Hans Christian Andersen narra la historia de un sabio filántrópico que pierde su identidad a favor de su sombra. El suyo es el relato de la disociación y la pérdida de lo que en principio formaba una sola identidad. Si partimos de la base de que la identidad del todo no niega la de las partes que lo componen, sino que las reafirma y les da sentido, nos encontramos con un sentido contextual y jerárquico de la identidad. La jerarquía del todo y la parte, del señor y del siervo, es la que se ve transmutada a lo largo del relato. Como todo aspira a la misma jerarquía identitaria, ésta sólo es posible en el conflicto por enseñorearse sobre los elementos constitutivos e imponerles la definición de la propia fuerza interna. Aunque, he aquí la paradoja que tan bien supo ver Hegel: el absurdo de basar la identidad en el logro del reconocimiento por parte del esclavo (del ser anulado, rebajado hasta la insignificancia –un reconocimiento vacío). Amamos a quien nos eleva, pero ya no nos vale si se ha rebajado a querernos. Recuerden aquella famosa cita de Groucho Marx: "Jamás aceptaría pertenecer a un club que me admitiera como socio".
Andersen se basó en antiguas historias folklóricas europeas. Sobre ellas construyó narraciones aparentemente ingenuas, impregnadas de un humor sutil, en las que se mezclan fantasía y realidad y en las que la vida humana aparece en su grandeza y su pequeñez. Fue el primero en dirigir obras de este género a los niños, de modo que pudieran ser apreciadas por ellos y, al mismo tiempo, mediante su contenido, su belleza y su arte, por los adultos.
En el cuento "La sombra", ésta se separa del hombre y se encuentran de nuevo al cabo de un tiempo. Cada vez la sombra es más humana y cosecha más exitos, mientras que el hombre, sin embargo, solo logra desgracias. Poco a poco se intercambian los roles y el hombre se convierte en la sombra del que era su sombra.
¡Es terrible lo que quema el sol en los países cálidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los países más tórridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oír la historia de un sabio que de los países fríos pasó sin transición a los cálidos, y creía que podría seguir viviendo allí como en su tierra. Muy pronto tuvo que cambiar de opinión. Durante el día tuvo que seguir el ejemplo de todas las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y ventanas bien cerrados. Hubiérase dicho que la casa entera dormía o que no había nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos edificios, en la que residía nuestro hombre, estaba orientada de manera que en ella daba el sol desde el mediodía hasta el ocaso; era realmente inaguantable. El sabio de las tierras frías era un hombre joven e inteligente; tenía la impresión de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afectó de tal modo que adelgazó terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y redujo, volviéndose mucho más pequeña que cuando se hallaba en su país; el sol la absorbía también. Sólo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se había ocultado.
Era un espectáculo que daba gusto. No bien se encendía la luz de la habitación, la sombra se proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; debía estirarse para recobrar las fuerzas. El sabio salía al balcón, para estirarse en él, y en cuanto aparecían las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sentía pasar de muerte a vida.
En todos los balcones de las casas —en los países cálidos, todas las casas tienen balcones— se veía gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos en general salían a la calle con sus mesas y sillas, y ardía la luz, y más de mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles. Desfilaban entierros al son de cantos fúnebres, los golfillos callejeros encendían petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba una gran animación. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio extranjero, se mantenía en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba alguien, pues había flores en el balcón, flores que crecían ubérrimas bajo el sol ardoroso, cosa que habría sido imposible de no ser regadas; alguien debía regarlas, pues, y, por tanto, alguien debía de vivir en la casa. Al atardecer abrían también el balcón, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones delanteras; del fondo llegaba música. Al sabio extranjero aquella música le parecía maravillosa, pero tal vez era pura imaginación suya, pues lo encontraba todo estupendo en los países cálidos; ¡lástima que el sol quemara tanto! El patrón de la casa donde residía le dijo que ignoraba quién vivía enfrente; nunca se veía a nadie, y en cuanto a la música, la encontraba aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla. «¡La sacaré!», piensa; pero no lo conseguirá, por mucho que toque.
Una noche el forastero se despertó. Dormía con el balcón abierto, el viento levantó la cortina, y al hombre le pareció que del balcón fronterizo venía un brillo misterioso; todas las flores relucían como llamas, con los colores más espléndidos, y en medio de ellas había una esbelta y hermosa doncella; parecía brillar ella también. El sabio se sintió deslumbrado, pero hizo un esfuerzo para sacudiese el sueño y abrió los ojos cuanto pudo. De un salto bajó de la cama; sin hacer ruido se deslizó detrás de la cortina, pero la muchacha había desaparecido, y también el resplandor; las flores no relucían ya, pero seguían tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo resonaba una música tan deliciosa, que verdaderamente parecía cosa de sueño. Era como un hechizo; pero, ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la entrada propiamente dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible que en éstas estuviera la entrada.
Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su balcón; tenía la luz a su espalda, por lo que era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre las flores del balcón; y cuando el extranjero se movía, movíase también ella, como ya se comprende.
—Creo que mi sombra es lo único viviente que se ve ahí delante —dijo el sabio—. ¡Cuidado que está graciosa, sentada entre las flores! La puerta está entreabierta. Es una oportunidad que mi sombra podría aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me contaría lo que hubiese visto. ¡Venga, sombra —dijo bromeando—, anímate y sírveme de algo! Entra, ¿quieres? —y le dirigió un signo con la cabeza, signo que la sombra le devolvió—. Bueno, vete, pero no te marches del todo —. El extranjero se levantó, y la sombra, en el balcón fronterizo, levantóse a su vez; el hombre se volvió, y la sombra se volvió también. Si alguien hubiese reparado en ello, habría observado cómo la sombra se metía, por la entreabierta puerta del balcón, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el forastero entraba en su habitación, dejando caer detrás de si la larga cortina.
A la mañana siguiente nuestro sabio salió a tomar café y leer los periódicos. —. ¿Qué significa esto? —dijo al entrar en el espacio soleado—. ¡No tengo sombra! Entonces será cierto que se marchó anoche y no ha vuelto. ¡Esto sí que es bueno!
Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conocía el cuento del hombre que había perdido su sombra, cuento muy popular en los países fríos. Y cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo acusarían de plagiario, y no quería pasar por tal. Por eso prefirió no hablar del asunto, y en esto obró muy cuerdamente.
Al anochecer salió de nuevo al balcón, después de colocar la luz detrás de él, pues sabía que la sombra quiere tener siempre a su señor por pantalla; pero no hubo medio de hacerla comparecer. Se hizo pequeño, se agrandó, pero la sombra no se dejó ver. El hombre la llamó con una tosecita significativa: ¡ajem, ajem!, pero en vano.
Era, desde luego, para preocuparse, aunque en los países cálidos todo crece con gran rapidez, y al cabo de ocho días observó nuestro sabio, con gran satisfacción, que, tan pronto como salía el sol, le crecía una sombra nueva a partir de las piernas; por lo visto, habían quedado las raíces. A las tres semanas tenía una sombra muy decente, que, en el curso del viaje que emprendió a las tierras septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin llegó á ser tan alta y tan grande, que con la mitad le habría bastado.
Así llegó el sabio a su tierra, donde escribió libros acerca de lo que en el mundo hay de verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron días y años; muchos años.
Una tarde estaba nuestro hombre en su habitación, y he aquí que llamaron a la puerta muy quedito.
—¡Adelante! —dijo, pero no entró nadie. Se levantó entonces y abrió la puerta: se presentó a su vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien vestido, y con aire de persona distinguida.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el sabio.
—Ya decía yo que no me reconocería —contestó el desconocido—. Me he vuelto tan corpórea, que incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensó usted en verme en este estado de prosperidad. ¿No reconoce a su antigua sombra? Sin duda creyó que ya no iba a volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separé de usted. He prosperado en todos los aspectos. Me gustaría comprar mi libertad, tengo medios para hacerlo —. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. ¡Cómo refulgían los brillantes en sus dedos! Y todos auténticos, además.
—Pues no, no acierto a explicarme… —dijo el sabio—. ¿Qué significa todo esto?
—No es corriente, desde luego, —respondió la sombra—, pero es que usted también se sale de lo ordinario, y yo, bien lo sabe, desde muy pequeña seguí sus pasos. En cuanto usted creyó que yo estaba en situación de ir por esos mundos de Dios, me fui por mi cuenta. Ahora estoy en muy buena situación, pero una especie de anhelo me impulsó a volver a verlo antes de su muerte, pues usted debe morir. Además, me apetecía visitar de nuevo estas tierras, pues uno quiere a su patria. Sé que usted tiene otra sombra; ¿he de pagarle algo a usted o a ella? Dígamelo, por favor.
—¿De verdad eres tú? —exclamó el sabio—. ¡Es asombroso! Jamás hubiera creído que una vieja sombra pudiese volver en figura humana.
—Dígame cuánto tengo que abonarle —insistió la sombra pues me molesta estar en deuda con alguien.
—¡Qué cosas tienes! —exclamó el sabio—. Aquí no se trata de deudas. Puedes sentirte tan libre como cualquiera. Me alegro mucho de tu buena fortuna. Siéntate, mi vieja amiga, y cuéntame tan sólo lo que ocurrió y lo que viste, en las tierras cálidas, en aquella casa de enfrente.
—Voy a contárselo —dijo la sombra, tomando asiento—, pero tiene que prometerme no decir a nadie que yo fui un día su sombra; pues a lo mejor volvemos a encontrarnos en esta ciudad. Mi intención es casarme; tengo de sobras para mantener a una familia.
—Tranquilízate —contestó el sabio—. Jamás diré a nadie lo que en realidad eres. Ahí va mi mano, y ya sabes que soy hombre de palabra.
—Y yo sombra de palabra —respondió ella expresándose del único modo que podía.
Sin embargo, era curioso que se hubiera hecho tan humana. Vestía de negro, su traje era de finísimo paño, llevaba zapatos de charol, y un sombrero que sólo consistía en copa y ala, por no decir nada de lo que ya sabemos: la cadena de oro y las sortijas de brillantes. Sí, la sombra vestía con gran elegancia, y eso era precisamente lo que hacía de ella un ser humano.
—Pues voy a contarle —dijo, apoyando los pies, con los zapatos encharolados, sobre el brazo de la nueva sombra con toda la fuerza posible; nos referimos a la segunda sombra que al sabio le habla nacido, y que permanecía echada a sus pies como un perrillo. Lo hizo, ora por orgullo, ora para que se le quedase pegada. La sombra del suelo se estuvo muy quietecita y callada; no quería perder palabra del relato, pues tenía gran interés en enterarse de cómo podía emanciparse y convertirse en una persona independiente.
—¿Sabe quién residía en la casa de enfrente? —dijo la sombra—. ¡Pues la belleza máxima, la Poesía! Yo estuve allí tres semanas, y el efecto es el mismo que si se viviese tres mil años y se leyese todo lo que se ha compuesto y escrito. Lo afirmo y es la verdad. Lo he visto todo y todo lo sé.
—¡La Poesía! —exclamó el sabio—. Sí, no es raro que viva sola en las grandes ciudades. ¡La Poesía! La vi un solo y breve momento, pero estaba medio dormido. Salió al balcón, reluciente como la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Tú estuviste en el balcón, entraste en la casa y…
—Me encontré en la antesala —continuó la sombra—. Usted seguía mirando más allá de la habitación. No había luz, reinaba una especie de penumbra, pero estaban abiertas las puertas de una larga serie de aposentos y salones, situados unos enfrente de otros. Dentro, la claridad era vivísima, y la luz me habría fulminado si hubiera entrado directamente en la habitación de la doncella; pero fui prudente y me tomé tiempo, que es lo que debe hacerse.
—¿Y qué viste luego? —preguntó el sabio.
—Lo vi todo y se lo voy a contar, pero —y conste que no es presunción—, dada mi condición de ser libre y los conocimientos que poseo, para no hablar ya de mi buena posición y fortuna, creo no estaría de más que me tratase de usted.
—Le pido mil perdones —respondió el sabio—, ¡es una vieja costumbre tan arraigada! Tiene usted toda la razón y trataré de no olvidarlo. Pero cuénteme todo lo que vio.
—Todo —asintió la sombra—, pues lo he visto todo y lo sé todo.
