martes, 1 de enero de 2019

El Hombre Bicentenario

"El Hombre Bicentenario" (Bicentennial Man) es un relato de la serie de los robots de Isaac Asimov. Ganó los premios Nébula y Hugo al mejor relato de 1976 y 1977 respectivamente.

Posteriormente se hizo una reedición del cuento, una ampliación en forma de novela titulada "The Positronic Man", de Isaac Asimov y Robert Silverberg.

En 1976, con motivo de la celebración del segundo centenario de la independencia de Estados Unidos, se encargó a varios autores que escribieran algún relato corto con el tema The Bicentennial Man, el cual podía desarrollarse libremente. Ocurre que en inglés esta expresión puede interpretarse como «el hombre del bicentenario» (la vida de la gente en Estados Unidos doscientos años después de la Declaración de Independencia) o como «el hombre bicentenario» (un hombre que llega a vivir doscientos años). Jugando con esta ambigüedad, Asimov, que fue uno de los autores que recibió dicho encargo, renunció a hacer un ensayo sociológico y, argumentando que «un hombre no podría vivir tanto tiempo», escribió un relato corto acerca de un robot que poco a poco va asimilando el mundo de los humanos hasta desear ser reconocido como uno de ellos, lo cual lo lleva a luchar por obtener su humanidad de manera legítima.

«Esta historia, que apareció por primera vez en 1976, fue mi exposición más clarividente del desarrollo de los robots. Trataba del deseo de un robot de convertirse en hombre y la forma en que realizaba este deseo, paso a paso. No tenía intención de escribir esta historia cuando la empecé, se escribió sola, y se trazó y entrelazó en la máquina de escribir. Acabó siendo la tercera de mis historias favoritas, entre todas las escritas.»
Isaac Asimov





Las Tres Leyes de la robótica:
Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.

—Gracias— dijo Andrew Martin, aceptando el asiento que le ofrecían. Su semblante no delataba a una persona acorralada, pero eso era.
En realidad su semblante no delataba nada, pues no dejaba ver otra expresión que la tristeza de los ojos. Tenía cabello lacio, castaño claro y fino, y no había vello en su rostro. Parecía recién afeitado. Vestía anticuadas, pero pulcras ropas de color rojo aterciopelado.
A1 otro lado del escritorio estaba el cirujano, y la placa del escritorio incluía una serie identificatoria de letras y números, pero Andrew no se molestó en leerla. Bastaría con llamarle «doctor».
—¿Cuándo se puede realizar la operación, doctor? —preguntó.
El cirujano murmuró, con esa inalienable nota de respeto que un robot siempre usaba ante un ser humano:
—No estoy seguro de entender cómo o en quién debe realizarse esa operación, señor.
El rostro del cirujano habría revelado cierta respetuosa intransigencia si tal expresión —o cualquier otra— hubiera sido posible en el acero inoxidable con un ligero tono de bronce.
Andrew Martin estudió la mano derecha del robot, la mano quirúrgica, que descansaba sobre el escritorio. Los largos dedos estaban artísticamente modelados en curvas metálicas tan gráciles y apropiadas que era fácil imaginarlas empuñando un escalpelo que momentáneamente se transformaría en parte de los propios dedos.
En su trabajo no habría vacilaciones, tropiezos, temblores ni errores. Eso iba unido a la especialización; una especialización tan deseada por la humanidad que pocos robots poseían ya un cerebro independiente. Claro que un cirujano necesita cerebro, pero éste estaba tan limitado en su capacidad que no reconocía a Andrew. Tal vez nunca le hubiera oído nombrar.
—¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser un hombre? —le preguntó Andrew.
El cirujano dudó un momento, como si la pregunta no encajara en sus sendas positrónicas.
—Pero yo soy un robot, señor.
—¿No sería preferible ser un hombre?
—Sería preferible ser mejor cirujano. No podría serlo si fuera hombre, sólo si fuese un robot más avanzado. Me gustaría ser un robot más avanzado.
—¿No le ofende que yo pueda darle órdenes, que yo pueda hacerle poner de pie, sentarse, moverse a derecha e izquierda, con sólo decirlo?
—Es mi placer agradarle. Si sus órdenes interfiriesen en mi funcionamiento respecto de usted o de cualquier otro ser humano, no le obedecería. La Primera Ley, concerniente a mi deber para con la seguridad humana, tendría prioridad sobre la Segunda Ley, la referente a la obediencia. De no ser así, la obediencia es un placer para mí… Pero ¿a quién debo operar?
—A mí.
—Imposible. Es una operación evidentemente dañina.
—Eso no importa —dijo Andrew con calma.
—No debo infligir daño —objetó el cirujano.
—A un ser humano no, pero yo también soy un robot.

Andrew tenía mucha más apariencia de robot cuando acabaron de manufacturarlo. Era como cualquier otro robot, con un diseño elegante y funcíonal.
Le fue bien en el hogar adonde lo llevaron, en aquellos días en que los robots eran una rareza en las casas y en el planeta.
Había cuatro personas en la casa: el «señor», la «señora», la «señorita» y la «niña». Conocía los nombres, pero nunca los usaba. El Señor se llamaba Gerald Martin.
Su número de serie era NDR… No se acordaba de las cifras. Había pasado mucho tiempo, pero si hubiera querido recordarlas habría podido hacerlo. Sólo que no quería.
La Niña fue la primera en llamarlo Andrew, porque no era capaz de pronunciar las letras, y todos hicieron lo mismo que ella.
La Niña… Llegó a vivir noventa años y había fallecido tiempo atrás. En cierta ocasión, él quiso llamarla Señora, pero ella no se lo permitió. Fue Niña hasta el día de su muerte.
Andrew estaba destinado a realizar tareas de ayuda de cámara, de mayordomo y de criado. Eran días experimentales para él y para todos los robots en todas partes, excepto en las factorías y las estaciones industriales y exploratorias que se hallaban fuera de la Tierra.
Los Martin le tenían afecto y muchas veces le impedían realizar su trabajo porque la Señorita y la Niña preferían jugar con él.
Fue la Señorita la primera en darse cuenta de cómo se podía solucionar aquello.
—Te ordenamos que juegues con nosotras y debes obedecer las órdenes —le dijo.
—Lo lamento, Señorita —contestó Andrew—, pero una orden previa del Señor sin duda tiene prioridad.
—Papá sólo dijo que esperaba que tú te encargaras de la limpieza —replicó ella—. Eso no es una orden. Yo sí te lo ordeno.
A1 Señor no le importaba. El Señor sentía un gran cariño por la Señorita y por la Niña, incluso más que la Señora, y Andrew también les tenía cariño. A1 menos, el efecto que ellas ejercían sobre sus actos eran aquellos que en un ser humano se hubieran considerado los efectos del cariño. Andrew lo consideraba cariño, pues no conocía otra palabra para designarlo.
Talló para la Niña un pendiente de madera. Ella se lo había ordenado. Al parecer, a la Señorita le habían regalado por su cumpleaños un pendiente de marfilina con volutas, y la Niña sentía celos. Sólo tenía un trozo de madera y se lo dio a Andrew con un cuchillo de cocina.
Andrew lo talló rápidamente.
—Qué bonito, Andrew —dijo la niña—. Se lo enseñaré a papá.
El Señor no podía creerlo.
—¿Dónde conseguiste esto, Mandy? —Así llamaba el Señor a la Niña. Cuando la Niña le aseguró que decía la verdad, el Señor se volvió hacia Andrew—. ¿Lo has hecho tú, Andrew?
—Sí, Señor.
—¿También el diseño?
—Sí, Señor.
—¿De dónde copiaste el diseño?
—Es una representación geométrica, Señor, que armoniza con la fibra de la madera.
A1 día siguiente, el Señor le llevó otro trozo de madera y un vibrocuchillo eléctrico.
—Talla algo con esto, Andrew. Lo que quieras.
Andrew obedeció y el Señor le observó; luego, examinó el producto durante un largo rato. Después de eso, Andrew dejó de servir la mesa. Le ordenaron que leyera libros sobre diseño de muebles, y aprendió a fabricar gabinetes y escritorios.
El Señor le dijo:
—Son productos asombrosos, Andrew.
—Me complace hacerlos, Señor.
—¿Cómo que te complace?
—Los circuitos de mi cerebro funcionan con mayor fluidez. He oído usar el término «complacer» y el modo en que usted lo usa concuerda con mi modo de sentir. Me complace hacerlos, Señor.

Gerald Martin llevó a Andrew a la oficina regional de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos. Como miembro de la Legislatura Regional, no tuvo problemas para conseguir una entrevista con el jefe de robopsicología. Más aún, sólo estaba calificado para poseer un robot por ser miembro de la Legislatura. Los robots no eran algo habitual en aquellos días.
Andrew no comprendió nada al principio, pero en años posteriores, ya con mayores conocimientos, evocaría esa escena y lo comprendería.
El robopsicólogo, Merton Mansky, escuchó con el ceño cada vez más fruncido y realizó un esfuerzo para no tamborilear en la mesa con los dedos. Tenía tensos los rasgos y la frente arrugada y daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba.
—La robótica no es un arte exacto, señor Martin —dijo—. No puedo explicárselo detalladamente, pero la matemática que rige la configuración de las sendas positrónicas es tan compleja que sólo permite soluciones aproximadas. Naturalmente, como construimos todo en torno de las Tres Leyes, éstas son incontrovertibles. Desde luego, reemplazaremos ese robot…
—En absoluto —protestó el Señor—. No se trata de un fallo. Él cumple perfectamente con sus deberes. El punto es que también realiza exquisitas tallas en madera y nunca repite los diseños. Produce obras de arte.
Mansky parecía confundido.
—Es extraño. Claro que actualmente estamos probando con sendas generalizadas… ¿Cree usted que es realmente creativo?
—Véalo usted mismo.
Le entregó una pequeña esfera de madera, en la que había una escena con niños tan pequeños que apenas se veían; pero las proporciones eran perfectas y armonizaban de un modo natural con la fibra, como si también ésta estuviera tallada.
—¿Él hizo esto? —exclamó Mansky. Se lo devolvió, sacudiendo la cabeza—. Puramente fortuito. Algo que hay en sus sendas.
—¿Pueden repetirlo?
—Probablemente no. Nunca nos han informado de nada semejante.
—¡Bien! No me molesta en absoluto que Andrew sea el único.
—Me temo que la empresa querrá recuperar ese robot para estudiarlo.
—Olvídelo —replicó el Señor. Se volvió hacia Andrew—: Vámonos a casa.
—Como usted desee, Señor —dijo Andrew.

