Años y tantos años de escucha atenta, aún sin resolver el misterio del unicornio azul de Silvio, llega el día en que recibes un texto procedente de alguien muy cercano a ti, y estando ese texto inspirado en aquella canción, de repente, no comprendes ni descifras con certeza, cosa sólita cuando de poemas se trata, pero sí, de algún modo, recién descubres o inventas la metáfora del unicornio tan adorado como enigmático hasta entonces. Ese Unicornio, que lejos de ser único, cada cual poseeríamos uno en nuestro íntimo imaginario, representaría lo que podría ser el antónimo del Pecado original de nuestra cultura cristiana, esa Alegría adscrita a cada persona al nacer, esa que con el paso de los años va mermando irremediablemente, esa que poseen los niños de serie y que le vamos robando poquito a poco, eso sí, y sin acritud, eso también, esa que se va diluyendo en cada foto, tanto que si ordenáramos las instantáneas podríamos rozar el llanto, ésa. Cabalguemos pues, volemos entonces a lomos de nuestros respectivos unicornios en la medida de lo posible, mientras no los perdamos de vista, pintémoslos de azul, amarillo o verde fosforito, todo valdrá con tal de que nos ayude a postergar su pérdida anunciada. Y, ¡por suprema piedad!, seamos cautos con los infantes, sobre todas las cosas, no empujándolos al precipicio antes de tiempo, el guardián entre el centeno de Salinger no les bastará. Eso quizás palíe nuestro desconsuelo cuando acontezca lo irremediable porque el recuerdo de la cabalgadura o vuelo, si fueron intensos, nos redimirá de todo. A modo de aquel esplendor en la hierba de William Wordsworth, con suerte, nos salvará.
La felicidad de los niños se halla en la intimidad de sus casas. No se apercibe de ninguna de las mieles o bondades ajenas a aquella. Todo lo que brilla fuera de las estancias de su hogar lejos de las faldas de su madre, podrá deslumbrarles hasta cegarlos, pero no alcanzará a distraerlos del incomparable revuelo de los cabellos de su mamá. El calor del regazo, el pan en la mesa y la voz en el oído, nada más. Curioso que bastándose con tan poco, el todo restante no le alcance. Aquella mañana, en la escuela, cuando les pregunté qué era lo que más les gustaba hacer a sus padres, con la intención de explicarles después –ingenua intención– que cuando ellos fueran grandes, muy grandes, sus progenitores serían los abuelos de sus hijos y ya estarían jubilados. Entonces podrían hacer eso que más les gusta porque no tendrían que trabajar. Bueno, pues por entrar en ese laberíntico jardín me di cuenta de que apenas ninguno tiene idea de lo que le apasiona a su papá, o lo tiene clarísimo. En fin, resulta que Javier hubiera apostado un brazo a que lo que encanta a su padre es “chuchuá, chuchuá…” y yo, cuando le pido más datos, el chavalín no duda en sentenciar: “los cantajuegos”. Busqué consuelo y vislumbré titubeante lo que pensé sería mi tabla de salvación para reconducir la situación o hacerme entender, y dije: pepe, a tu padre que es… y va y me dice que se dedicaba a… algo que no recuerdo con precisión pero que era pura y amorosa dedicación a su hijo.
María me dijo que lo que realmente hacía feliz a su abuelo era comprarle chuches a ella. Creo que estuve muy cerca de empezar a hallar respuestas cuando les pedí, cambiando la fórmula, si sabían qué les gustaba a sus papas antes de que ellos nacieran, pero ya andaba yo en retirada, exhausta. Seguí intentando asirme a alguna respuesta de ellos cercana a lo que esperaba pero fue en vano. No pude rastrear indagando en el espíritu de los niños todas las pasiones de sus papas porque son pequeños y se agotan, pero quedaron claras ciertas cosas:
Que el papá de Javier no se resiste a una buena sesión de “cantajuegos” y lo debe dar todo por su hijo.
Que los papás de Sofía y Elena gustan de besar a sus mamás y el de Elena además también de ir a bailar con ella.
Que es muy buena señal todo este despropósito. Ninguno hizo referencia a las motos, aunque tenga en el garaje unas cuantas, ni tan siquiera salió a relucir el fútbol.
Que al parecer, estos niños tienen la suerte que les corresponde por derecho propio de tener unos papas que no solo se dedican a hacerles felices a ellos, sino que además lo hacen con tal entrega, disfrute y entusiasmo que sus hijos andan convencidos de que jugar con ellos y comprarles chucherías, es su mayor y única afición.