—¿Qué aspecto ofrecían aquellas salas, las más interiores? ¿No eran acaso como el verde bosque? ¿No tenía uno la impresión de hallarse en un santuario? ¿No eran las salas como el cielo estrellado, cuando uno lo mira desde la cima de las montañas?
—De todo había —dijo la sombra—. No entré enteramente, sino que me quedé en la habitación primera, en la penumbra; pero estaba muy bien situada, pues lo vi todo y me enteré de todo. Estuve en la antesala de la corte de la Poesía.
—Pero, ¿qué es lo que vio? ¿Pasaron acaso por los grandes salones todos los dioses de la Antigüedad? ¿Combatían los antiguos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?
—Le digo que estuve allí, y comprenderá sin duda que vi cuanto había que ver. Si usted hubiera entrado, no se habría convertido en hombre, pero yo sí, y al mismo tiempo conocí mi naturaleza íntima, mi condición innata, mi parentesco con la Poesía. Cuando vivía con usted no pensaba en ello, pero, bien lo sabe, al salir y ponerse el sol, adquiría yo unas proporciones sorprendentes, y a la luz de la luna era casi más visible que usted mismo. Entonces no comprendía mi naturaleza, pero en la antesala de la Poesía se me reveló plenamente.
Me convertí en ser humano. Salí de allí maduro, pero usted se había marchado ya de las tierras cálidas. Me daba vergüenza mostrarme en mi nueva condición humana, tal como, iba; necesitaba zapatos, vestidos, todo ese barniz que distingue al hombre. Busqué refugio —a usted se lo diré, pero no vaya a ponerlo en ningún libro—, busqué refugio en las faldas de la cocinera, me escondí debajo de ellas. La mujer no tenía idea de lo que encerraba. Sólo de noche salía yo a rondar por las calles bajo la luz de la luna; me apretaba tan largo como era contra la pared —¡producía un cosquilleo tan agradable en la espalda!— corría de un lado para otro, por los tejados y las ventanas más altas miraba al interior de las casas; veía lo que nadie podía ver y presencié lo que nadie más ha presenciado ni debiera presenciar. En el fondo, es un mundo muy malo. No me habría interesado convertirme en ser humano si no fuera por la especial distinción que ello confiere. Vi lo más increíble, en las mujeres, en los hombres, en los padres y en los tiernos hijos; vi —prosiguió la sombra— lo que nadie debiera saber y que, sin embargo, todos se afanan por saber: lo malo en casa del vecino. Si hubiese publicado un periódico, ¡qué éxito el mío! Pero opté por escribir a las mismas personas, y cundió el espanto en todas las ciudades, a las que llegaba. Sentían terror de mí, y al propio tiempo me apreciaban. Los profesores me tomaban por uno de ellos, los sastres me daban trajes nuevos, estoy bien provisto; el jefe de la casa de la moneda acuñó monedas para mí, y las mujeres decían que era muy guapo. Así llegué a ser el personaje que soy, y ahora me despido. Ahí tiene mi tarjeta; vivo en la parte soleada, y cuando llueve estoy siempre en casa—. Y la sombra se marchó.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo el sabio.
Transcurrió un año, y la sombra se presentó de nuevo.
—¿Qué tal? —preguntó.
—¡Ay! —contestó el sabio—. Yo venga escribir acerca de la verdad, la bondad y la belleza, pero nadie me hace caso. Estoy desesperado, pues esto significa mucho para mí.
—Pues a mí me preocuparía muy poco —dijo la sombra—. Yo engordo, y esto es lo que hay que procurar. Usted no sabe comprender el mundo; caerá enfermo como siga así. Debe viajar. Yo voy a emprender un viaje en verano, ¿quiere acompañarme? Me gustaría tener un compañero. ¿Quiere venir como mi sombra? Tendré mucho gusto en llevarlo; le pagaré los gastos.
—¡Va usted demasiado lejos! —dijo el sabio.
—Depende de como se lo tome —observó la sombra—. Un viaje le haría mucho bien. Si se aviene a ser mi sombra, lo tendrá todo gratis.
—¡Basta de locuras! —exclamó el sabio.
—¡Pero si el mundo es así —replicó la sombra— y seguirá así! —. Y se marchó.
Las cosas le iban mal al sabio; lo perseguían las preocupaciones y los disgustos; y todo lo que escribía sobre la verdad, la bondad y la belleza, era apreciado por la mayoría como las rosas lo son por una vaca. Al fin cayó enfermo.
—¡Parece usted una sombra! —decíale la gente; y al oírlo sentía cómo un escalofrío le recorría la espalda.
—Vaya una temporada a un balneario —le aconsejó la sombra en la siguiente visita—; es su único remedio. En consideración a nuestras antiguas relaciones, lo llevaré conmigo. Le pagaré el viaje, usted escribirá la crónica y me distraerá durante el camino. Pienso ir a tomar las aguas, pues la barba no me crece como debiera, lo cual no deja de ser una enfermedad, pues hay que tener barba. Sea razonable y acepte mi ofrecimiento; viajaremos como compañeros.
Y partieron; la sombra de señor, y el señor de sombra. Iban siempre juntos, en coche, a pie o a caballo, el uno delante y el otro detrás o de lado, según la posición del sol en el cielo. La sombra se las arreglaba para ocupar siempre el lugar de precedencia, y el sabio no dejaba de advertirlo. Era muy bondadoso, dulce y amable, y un día dijo a la sombra:
—Puesto que somos compañeros de viaje y además crecimos juntos, ¿por qué no nos tuteamos? Sería mucho más cordial.
La sombra, que se había convertido en el verdadero señor, replicó:
—Aprecio la franqueza y la buena intención con que me habla, y yo voy a corresponderle con la misma franqueza y sinceridad. Usted, que es hombre docto, sabe sin duda cuán rara es la Naturaleza. Ciertas personas no pueden tocar papel gris, pues les marea; otras no resisten el ruido de un clavo rascando un cristal. Pues a mí me produce una impresión similar cada vez que lo oigo tratarme de tú; me siento como aplastado contra el suelo, como cuando ocupaba mí antigua posición. Ya ve que se trata de un sentimiento, no de orgullo. No puedo permitir que usted me tutee, pero en cambio yo lo trataré de tú con mucho gusto, con lo cual quedará satisfecha la mitad de su deseo.