La Señorita salía con jovencitos y no estaba mucho en casa. Ahora era la Niña, que ya no era tan niña, quien llenaba el horizonte de Andrew. Nunca olvidaba que la primera talla en madera de Andrew había sido para ella. La llevaba en una cadena de plata que le pendía del cuello.
Fue ella la primera que se opuso a la costumbre del Señor a regalar los productos.
—Vamos, papá. Si alguien los quiere, que pague por ellos. Valen la pena.
—Tu no eres codiciosa, Mandy.
—No es por nosotros, papá. Es por el artista.
Andrew jamás había oído esa palabra y en cuanto tuvo un momento a solas la buscó en el diccionario.
Poco después realizaron otro viaje; en esa ocasión para visitar al abogado del Señor.
—¿Qué piensas de esto John? —le preguntó el Señor.
El abogado se llamaba John Feingold. Era canoso y barrigón, y los bordes de sus lentes contacto estaban teñidos de verde brillante. Miró la pequeña placa que el Señor le había entregado.
—Es bella… Pero estoy al tanto. Es una talla de un robot, ese que has traído contigo.
—Sí, es obra de Andrew. ¿Verdad, Andrew?
—Sí, Señor.
—¿Cuánto pagarías por esto John? —preguntó el Señor.
—No sé. No colecciono esos objetos.
—¿Creerías que me han ofrecido doscientos cincuenta dólares por esta cosita? Andrew ha fabricado también sillas que he vendido por quinientos dólares. Los productos de Andrew nos han permitido depositar doscientos mil dólares en el banco.
—¡Cielos, te está haciendo rico, Gerald!
—Sólo a medias. La mitad está en una cuenta a nombre de Andrew Martin.
—¿Del robot?
—Exacto, y quiero saber si es legal.
—¿Legal? —Feingold se reclinó en la silla, haciéndola crujir—. No hay precedentes, Gerald. ¿Cómo firmó tu robot los papeles necesarios?
—Sabe hacer la firma de su nombre y yo la llevé. No lo llevé a él al banco en persona. ¿Es preciso hacer algo más?
—Mmm… —Feingold entrecerró los ojos durante unos segundos—. Bueno, podemos crear un fondo fiduciario que maneje las finanzas en su nombre, lo cual hará de capa aislante entre él y el mundo hostil. Aparte de eso, mi consejo es que no hagas nada más. Hasta ahora nadie te ha detenido. Si alguien se opone, déjale que se querelle.
—¿Y te harás cargo del caso si hay alguna querella?
—Por un anticipo, claro que sí.
—¿De cuánto?
Feingold señaló la placa de madera.
—Algo como esto.
—Me parece justo —dijo el Señor.
Feingold se rió entre dientes mientras se volvía hacia el robot. —Andrew, ¿te gusta tener dinero?
—Sí, señor.
—¿Qué piensas hacer con él?
—Pagar cosas que de lo contrario tendría que pagar el Señor. Esto le ahorrará gastos al Señor.

Hubo ocasiones para ello. Las reparaciones eran costosas y las revisiones aún más. Con los años se produjeron nuevos modelos de robot, y el Señor se preocupó de que Andrew contara con cada nuevo dispositivo, hasta que fue un dechado de excelencia metálica. El propio robot se encargaba de los gastos. Andrew insistía en ello.
Sólo sus sendas positrónicas permanecieron intactas. El Señor insistía en ello.
—Los nuevos no son tan buenos como tú, Andrew. Los nuevos robots no sirven. La empresa ha aprendido a hacer sendas más precisas, más específicas, más particulares. Los nuevos robots no son versátiles. Hacen aquello para lo cual están diseñados y jamás se desvían. Te prefiero a ti.
—Gracias, Señor.
—Y es obra tuya, Andrew, no lo olvides. Estoy seguro de que Mansky puso fin a las sendas generalizadas en cuanto te echó un buen vistazo. No le gustó que fueras tan imprevisible… ¿Sabes cuántas veces pidió que te lleváramos para estudiarte? ¡Nueve veces! Pero nunca se lo permití, y ahora que se ha retirado quizá nos dejen en paz.
El cabello del Señor disminuyó y encaneció, y el rostro se le puso fofo, pero Andrew tenía mejor aspecto que cuando entró a formar parte de la familia. La Señora se había unido a una colonia artística de Europa y la Señorita era poeta en Nueva York. A veces escribían, pero no con frecuencia. La Niña estaba casada y vivía a poca distancia. Decía que no quería abandonar a Andrew y cuando nació su hijo, el Señorito, dejó que el robot cogiera el biberón para alimentarlo.
Andrew comprendió que el Señor, con el nacimiento de ese nieto, tenía ya alguien que reemplazara a quienes se habían ido. No sería tan injusto presentarle su solicitud.
—Señor —le dijo—, ha sido usted muy amable al permitir que yo gastara mi dinero según mis deseos.
—Era tu dinero, Andrew.
—Sólo por voluntad de usted, Señor. No creo que la ley le hubiera impedido conservarlo.
—La ley no me va a persuadir de que me porte mal, Andrew.
—A pesar de todos los gastos y a pesar de los impuestos, Señor, tengo casi seiscientos mil dólares.
—Lo sé, Andrew.
—Quiero dárselos, Señor.
—No los aceptaré, Andrew.
—A cambio de algo que usted puede darme, Señor.
—Ah. ¿Qué es eso, Andrew?
—Mi libertad, Señor.
—Tu…
—Quiero comprar mi libertad, Señor.

No fue tan fácil. El Señor se sonrojó, soltó un «¡Por amor de Dios!», dio media vuelta y se alejó.
Fue la Niña quien logró convencerlo, en un tono duro y desafiante, y delante de Andrew. Durante treinta años, nadie había dudado en hablar en su presencia, tratárase de él o no. Era sólo un robot.
—Papá, ¿por qué te lo tomas como una afrenta personal? Él seguirá aquí. Continuará siéndote leal. No puede evitarlo. Lo tiene incorporado. Lo único que quiere es un formalismo verbal. Quiere que lo llamen libre. ¿Es tan terrible? ¿No se lo ha ganado? ¡Cielos!, él y yo hemos hablado de esto durante años.
—¿Conque durante años?
—Sí, una y otra vez lo ha ido postergando por temor a lastimarte. Yo le dije que te lo pidiera.
—Él no sabe qué es la libertad. Es un robot.
—Papá, no lo conoces. Ha leído todo lo que hay en la biblioteca. No sé qué siente por dentro, pero tampoco sé qué sientes tú. Cuando le hablas, reacciona ante las diversas abstracciones tal como tú y yo. ¿Qué otra cosa cuenta? Si las reacciones de alguien son como las nuestras, ¿qué más se puede pedir?
—La ley no adoptará esa actitud —se obstinó el Señor, exasperado. Se volvió hacia Andrew y le dijo con voz ronca—: ¡Mira, oye! No puedo liberarte a no ser de una forma legal, y si esto llega a los tribunales no sólo no obtendrás la libertad, sino que la ley se enterará oficialmente de tu fortuna. Te dirán que un robot no tiene derecho a ganar dinero. ¿Vale la pena que pierdas tu dinero por esta farsa?
—La libertad no tiene precio, Señor —replicó Andrew—. Sólo la posibilidad de obtenerla ya vale ese dinero.

El tribunal también podía pensar que la libertad no tenía precio y decidir que un robot no podía comprarla por mucho que pagase, por alto que fuese el precio.
La declaración del abogado regional, que representaba a quienes habían entablado un pleito conjunto para oponerse a la libertad de Andrew, fue ésta: La palabra «libertad» no significa nada cuando se aplicaba a un robot, pues sólo un ser humano podía ser libre.
Lo repitió varias veces, siempre que le parecía apropiado; lentamente, moviendo las manos al son de las palabras.
La Niña pidió permiso para hablar en nombre de Andrew.
La llamaron por su nombre completo, el cual Andrew nunca había oído antes:
—Amanda Laura Martin Charney puede acercarse al estrado.
—Gracias, señoría. No soy abogada y no sé hablar con propiedad, pero espero que todos presten atención al significado e ignoren las palabras. Comprendamos qué significa ser libre en el caso de Andrew. En algunos sentidos, ya lo es. Lleva por lo menos veinte años sin que un miembro de la familia Martin le ordene hacer algo que él no hubiera hecho por propia voluntad. Pero, si lo deseamos, podemos ordenarle cualquier cosa y expresarlo con la mayor rudeza posible, porque es una máquina y nos pertenece. ¿Por qué ha de seguir en esa situación, cuando nos ha servido durante tanto tiempo y tan lealmente y ha ganado tanto dinero para nosotros? No nos debe nada más; los deudores somos nosotros. Aunque se nos prohibiera legalmente someter a Andrew a una servidumbre involuntaria, él nos serviría voluntariamente. Concederle la libertad será sólo una triquiñuela verbal, pero significaría muchísimo para él. Le daría todo y no nos costaría nada.
Por un momento pareció que el juez contenía una sonrisa.
—Entiendo su argumentación, señora Charney. Lo cierto es que a este respecto no existe una ley obligatoria ni un precedente. Sin embargo, existe el supuesto tácito de que sólo el ser humano puede gozar de libertad. Puedo establecer una nueva ley, o someterme a la decisión de un tribunal superior; pero no puedo fallar en contra de ese supuesto. Permítame interpelar al robot. ¡Andrew!
—Sí, señoría.
Era la primera vez que Andrew hablaba ante el tribunal y el juez se asombró de la modulación humana de aquella voz.
—¿Por qué quieres ser libre, Andrew? ¿En qué sentido es importante para ti?
—¿Desearía usted ser un esclavo, señoría?
—Pero no eres un esclavo. Eres un buen robot, un robot genial, por lo que me han dicho, capaz de expresiones artísticas sin parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueras libre?
—Quizá no pudiera hacer más de lo que hago ahora, señoría, pero lo haría con mayor alegría. Creo que sólo alguien que desea la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.
Y eso le proporcionó al juez un fundamento. El argumento central de su sentencia fue: «No hay derecho a negar la libertad a ningún objeto que posea una mente tan avanzada como para entender y desear ese estado.»
Más adelante, el Tribunal Mundial ratificó la sentencia.

