jueves, 20 de diciembre de 2018

Noelderman

"Noelderman"
Isa


Amaneció aquel buen día con una aparatosa erupción en la barbilla, más bien la afección abarcaba toda la zona del mentón. Era una erosión dérmica de orígen desconocido, de esas que posiblemente responden a la ingesta de algún alimento mal tolerado más que a una posible picadura de cualquier diminuta araña u otro insecto similar, a saber…
No se rascaba con insistencia, ni siquiera sin ella, parecía no picarle. Sólo era perceptible a la vista. Él sabía de aquello que tenía en la barba porque me avisó de la advertencia de su madre respecto a que lo observara por si había empeoramiento y, en ese caso, le informara. Su madre trabaja en el mismo colegio, y él tiene cinco años largos y un diente menos desde hace pocos días.
La zona epidermica continuó en el mismo grado de rojez durante casi toda la jornada. Al término de ésta, ya en el césped y durante su último esparcimiento, me interesé por el progreso de la dichosa urticaria.
- ¿A ver? ¡Uy!, parece que lo tienes algo más irritadillo, ve a la clase de tu madre para que te lo mire… 

Le sumistró, según creí entender por otra compañera, algún antihistamínico. Nada más aconteció al respecto hasta la hora mágica de la salida, las dos de la tarde. ¡A casa!
La vivienda estaba en silencio, medio a oscuras, alguna lucecita alimentada por un discreto enchufe espantando monstruos y miedos. La cama del cuarto de los padres acogía el sueño reparador de éstos, casi profundo, pues las jornadas laborales y domésticas invitan a hacer una visita al reino de Morfeo. Sin dosis de antitérmicos ni de antibióticos que administrar en el tramo nocturno… la ocasión era propicia para recobrar las energías robadas, con premeditación o al asalto, de otras tantas veladas interrumpidas. Tiempo de crianza… de vino y rosas, al cabo.
En el dormitorio de los niños, las camas bien remetiditas cobijaban sendos bultos quietos y pequeños. En la almohada de la benjamina reposaban algunos bucles perfectos, eran rubios pero en esa luz tenue apenas se apreciaba el color, todo sombreados se acomodaban con la perfección sólo posible en un cabello nuevo, recién lavado. En la del hermano mayor -cinco años- ¿qué es eso? Parecía como si la guata del edredón se hubiera salido un poco por cualquier agujero o por una costura descosida. Las sombras todo lo confunden, la noche y el sueño también… pero al acercar la vista… lo que en principio parecía un mechón de pelo blanco resultó ser exactamente eso mismo. Descartando en el acercamiento y segunda exploración su naturaleza textil, el espanto fue mayúsculo. Al pretender tocarlo, el pequeño gimió y se removió, pues aquel cuerpo canoso arrancaba al parecer de la mismísima cara del niño. Una enorme barba blanca pendía asombrosamente de su pequeño e infantil rostro.

A pesar de la extraordinaria impresión, caí dormida, y recuerdo que en mis sueños de aquella extraña noche, me inquietaron los despertares alarmantes en la casa a la mañana siguiente, con carreras de idas y venidas a todos los espejos de la casa, con llantos, gritos, llamadas telefónicas, padres descompuestos, una pequeñaja escondida debajo de la cama, asustada y empecinada en no volver a salir de allí, con todos los familiares entrando y saliendo… Curiosamente aquellos sueños no me incomodaron el descanso como otras veces lo hicieran las pesadillas sino, más bien al contrario, me dejaron cierto sosiego y conformidad a pesar de lo disparatado y preocupante de su contenido. 
Cuando desperté, aunque ya clareaba el día, la casa seguía sumida en el letargo con el que me dormí. No me atreví a visitar el cuarto de los niños antes de abandonarla. Huí de allí de puntillas, no me veía con el valor necesario para ser testigo del despertar del resto. Ni tan siquiera establecí posteriormente, ni al día siguiente ni durante meses, contacto telefónico ni de cualquier otro tipo con aquella familia que tan hospitalariamente me había alojado. Por supuesto que aquello contravenía toda costumbre de buena educación a la que yo estaba acostumbrada, pero supongo, que me faltó el valor y no quise saber nada de ellos.
Tan sólo un año después aproximadamente, la casualidad quiso que afrontara contra mi voluntad lo que, de haberlo sabido con anterioridad, hubiera aliviado noches y noches de auténtica pesadilla.
Fue en un centro comercial, venían de frente, confieso que de haberlo podido eludir lo habría hecho metiéndome precipitadamente en cualquier tienda zafándome así de lo que en ese momento consideraba como un espeluznante encuentro. Conforme avanzaban hacia mí, mi mirada se esforzaba a velocidad de vértigo en localizar a la criatura de seis años… no dando con ella pude observar que en lugar de aquella, otra pataleaba en su silla de bebé luchando por que la echaran al suelo y su hermana mayor lucía una hermosa melena rizada y rubia… Justo en el momento en que el saludo era irremediable, la madre, en previsión de la parada necesaria para aquél quiso advertir a su primogénito que al parecer iba en avanzadilla y con el que posible y distraídamente debí cruzarme pasos atrás, y gritó:
- ¡Pepe!, para ¡Ven! 

Yo me giré y lo vi acercarse, aliviada pude besar el suave rostro lampiño de un niño de seis años. Las explicaciones de aquella escapada a la francesa en aquella extraña noche hubieran resultado ridículas en cualquiera de sus posibilidades. Ellos fueron lo suficientemente corteses como para no mencionar nada al respecto y yo, por supuesto, tampoco lo hice.
Sé que lo de aquella noche no fue un mal sueño pero tampoco alcanzo a comprenderlo ni pretendo indagar en ello. Me conformo con el recurso de ese beso como último pensamiento antes de dormir. Mis noches ahora son serenas y jamás he vuelto a visitar a un niño dormido.

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