viernes, 23 de noviembre de 2018

La Veta Plateada

"La Veta Plateada"
David Sánchez-Valverde Montero


Es pequeño, sí, susurró mi compañera sin mirarme, pero no se engañe, es el río de los ríos, la veta plateada más bella. 
Despierto en un tren que parece atravesar un túnel, justo antes de que emerja en un gigantesco andén. Muchos de los viajeros ya están en pie, mirando con ansiedad por las ventanas, otros acaban de despertar desconcertados. Las puertas de uno de los costados del vehículo se abren al unísono, me levanto, sigo al numeroso grupo de pasajeros que ocupan mi vagón y comenzamos a derramarnos por una estación inmensa, inabarcable, su altura casi se pierde en la distancia. El gris lo ocupa todo, menos los trenes, que son blancos, con un brillo metálico agradable a la vista, y surcados longitudinalmente por ambos lados con líneas de color vivo. Mis pies quieren seguir a alguien que parezca saber a dónde ir, pero los reprimo pues nadie lo parece; mucha gente se mueve, sí, algunos aisladamente, otros en columnas apretadas, pero estoy abrumado, como paralizado en este gran espacio cerrado, con el ruido constante de las estaciones importantes: sonido de trenes que llegan y parten, pasos, carreras, un cuchicheo impenitente, algún grito aislado, una anodina y casi imperceptible música de fondo. No todas las almas que me rodean están en movimiento; también hay salpicadas aquí y allá algunas gentes que sentadas miran a un vacío que solo ellas conocen, o dormitan sin saber decidirse o habiéndose decidido a no hacerlo.

Estoy ahí, mirando hacia un gigantesco panel informativo que pende del techo: innumerables trenes, horas de partida y llegada, pero ningún destino, ningún lugar reconocible al que ir. Una punzada en la boca del estómago me impele a decidirme ya, a tomar un tren, ya que el siguiente podría ser el mío, o ser el último, y quizás no tomarlo haría que me pudriese en una espera infinita. Un altavoz da el último aviso para el vehículo que dormita a mi izquierda; es idéntico al que nos trajo hasta aquí. Entonces, una muchedumbre tan angustiada como yo me arrastra al interior de un vagón. Ahora estoy en el suelo, aturdido, cuando las puertas cierran y una sutil vibración delata la partida. Arrastro mis huesos hasta una ventanilla en un pequeño compartimento. Al otro lado del cristal, a lo lejos, un hombre de entre los que acunaban su hastío mirando a ningún lugar en la estación, posa sus ojos sobre mí. Y veladamente, sonríe.
A través de la ventana veo cómo penetramos un nuevo túnel y tras varios minutos salimos fuera horadando un paisaje casi de planicie, de verdes campos y breves bosques, salpicado con algunas ondulaciones, suaves colinas que no impiden atisbar el horizonte. Me acomodo en el asiento y levanto la mirada para descubrir frente a mí a una única pasajera, una mujer; tendrá unos sesenta años, cabello muy corto y entreverado de canas, tras unas gafitas redondas se adivinan unos ojos claros e inteligentes, respira bajo un vestido verde manzana hasta media rodilla. Mira a través del cristal, sonríe levemente y brilla, toda ella, resplandece de alguna manera, irradia una alegría serena, un aura paciente y sabia. No quiero hablarle todavía y miro en derredor por primera vez tras el tumulto de la partida. El interior es muy diferente al del primer tren: cálido, acogedor, antiguo pero no gastado, maderas suaves, sillones de terciopelo rojo, luces atenuadas, puertas con asideros dorados. Y yo, extrañamente, no siento miedo, solo una gozosa curiosidad, el ligero interrogante de alguien que cree no tener mucho que perder.

Observo a mi acompañante: es menuda, sus sobrios zapatos rojos no alcanzan el suelo. Cuando voy a dirigirme a ella se me adelanta: 
¿No cree que es maravilloso?
Son unas vistas bonitas, sí, contesto ligeramente cohibido.
La mujer prosigue alegremente: No solo las vistas, fíjese en el tren, no hallará un detalle descuidado. A decir verdad la estación podría mejorarse, un poco sórdida para mi gusto, además toda esa gente desorientada… 
¿Sabe a dónde nos dirigimos?, pregunto.
Me mira por encima de las gafas y sonríe, en un gesto a medias entre el misterio y la coquetería: Quizás no debería contarle esto, comienza bajando un poco la voz. Pero, sabe, he sido yo la que rompí el hielo, así que supongo que lo haría por algo: vamos hacia la gran pradera.
La gran pradera…, susurro como para mí mismo.
Sí, bueno, continúa mi compañera de viaje. Hice alguna trampa la última vez. Nadie me lo impidió, tal vez no se percataron, quizás lo consintieron… quién sabe. Cuando lleguemos, y ya no falta mucho, no se separe de mí.
Quiero seguir indagando, pero la mujer menuda regresa a su alegre contemplación del paisaje. Apoyo mi espalda en el respaldo, inspiro y vuelvo a comprobar que no tengo miedo; es como si ese sentimiento hubiera sido borrado de entre mis emociones. La mujer sigue reflejando una agradable frescura mientras mueve ahora sus cortas piernas, con los pies dentro de los minúsculos zapatos rojos. Entonces, el tren comienza a perder velocidad. Miro por la ventana con cierta ansiedad, pero no alcanzo a distinguir nada que rompa la simetría del paisaje, ninguna estación, edificio ni estructura, tampoco personas… Finalmente nos detenemos por completo. 
¡Hemos llegado!, exclama mi compañera, a la vez que se incorpora de un saltito con una inesperada gracilidad.