El Señor seguía disgustado y su áspero tono de voz hacía que Andrew se sintiera como si tuviese un cortocircuito.
—No quiero tu maldito dinero, Andrew. Lo tomaré sólo porque de lo contrario no te sentirías libre. A partir de ahora, puedes elegir tus tareas y hacerlas como te plazca. No te daré órdenes, excepto ésta: que hagas lo que te plazca. Pero sigo siendo responsable de ti. Eso forma parte de la sentencia del juez. Espero que lo entiendas.
—No seas irascible, papá —interrumpió la Niña—. La responsabilidad no es una gran carga. Sabes que no tendrás que hacer nada. Las Tres Leyes siguen vigentes.
—Entonces, ¿en qué sentido es libre?
—¿Acaso los seres humanos no están obligados por sus leyes, Señor?
—No voy a discutir —dijo el Señor.
Se marchó, y a partir de entonces Andrew lo vio con poca frecuencia.
La Niña iba a verlo a menudo a la casita que le habían construido y entregado. No disponía de cocina ni de cuarto de baño. Sólo tenía dos habitaciones. Una era una biblioteca y la otra servía de depósito y taller. Andrew aceptó muchos encargos y como robot libre trabajó más que antes, hasta que pagó el coste de la casa y el edificio se le transfirió legalmente.
Un día, fue a verlo el Señorito…, no, ¡George! El Señorito había insistido en eso después de la sentencia del juez.
—Un robot libre no llama señorito a nadie —le había dicho George—. Yo te llamo Andrew. Tú debes llamarme George.
El día en que George fue a verlo a solas le informó de que el Señor estaba agonizando. La Niña se encontraba junto al lecho, pero el Señor también quería que estuviese Andrew.
El Señor habló con voz potente, aunque parecía incapaz de moverse. Se esforzó en levantar la mano.
—Andrew —dijo—, Andrew… No me ayudes, George. Me estoy muriendo, eso es todo, no estoy impedido… Andrew, me alegra que seas libre. Sólo quería decirte eso.
Andrew no supo qué decir. Nunca había estado frente a un moribundo, pero sabía que era el modo humano de dejar de funcionar. Era como ser desmontado de una manera involuntaria e irreversible, y Andrew no sabía qué era lo apropiado decir en ese momento. Sólo pudo quedarse en pie, callado e inmóvil.
Cuando todo terminó, la Niña le dijo:
—Tal vez te haya parecido huraño hacia el final, Andrew, pero estaba viejo y le dolió que quisieras ser libre.
Y entonces Andrew halló las palabras adecuadas:
—Nunca habría sido libre sin él, Niña.

Andrew comenzó a usar ropa después de la muerte del Señor. Empezó por ponerse unos pantalones viejos, unos que le había dado George.
George ya estaba casado y era abogado. Se incorporó a la firma de Feingold. El viejo Feingold había muerto tiempo atrás, pero su hija continuó con el bufete, que con el tiempo pasó a llamarse Feingold y Martín. Conservó ese nombre incluso cuando la hija se retiró y ningún Feingold la sucedió. En la época en que Andrew se puso ropa por primera vez, el apellido Martín acababa de añadirse a la firma.
George se esforzó en no sonreír al verle ponerse los pantalones por primera vez, pero Andrew le notó la sonrisa en los ojos.
George le enseñó a cómo manipular la carga de estática para permitir que los pantalones se abrieran, le cubrieran la parte inferior del cuerpo y se cerraran. George le hizo una demostración con sus propios pantalones, pero Andrew comprendió que él tardaría en imitar la soltura de ese movimiento.
—¿Y para qué quieres llevar pantalones, Andrew? —dijo George—. Tu cuerpo resulta tan bellamente funcional que es una pena cubrirlo; especialmente, cuando no tienes que preocuparte por la temperatura ni por el pudor. Y además no se ciñen bien sobre el metal.
—¿Acaso los cuerpos humanos no resultan bellamente funcionales, George? Sin embargo, os cubrís.
—Para abrigarnos, por limpieza, como protección, como adorno. Nada de eso se aplica en tu caso.
—Me siento desnudo sin ropa. Me siento diferente, George.
—¡Diferente! Andrew, hay millones de robots en la Tierra. En esta región, según el último censo, hay casi tantos robots como hombres.
—Lo sé, George. Hay robots que realizan cualquier tipo de tarea concebible.
—Y ninguno de ellos usa ropa.
—Pero ninguno de ellos es libre, George.
Poco a poco, Andrew mejoró su guardarropa. Lo inhibían la sonrisa de George y la mirada de las personas que le encargaban trabajos.
Aunque fuera libre, el detallado programa con que había sido construido le imponía un determinado comportamiento ante la gente, y sólo se animaba a avanzar poco a poco. La desaprobación directa lo contrariaba durante meses.
No todos aceptaban la libertad de Andrew. Él era incapaz de guardarles rencor, pero sus procesos mentales se encontraban con dificultades al pensar en ello.
Sobre todo, evitaba ponerse ropa cuando creía que la Niña iba a ir a verlo. Era ya una anciana que a menudo vivía lejos, en un clima más templado, pero en cuanto regresaba iba a visitarlo.
En uno de esos regresos, George le comentó:
—Ella me ha convencido, Andrew. Me presentaré como candidato a la Legislatura el año próximo. De tal abuelo, tal nieto, dice ella.
—De tal abuelo… —Andrew se interrumpió, desconcertado.
—Quiero decir que yo, el nieto, seré como el Señor, el abuelo, que estuvo un tiempo en la Legislatura.
—Eso sería agradable, George. Si el Señor aún estuviera…
Se interrumpió de nuevo, pues no quería decir «en funcionamiento». No parecía adecuado.
—Vivo —lo ayudó George—. Sí, pienso en el viejo monstruo de cuando en cuando.
Andrew reflexionó sobre esa conversación. Se daba cuenta de sus limitaciones de lenguaje al hablar con George. El idioma había cambiado un poco desde que Andrew se había convertido en un ser con un vocabulario innato. Además, George practicaba una lengua coloquial que el Señor y la Niña no utilizaban. ¿Por qué llamaba monstruo al Señor, cuando esa palabra no parecía la apropiada?
Los libros no lo ayudaban. Eran antiguos y la mayoría trataban de tallas en madera, de arte, o de diseño de muebles. No había ninguno sobre el idioma ni sobre las costumbres de los seres humanos.
Pensó que debía buscar los libros indicados y, como robot libre, supuso que sería mejor no preguntarle a George. Iría a la ciudad y haría uso de la biblioteca. Fue una decisión triunfal y sintió que su electropotencial se elevaba tanto que tuvo que activar una bobina de impedancia.
Se puso un atuendo completo, incluida una cadena de madera en el hombro. Hubiera preferido plástico brillante, pero George le había dicho que la madera resultaba más elegante y que el cedro bruñido era mucho más valioso.
Llevaba recorridos treinta metros cuando una creciente resistencia le hizo detenerse. Desactivó la bobina de impedancia, pero no fue suficiente. Entonces, regresó a la casa y anotó cuidadosamente en un papel: «Estoy en la biblioteca.» Lo dejó a la vista, sobre la mesa.

