Rumpelstiltskin (a veces deletreado como Rumplestiltskin) es el personaje antagonista principal de un cuento de hadas de origen alemán (llamado Rumpelstilzchen en el original).
El cuento, que en español se llama El enano saltarín, fue incorporado por los Hermanos Grimm en Cuentos de la infancia y del hogar (Kinder- und Hausmärchen) en la edición de 1812.
En la colección de cuentos de los Hermanos Grimm, Rumpelstiltskin (Rumpelstilzchen) es el n.º 55.
La historia de Rumpelstilskin es un ejemplo de cuento folclórico del tipo 500 de Aarne-Thompson: El nombre del ayudante, tema recurrente de los cuentos de hadas que incluye tareas imposibles, la condición pesarosa, el intercambio del hijo, y, sobre todo, el nombre secreto.
Tratando de parecer más importante delante del rey, un pobre molinero le miente afirmando que su hija sabe hilar tan bien que puede convertir la paja en oro. Asombrado por tal proeza, el rey le dice que lleve a la chica al día siguiente al palacio, donde la introduce en una habitación llena de paja y le ordena convertirla en oro usando una rueca y un carrete. El rey le advierte que, de no lograrlo, morirá. Mientras pasa el tiempo sin saber qué hacer, sola y desesperada, la muchacha comienza a llorar, cuando de repente se aparece un duendecillo, quien le pregunta el motivo de su llanto. Enterándole de lo que sucede, el duende se ofrece a realizar el trabajo, a cambio de un premio. La hija del molinero le promete entonces su collar. De esa manera, el misterioso hombrecillo comienza a hilar la paja, que se convierte en oro, hasta transmutarla toda.
Al siguiente día, el rey se presenta nuevamente y, sorprendido ante aquel prodigio, su corazón se llena de codicia, por lo que lleva a la hija del molinero a una habitación aún más grande y con más paja, ordenándole que la hilara en una noche so pena de su vida. Una vez más, el hombrecillo aparece y a cambio de la sortija de la joven, convierte la paja en oro.
Finalmente, al tercer día, el rey lleva a la muchacha a una tercera habitación aún mayor que las anteriores, y le promete desposarse con ella a cambio de convertir la paja en oro. Por tercera vez, el duendecillo hace el cambio una vez que la hija del molinero le hace una promesa: entregarle a su primer hijo una vez sea reina.
Cumplido el cometido, el rey se casa con la joven, que se convierte en reina, y un año después, es madre, sin acordarse de su promesa. Entonces, el hombrecillo reaparece: viene a llevarse al niño. Llorando, la reina intenta convencerlo de lo contrario, y entonces el duende le da tres días para adivinar su nombre, a cambio de no llevárselo, seguro de que no lo logrará.
La reina envía mensajeros a todo el reino para averiguar el nombre, pero todo es en vano, hasta que al filo del tercer día, uno de ellos le informa haber observado una noche a un hombrecillo que bailaba alrededor de una hoguera, cantando una extraña canción, en la cual revela su verdadero nombre: Rumpelstiltskin.
Es así como, al escuchar de labios de la reina que ella conocía su verdadero nombre, Rumpelstiltskin se enfurece y patea el suelo tan fuerte, que se hunde hasta la mitad del cuerpo.
El nombre Rumpelstizchen se emplea por primera vez, según el folclorista Hans-Jörg Uther (n. 1944), en la recopilación de juegos infantiles que aparece en el libro de Johann Fischart Affentheurlich Naupengeheurliche Geschichtklitterung (1575), una traducción libre de la serie de François Rabelais Gargantúa y Pantagruel. Allí se hace referencia a un ser llamado "Rumpele stilt o el Poppart". Rumpelstilz era una denominación para un duende maligno que, al igual que un Poltergeist, hace ruidos (en alemán rumpeln) al sacudir o zarandear Stelzen (en alemán moderno, "zancos", en este caso referido a objetos tales como las patas de una mesa). El sufijo —chen, al igual que el sufijo -lein, se emplea en alemán para construir el diminutivo.
Erase una vez un pobre molinero que tenía una hermosa hija. Tuvo un día ocasión de hablar con el Rey y, para darse importancia, le dijo:
—Tengo una hija que sabe hilar la paja convirtiéndola en oro.
—He aquí una habilidad que me satisface —dijo el Rey—. Si tu hija es tan lista como dices, traéla mañana a palacio para ver cómo se luce.
Cuando le presentaron a la muchacha, condújola él a una habitación llena de paja y, dándole una rueca y una tortera, le dijo:
—Ponte en seguida al trabajo. Mañana por la mañana toda esta paja tiene que estar hilada y convertida en oro. Si no lo has hecho, morirás.
Y él mismo cerró la puerta con llave dejando a la muchacha sola.
La desdichada hija del molinero quedó allí encerrada, sin saber qué hacer para salvar la vida. Jamás se le había ocurrido que pudiera transformarse la paja en oro; su angustia aumentaba por momentos y, al fin, rompió a llorar.