Que al abuelo, bautizado con el cariñoso apelativo de “alegría de vivir” lo que le gustaba era, en una preciosa ilustración, ir a bailar tango. Pero me da en la nariz que si el día que toca milonga se presenta su nieto con algún buen plan, suspende la noche de baile y se pierde en su auténtica pasión: echar la velada con su nieto.
¡Cómo hemos cambiado!, me dijo ella, con sus pecas y sus 7 años, eso me dijo, y lo hizo con cierta autoternura y no poca satisfacción mientras abandonaba el módulo de tres años tras haberse contemplado en un rostro propio y casi novedoso, sin embargo, después de lo que en la infancia debía ser mucho tiempo. Yo les apremiaba a salir en su juego mientras, con menos satisfacción, le reiteraba su sentencia y le dije, sí, todos, yo, también. Y fue entonces, justito ahí, cuando ella debió comprender exactamente mi relativa pesadumbre en el comentario porque, como un bálsamo para mi persona, me objetó, tú, el pelo más corto pero estás tan guapa como siempre. Eso me dijo. Con convicción, sinceridad y mucho amor. Supe que también amor porque tenía, y sigo teniendo cuando escribo esto, dos dedos de raíz canosa esperando un tinte que no llega. El día antes precisamente comentaba con una compañera mi impresión, a veces, de que no se me conoce. Ella se llama Marina, tiene siete años, pero le bastaron lo suficiente para conocerme y restaurarle el ánimo a la seño Isa.
Al margen de todas estas cotidianas y personales reflexiones, al final no nos damos cuenta de que “Lo esencial es invisible a los ojos”, como decía el Principito aquel. En la memoria, y sospecho que en general, se instala como lo bueno, lo mejor es invisible… Pero hoy me dió la impresión de que también lo peor es invisible a los ojos.
Pasado el mediodía fuimos a comer a Los Marfiles. Nos sentamos en una mesa solo para dos. Acostumbrados a ser de 3 a 6 comensales, te sientes algo extraña y sola ¿sola? No, sola lo que se dice sola, definitivamente no. Se come bien aquí, buena cocina, buen servicio, buen precio. Solo un par de inconvenientes: el primero el entorno. No es más que un enjambre de bloques de cemento a medio construir y lo ya construido representa una triste sucesión apilada de viviendas y de algunas tiendas y negocios vacíos. Es más agradable comer con vistas al mar, supongo. Por otro lado -y como segundo inconveniente- el perfil de la clientela es bastante deprimente, algo rancio, algo decadente. Aparte, suele llenarse de muchos viejitos. La media de edad de la clientela que acude al enorme salón, puede alcanzar fácilmente los 65 años y eso teniendo en cuenta la también asidua afluencia de familias con sus tres generaciones, eso es mucho. Es más agradable comer rodeado de un público más surtido, más… más de todo. En una mesa próxima a un pequeño pasillo por donde acceden incansablemente un nutrido número de camareros a cocina para pedir y tomar comandas, esa precisa mesa que casi obliga a los trabajadores a contorsionarse a su paso para salvarla y esquivarla con éxito, estaba sentado un hombrecillo, unos setenta y tantos años le calculé yo. Ataviado con un jersey rojo, bien acicalado y dispuesto, con gestos lentos y ademanes parsimoniosos se aplicaba con esmero a dar buena cuenta de su almuerzo.
Consultaba la carta y escuchaba atentamente la voz del camarero. Siempre me ha deprimido ver a alguien comer solo. Me apena, puedo ver sin aprensión de ningún tipo a cualquier persona estar sola en la playa, pasear sin compañía, trabajar donde sea en soledad, en el cine, incluso en la barra tomando una copa en solitario. Pero comer, no sé por qué desconocido motivo me causa conmiseración inmediata. Personalmente tampoco me gusta comer sola.
No sé por qué extraña razón, pero me puse a hacerlo y lo hice, comencé a observarlo. Pensé: “tampoco a él le gustará comer solo o quizás no le importe” y en ese preciso instante vi que se afanaba con resolución a remediar la pequeña cojera de la mesa metiendo ese clásico papelito super doblado entre la pata y el suelo y pensé: ¿no le importa comer solo pero si el leve movimiento oscilante de la mesa? Luego vi como se servía su cerveza de botellín con exquisita ceremonia vertiendo una parte de su contenido en su copa, con el esmero suficiente para provocar la espuma justa. Ponía para ello especial atención en que la cerveza estuviese perfecta. Cuando se la hubo servido, tomó una servilleta y limpió con dedicación la embocadura de la copa paseándola con afán por su borde y humedeciendo la tela con un poquito de la espuma de la propia cerveza. También le importaba lo impoluto del cristal. Observé como comía con gusto su menú: gazpacho y atún en salsa, acompañándose en lugar de con el pan que permanecía sin abrir en el interior de su bolsita sobre la mesa, con algo que cogía de un recipiente que depositó sobre el mantel y que observé con intriga. Lo comía como quien toma el pan con la comida, alternándolo con los bocados del plato.