No llegó a la biblioteca. Había estudiado el plano. Conocía el itinerario, pero no su apariencia. Los monumentos al natural no se asemejaban a los símbolos del plano y eso le hacía dudar. Finalmente pensó que debía de haberse equivocado, pues todo parecía extraño.
Se cruzó con algún que otro robot campesino, pero cuando se decidió a preguntar no había nadie a la vista. Pasó un vehículo y no se detuvo. Andrew se quedó de pie, indeciso, y entonces vio venir dos seres humanos por el campo.
Se volvió hacia ellos, y ellos cambiaron de rumbo para salirle al encuentro. Un instante antes iban hablando en voz alta, pero se habían callado. Tenían una expresión que Andrew asociaba con la incertidumbre de los humanos y eran jóvenes, aunque no mucho. ¿Veinte años? Andrew nunca sabía determinar la edad de los humanos.
—Señores, ¿podrían indicarme el camino hacia la biblioteca de la ciudad?
Uno de ellos, el más alto de los dos, que llevaba un enorme sombrero, le dijo al otro:
—Es un robot.
El otro tenía nariz prominente y párpados gruesos.
—Va vestido —comentó.
El alto chascó los dedos.
—Es el robot libre. En casa de los Martin tienen un robot que no pertenece a nadie. ¿Por qué otra razón iba a usar ropa?
—Pregúntaselo.
—¿Eres el robot de los Martin?
—Soy Andrew Martin, señor.
—Bien, pues quítate esa ropa. Los robots no usan ropa. —Y le dijo al otro—: Es repugnante. Míralo.
Andrew titubeó. Hacía tanto tiempo que no oía una orden en ese tono de voz que los circuitos de la Segunda Ley se atascaron un instante.
—Quítate la ropa —repitió el alto—. Te lo ordeno.
Andrew empezó a desvestirse.
—Tíralas allí —le ordenó el alto.
—Si no pertenece a nadie —sugirió el de nariz prominente—, podría ser nuestro.
—De cualquier modo —dijo el alto—, ¿quién va a poner objeciones a lo que hagamos? No estamos dañando ninguna propiedad… —Y le indicó a Andrew—: Apóyate sobre la cabeza.
—La cabeza no es para… —balbuceó él.
—Es una orden. Si no sabes cómo hacerlo, inténtalo.
Andrew volvió a dudar y luego apoyó la cabeza en el suelo. Intentó levantar las piernas y cayó pesadamente.
—Quédate quieto —le ordenó el alto. Y le dijo al otro—: Podemos desmontarlo. ¿Alguna vez has desmontado un robot?
—¿Nos dejará hacerlo?
—¿Cómo podría impedirlo?
Andrew no tenía modo de impedirlo si le ordenaban no resistirse.
La Segunda Ley, la de obediencia, tenía prioridad sobre la Tercera Ley, la de supervivencia. En cualquier caso, no podía defenderse sin hacerles daño, y eso significaría violar la Primera Ley. Ante ese pensamiento, sus unidades motrices se contrajeron ligeramente y Andrew se quedó allí tiritando.
El alto lo empujó con el pie.
—Es pesado. Creo que vamos a necesitar herramientas para este trabajo.
—Podríamos ordenarle que se desmonte el mismo. Sería divertido verle intentarlo.
—Sí —asintió el alto, pensativamente—, pero apartémoslo del camino. Si viene alguien…
Era demasiado tarde. Alguien venía, y era George. Andrew le vio cruzar una loma a lo lejos. Le hubiera gustado hacerle señas, pero la última orden había sido la de que se quedara quieto.
George echó a correr y llegó con el aliento entrecortado. Los dos jóvenes retrocedieron unos pasos.
—Andrew, ¿ha pasado algo?
—Estoy bien, George.
—Entonces ponte de pie… ¿Qué pasa con tu ropa?
—¿Es tu robot, amigo? —preguntó el alto.
—No es el robot de nadie. ¿Qué ha ocurrido aquí?
—Le pedimos cortésmente que se quitara la ropa. ¿Por qué te molesta, si no es tuyo?
—¿Qué hacían, Andrew?
—Tenían la intención de desmembrarme. Estaban a punto de trasladarme a un lugar tranquilo para ordenarme que me desmontara yo mismo.
George se volvió hacia ellos. Le temblaba la barbilla. Los dos jóvenes no retrocedieron más. Sonreían.
—¿Qué piensas hacer, gordinflón? —dijo el alto, con tono burlón—. ¿Atacarnos?
—No. No es necesario. Este robot ha vivido con mí familia durante más de setenta años. Nos conoce y nos estima más que a nadie. Le diré que vosotros dos me estáis amenazando y queréis matarme. Le pediré que me defienda. Entre vosotros y yo, optará por mí. ¿Sabéis qué os ocurrirá cuando os ataque? —Los dos jóvenes recularon atemorizados—. Andrew, corro peligro porque estos dos quieren hacerme daño. ¡Ve hacia ellos!
Andrew obedeció, y los dos jóvenes no esperaron. Pusieron los pies en polvorosa.
—De acuerdo, Andrew, cálmate —dijo George, un poco demudado, pues ya no estaba en edad para enzarzarse con un joven y menos con dos.
—No podría haberlos lastimado, George. Vi que no te estaban atacando.
—No te ordené que los atacaras, sólo que fueras hacia ellos. Su miedo hizo lo demás.
—¿Cómo pueden temer a los robots?
—Es una enfermedad humana, de la que aún no nos hemos curado. Pero eso no importa. ¿Qué demonios haces aquí, Andrew? Estaba a punto de regresar y contratar un helicóptero cuando te encontré. ¿Cómo se te ocurrió ir a la biblioteca? Yo te hubiera traído los libros que necesitaras.
—Soy un…
—Robot libre. Sí, vale. ¿Qué querías de la biblioteca?
—Quiero saber más acerca de los seres humanos, del mundo, de todo. Y acerca de los robots, George. Quiero escribir una historia de los robots.
—Bien, vayamos a casa… Y recoge tus ropas, Andrew. Hay un millón de libros sobre robótica y todos ellos incluyen historias de la ciencia. El mundo no sólo se está saturando de robots, sino de información sobre ellos.
Andrew meneó la cabeza; un gesto humano que había adquirido recientemente.
—No me refiero a una historia de la robótica, George, sino a una historia de los robots, escrita por un robot. Quiero explicar lo que sienten los robots acerca de lo que ha ocurrido desde que se les permitió trabajar y vivir en la Tierra.
George enarcó las cejas, pero no dijo nada.

La Niña ya tenía más de ochenta y tres años, pero no había perdido energía ni determinación. Usaba el bastón más para gesticular que para apoyarse.
Escuchó la historia hecha una furia.
—Es espantoso, George. ¿Quiénes eran esos rufianes?
—No lo sé. ¿Qué importa? A1 final no causaron daño.
—Pero pudieron causarlo. Tú eres abogado, George, y si disfrutas de una buena posición se debe al talento de Andrew. El dinero que él ganó es el cimiento de todo lo que tenemos aquí. Él da continuidad a esta familia y no permitiré que lo traten como a un juguete de cuerda.
—¿Qué quieres que haga, madre?
—He dicho que eres abogado, ¿es que no me escuchas? Prepara una acción constitutiva, obliga a los tribunales regionales a declarar los derechos de los robots, logra que la Legislatura apruebe las leyes necesarias y lleva el asunto al Tribunal Mundial si es preciso. Estaré vigilando, George, y no toleraré vacilaciones.
Hablaba en serio, y lo que comenzó como un modo de aplacar a esa formidable anciana se transformó en un asunto complejo, tan enmarañado que resultaba interesante. Como socio más antiguo de Feingold y Martin, George planeó la estrategia, pero dejó el trabajo a sus colegas más jóvenes, entre ellos su hijo Paul, que también trabajaba en la firma y casi todos los días le presentaba un informe a la abuela. Ella, a su vez, deliberaba todos los días con Andrew.
Andrew estaba profundamente involucrado. Postergó nuevamente su trabajo en el libro sobre los robots mientras cavilaba sobre las argumentaciones judiciales, y en ocasiones hacía útiles sugerencias.
—George me dijo que los seres humanos siempre han temido a los robots —dijo una vez—. Mientras sea así, los tribunales y las legislaturas no trabajarán a favor de ellos. ¿No tendría que hacerse algo con la opinión pública?
Así que, mientras Paul permanecía en el juzgado, George optó por la tribuna pública. Eso le permitía ser informal y llegaba al extremo de usar esa ropa nueva y floja que llamaban «harapos».
—Pero no te la pises en el estrado, papá —le advirtió Paul.
Interpeló a la convención anual de holonoticias en una ocasión, diciendo:
—Si en virtud de la Segunda Ley podemos exigir a cualquier robot obediencia ilimitada en todos los aspectos que entrañan daño para un ser humano, entonces cualquier ser humano tiene un temible poder sobre cualquier robot. Como la Segunda Ley tiene prioridad sobre la Tercera, cualquier ser humano puede hacer uso de la ley de obediencia para anular la ley de autoprotección. Puede ordenarle a cualquier robot que se haga daño a sí mismo o que se autodestruya, sólo por capricho.
»¿Es eso justo? ¿Trataríamos así a un animal? Hasta un objeto inanimado que nos ha prestado un buen servicio se gana nuestra consideración. Y un robot no es insensible. No es un animal. Puede pensar, hablar, razonar, bromear. ¿Podemos tratarlos como amigos, podemos trabajar con ellos y no brindarles el fruto de esa amistad, el beneficio de la colaboración mutua?
»Si un ser humano tiene el derecho de darle a un robot cualquier orden que no suponga daño para un ser humano, debería tener la decencia de no darle a un robot ninguna orden que suponga daño para un robot, a menos que lo requiera la seguridad humana. Un gran poder supone una gran responsabilidad, y si los robots tienen tres leyes para proteger a los hombres ¿es mucho pedir que los hombres tengan un par de leyes para proteger a los robots?
Andrew tenía razón. La batalla por ganarse a la opinión pública fue la clave en los tribunales y en la Legislatura, y al final se aprobó una ley que imponía unas condiciones, según las cuales se prohibían las órdenes lesivas para los robots. Tenía muchos vericuetos y los castigos por violar la ley eran insuficientes, pero el principio quedó establecido. La Legislatura Mundial la aprobó el día de la muerte de la Niña.
No fue coincidencia que la Niña se aferrara a la vida tan desesperadamente durante el último debate y sólo cejara cuando le comunicaron la victoria. Su última sonrisa fue para Andrew. Sus últimas palabras fueron:
—Fuiste bueno con nosotros, Andrew.
Murió cogiéndole la mano, mientras George, con su esposa y sus hijos, permanecía a respetuosa distancia de ambos.