De pronto se abrió la puerta y entró un enanillo que le dijo:
—Buenas noches, molinerita. ¿Por qué lloras así?
—¡Ay! —respondió la muchacha—. Tengo que convertir esta paja en oro, y no sé hacerlo.
—¿Qué me das si la hilo yo por ti? —preguntó el hombrecillo.
—Mi collar —dijo la doncella.
Tomó el enano el collar y, sentándose a la rueca, en tres pasadas llenó la canilla. Puso luego otra, otras tres pasadas, y quedó llena la segunda; y así, sin parar hasta la mañana, en que toda la paja quedó hilada y todas las canillas llenas de oro.
Al amanecer presentóse el Rey, y al ver toda aquella riqueza sintió una gran alegría. Pero su codicia le pedía más aún. Mandó conducir a la hija del molinero a otra habitación mucho mayor que la primera y también llena de paja, y la conminó a hilarla toda durante la noche si estimaba en algo su vida.
La muchacha, viéndose otra vez perdida, prorrumpió de nuevo a llorar. Presentóse el enanillo y le preguntó:
—¿Qué me das si te convierto la paja en oro?
—La sortija que llevo en el dedo —respondió la doncella.
El enano aceptó la sortija, volvió a ponerse a la rueca y, al llegar la madrugada, toda la paja estaba transformada en reluciente oro.
Alegróse mucho el Rey al verlo; pero, dominado por la avaricia, llevó a la muchacha a otra habitación, mucho mayor todavía, y también llena de paja:
—Esta noche vas a hilarme todo esto, y si lo consigues me casaré contigo.
Pensaba el Rey: «Aunque sea la hija de un molinero, en todo el mundo no encontraré una mujer con mejor dote».
Al quedar sola la muchacha, presentóse el enanito por tercera vez y le dijo:
—¿Qué me das si también esta noche te hilo la paja?
—Ya no me queda nada que pueda darte —respondió la muchacha.
—Entonces prométeme que, una vez seas reina, me darás tu primer hijo.
«¡Quién sabe cómo han de ir las cosas!», pensó la molinerita; y, ante el apuro en que se hallaba, prometió lo que se le pedía, a cambio de lo cual el hombrecillo le transformó la paja en oro por tercera vez.
Y cuando, por la mañana, entró el Rey y lo encontró todo conforme a sus deseos, casóse con la hermosa hija del molinero, la cual pasó a ser la reina del país.
Al cabo de un año dio a luz un hermoso niño. La Reina se había olvidado ya del enano, pero éste se presentó de improviso en su alcoba y le dijo:
—Dame ahora lo que me prometiste.
La Reina se horrorizó y ofreció al enanito todas las riquezas del reino en compensación del niño; pero el hombrecillo replicó:
—No, un ser viviente vale para mí más que todos los tesoros del mundo.
La madre se deshizo en tantas lágrimas y lamentaciones que, al fin, el hombrecillo se compadeció de ella.
—Te dejaré tres días de plazo —dijo—. Si para entonces has averiguado mi nombre, te dejaré a tu hijo.
La Reina se pasó la noche entera tratando de recordar todos los nombres que había oído en su vida, y envió a un mensajero con orden de informarse por doquier de todos los existentes.
Al comparecer el hombrecillo al día siguiente, empezó ella a recitar todos los nombres que sabía, desde Melchor, Gaspar y Baltasar; pero a cada uno respondía el enano:
—No me llamo así.
Durante el segundo día mandó investigar los nombres de todos los habitantes de la vecindad, y luego enumeró al enanito los más peregrinos y raros:
—¿No te llamarás, acaso, Costilludo, o Pata de carnero, o Pantorrillera?
Pero el hombrecillo respondía invariablemente:
—No me llamo así.
Al tercer día dijo el emisario a su regreso:
—Me ha sido imposible dar con un solo nombre nuevo, pero cuando llegué a la orilla de un bosque en una alta montaña, allí donde la zorra y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita, y delante de ella ardía un fuego, y en torno al fuego estaba saltando un ridículo enanillo sobre una piedra, y cantaba:
«Hoy hago pan, mañana cerveza,
y pasado me traigo al hijo del amo.
¡Qué bien! ¡Nadie tiene en la cabeza
que Rumpelstiltskin soy y que así me llamo!»
Podéis imaginar lo contenta que se puso la Reina al escuchar aquel nombre. Y tan pronto como compareció al enano y le preguntó:
—Bien, Señora Reina, ¿cómo me llamo?
Empezó ella diciendo:
—¿Te llamas por casualidad Conrado?
—¡No!
—¿O Enrique?
—¡No!
—¿No será, acaso, Rumpelstiltskin?
—¡No puede ser! ¡Es el diablo quien te lo ha dicho! —exclamó el enanillo y, encolerizado, dio con el pie derecho una patada tan fuerte en el suelo, que se hundió en él hasta la cintura.
Luego cogió el pie izquierdo con ambas manos y tiró de él hasta que el enano se partió por la mitad.
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