Y la sombra se puso a tutear a su ex-señor.
«Realmente, pasa ya de la raya —pensó el sabio— que yo tenga que tratarla de usted y, en cambio, ella me trate a mi de tú». Pero tuvo que resignarse.
Llegaron a un balneario donde había muchos extranjeros, entre ellos una hermosa princesa aquejada de una rara enfermedad: su vista era excesivamente penetrante, lo cual era para inquietar a cualquiera. Enseguida se dio cuenta de que el nuevo huésped era completamente distinto de todos los demás.
—Dicen que ha venido para que le crezca la barba, pero el verdadero motivo yo lo sé: es que no puede proyectar sombra.
Despertada su curiosidad, procuró entrar enseguida en relación con el recién llegado. Por su calidad de princesa no necesitaba andarse con muchas ceremonias, por lo que, al encontrarse con él en el paseo, le dijo:
—La enfermedad de usted es que no tiene sombra.
—¡Su Alteza Real ha mejorado mucho de su dolencia! —dijo la sombra—. Sé que su mal consiste en tener la visión demasiado aguda, pero observo que se ha curado. El caso es que tengo una sombra que se aparta de lo vulgar. ¿Ve Vuestra Alteza este personaje que me acompaña constantemente? Los demás tienen una sombra ordinaria, pero a mí lo corriente no me gusta. Es frecuente que se vista a los criados con una librea de tela más fina que la que lleva el señor; por la misma razón, he vestido de persona a mi sombra. Fíjese que incluso le he suministrado una sombra propia. Es muy costoso, pero me deleita poseer algo que sea exclusivamente mío. «¿Cómo?», pensó la princesa. «¿Es posible que me haya curado? Este balneario es el mejor de todos. En nuestra época el agua posee virtudes sorprendentes. Pero no me marcharé, pues esto empieza ahora a resultar divertido; este extranjero me gusta. Ojalá no le crezca la barba, pues entonces se marcharía enseguida».
Aquella noche, en el gran salón de fiestas, bailaron la princesa y la sombra. Con ser ella muy ligera, la sombra lo era mucho más; nunca había bailado con una pareja como aquélla. Le dijo de qué país era y resultó que él lo conocía; había estado en él, en ausencia de la princesa. Se había asomado a las ventanas y escudriñado los pisos de arriba y los de abajo; lo vio todo; por eso pudo responder a su interlocutora y darle tales noticias que quedó admirada. Sin duda era el hombre más sabio del mundo entero. Sintió gran respeto por su ciencia, y cuando volvieron a bailar, ella se enamoró; bien lo observó la sombra, pues la princesa lo había atravesado con sus miradas. Bailaron por tercera vez, y ella estuvo a punto de confesárselo; pero logró contenerse prudentemente, pensando en su país, en su reino y en sus numerosos súbditos. «Es un sabio —se dijo—, lo cual está bien; y baila magníficamente, lo cual es otra cualidad. Pero tengo que averiguar si posee conocimientos fundamentales». Y se puso a formularle preguntas dificilísimas, que ella misma no hubiera sabido contestar: la sombra puso una cara muy extraña.
—¡Esto usted no lo sabe! —dijo la princesa.
—Lo aprendí ya siendo niño —respondió la sombra—. Estoy seguro de que incluso mi sombra, que está en la puerta, sería capaz de contestarle.
—¡Su sombra! —exclamó la princesa—. ¡Esto sería aún más peregrino!
—No le aseguro que pueda hacerlo —contestó la sombra pero tengo mis motivos para creerlo—. ¡Lleva tantos años siguiéndome y me ha oído tantas veces! Pero permítame que advierta a Vuestra Alteza que su mayor orgullo es el ser tenida por un ser humano. Cuando está de buenas —y es necesario que esté de buen humor para responder— ha de ser tratada como una persona.
—Eso me gusta —dijo la princesa. Y, dirigiéndose al sabio, que permanecía en la puerta, le habló del Sol y de la Luna y de lo que hay en el exterior y el interior del hombre; y a todo le respondió.
«¡Qué hombre tan excepcional debe de ser, para tener una sombra tan erudita! —pensó—. Sería una bendición para mi pueblo que lo erigiese por marido. ¡Lo haré!».
Pronto llegaron a un acuerdo la princesa y la sombra. Pero nadie debería saberlo antes del regreso de ella a su patria.
—¡Nadie, ni siquiera mi sombra! —insistió ésta, que tenía sus reservas mentales.
Y llegaron al país en que reinaba la princesa.
—Escucha, mi buen amigo —dijo la sombra al sabio—, he llegado al máximo grado de felicidad y poder que puede alcanzar un hombre; voy a hacer por ti algo extraordinario. Vivirás siempre conmigo en palacio, montarás en mi real carroza y dispondrás de cien mil escudos anuales; pero es necesario que dejes que todos te llamen sombra; no debes decir que fuistes un hombre; y una vez al año, cuando yo me siente en el balcón a la vista de la multitud, te echarás a mis pies, como es propio de una sombra. Has de saber que me caso con la hija del Rey; la boda se celebrará esta noche.
—¡Alto! Esto es ya demasiado —replicó el sabio—. ¡No quiero y no lo haré! Sería tanto como engañar a todo el país, y a la princesa por añadidura. Lo revelaré todo: que yo soy un ser humano, y tú una sombra, sólo que vestida.
—Nadie te creerá —dijo la sombra—. Sé razonable o llamo a la guardia.
—Me voy inmediatamente a ver a la princesa —respondió el sabio.
—Yo iré primero —dijo la sombra—, y tú irás a la cárcel —. Y así fue, pues los centinelas obedecieron a aquél que, según sabían, se casaría con la hija del Rey.
—Estás temblando —exclamó la princesa al presentarse la sombra en su habitación—. ¿Te ha ocurrido algo? No vayas a caer enfermo, hoy que ha de celebrarse nuestra boda.
—¡Me ha sucedido lo más horrible que quepa imaginar! —dijo la sombra. Figúrate (aunque claro está que al cerebro de una sombra no se le puede pedir gran cosa) que mi sombra se ha vuelto loca. Ha dado en creer que es un hombre y que, ¡fíjate!, la sombra soy yo.