Andrew aguardó pacientemente mientras el recepcionista entraba en el despacho. El robot podría haber usado el interfono holográfico, pero sin duda era presa de cierto nerviosismo por tener que tratar con otro robot y no con un ser humano.
Andrew se entretuvo cavilando sobre esa cuestión. ¿«Neviosismo» era la palabra adecuada para una criatura que en vez de nervios tenía sendas positrónicas? ¿Podía usarse como un término analógico?
Esos problemas surgían con frecuencia mientras trabajaba en su libro sobre los robots. El esfuerzo de pensar frases para expresar todas las complejidades le había mejorado el vocabulario.
Algunas personas lo miraban al pasar, y él no eludía sus miradas. Las afrontaba con calma y la gente se alejaba.
Salió Paul Martín. Parecía sorprendido, aunque Andrew tuvo dificultades para verle la expresión, pues Paul usaba ese grueso maquillaje que la moda imponía para ambos sexos y, aunque le confería más vigor a su blando rostro, Andrew lo desaprobaba. Había notado que desaprobar a los seres humanos no lo inquietaba demasiado mientras no lo manifestara verbalmente. Incluso podía expresarlo por escrito. Estaba seguro de que no siempre había sido así.
—Entra, Andrew. Lamento haberte hecho esperar, pero tenía que concluir una tarea. Entra. Me dijiste que querías hablar conmigo, pero no sabía que querías hablarme aquí.
—Si estás ocupado, Paul, estoy dispuesto a esperar.
Paul miró el juego de sombras cambiantes en el cuadrante de la pared que servía como reloj.
—Dispongo de un rato. ¿Has venido solo?
—Alquilé un automatomóvil.
—¿Algún problema? —preguntó Paul, con cierta ansiedad.
—No esperaba ninguno. Mis derechos están protegidos.
La ansiedad de Paul se agudizó.
—Andrew, te he explicado que la ley no es de ejecución obligatoria salvo en situaciones excepcionales… Y si insistes en usar ropa acabarás teniendo problemas, como aquella primera vez.
—La única, Paul. Lamento que estés disgustado.
—Bien, míralo de este modo: eres prácticamente una leyenda viviente, Andrew, y eres demasiado valioso para arrogarte el derecho de ponerte en peligro… ¿Cómo anda el libro?
—Me estoy acercando al final, Paul. El editor está muy contento.
—¡Bien!
—No sé si se encuentra contento exactamente con el libro en cuanto tal. Creo que piensa vender muchos ejemplares porque está escrito por un robot, y eso le hace estar contento.
—Me temo que es muy humano.
—No estoy disgustado. Que se venda, sea cual sea la razón, porque eso significará dinero y me vendrá bien.
—La abuela te dejó…
—La Niña era generosa y sé que puedo contar con la ayuda de la familia. Pero espero que los derechos del libro me ayuden en el próximo paso.
—¿De qué hablas?
—Quiero ver al presidente de Robots y Hombres Mecánicos S.A. He intentado concertar una cita, pero hasta ahora no pude dar con él. La empresa no colaboró conmigo en la preparación del libro, así que no me sorprende.
Paul estaba divirtiéndose.
—Colaboración es lo último que puedes esperar. La empresa no colaboró con nosotros en nuestra gran lucha por los derechos de los robots. Todo lo contrario, ya entiendes por qué: si les otorgas derechos a los robots, quizá la gente no quiera comprarlos.
—Pero si llamas tú, podrás conseguirme una entrevista.
—Me tienen tan poca simpatía como a ti, Andrew.
—Quizá puedas insinuar que la firma Feingold y Martin está dispuesta a iniciar una campaña para reforzar aún más los derechos de los robots.
—¿No sería una mentira, Andrew?
—Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Por eso debes llamar tú.
—Ah, no puedes mentir, pero puedes instigarme a mentir, ¿verdad? Eres cada vez más humano, Andrew.

No fue fácil, a pesar del renombre de Paul.
Pero al fin se logró. Harley Smythe-Robertson, que descendía del fundador de la empresa por línea materna y había adoptado ese guión en el apellido para indicarlo, parecía disgustado. Se aproximaba a la edad de jubilarse, y el tema de los derechos de los robots había acaparado su gestión como presidente. Llevaba el cabello gris aplastado y el rostro sin maquillaje. Miraba a Andrew con hostilidad.
—Hace un siglo —dijo Andrew—, un tal Merton Mansky, de esta empresa, me dijo que la matemática que rige la trama de las sendas positrónicas era tan compleja que sólo permitía soluciones complejas y, por lo tanto, mis aptitudes no eran del todo previsibles.
—Eso fue hace un siglo. —Smythe-Robertson dudó un momento; luego, añadió en un tono frío—: Ya no es así. Nuestros robots están construidos con precisión y adiestrados con precisión para realizar sus tareas.
—Sí —asintió Paul, que estaba allí para cerciorarse de que la empresa actuara limpiamente—, con el resultado de que mi recepcionista necesita asesoramiento cada vez que se aparta de una tarea convencional.
—Más se disgustaría usted si se pusiera a improvisar —replicó Smythe-Robertson.
—Entonces, ¿ustedes ya no manufacturan robots como yo, flexibles y adaptables? —preguntó Andrew.
—No.
—La investigación que he realizado para preparar mi libro —prosiguió Andrew— indica que soy el robot más antiguo en activo.
—El más antiguo ahora y el más antiguo siempre. El más antiguo que habrá nunca. Ningún robot es útil después de veinticinco años. Los recuperamos para reemplazarlos por modelos más nuevos.
—Ningún robot es útil después de veinticinco años tal como se los fabrica ahora —señaló Paul—. Andrew es muy especial en ese sentido.
Andrew, ateniéndose al rumbo que se había trazado, dijo:
—Por ser el robot más antiguo y flexible del mundo, ¿no soy tan excepcional como para merecer un tratamiento especial por parte de la empresa?
—En absoluto —respondió Smythe-Robertson—. Ese carácter excepcional es un estorbo para la empresa. Si usted estuviera alquilado, en vez de haber sido vendido por una infortunada decisión, lo habríamos reemplazado hace muchísimo tiempo.
—Pero de eso se trata —se animó Andrew—. Soy un robot libre y soy dueño de mí mismo. Por lo tanto, acudo a usted para pedirle que me reemplace. Usted no puede hacerlo sin consentimiento del dueño. En la actualidad, ese consentimiento se incluye obligatoriamente como condición para el alquiler, pero en mi época no era así.
Smythe-Robertson estaba estupefacto y desconcertado, y guardó silencio. Andrew observó el holograma de la pared. Era una máscara mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de la robótica. Había muerto dos siglos atrás, pero después de escribir el libro Andrew la conocía tan bien que tenía la sensación de haberla tratado personalmente.
—¿Cómo puedo reemplazarle? —replicó Smythe-Robertson—. Si le reemplazo como robot, ¿cómo puedo darle el nuevo robot a usted, el propietario, si en el momento del reemplazo usted deja de existir?
Sonrió de un modo siniestro.
—No es difícil —terció Paul—. La personalidad de Andrew está asentada en su cerebro positrónico, y esa parte no se puede reemplazar sin crear un nuevo robot. Por consiguiente, el cerebro positrónico es Andrew el propietario. Todas las demás piezas del cuerpo del robot se pueden reemplazar sin alterar la personalidad del robot, y esas piezas pertenecen al cerebro. Yo diría que Andrew desea proporcionarle a su cerebro un nuevo cuerpo robótico.
—En efecto —asintió Andrew. Se volvió hacia Smythe-Robertson—. Ustedes han fabricado androides, ¿verdad?, robots que tienen apariencia humana, incluida la textura de la piel.
—Sí, lo hemos hecho. Funcionaban perfectamente con su cutis y sus tendones fibrosíntéticos. Prácticamente no había nada de metal, salvo en el cerebro, pero eran tan resistentes como los robots de metal. Más resistentes, en realidad.
Paul se interesó:
—No lo sabía. ¿Cuántos hay en el mercado?
—Ninguno —contestó Smythe-Robertson—. Eran mucho más caros que los modelos de metal, y un estudio del mercado reveló que no serían aceptados. Parecían demasiado humanos.
—Pero la empresa conserva toda su destreza —afirmó Andrew—. Deseo, pues, ser reemplazado por un robot orgánico, por un androide.
—¡Santo cielo! —exclamó Paul.
Smythe-Robertson se puso rígido.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué imposible? —preguntó Andrew—. Pagaré lo que sea, dentro de lo razonable, por supuesto.
—No fabricamos androides.
—No quieren fabricar androides —intervino Paul—. Eso no es lo mismo que no poseer la capacidad para fabricarlos.
—De todos modos, fabricar androides va contra nuestra política pública.
—No hay ley que lo prohiba —señaló Paul.
—Aun así, no los fabricamos ni pensamos hacerlo.
Paul se aclaró la garganta.
—Señor Smythe-Robertson, Andrew es un robot libre y está amparado por la ley que garantiza los derechos de los robots. Entiendo que usted está al corriente de ello.
—Ya lo creo.
—Este robot, como robot, libre, opta por usar vestimenta. Por esta razón, a menudo es humillado por seres humanos desconsiderados, a pesar de la ley que prohibe humillar a los robots. Es difícil tomar medidas contra infracciones vagas que no cuentan con la reprobación general de quienes deben decidir sobre la culpa y la inocencia.
—Nuestra empresa lo comprendió desde el principio. Lamentablemente, la firma de su padre no.
—Mi padre ha muerto, pero en este asunto veo una clara infracción, con una parte perjudicada.
—¿De qué habla? —gruñó Smythe-Robertson.
—Andrew Martin, que acaba de convertirse en mi cliente, es un robot libre capacitado para solicitar a Robots y Hombres Mecánicos el derecho de reemplazo, el cual la empresa otorga a quien posee un robot durante más de veinticinco años. Más aún, la empresa insiste en que haya reemplazos. —Paul sonrió con desenfado—. El cerebro positrónico de mi cliente es propietario del cuerpo de mi cliente, que, desde luego, tiene más de veinticinco años. El cerebro positrónico exige el reemplazo del cuerpo y ofrece pagar un precio razonable por un cuerpo de androide, en calidad de dicho reemplazo. Si usted rechaza el requerimiento, mi cliente sufrirá una humillación y presentaremos una querella. Además, aunque la opinión pública no respaldara la reclamación de un robot en este caso, le recuerdo que su empresa no goza de popularidad. Hasta quienes más utilizan los robots y se aprovechan de ellos recelan de la empresa. Esto puede ser un vestigio de tiempos en que los robots eran muy temidos. Puede ser resentimiento contra el poderío y la riqueza de Robots y Hombres Mecánicos, que ostenta el monopolio mundial. Sea cual fuera la causa, el resentimiento existe y creo que usted preferirá no ir a juicio, teniendo en cuenta que mi cliente es rico y que vivirá muchos siglos, lo cual le permitirá prolongar la batalla eternamente.
Smythe-Robertson se había ruborizado.
—Usted intenta obligarme a…
—No le obligo a nada. Si desea rechazar la razonable solicitud de mi cliente, puede hacerlo y nos marcharemos sin decir más… Pero entablaremos un pleito, como es nuestro derecho, y a la larga usted perderá.
—Bien… —empezó Smythe-Robertson, y se calló.
—Veo que va usted a aceptar. Puede que tenga dudas, pero al fin aceptará. Le haré otra aclaración. Si, al transferir el cerebro positrónico de mi cliente de su cuerpo actual a un cuerpo orgánico se produce alguna lesión, por leve que sea, no descansaré hasta haber arruinado a su empresa. De ser necesario, haré todo lo posible para movilizar a la opinión pública contra ustedes si una senda del cerebro de platinoiridio de mi cliente sufre algún daño. ¿Estás de acuerdo, Andrew?
Andrew titubeó. Era como aprobar la mentira, el chantaje, el mal trato y la humillación de un ser humano. Pero no hay daño físico, se dijo, no hay daño físico.
Finalmente logró pronunciar un tímido sí.