Descendemos de los vagones lentamente, todos por el mismo costado, pues las puertas del otro lado están cerradas. Ahora puedo escrutar el exterior del vehículo, para comprobar alucinado que se trata de un tren completamente diferente al que partió de la estación; de aspecto clásico, con una locomotora humeante de un negro casi brillante en cabeza y una decena de vagones metálicos pintados de azul cobalto; tal como el interior, todo se muestra impoluto y radiante. Cuando miro a ambos lados nada más pisar el suelo, una enorme masa de personas ha bajado ya, y lo siguen haciendo al igual que un fluido vivo y espeso. Las miradas ahora son de desconcierto y espera, algunas también de angustia; únicamente la mujer del vestido verde parece relajada. Siento un calambre de asombro cuando me coge de la mano, y tirando de mí con decisión comenzamos a ascender el montículo que se yergue frente a nosotros, a escasos metros de ese andén invisible. Todos los demás nos siguen, tal vez por miedo, por puro gregarismo o a falta de ninguna otra guía. Lo cierto es que tras la punta de lanza que formamos mi alegre compañera y yo, el resto de pasajeros se arremolinan en una estela sobre la hierba como las aves migratorias en los cielos. Así, alcanzamos la parte más alta de la colina; la mujer me mira con una alegría que sobrepasa su sonrisa:
Ahí está, dice casi en un susurro.

El paisaje de leves ondulaciones y praderas se extiende hasta el horizonte inasible, bajo un cielo tan azul como en algunos días de verano. No se ve al sol por ningún lado y la luz parece emanar de la propia bóveda celeste, entre un puñado de nubes maravillosamente algodonadas. Tardo unos segundos en percatarme de lo que la mujer señala: a no mucho más de cincuenta metros de nuestros pies, se adivina el curso de un pequeño arroyo, pues la vegetación a sus lados se hace más alta y densa, de un verde entreverado de otros verdes y trazas doradas.
¿Se refiere al arroyuelo?, pregunto.
Es el Leteo, añade emocionada. No estaba del todo segura si volvería a verlo.
El Leteo…, mascullo torpemente.
Entonces, el gentío se nos adelanta. Comienzan a descender la pendiente, algunos dejan ir exclamaciones de alborozo, otros trastabillan un poco sin llegar a caerse. Las horas de viaje han entumecido los cuerpos, y la temperatura templada en el interior del tren parece haber despertado la sed en todos. Los primeros que han alcanzado la ribera del arroyo ya se agachan para beber, intento dar un paso cuando inesperadamente la mujer de las gafitas redondas me retiene todavía sin soltar mi mano. Yo también siento sed, pero no me atrevo a zafarme de aquella alegre y enérgica mujer menuda. Los que ya han probado las aguas dejan su lugar a otros y comienzan mansamente a subir la colina que cierra el pequeño valle por el otro lado. 
Ahora, ordena la mujer con suavidad.

La sigo hasta la orilla del Leteo. Libera mi mano cuando llegamos y dice: No beba, solo enjuáguese.
Compruebo que nadie parece vigilar al heterogéneo grupo de hombres y mujeres de muy diversa edad que recorre las praderas, y la gente que nos rodea parece ir a lo suyo, calmos y cansados en sus gestos y maneras. Hago como me dice: el agua es fresca pero no gélida, discurre apaciblemente revelando como el cristal un fondo azul de pequeños cantos y plantas acuáticas. No se ven peces ni se oye sonido alguno de aves o insectos; solo un sutil siseo de fluir líquido en el cauce, y ahora nuestros pasos y aislados suspiros de gozo de los que beben en las aguas.
Comenzamos la ascensión entre el último grupo. Al llegar arriba descubrimos otro valle algo más pequeño que el primero y un nuevo tren que resopla allí abajo, igual al que nos ha traído hasta aquí. Algo dentro de mí comienza a comprender, o tal vez a recordar… Los viajeros empiezan a subir a los vagones, sin prisas y en un silencio solo traspasado por los bufidos de la locomotora que ya quiere partir.

La mujer del vestido verde habla sin mirarme: Regrese tranquilo. Esta vez recordará.
¿No viaja conmigo?, pregunto, adivinando de antemano la respuesta.
Ahora sí, me mira plácidamente: No. Pero volveremos a vernos. Esperaré al siguiente tren. Quiero descansar un poco aquí, junto al Leteo.

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