—¡Esto es horrible! —dijo la princesa—. ¿La han encerrado?
—¡Sí! Y me temo que no sanará nunca.
—¡Pobre sombra! —dijo la princesa—, es bien desgraciada. Sería una buena acción liberarla de la poca vida que tiene. Y, pensándolo bien, creo que será necesario acabar con ella sin armar ruido.
—¡Es dura cosa! —observó la sombra—, pues siempre fue una fiel servidora —. Y simuló que suspiraba.
—¡Qué alma más noble! —dijo la princesa.
Aquella noche iluminóse toda la ciudad y fueron disparadas salvas de artillería: ¡bum!; y las tropas presentaron armas. ¡Vaya boda! La princesa y la sombra salieron al balcón para que el pueblo los viese y los aclamase.
El sabio no supo nada de todas aquellas magnificencias: le habían quitado la vida.
¡Es terrible lo que quema el sol en los países cálidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los países más tórridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oír la historia de un sabio que de los países fríos pasó sin transición a los cálidos, y creía que podría seguir viviendo allí como en su tierra. Muy pronto tuvo que cambiar de opinión. Durante el día tuvo que seguir el ejemplo de todas las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y ventanas bien cerrados. Hubiérase dicho que la casa entera dormía o que no había nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos edificios, en la que residía nuestro hombre, estaba orientada de manera que en ella daba el sol desde el mediodía hasta el ocaso; era realmente inaguantable. El sabio de las tierras frías era un hombre joven e inteligente; tenía la impresión de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afectó de tal modo que adelgazó terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y redujo, volviéndose mucho más pequeña que cuando se hallaba en su país; el sol la absorbía también. Sólo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se había ocultado.
Era un espectáculo que daba gusto. No bien se encendía la luz de la habitación, la sombra se proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; debía estirarse para recobrar las fuerzas. El sabio salía al balcón, para estirarse en él, y en cuanto aparecían las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sentía pasar de muerte a vida.
En todos los balcones de las casas —en los países cálidos, todas las casas tienen balcones— se veía gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos en general salían a la calle con sus mesas y sillas, y ardía la luz, y más de mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles. Desfilaban entierros al son de cantos fúnebres, los golfillos callejeros encendían petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba una gran animación. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio extranjero, se mantenía en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba alguien, pues había flores en el balcón, flores que crecían ubérrimas bajo el sol ardoroso, cosa que habría sido imposible de no ser regadas; alguien debía regarlas, pues, y, por tanto, alguien debía de vivir en la casa. Al atardecer abrían también el balcón, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones delanteras; del fondo llegaba música. Al sabio extranjero aquella música le parecía maravillosa, pero tal vez era pura imaginación suya, pues lo encontraba todo estupendo en los países cálidos; ¡lástima que el sol quemara tanto! El patrón de la casa donde residía le dijo que ignoraba quién vivía enfrente; nunca se veía a nadie, y en cuanto a la música, la encontraba aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla. «¡La sacaré!», piensa; pero no lo conseguirá, por mucho que toque.
Una noche el forastero se despertó. Dormía con el balcón abierto, el viento levantó la cortina, y al hombre le pareció que del balcón fronterizo venía un brillo misterioso; todas las flores relucían como llamas, con los colores más espléndidos, y en medio de ellas había una esbelta y hermosa doncella; parecía brillar ella también. El sabio se sintió deslumbrado, pero hizo un esfuerzo para sacudiese el sueño y abrió los ojos cuanto pudo. De un salto bajó de la cama; sin hacer ruido se deslizó detrás de la cortina, pero la muchacha había desaparecido, y también el resplandor; las flores no relucían ya, pero seguían tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo resonaba una música tan deliciosa, que verdaderamente parecía cosa de sueño. Era como un hechizo; pero, ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la entrada propiamente dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible que en éstas estuviera la entrada.
Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su balcón; tenía la luz a su espalda, por lo que era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre las flores del balcón; y cuando el extranjero se movía, movíase también ella, como ya se comprende.
—Creo que mi sombra es lo único viviente que se ve ahí delante —dijo el sabio—. ¡Cuidado que está graciosa, sentada entre las flores! La puerta está entreabierta. Es una oportunidad que mi sombra podría aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me contaría lo que hubiese visto. ¡Venga, sombra —dijo bromeando—, anímate y sírveme de algo! Entra, ¿quieres? —y le dirigió un signo con la cabeza, signo que la sombra le devolvió—. Bueno, vete, pero no te marches del todo —. El extranjero se levantó, y la sombra, en el balcón fronterizo, levantóse a su vez; el hombre se volvió, y la sombra se volvió también. Si alguien hubiese reparado en ello, habría observado cómo la sombra se metía, por la entreabierta puerta del balcón, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el forastero entraba en su habitación, dejando caer detrás de si la larga cortina.
A la mañana siguiente nuestro sabio salió a tomar café y leer los periódicos. —. ¿Qué significa esto? —dijo al entrar en el espacio soleado—. ¡No tengo sombra! Entonces será cierto que se marchó anoche y no ha vuelto. ¡Esto sí que es bueno!
Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conocía el cuento del hombre que había perdido su sombra, cuento muy popular en los países fríos. Y cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo acusarían de plagiario, y no quería pasar por tal. Por eso prefirió no hablar del asunto, y en esto obró muy cuerdamente.
Al anochecer salió de nuevo al balcón, después de colocar la luz detrás de él, pues sabía que la sombra quiere tener siempre a su señor por pantalla; pero no hubo medio de hacerla comparecer. Se hizo pequeño, se agrandó, pero la sombra no se dejó ver. El hombre la llamó con una tosecita significativa: ¡ajem, ajem!, pero en vano.
Era, desde luego, para preocuparse, aunque en los países cálidos todo crece con gran rapidez, y al cabo de ocho días observó nuestro sabio, con gran satisfacción, que, tan pronto como salía el sol, le crecía una sombra nueva a partir de las piernas; por lo visto, habían quedado las raíces. A las tres semanas tenía una sombra muy decente, que, en el curso del viaje que emprendió a las tierras septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin llegó á ser tan alta y tan grande, que con la mitad le habría bastado.