Era como estar reconstruido. Durante días, semanas y meses Andrew se sintió como otra persona, y los actos más sencillos le hacían vacilar.
Paul estaba frenético.
—Te han dañado, Andrew. Tendremos que entablar un pleito.
—No lo hagas —dijo Andrew muy despacio—. Nunca podrás probar pr…
—¿Premeditación?
—Premeditación. Además, ya me encuentro más fuerte, mejor. Es el t…
—¿Temblor?
—Trauma. A fin de cuentas, nunca antes se practicó semejante oper… oper…
Andrew sentía el cerebro desde dentro, algo que nadie más podía hacer. Sabía que se encontraba bien y, durante los meses que le llevó aprender la plena coordinación y el pleno interjuego positrónico, se pasó horas ante el espejo.
¡No parecía humano! El rostro era rígido y los movimientos, demasiado deliberados. Carecía de la soltura del ser humano, pero quizá pudiera lograrlo con el tiempo. A1 menos, podía ponerse ropa sin la ridícula anomalía de tener un rostro de metal.
—Volveré al trabajo.
Paul sonrió.
—Eso significa que ya estás bien. ¿Qué piensas hacer? ¿Escribirás otro libro?
—No —respondió muy serio—. Vivo demasiado tiempo como para dejarme seducir por una sola carrera. Hubo un tiempo en que era artista y aún puedo volver a esa ocupación. Y hubo un tiempo en que fui historiador y aún puedo volver a eso. Pero ahora deseo ser robobíólogo.
—Robopsicólogo, querrás decir.
—No. Eso implicaría el estudio de cerebros positrónicos, y en este momento no deseo hacerlo. Un robobiólogo sería alguien que estudia el funcionamiento del cuerpo que va con ese cerebro.
—¿Eso no se llamaría un robotista?
—Un robotista trabaja con un cuerpo de metal. Yo estudiaré un cuerpo humanoide orgánico, y el único espécimen que existe es el mío.
—Un campo muy limitado —observó Paul—. Como artista, toda la inspiración te pertenecía; como historiador, estudiabas principalmente los robots; como robobiólogo, sólo te estudiarás a ti mismo.
Andrew asintió con la cabeza.
—Eso parece.
Andrew tuvo que comenzar desde el principio, pues no sabía nada de biología y casi nada de ciencias. Empezó a frecuentar bibliotecas, donde consultaba índices electrónicos durante horas, con su apariencia totalmente normal debido a la ropa. Los pocos que sabían que era un robot no se entrometían.
Construyó un laboratorio en una sala que añadió a su casa, y también se hizo una biblioteca.
Transcurrieron años. Un día, Paul fue a verlo.
—Es una lástima que ya no trabajes en la historia de los robots. Tengo entendido que Robots y Hombres Mecánicos está adoptando una política radicalmente nueva.
Paul había envejecido, y unas células fotoópticas habían reemplazado sus deteriorados ojos. En ese aspecto estaba más cerca de Andrew.
—¿Qué han hecho? —preguntó Andrew.
—Están fabricando ordenadores centrales, cerebros positrónicos gigantescos que se comunican por microondas con miles de robots. Los robots no poseen cerebro. Son las extremidades del gigantesco cerebro, y los dos están separados físicamente.
—¿Es más eficiente?
—La empresa afirma que sí. Smythe-Robertson marcó el nuevo rumbo antes de morir. Sin embargo, tengo la sospecha de que es una reacción contra ti. No quieren fabricar robots que les causen problemas como tú, y por eso han separado el cerebro del cuerpo. El cerebro no deseará cambiar de cuerpo y el cuerpo no tendrá un cerebro que desee nada. Es asombrosa la influencia que has ejercido en la historia de los robots. Tus facultades artísticas animaron a la empresa a fabricar robots más precisos y especializados; tu libertad derivó en la formulación del principio de los derechos robóticos; tu insistencia en tener un cuerpo de androide hizo que la empresa separase el cerebro del cuerpo.
—Supongo que al final la empresa fabricará un enorme cerebro que controlará miles de millones de cuerpos robóticos. Todos los huevos en un cesto. Peligroso. Muy desatinado.
—Me parece que tienes razón. Pero no creo que ocurra hasta dentro de un siglo y yo no viviré para verlo. Quizá ni siquiera viva para ver el año próximo.
—¡Paul! —exclamó Andrew, preocupado.
Paul se encogió de hombros.
—Somos mortales, Andrew, no somos como tú. No importa demasiado, pero sí es importante aclararte algo. Soy el último humano de los Martín. Hay descendientes de mi tía abuela, pero ellos no cuentan. El dinero que controlo personalmente quedará en un fondo a tu nombre y, en la medida en que uno puede prever el futuro, estarás económicamente a salvo.
—Eso es innecesario —rechazó Andrew con dificultad, pues a pesar de todo ese tiempo no lograba habituarse a la muerte de los Martín.
—No discutamos. Así serán las cosas. ¿En qué estás trabajando?
—Diseño un sistema que permita que los androides, yo mismo, obtengan energía de la combustión de hidrocarburos, y no de las células atómicas.
Paul enarcó las cejas.
—¿De modo que puedan respirar y comer?
—Sí.
—¿Cuánto hace que investigas ese problema?
—Mucho tiempo, pero creo que he diseñado una cámara de combustión adecuada para una descomposición catalizada controlada.
—¿Pero por qué, Andrew? La célula atómica es infinitamente mejor.
—En ciertos sentidos, quizá; pero la célula atómica es inhumana.

Le llevó tiempo, pero Andrew tenía tiempo de sobra. Ante todo, no quiso hacer nada hasta que Paul muriese en paz.
Con la muerte del bisnieto del Señor, Andrew se sintió más expuesto a un mundo hostil, de modo que estaba aún más resuelto a seguir el rumbo que había escogido tiempo atrás.
Pero no estaba solo. Aunque un hombre había muerto, la firma Feingold y Martín seguía viva, pues una empresa no muere, así como no muere un robot. La firma tenía sus instrucciones y las cumplió al pie de la letra. A través del fondo fiduciario y la firma legal, Andrew conservó su fortuna y, a cambio de una suculenta comisión anual, Feingold y Martín se involucró en los aspectos legales de la nueva cámara de combustión.
Cuando llegó el momento de visitar Robots y Hombres Mecánicos S.A., lo hizo a solas. En una ocasión había ido con el Señor y en otra con Paul; esa vez era la tercera, estaba solo y parecía un hombre.
La empresa había cambiado. La planta de producción se había desplazado a una gran estación espacial, como ocurría con muchas industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra parecía cada vez más un parque, con una población estable de mil millones de personas y una población similar de robots, de los cuales un treinta por ciento estaban dotados de un cerebro autónomo.
El director de investigaciones era Alvin Magdescu, de tez y cabello oscuros y barba puntiaguda. Sobre la cintura sólo usaba la faja pectoral impuesta por la moda. Andrew vestía según la anticuada moda de hacía varias décadas.
—Te conozco, desde luego —dijo Magdescu—, y me agrada verte. Eres uno de nuestros productos más notables y es una lástima que el viejo Smythe-Robertson te tuviera inquina. Podríamos haber hecho un gran trato contigo.
—Aún pueden.
—No, no creo. Ha pasado el momento. Hace más de un siglo que tenemos robots en la Tierra, pero eso está cambiando. Se irán al espacio y los que permanezcan aquí no tendrán cerebro.
—Pero quedo yo, y me quedo en la Tierra.
—Sí, pero tú no pareces un robot. ¿Qué nueva solicitud traes?
—Quiero ser menos robot. Como soy tan orgánico, deseo una fuente orgánica de energía. Aquí tengo los planos…
Magdescu los miró sin prisa. Los observaba con creciente interés.
—Es notablemente ingenioso. ¿A quién se le ha ocurrido todo esto?
—A mí.
Magdescu lo miró fijamente.
—Supondría una reestructuración total del cuerpo y sería experimental, pues nunca se ha intentado. Te aconsejo que no lo hagas, que te quedes como estás.
El rostro de Andrew tenía una capacidad expresiva limitada, pero no ocultó su impaciencia.
—Profesor Magdescu, no lo entiende. Usted no tiene más opción que acceder a mi requerimiento. Si se pueden incorporar estos dispositivos a mi cuerpo, también se pueden incorporar a cuerpos humanos. La tendencia a prolongar la vida humana mediante prótesis se está afianzando. No hay dispositivos mejores que los que yo he diseñado y sigo diseñando. Controlo las patentes a través de Feingold y Martin. Somos capaces de montar una empresa para desarrollar prótesis que quizá terminen generando seres humanos con muchas de la propiedades de los robots. Su empresa se verá afectada. En cambio, si me opera ahora y accede a hacerlo en circunstancias similares en el futuro, percibirá una comisión por utilizar las patentes y controlar la tecnología robótica y protésica para seres humanos. El alquiler inicial se otorgará sólo cuando se haya realizado la primera operación, y cuando haya pasado tiempo suficiente para demostrar que tuvo éxito.
La Primera Ley no le creó ninguna inhibición ante las severas condiciones que le estaba imponiendo a un ser humano. Había aprendido que lo que parecía crueldad podía resultar bondad a la larga.
Magdescu estaba estupefacto.
—No soy yo quien debe decidir en semejante asunto. Es una decisión de empresa y llevará tiempo.
—Puedo esperar un tiempo razonable —dijo Andrew—, pero sólo un tiempo razonable.
Y pensó con satisfacción que Paul mismo no lo habría hecho mejor.