La curiosidad fue tal que en cuanto tuve ocasión le pregunte al primer camarero que pasaba por mi lado justo en ese momento y me desveló el misterio: rabanitos. Eran como pequeñas bolas blancas que a veces mordía y a veces se las introducía en la boca enteras. Al parecer, también ponía interés en seguir una alimentación saludable, nuestro viejito.
Los camareros, al pasar a su lado, a veces le decían algo, debía ser cliente habitual, le tocaban la espalda con cariño en su estresante ir y venir e intercambiaban pequeñas frases.
Mientras transcurría la comida y daba buena cuenta de su atún, su cerveza y sus rabanitos, paso un niño de esos cuyo aspecto e indumentaria delatan que acude a la primera comunión de su primo, porque parece que fuera disfrazado, cuando una está acostumbrada a verlos en ropa deportiva todos los días. Pasó todo curioso de vuelta, supongo, a la mesa familiar con un helado de vainilla derritiéndose y chorreando por entre sus dedos, mal equilibrado, que con el trasiego de tanto camarero y tan poco espacio entre las mesas convirtió en un pequeño milagro el hecho de que no cayera sobre el suelo o quedara donado involuntariamente en la manga de cualquiera que se le cruzase. El viejito de jersey rojo levantó la vista y gesticulo muy acorde al riesgo infantil con una mirada y sonrisa condescendiente no falta de asombro. En ese momento lo miré y el me miró, y sonreí con gesto cómplice. La sorpresa que guardaba este hombrecillo al que le importaba todo, se me reservó para los postres. No pidió ninguna bomba de esas de azúcar que el resto más despreocupados pedimos a veces para compartir por aquello de distribuir y compensar excesos, no. El pidió un plátano. Se lo sirvieron en un plato y la sorpresa no fue que se lo pelase y comiera con cuchillo y tenedor – que ya es –– no, lo extraordinario e inesperado fue que justo en ese momento soltó su tenedor de pinchar rodajas de plátano y se dispuso a abrir el envoltorio transparente que contenía el bollito de pan, y acompañó con él su postre. Se lo comió justo como a él le gustaba comerse los plátanos, supongo. ¿Cómo no le iba a importar comer solo?.
Tarde de Septiembre, playeo en Getares, librito, compaña, el mar generoso a la fuerza, la arena y el sol, que sólo caldea y no abrasa. ¡Ah! ¡vaya!, bandera amarilla ¡uf!, muchas algas. ¿Dicen que también hay medusas? Bueno… A estas horas tampoco es imprescindible el baño. Mi libro, un cuento de Mark Twain, qué gracioso y tierno el del perro, se lo mandaré a Elena. ¡Uf! ¡qué de mosquitos! Otro cuento, el del viaje con el muerto, ¡vaya viajecito! Qué pesaditos los mosquitos estos. Son los que se incuban en la fruta podrida. Otro cuento, no recuerdo ya de qué, ya sólo hay moscas. ¿Nos cambiamos de sitio? Mira, todo el mundo está cómodo, no se les ve manotear. Nos echamos más ““p’allá”. Nada, más mosquerío. Es a causa de la sombra, porque a ti te pican más. Nos giramos, ya el sol no pica y…… puedo leer de frente, me encanta leer de cara al sol, ¡uf! La sombra no altera la determinación de los mosquitos. Nos vamos. Cuando íbamos hacia el aparcamiento giré la mirada y con esa última luz tan bonita de estos días, el paisaje aparecía idílico, mientras la tarde había sido penosa.
Y fue entonces cuando uniendo esto a la trama del cuento del cadáver de Twain, en el que los personajes, dos, hacen un nauseabundo viaje en tren (encima sin muerto). En su caso, su pesadilla no eran los mosquitos sino el olor. En fin - me dije - lo peor también puede ser invisible a los ojos. Así que en adelante, cuando algo pueda parecernos amable habrá que someterlo a los filtros del tacto y del olfato, por lo menos.
Isa
No hay comentarios:
Publicar un comentario