Así llegó el sabio a su tierra, donde escribió libros acerca de lo que en el mundo hay de verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron días y años; muchos años.
Una tarde estaba nuestro hombre en su habitación, y he aquí que llamaron a la puerta muy quedito.
—¡Adelante! —dijo, pero no entró nadie. Se levantó entonces y abrió la puerta: se presentó a su vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien vestido, y con aire de persona distinguida.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el sabio.
—Ya decía yo que no me reconocería —contestó el desconocido—. Me he vuelto tan corpórea, que incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensó usted en verme en este estado de prosperidad. ¿No reconoce a su antigua sombra? Sin duda creyó que ya no iba a volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separé de usted. He prosperado en todos los aspectos. Me gustaría comprar mi libertad, tengo medios para hacerlo —. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. ¡Cómo refulgían los brillantes en sus dedos! Y todos auténticos, además.
—Pues no, no acierto a explicarme… —dijo el sabio—. ¿Qué significa todo esto?
—No es corriente, desde luego, —respondió la sombra—, pero es que usted también se sale de lo ordinario, y yo, bien lo sabe, desde muy pequeña seguí sus pasos. En cuanto usted creyó que yo estaba en situación de ir por esos mundos de Dios, me fui por mi cuenta. Ahora estoy en muy buena situación, pero una especie de anhelo me impulsó a volver a verlo antes de su muerte, pues usted debe morir. Además, me apetecía visitar de nuevo estas tierras, pues uno quiere a su patria. Sé que usted tiene otra sombra; ¿he de pagarle algo a usted o a ella? Dígamelo, por favor.
—¿De verdad eres tú? —exclamó el sabio—. ¡Es asombroso! Jamás hubiera creído que una vieja sombra pudiese volver en figura humana.
—Dígame cuánto tengo que abonarle —insistió la sombra pues me molesta estar en deuda con alguien.
—¡Qué cosas tienes! —exclamó el sabio—. Aquí no se trata de deudas. Puedes sentirte tan libre como cualquiera. Me alegro mucho de tu buena fortuna. Siéntate, mi vieja amiga, y cuéntame tan sólo lo que ocurrió y lo que viste, en las tierras cálidas, en aquella casa de enfrente.
—Voy a contárselo —dijo la sombra, tomando asiento—, pero tiene que prometerme no decir a nadie que yo fui un día su sombra; pues a lo mejor volvemos a encontrarnos en esta ciudad. Mi intención es casarme; tengo de sobras para mantener a una familia.
—Tranquilízate —contestó el sabio—. Jamás diré a nadie lo que en realidad eres. Ahí va mi mano, y ya sabes que soy hombre de palabra.
—Y yo sombra de palabra —respondió ella expresándose del único modo que podía.
Sin embargo, era curioso que se hubiera hecho tan humana. Vestía de negro, su traje era de finísimo paño, llevaba zapatos de charol, y un sombrero que sólo consistía en copa y ala, por no decir nada de lo que ya sabemos: la cadena de oro y las sortijas de brillantes. Sí, la sombra vestía con gran elegancia, y eso era precisamente lo que hacía de ella un ser humano.
—Pues voy a contarle —dijo, apoyando los pies, con los zapatos encharolados, sobre el brazo de la nueva sombra con toda la fuerza posible; nos referimos a la segunda sombra que al sabio le habla nacido, y que permanecía echada a sus pies como un perrillo. Lo hizo, ora por orgullo, ora para que se le quedase pegada. La sombra del suelo se estuvo muy quietecita y callada; no quería perder palabra del relato, pues tenía gran interés en enterarse de cómo podía emanciparse y convertirse en una persona independiente.
—¿Sabe quién residía en la casa de enfrente? —dijo la sombra—. ¡Pues la belleza máxima, la Poesía! Yo estuve allí tres semanas, y el efecto es el mismo que si se viviese tres mil años y se leyese todo lo que se ha compuesto y escrito. Lo afirmo y es la verdad. Lo he visto todo y todo lo sé.
—¡La Poesía! —exclamó el sabio—. Sí, no es raro que viva sola en las grandes ciudades. ¡La Poesía! La vi un solo y breve momento, pero estaba medio dormido. Salió al balcón, reluciente como la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Tú estuviste en el balcón, entraste en la casa y…
—Me encontré en la antesala —continuó la sombra—. Usted seguía mirando más allá de la habitación. No había luz, reinaba una especie de penumbra, pero estaban abiertas las puertas de una larga serie de aposentos y salones, situados unos enfrente de otros. Dentro, la claridad era vivísima, y la luz me habría fulminado si hubiera entrado directamente en la habitación de la doncella; pero fui prudente y me tomé tiempo, que es lo que debe hacerse.
—¿Y qué viste luego? —preguntó el sabio.
—Lo vi todo y se lo voy a contar, pero —y conste que no es presunción—, dada mi condición de ser libre y los conocimientos que poseo, para no hablar ya de mi buena posición y fortuna, creo no estaría de más que me tratase de usted.
—Le pido mil perdones —respondió el sabio—, ¡es una vieja costumbre tan arraigada! Tiene usted toda la razón y trataré de no olvidarlo. Pero cuénteme todo lo que vio.
—Todo —asintió la sombra—, pues lo he visto todo y lo sé todo.
—¿Qué aspecto ofrecían aquellas salas, las más interiores? ¿No eran acaso como el verde bosque? ¿No tenía uno la impresión de hallarse en un santuario? ¿No eran las salas como el cielo estrellado, cuando uno lo mira desde la cima de las montañas?
—De todo había —dijo la sombra—. No entré enteramente, sino que me quedé en la habitación primera, en la penumbra; pero estaba muy bien situada, pues lo vi todo y me enteré de todo. Estuve en la antesala de la corte de la Poesía.
—Pero, ¿qué es lo que vio? ¿Pasaron acaso por los grandes salones todos los dioses de la Antigüedad? ¿Combatían los antiguos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?