Fue sólo un tiempo razonable, y la operación resultó todo un éxito. —Yo me oponía a esta operación, Andrew —le dijo Magdescu—, pero no por lo que tú piensas. No estaba en contra del experimento, de haberse tratado de otro. Detestaba poner en peligro tu cerebro positrónico. Ahora que tienes sendas positrónicas que actúan recíprocamente con sendas nerviosas simuladas, podría resultar difícil rescatar el cerebro intacto si el cuerpo se deteriorase.
—Yo tenía confianza en la capacidad del personal de la empresa. Y ahora puedo comer.
—Bueno, puedes sorber aceite de oliva. Eso significa que habrá que hacer de vez en cuando una limpieza de la cámara de combustión, como ya te hemos explicado. Es un factor incómodo, diría yo.
—Quizá, si yo no pensara seguir adelante. La autolimpieza no es imposible. Estoy trabajando en un dispositivo que se encargará de los alimentos sólidos que incluyan parte no combustibles; la materia indigerible, por así decirlo, que habrá que desechar.
—Entonces, necesitarás un ano.
—Su equivalente.
—¿Qué más, Andrew?
—Todo lo demás.
—¿También genitales?
—En la medida en que concuerden con mis planes. Mi cuerpo es un lienzo donde pienso dibujar…
Magdescu aguardó a que concluyera la frase, pero como la pausa se prolongaba decidió redondearla él mismo:
—¿Un hombre?
—Ya veremos —se limitó a decir Andrew.
—Es una ambición contradictoria, Andrew. Tú eres mucho mejor que un hombre. Has ido cuesta abajo desde que optaste por ser orgánico.
—Mí cerebro no se ha dañado.
—No, claro que no. Pero, Andrew, los nuevos hallazgos protésicos que han posibilitado tus patentes se comercializan bajo tu nombre. Eres reconocido como el gran inventor y se te honra por ello… tal como eres. ¿Por qué quieres arriesgar más tu cuerpo?
Andrew no respondió.
Los honores llegaron. Aceptó el nombramiento en varias instituciones culturales, entre ellas una consagrada a la nueva ciencia que él había creado; la que él llamó robobiología, pero que se denominaba protetología.
En el ciento cincuenta aniversario de su fabricación, se celebró una cena de homenaje en Robots y Hombres Mecánicos. Si Andrew vio en ello alguna ironía, no lo mencionó.
Alvin Magdescu, ya jubilado, presidió la cena. Tenía noventa y cuatro años y aún vivía porque tenía prótesis que, entre otras cosas, cumplían las funciones del hígado y de los riñones. La cena alcanzó su momento culminante cuando Magdescu, al cabo de un discurso breve y emotivo, alzó la copa para brindar por «el robot sesquicentenario».
Andrew se había hecho remodelar los tendones del rostro hasta el punto de que podía expresar una gama de emociones, pero se comportó de un modo pasivo durante toda la ceremonia. No le agradaba ser un robot sesquicentenario.

La protetología le permitió a Andrew abandonar la Tierra. En las décadas que siguieron a la celebración del sesquicentenario, la Luna se convirtió en un mundo más terrícola que la Tierra en todos los aspectos menos en el de la gravedad, un mundo que albergaba una densa población en sus ciudades subterráneas.
Allí, las prótesis debían tener en cuenta la menor gravedad, y Andrew pasó cinco años en la Luna trabajando con especialistas locales para introducir las necesarias adaptaciones. Cuando no se encontraba trabajando, deambulaba entre los robots, que lo trataban con la cortesía robótica debida a un hombre.
Regresó a la Tierra, que era monótona y apacible en comparación, y fue a las oficinas de Feingold y Martin para anunciar su vuelta.
El entonces director de la firma, Simon DeLong, se quedó sorprendido.
—Nos habían anunciado que regresabas, Andrew —dijo, aunque estuvo a punto de llamarlo «señor Martin»—, pero no te esperábamos hasta la semana entrante.
—Me impacienté —contestó bruscamente Andrew, que ansiaba ir al grano—. En la Luna, Simon, estuve al mando de un equipo de investigación de veinte científicos humanos. Les daba órdenes que nadie cuestionaba. Los robots lunares me trataban como a un ser humano. Entonces ¿por qué no soy un ser humano?
DeLong adoptó una expresión cautelosa.
—Querido Andrew, como acabas de explicar, tanto los robots como los humanos te tratan como si fueras un ser humano. Por consiguiente, eres un ser humano de facto.
—No me basta con ser un ser humano de facto. Quiero que no sólo me traten como tal, sino que me identifiquen legalmente como tal. Quiero ser un ser humano de jure.
—Eso es distinto. Ahí tropezaríamos con los prejuicios humanos y con el hecho indudable de que, por mucho que parezcas un ser humano, no lo eres.
—¿En qué sentido? Tengo la forma de un ser humano y órganos equivalentes a los de los humanos. Mis órganos son idénticos a los que tiene un ser humano con prótesis. He realizado aportaciones artísticas, literarias y científicas a la cultura humana, tanto como cualquier ser humano vivo. ¿Qué más se puede pedir?
—Yo no pediría nada. El problema es que se necesitaría una ley de la Legislatura Mundial para definirte como humano. Francamente, no creo que sea posible.
—¿Con quién debo hablar en la Legislatura?
—Con la presidencia de la Comisión para la Ciencia y la Tecnología, tal vez.
—¿Puedes pedir una reunión?
—Pero no necesitas un intermediario. Con tu prestigio…
—No. Encárgate tú. —Andrew ni siquiera pensó que estaba dándole una orden a un ser humano. En la Luna se había acostumbrado a ello—. Quiero que sepan que Feingold y Martin me apoya plenamente en esto.
—Pues bien…
—Plenamente, Simon. En ciento setenta y tres años he aportado muchísimo a esta firma. En el pasado estuve obligado para con otros miembros de esta firma. Ahora no. Es a la inversa, y estoy reclamando mi deuda.
—Veré qué puedo hacer —dijo DeLong.

La presidenta de la Comisión para Ciencia y la Tecnología era una asiática llamada Chee Li-Hsing. Con sus prendas transparentes (que ocultaban lo que ella quería ocultar mediante un resplandor), parecía envuelta en plástico.
—Simpatizo con su afán de obtener derechos humanos plenos —le dijo—. En otros tiempos de la historia hubo integrantes de la población humana que lucharon por obtener derechos humanos plenos. ¿Pero qué derechos puede desear que ya no tenga?
—Algo muy simple: el derecho a la vida. Un robot puede ser desmontado en cualquier momento.
—Y un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.
—La ejecución sólo puede realizarse dentro del marco de la ley. Para desmontarme a mí no se requiere un juicio; sólo se necesita la palabra de un ser humano que tenga autorización para poner fin a mi vida. Además…, además… —Andrew procuró reprimir su tono implorante, pero su expresión y su voz humanizadas lo traicionaban—. Lo cierto es que deseo ser hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.
Li-Hsing lo miró con sus ojos oscuros.
—La Legislatura puede aprobar una ley declarándolo humano; llegado el caso, podría aprobar una ley declarando humana a una estatua de piedra. Sin embargo, creo que en el primer caso serviría para tan poco como en el segundo. Los diputados son tan humanos como el resto de la población, y siempre existe un recelo contra los robots.
—¿Incluso actualmente?
—Incluso actualmente. Todos admitiríamos que usted se ha ganado a pulso el premio de ser humano, pero persistiría el temor de sentar un precedente indeseable.
—¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi tipo, y nunca se fabricará otro. Pueden preguntárselo a Robots y Hombres Mecánicos.
—«Nunca» es mucho tiempo, Andrew, o, si lo prefiere, señor Martin, pues personalmente le considero humano. La mayoría de los diputados se mostrarán reacios a sentar ese precedente, por insignificante que parezca. Señor Martin, cuenta usted con mi respaldo, pero no le aconsejo que abrigue esperanzas. En realidad… —Se reclinó en el asiento y arrugó la frente—. En realidad, si la discusión se vuelve acalorada, surgirá cierta tendencia, tanto dentro como fuera de la Legislatura, a favorecer esa postura, que antes mencionó usted, la de que quieran desmontarle. Librarse de usted podría ser el modo más fácil de resolver el dilema. Piénselo antes de insistir.
—¿Nadie recordará la técnica de la protetología, algo que me pertenece casi por completo?
—Parecerá cruel, pero no la recordarán. O, en todo caso, la recordarán desfavorablemente. Dirán que usted lo hizo con fines egoístas, que fue parte de una campaña para robotizar a los seres humanos o para humanizar a los robots; y en cualquiera de ambos casos sería pérfido y maligno. Usted nunca ha sido víctima de una campaña política de desprestigio, y le aseguro que se convertiría en el blanco de unas calumnias que ni usted ni yo nos creeríamos, pero sí habría gente que se las creería. Señor Martin, viva su vida en paz.
Se levantó. Al lado de Andrew, que estaba sentado, parecía menuda, casi una niña.
—Si decido luchar por mi humanidad —dijo Andrew—, ¿usted estará de mi lado?
Ella reflexionó y contestó:
—Sí, en la medida de lo posible. Si en algún momento esa postura amenaza mi futuro político, tendré que abandonarle, pues para mí no es una cuestión fundamental. Procuro ser franca.
—Gracias. No le pediré otra cosa. Me propongo continuar esta lucha al margen de las consecuencias, y le pediré ayuda mientras usted pueda brindármela.

