sido la reina. Estaba muy satisfecha de su crueldad y se disponía a decir al rey, cuando regresara, que los lobos hambrientos se habían comido a su mujer y sus hijos.
Cierta noche que, según costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo por si olfateaba carne fresca, oyó que su nieto lloraba porque su madre quería pegarle por haber hecho una maldad, y también oyó la vocecita de Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogra reconoció la voz de la reina y de sus dos hijos, y llena de ira por haber sido engañada, ordenó al amanecer del día siguiente, con acento tan espantoso que todo el mundo temblaba, que pusieran en medio del patio un enorme tonel que hizo llenar de sapos, víboras, culebras y serpientes para arrojar en él a la reina, sus hijos y al mayordomo, su mujer y su criada, mandando que los trajeran con las manos atadas a la espalda.
En el patio estaban los infelices, y los verdugos se disponían a echarlos en el tonel, cuando el rey, a quien no se esperaba tan pronto, entró de repente a caballo. Había corrido mucho y preguntó muy admirado qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a contestarle, cuando la ogra, furiosa al ver lo que pasaba se arrojó la primera de cabeza al tonel y en un instante fue devorada por los asquerosos reptiles que había mandado echar dentro. El rey no dejó de sentir disgusto, pues era su madre, pero pronto se consoló con su hermosa mujer y sus hijos.
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