viernes, 21 de diciembre de 2018

Cadavedrios

"Cadavedrios"
  Wilson 


Supongo que la mayoría recordará el hallazgo —rimbombante en su momento— de aquel animalito tan particular hace unos años, en la profundidad de los bosques del sureste de nuestro país (me parece que después encontraron más ejemplares, cerca del volcán R., aunque luego los investigadores coincidieron en que había ciertas diferencias, mínimas, entre ambas poblaciones). 

Mi querida M. fue una de las investigadoras encargadas del estudio de esta nueva especie. Yo me atrevería a decir que sus aportaciones fueron vitales, imprescindibles. Ella se topó con el animalito en uno de nuestros viajes por esos lugares llenos de bichos infecciosos y pantanos, a los que nadie más —excepto yo— aceptaba acompañarla; desde luego, sé que me estoy dejando llevar por amiguismos y por el amor rabioso que —aún— siento por ella. Es decir, no soy un tipo demasiado versado en ciencia, como lo fue ella, de manera que es probable que esté incurriendo en imprecisiones. Sin embargo, para mí ella merece una estatua y merece estar en el salón de la fama —si acaso existe cosa semejante— de la ciencia de nuestra nación. 

Como muchos deben de saber, los cadavedrios son conocidos por una característica bastante peculiar: algunos especímenes son venenosos, mortíferos, de herida incurable, muerte segura y casi fulminante, sin agonías prolongadas, incluso, para animales de grandes proporciones (entre los que se encuentra el ser humano, claro); otros especímenes apenas producen, con su mordedura, una leve indisposición; y otros son absolutamente inofensivos; las mordeduras de estos últimos provocan, si acaso, un puntito rojo que a veces se hincha, similar a la picadura de un mosquito enorme. No obstante, lo extraordinario estriba en lo siguiente: a simple vista resulta imposible —hasta ahora— diferenciar a un cadavedrio letal de otro que no lo es. Para distinguirlos con certeza es menester inducir al animalito en cuestión a morder alguna superficie adecuada (acción que no es difícil de obtener, pues la mayoría de los cadavedrios suelen ser agresivos). El líquido-baba resultante es examinado. Después se le asigna una de las tres categorías al cadavedrio. Todo esto lo sé porque M. me lo contó, antes de que la información empezara a circular por los medios y por las bocas distorsionadoras del resto de las personas. 

M. se encontraba analizando las propiedades y composición química de las diferentes sustancias segregadas por los cadavedrios: sus posibilidades en la creación de sueros antiofídicos, o como sustrato para el desarrollo de tratamientos contra el cáncer, o como ingrediente esencial utilizado en una serie de procesos regenerativos de la piel, etcétera, contingente panacea, etcétera, algo nunca visto, etcétera, fantasiosas expectativas, etcétera. No recuerdo demasiado, o quizá no estaba poniendo la atención necesaria a las simplificadas y amables explicaciones que me brindaba M. durante la cena. Sólo recuerdo que los cadavedrios fueron moda durante un tiempo entre los colegas de M. Ahora no sé si los estudios van por buen camino o si ya han llegado a conclusiones favorables; ya no me interesan los progresos o fracasos de esos proyectos clínicos. 

En la casa aún hay dos urnas de vidrio, repletas de humedad, empañadas, envejecidas desde la última vez que M. las limpió para introducir un par de cadavedrios. Aquella tarde, cuando regresé del hospital, días después del accidente de M., me encontré con los pequeños y peludos cuerpos, fríos, tiesos, de los cautivos cadavedrios que M. cuidaba en nuestro hogar. Desde entonces nadie limpia esas urnas. Y fue hace apenas unas semanas que, mientras contemplaba los vidrios manchados, grisáceos de las urnas abandonadas, se me ocurrió el desenlace, el siguiente paso, el final de la espera. 

Encontrar a un vendedor «dispuesto» no representó ninguna dificultad; admito, sin embargo, que debí pagar una cantidad exorbitante por los dos ejemplares para asegurarme de que ambos fueran venenosos. Los funestos cadavedrios me fueron suministrados de manera clandestina por un estudiante que trabajaba en una de las tantas investigaciones que todavía se llevan a cabo en varias universidades. Yo le entregué el dinero y el muchacho depositó dos cajas de cartón, apenas agujereadas, en el asiento trasero de mi automóvil. Las cajas estaban envueltas, selladas por unas cintas usadas en el laboratorio de la universidad, me explicó el muchacho. Finalmente —y sin que se lo pidiera— me detalló la información relativa a los cuidados, alimentación y costumbres de los cadavedrios. 

—¿Estás seguro de que ambos son venenosos? —le pregunté. 

—Sí. Por favor, tenga mucho cuidado; son muy peligrosos. 

—De acuerdo. 

—¿Puedo preguntarle… qué planea hacer con los cadavedrios? 

—No te daría toda esta plata si pensara en soltarte explicaciones. Ya puedes largarte. 

M., un año, ocho meses, cuatro días en coma. Creí que podría soportarlo. No pude. Nunca tomé en serio la posibilidad de su muerte. Yo guardaba mis historias cotidianas, mis éxitos y mis derrotas, el último sueño, los chismes, los chistes, un recuerdo de infancia, alguna confesión vergonzosa, el capítulo 23 de la serie que estábamos viendo, comida en la refrigeradora, sus golosinas sin abrir y las que dejó a medio comer; todo lo guardaba, lo dejaba suspendido, como quien espera a alguien que regresa de un largo viaje. Pero jamás regresó; y yo he decidido ir a buscarla. 

Me acuesto en el suelo, estoy desnudo, pienso en M., escucho los golpecitos sordos que dan contra el cartón. Las cajas ya están desatadas, sin los seguros. Pronto, sin demasiado esfuerzo, abrirán las tapas, saldrán, tímidos al principio, frenéticos después, y vendrán a salvarme, mientras pienso en M.

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