No fue una lucha directa. Feingold y Martin aconsejó paciencia y Andrew masculló que no tenía una paciencia infinita. Luego, Feingold y Martin inició una campaña para delimitar la zona de combate.
Entabló un pleito en el que se rechazaba la obligación de pagar deudas a un individuo con un corazón protésico, alegando que la posesión de un órgano robótico lo despojaba de humanidad y de sus derechos constitucionales.
Lucharon con destreza y tenacidad; perdían en cada paso que daban, pero procurando siempre que la sentencia resultante fuese lo más genérica posible, y luego la presentaban mediante apelaciones ante el Tribunal Mundial.
Llevó años, y millones de dolares.
Cuando se dictó la última sentencia, DeLong festejó la derrota como si fuera un triunfo. Andrew estaba presente en las oficinas de la firma, por supuesto.
—Hemos logrado dos cosas, Andrew, y ambas son buenas. En primer lugar, hemos establecido que ningún número de artefactos le quita humanidad al cuerpo humano. En segundo lugar, hemos involucrado a la opinión pública de tal modo que estará a favor de una interpretación amplia de lo que significa humanidad, pues no hay ser humano existente que no desee una prótesis sí eso puede mantenerlo con vida.
—¿Y crees que la Legislatura me concederá el derecho a la humanidad?
DeLong parecía un poco incómodo.
—En cuanto a eso, no puedo ser optimista. Queda el único órgano que el Tribunal Mundial ha utilizado como criterio de humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro positrónico de platino e iridio… No, Andrew, no pongas esa cara. Carecemos de conocimientos para imitar el funcionamiento de un cerebro celular en estructuras artificíales parecidas al cerebro orgánico, así que no se puede incluir en la sentencia. Ni siquiera tú podrías lograrlo.
—¿Qué haremos entonces?
—Intentarlo, por supuesto. La diputada Li-Hsing estará de nuestra parte y también una cantidad creciente de diputados. El presidente sin duda seguirá la opinión de la mayoría de la Legislatura en este asunto.
—¿Contamos con una mayoría?
—No, al contrario. Pero podríamos obtenerla si el público expresa su deseo de que se te incluya en una interpretación amplia de lo que significa humanidad. Hay pocas probabilidades, pero si no deseas abandonar debemos arriesgarnos.
—No deseo abandonar.

La diputada Li-Hsing era mucho más vieja que cuando Andrew la conoció. Ya no llevaba aquellas prendas transparentes, sino que tenía el cabello corto y vestía con ropa tubular. En cambio, Andrew aún se atenía, dentro de los límites de lo razonable, al modo de vestir que predominaba cuando él comenzó a usar ropa un siglo atrás.
—Hemos llegado tan lejos como podíamos, Andrew. Lo intentaremos nuevamente después del receso, pero, con franqueza, la derrota es segura y tendremos que desistir. Todos estos esfuerzos sólo me han valido una derrota segura en la próxima campaña parlamentaria.
—Lo sé, y lo lamento. Una vez dijiste que me abandonarías si se llegaba a ese extremo; ¿por qué no lo has hecho?
—Porque cambié de opinión. Abandonarte se convirtió en un precio más alto del que estaba dispuesta a pagar por una nueva gestión. Hace más de un cuarto de siglo que estoy en la Legislatura. Es suficiente.
—¿No hay modo de hacerles cambiar de parecer, Chee?
—He convencido a toda la gente razonable. El resto, la mayoría, no están dispuestos a renunciar a su aversión emocional.
—La aversión emocional no es una razón válida para votar a favor o en contra.
—Lo sé, Andrew, pero la razón que alegan no es la aversión emocional.
—Todo se reduce al tema del cerebro, pues. ¿Pero es que todo ha de limitarse a una oposición entre células y positrones? ¿No hay modo de imponer una definición funcional? ¿Debemos decir que un cerebro está hecho de esto o lo otro? ¿No podemos decir que el cerebro es algo capaz de alcanzar cierto nivel de pensamiento?
—No dará resultado. Tu cerebro fue fabricado por el hombre, el cerebro humano no. Tu cerebro fue construido, el humano se desarrolló. Para cualquier ser humano que se proponga mantener la barrera entre él y el robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un kilómetro de grosor y un kilómetro de altura.
—Si pudiéramos llegar a la raíz de su antipatía…, a la auténtica raíz de…
—A1 cabo de tantos años —comentó tristemente Li-Hsing—, sigues intentando razonar con los seres humanos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es tu personalidad robótica la que te impulsa en esa dirección.
—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera someterme…
Si pudiera someterse…
Sabía desde tiempo atrás que podía llegar a ese extremo, y al fin decidió ver al cirujano. Buscó uno con la habilidad suficiente para la tarea, lo cual significaba un cirujano robot, pues no podía confiar en un cirujano humano, ni por su destreza ni por sus intenciones.
El cirujano no podría haber realizado la operación en un ser humano, así que Andrew, después de postergar el momento de la decisión con un triste interrogatorio que reflejaba su torbellino interior, dejó de lado la Primera Ley diciendo:
—Yo también soy un robot. —Y añadió, con la firmeza con que había aprendido a dar órdenes en las últimas décadas, incluso a seres humanos—: Le ordeno que realice esta operación.
En ausencia de la Primera Ley, una orden tan firme, impartida por alguien que se parecía tanto a un ser humano, activó la Segunda Ley, imponiendo la obediencia.

Andrew estaba seguro de que el malestar que sentía era imaginario. Se había recuperado de la operación. No obstante, se apoyó disimuladamente contra la pared. Sentarse sería demasiado revelador.
—La votación definitiva se hará esta semana, Andrew —dijo LiHsing—. No he podido retrasarla más, y perderemos… Ahí terminará todo, Andrew.
—Te agradezco tu habilidad para la demora. Me ha proporcionado el tiempo que necesitaba y he corrido el riesgo que debía correr.
—¿De qué riesgo hablas? —preguntó Li-Hsing, con manifiesta preocupación.
—No podía contártelo a ti ni a la gente de Feingold y Martin, pues sabía que me detendríais. Mira, si el problema es el cerebro, ¿acaso la mayor diferencia no resiste en la inmortalidad? ¿A quién le importa la apariencia, la constitución ni la evolución del cerebro? Lo que importa es que las células cerebrales mueren, que deben morir. Aunque se mantengan o se reemplacen los demás órganos, las células cerebrales, que no se pueden reemplazar sin alterar y matar la personalidad, deben morir con el tiempo. Mis sendas positrónicas han durado casi dos siglos sin cambios y pueden durar varios siglos más. ¿No es ésa la barrera fundamental? Los seres humanos pueden tolerar que un robot sea inmortal, pues no importa cuánto dure una máquina; pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal, pues su propia mortalidad sólo es tolerable siempre y cuando sea universal. Por eso no quieren considerarme humano.
—¿Adónde quieres llegar, Andrew?
—He eliminado ese problema. Hace décadas, mi cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora, una última operación ha reorganizado esas conexiones de tal modo que lentamente mis sendas pierden potencial.
La azorada Li-Hsing calló un instante. Luego, apretó los labios.
—¿Quieres decir que has planeado morirte, Andrew? Es imposible. Eso viola la Tercera Ley.
—No. He escogido entre la muerte de mí cuerpo y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Habría violado la Tercera Ley sí hubiese permitido que mi cuerpo viviera a costa de una muerte mayor.
Li-Hsing le agarró el brazo como si fuera a sacudirle. Se contuvo.
—Andrew, no dará resultado. Vuelve a tu estado anterior.
—Imposible. Se han causado muchos daños. Me queda un año de vida. Duraré hasta el segundo centenario de mi construcción. Me permití esa debilidad.
—¿Vale la pena? Andrew, eres un necio.
—Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. De lo contrario, mi lucha terminará, y eso también habrá valido la pena.
Li-Hsing hizo algo que la asombró. Rompió a llorar en silencio.

Fue extraño el modo en que ese último acto capturó la imaginación del mundo. Andrew no había logrado conmover a la gente con todos sus esfuerzos, pero había aceptado la muerte para ser humano, y ese sacrificio fue demasiado grande para que lo rechazaran.
La ceremonia final se programó deliberadamente para el segundo centenario. El presidente mundial debía firmar el acta y darle carácter de ley, y la ceremonia se transmitiría por una red mundial de emisoras y se vería en el Estado de la Luna e incluso en la colonia marciana.
Andrew iba en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero con gran esfuerzo.
Ante los ojos de la humanidad, el presidente mundial dijo:
—Hace cincuenta años, Andrew fue declarado el robot sesquicentenario. —Hizo una pausa y añadió solemnemente—: Hoy, el señor Martin es declarado el hombre bicentenario.
Y Andrew, sonriendo, extendió la mano para estrechar la del presidente.

Andrew yacía en el lecho. Sus pensamientos se disipaban.
Intentaba agarrarse a ellos con desesperación. ¡Un hombre! ¡Era un hombre! Quería serlo hasta su último pensamiento. Quería disolverse, morir siendo hombre.
Abrió los ojos y reconoció a Li-Hsing, que aguardaba solemnemente. Había otras personas, pero sólo eran sombras irreconocibles. Únicamente Li-Hsing se recortaba contra ese fondo cada vez más borroso. Andrew tendió la mano y sintió vagamente el apretón.
Ella se esfumaba ante sus ojos mientras sus últimos pensamientos se disipaban.
Pero, antes de que la imagen de Li-Hsing se desvaneciera del todo, un último pensamiento cruzó la mente de Andrew por un instante fugaz.
—Niña —susurró, en voz tan queda que nadie le oyó

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