—Le digo que estuve allí, y comprenderá sin duda que vi cuanto había que ver. Si usted hubiera entrado, no se habría convertido en hombre, pero yo sí, y al mismo tiempo conocí mi naturaleza íntima, mi condición innata, mi parentesco con la Poesía. Cuando vivía con usted no pensaba en ello, pero, bien lo sabe, al salir y ponerse el sol, adquiría yo unas proporciones sorprendentes, y a la luz de la luna era casi más visible que usted mismo. Entonces no comprendía mi naturaleza, pero en la antesala de la Poesía se me reveló plenamente.
Me convertí en ser humano. Salí de allí maduro, pero usted se había marchado ya de las tierras cálidas. Me daba vergüenza mostrarme en mi nueva condición humana, tal como, iba; necesitaba zapatos, vestidos, todo ese barniz que distingue al hombre. Busqué refugio —a usted se lo diré, pero no vaya a ponerlo en ningún libro—, busqué refugio en las faldas de la cocinera, me escondí debajo de ellas. La mujer no tenía idea de lo que encerraba. Sólo de noche salía yo a rondar por las calles bajo la luz de la luna; me apretaba tan largo como era contra la pared —¡producía un cosquilleo tan agradable en la espalda!— corría de un lado para otro, por los tejados y las ventanas más altas miraba al interior de las casas; veía lo que nadie podía ver y presencié lo que nadie más ha presenciado ni debiera presenciar. En el fondo, es un mundo muy malo. No me habría interesado convertirme en ser humano si no fuera por la especial distinción que ello confiere. Vi lo más increíble, en las mujeres, en los hombres, en los padres y en los tiernos hijos; vi —prosiguió la sombra— lo que nadie debiera saber y que, sin embargo, todos se afanan por saber: lo malo en casa del vecino. Si hubiese publicado un periódico, ¡qué éxito el mío! Pero opté por escribir a las mismas personas, y cundió el espanto en todas las ciudades, a las que llegaba. Sentían terror de mí, y al propio tiempo me apreciaban. Los profesores me tomaban por uno de ellos, los sastres me daban trajes nuevos, estoy bien provisto; el jefe de la casa de la moneda acuñó monedas para mí, y las mujeres decían que era muy guapo. Así llegué a ser el personaje que soy, y ahora me despido. Ahí tiene mi tarjeta; vivo en la parte soleada, y cuando llueve estoy siempre en casa—. Y la sombra se marchó.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo el sabio.
Transcurrió un año, y la sombra se presentó de nuevo.
—¿Qué tal? —preguntó.
—¡Ay! —contestó el sabio—. Yo venga escribir acerca de la verdad, la bondad y la belleza, pero nadie me hace caso. Estoy desesperado, pues esto significa mucho para mí.
—Pues a mí me preocuparía muy poco —dijo la sombra—. Yo engordo, y esto es lo que hay que procurar. Usted no sabe comprender el mundo; caerá enfermo como siga así. Debe viajar. Yo voy a emprender un viaje en verano, ¿quiere acompañarme? Me gustaría tener un compañero. ¿Quiere venir como mi sombra? Tendré mucho gusto en llevarlo; le pagaré los gastos.
—¡Va usted demasiado lejos! —dijo el sabio.
—Depende de como se lo tome —observó la sombra—. Un viaje le haría mucho bien. Si se aviene a ser mi sombra, lo tendrá todo gratis.
—¡Basta de locuras! —exclamó el sabio.
—¡Pero si el mundo es así —replicó la sombra— y seguirá así! —. Y se marchó.
Las cosas le iban mal al sabio; lo perseguían las preocupaciones y los disgustos; y todo lo que escribía sobre la verdad, la bondad y la belleza, era apreciado por la mayoría como las rosas lo son por una vaca. Al fin cayó enfermo.
—¡Parece usted una sombra! —decíale la gente; y al oírlo sentía cómo un escalofrío le recorría la espalda.
—Vaya una temporada a un balneario —le aconsejó la sombra en la siguiente visita—; es su único remedio. En consideración a nuestras antiguas relaciones, lo llevaré conmigo. Le pagaré el viaje, usted escribirá la crónica y me distraerá durante el camino. Pienso ir a tomar las aguas, pues la barba no me crece como debiera, lo cual no deja de ser una enfermedad, pues hay que tener barba. Sea razonable y acepte mi ofrecimiento; viajaremos como compañeros.
Y partieron; la sombra de señor, y el señor de sombra. Iban siempre juntos, en coche, a pie o a caballo, el uno delante y el otro detrás o de lado, según la posición del sol en el cielo. La sombra se las arreglaba para ocupar siempre el lugar de precedencia, y el sabio no dejaba de advertirlo. Era muy bondadoso, dulce y amable, y un día dijo a la sombra:
—Puesto que somos compañeros de viaje y además crecimos juntos, ¿por qué no nos tuteamos? Sería mucho más cordial.
La sombra, que se había convertido en el verdadero señor, replicó:
—Aprecio la franqueza y la buena intención con que me habla, y yo voy a corresponderle con la misma franqueza y sinceridad. Usted, que es hombre docto, sabe sin duda cuán rara es la Naturaleza. Ciertas personas no pueden tocar papel gris, pues les marea; otras no resisten el ruido de un clavo rascando un cristal. Pues a mí me produce una impresión similar cada vez que lo oigo tratarme de tú; me siento como aplastado contra el suelo, como cuando ocupaba mí antigua posición. Ya ve que se trata de un sentimiento, no de orgullo. No puedo permitir que usted me tutee, pero en cambio yo lo trataré de tú con mucho gusto, con lo cual quedará satisfecha la mitad de su deseo.
Y la sombra se puso a tutear a su ex-señor.
«Realmente, pasa ya de la raya —pensó el sabio— que yo tenga que tratarla de usted y, en cambio, ella me trate a mi de tú». Pero tuvo que resignarse.
Llegaron a un balneario donde había muchos extranjeros, entre ellos una hermosa princesa aquejada de una rara enfermedad: su vista era excesivamente penetrante, lo cual era para inquietar a cualquiera. Enseguida se dio cuenta de que el nuevo huésped era completamente distinto de todos los demás.
—Dicen que ha venido para que le crezca la barba, pero el verdadero motivo yo lo sé: es que no puede proyectar sombra.
Despertada su curiosidad, procuró entrar enseguida en relación con el recién llegado. Por su calidad de princesa no necesitaba andarse con muchas ceremonias, por lo que, al encontrarse con él en el paseo, le dijo:
—La enfermedad de usted es que no tiene sombra.
—¡Su Alteza Real ha mejorado mucho de su dolencia! —dijo la sombra—. Sé que su mal consiste en tener la visión demasiado aguda, pero observo que se ha curado. El caso es que tengo una sombra que se aparta de lo vulgar. ¿Ve Vuestra Alteza este personaje que me acompaña constantemente? Los demás tienen una sombra ordinaria, pero a mí lo corriente no me gusta. Es frecuente que se vista a los criados con una librea de tela más fina que la que lleva el señor; por la misma razón, he vestido de persona a mi sombra. Fíjese que incluso le he suministrado una sombra propia. Es muy costoso, pero me deleita poseer algo que sea exclusivamente mío. «¿Cómo?», pensó la princesa. «¿Es posible que me haya curado? Este balneario es el mejor de todos. En nuestra época el agua posee virtudes sorprendentes. Pero no me marcharé, pues esto empieza ahora a resultar divertido; este extranjero me gusta. Ojalá no le crezca la barba, pues entonces se marcharía enseguida».
Aquella noche, en el gran salón de fiestas, bailaron la princesa y la sombra. Con ser ella muy ligera, la sombra lo era mucho más; nunca había bailado con una pareja como aquélla. Le dijo de qué país era y resultó que él lo conocía; había estado en él, en ausencia de la princesa. Se había asomado a las ventanas y escudriñado los pisos de arriba y los de abajo; lo vio todo; por eso pudo responder a su interlocutora y darle tales noticias que quedó admirada. Sin duda era el hombre más sabio del mundo entero. Sintió gran respeto por su ciencia, y cuando volvieron a bailar, ella se enamoró; bien lo observó la sombra, pues la princesa lo había atravesado con sus miradas. Bailaron por tercera vez, y ella estuvo a punto de confesárselo; pero logró contenerse prudentemente, pensando en su país, en su reino y en sus numerosos súbditos. «Es un sabio —se dijo—, lo cual está bien; y baila magníficamente, lo cual es otra cualidad. Pero tengo que averiguar si posee conocimientos fundamentales». Y se puso a formularle preguntas dificilísimas, que ella misma no hubiera sabido contestar: la sombra puso una cara muy extraña.
—¡Esto usted no lo sabe! —dijo la princesa.
—Lo aprendí ya siendo niño —respondió la sombra—. Estoy seguro de que incluso mi sombra, que está en la puerta, sería capaz de contestarle.
—¡Su sombra! —exclamó la princesa—. ¡Esto sería aún más peregrino!
—No le aseguro que pueda hacerlo —contestó la sombra pero tengo mis motivos para creerlo—. ¡Lleva tantos años siguiéndome y me ha oído tantas veces! Pero permítame que advierta a Vuestra Alteza que su mayor orgullo es el ser tenida por un ser humano. Cuando está de buenas —y es necesario que esté de buen humor para responder— ha de ser tratada como una persona.
—Eso me gusta —dijo la princesa. Y, dirigiéndose al sabio, que permanecía en la puerta, le habló del Sol y de la Luna y de lo que hay en el exterior y el interior del hombre; y a todo le respondió.
«¡Qué hombre tan excepcional debe de ser, para tener una sombra tan erudita! —pensó—. Sería una bendición para mi pueblo que lo erigiese por marido. ¡Lo haré!».
Pronto llegaron a un acuerdo la princesa y la sombra. Pero nadie debería saberlo antes del regreso de ella a su patria.
—¡Nadie, ni siquiera mi sombra! —insistió ésta, que tenía sus reservas mentales.
Y llegaron al país en que reinaba la princesa.
—Escucha, mi buen amigo —dijo la sombra al sabio—, he llegado al máximo grado de felicidad y poder que puede alcanzar un hombre; voy a hacer por ti algo extraordinario. Vivirás siempre conmigo en palacio, montarás en mi real carroza y dispondrás de cien mil escudos anuales; pero es necesario que dejes que todos te llamen sombra; no debes decir que fuistes un hombre; y una vez al año, cuando yo me siente en el balcón a la vista de la multitud, te echarás a mis pies, como es propio de una sombra. Has de saber que me caso con la hija del Rey; la boda se celebrará esta noche.
—¡Alto! Esto es ya demasiado —replicó el sabio—. ¡No quiero y no lo haré! Sería tanto como engañar a todo el país, y a la princesa por añadidura. Lo revelaré todo: que yo soy un ser humano, y tú una sombra, sólo que vestida.
—Nadie te creerá —dijo la sombra—. Sé razonable o llamo a la guardia.
—Me voy inmediatamente a ver a la princesa —respondió el sabio.
—Yo iré primero —dijo la sombra—, y tú irás a la cárcel —. Y así fue, pues los centinelas obedecieron a aquél que, según sabían, se casaría con la hija del Rey.
—Estás temblando —exclamó la princesa al presentarse la sombra en su habitación—. ¿Te ha ocurrido algo? No vayas a caer enfermo, hoy que ha de celebrarse nuestra boda.
—¡Me ha sucedido lo más horrible que quepa imaginar! —dijo la sombra. Figúrate (aunque claro está que al cerebro de una sombra no se le puede pedir gran cosa) que mi sombra se ha vuelto loca. Ha dado en creer que es un hombre y que, ¡fíjate!, la sombra soy yo.
—¡Esto es horrible! —dijo la princesa—. ¿La han encerrado?
—¡Sí! Y me temo que no sanará nunca.
—¡Pobre sombra! —dijo la princesa—, es bien desgraciada. Sería una buena acción liberarla de la poca vida que tiene. Y, pensándolo bien, creo que será necesario acabar con ella sin armar ruido.
—¡Es dura cosa! —observó la sombra—, pues siempre fue una fiel servidora —. Y simuló que suspiraba.
—¡Qué alma más noble! —dijo la princesa.
Aquella noche iluminóse toda la ciudad y fueron disparadas salvas de artillería: ¡bum!; y las tropas presentaron armas. ¡Vaya boda! La princesa y la sombra salieron al balcón para que el pueblo los viese y los aclamase.
El sabio no supo nada de todas aquellas magnificencias: le habían quitado la vida.
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