lunes, 11 de marzo de 2019

El Club de los Suicidas

"El Club de los Suicidas" (The Suicide Club) es una historia detectivesca de Robert Louis Stevenson, compuesta por 3 cuentos. Se presenta en ellos a los personajes del Príncipe Florizel de Bohemia y su amigo el Coronel Geraldine. Ambos se infiltran en una sociedad secreta cuyos miembros quieren irse de este mundo.

La historia constituye uno de los dos ciclos del primer volumen de la colección de cuentos Las nuevas mil y una noches (New Arabian Nights).

El Príncipe Florizel es personaje que tiene el mismo nombre que otro de la obra Cuento de invierno, de William Shakespeare.

Se han llevado a cabo numerosas adaptaciones de la historia; entre ellas y tal vez la primera en el mundo del cine, el cortometraje de 4' del director David Wark Griffith, en 1909.

El nombre y las historias de este ciclo de cuentos dieron pie a la fundación en San Francisco de una sociedad del mismo nombre cuyos miembros, lejos de pretender suicidarse, se dedicaban a las bromas festivas. La sociedad fue activa desde 1977 hasta 1983.

La trama del primer cuento, Historia del joven de los tartas de crema (Story of the Young Man with the Cream Tarts), se desarrolla en el Londres de la época victoriana, por el que deambulan el príncipe y el coronel en busca de aventuras. Los dos amigos, que están de incógnito comiendo en una ostrería, se asombran al acercárseles un hombre joven que vende tartas de crema. Intrigados por este comportamiento peculiar, lo invitan a comer con ellos, y, durante su reunión, el joven les da a conocer la existencia del Club de los Suicidas.

El príncipe y el coronel consiguen asistir a una reunión de la sociedad, y lo que ven allí les lleva a tomar la decisión de hacer que le caiga el peso de la ley al presidente del club. Al final del episodio, el príncipe disuelve la sociedad y el presidente de ella es deportado custodiado por el hermano menor del coronel.

En el segundo cuento, Historia del médico y del baúl de Saratoga (Story of the Physician and the Saratoga Trunk), la acción comienza en el Barrio Latino de París, donde se aloja Silas Q. Scuddamore, un joven igenuo que, atraído por una hermosa damisela, consigue concertar una cita secreta a la que no se presentará ella. Decepcionado, Silas vuelve al hotel y halla el cadáver de un hombre en la cama de su habitación. Otro hospedado, el Dr. Noel, lleva a cabo las gestiones para que Silas y el cadáver, metido éste en un baúl de Saratoga (o baúl mundo), salgan en secreto para Londres en compañía del príncipe Florizel.

Ya en la capital inglesa, Florizel descubre que el presidente de la sociedad secreta ha escapado tras matar al hermano del coronel, cuyo cuerpo es el que ha aparecido en la habitación de Silas y el que han llevado los dos hasta Londres.

El tercer episodio, La aventura de los coches de punto (The adventure of the Hansom Cab), está ambientado, como el primero, en el Londres victoriano.

El teniente retirado Brackenbury Rich ve cómo le llaman para subir a un coche de punto.​ Acude a la llamada, monta en el coche y es llevado a toda velocidad a una reunión. En ella, el anfitrión pasa revista a los invitados, despide a la mayor parte y después revela ser el Coronel Geraldine; entonces, invita al teniente a acompañarlo en una misión secreta. Se dirigen a un lugar apartado donde se encuentran con el Príncipe Florizel, quien, con la ayuda del Dr. Noel, ha conseguido atrapar de nuevo al presidente del Club de los Suicidas. Florizel desafía a un duelo al presidente y lo mata.





"El Club de los Suicidas"
Robert Louis Stevenson



Historia del Joven de los Pasteles de Crema

En el tiempo en que residió en Londres, el distinguido príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todos con su trato seductor y una generosidad bien entendida. Era un hombre notable por lo que de él se sabía, y eso que solo era parte de lo que en realidad hacía. Aunque de temperamento plácido en circunstancias normales, y acostumbrado a tomarse la vida con tanta filosofía como cualquier campesino, el príncipe de Bohemia también sentía inclinación por modos de vida más aventureros y excéntricos de aquellos a los que estaba destinado por su nacimiento. A veces, si estaba desanimado y no se representaba ninguna comedia divertida en alguno de los teatros londinenses, y si la estación del año impedía la práctica de esos deportes al aire libre en los que superaba a todos sus contrincantes, mandaba llamar a su confidente y caballerizo mayor, el coronel Geraldine, y le ordenaba prepararse para hacer una ronda nocturna. El caballerizo mayor era un joven oficial de disposición valiente e incluso temeraria. Recibía con agrado la invitación y se apresuraba a disponerlo todo. La larga práctica, unida a un considerable conocimiento de la vida, le habían dotado de una habilidad singular para el disfraz: sabía disimular no solo su rostro y porte, sino también su voz y casi sus pensamientos, para adaptarlos a los de cualquier rango, carácter o nacionalidad; y de ese modo desviaba la atención del príncipe, y a veces lograba que los admitieran en los círculos más extraños. Las autoridades civiles nunca supieron de aquellas aventuras secretas: el valor imperturbable del uno y la iniciativa y la caballerosa devoción del otro les habían sacado de muchas situaciones peligrosas, y con el paso del tiempo su confianza fue en aumento.
Una tarde de marzo, un repentino chaparrón de aguanieve les obligó a refugiarse en un bar de ostras muy cerca de Leicester Square. El coronel Geraldine iba vestido y maquillado como un periodista de tercera, mientras que el príncipe, como de costumbre, había alterado su aspecto mediante la adición de unas patillas falsas y un par de gruesas cejas adhesivas. Estas le daban un aspecto tan curtido y desgreñado que, tratándose de una persona de su elegancia, constituían un disfraz impenetrable. Ataviados de aquel modo, el jefe y su ayudante saborearon su brandy con soda con total seguridad.
El bar estaba repleto de parroquianos, hombres y mujeres; pero, aunque más de uno trató de entablar conversación con nuestros aventureros, ninguno de ellos les pareció digno de interés después de conocerlo. No había allí más que la hez de Londres, gente vulgar y poco respetable; y el príncipe había empezado a bostezar, y a estar harto de aquella excursión, cuando empujaron violentamente las puertas y entró en el bar un joven seguido de dos conserjes. Los dos conserjes llevaban cada uno una bandeja de pasteles de crema debajo de una tapadera, que quitaron enseguida, y el joven se paseó entre los presentes y animó a todos a probar aquellos dulces con exagerada cortesía. A veces su ofrecimiento era aceptado entre risas; en ocasiones era firme, e incluso ásperamente, rechazado. En ese caso, el recién llegado se comía él mismo el pastel entre comentarios de índole más o menos humorística.

Por fin se acercó al príncipe Florizel.
—Señor —dijo con una profunda reverencia y ofreciéndole al mismo tiempo el pastel entre el dedo pulgar y el índice—, ¿tendrá usted a bien honrar a un completo desconocido? Yo respondo de su calidad, pues llevo comidas más de dos docenas desde las cinco.
—Tengo la costumbre —replicó el príncipe— de fijarme no tanto en la naturaleza de un regalo, como en la intención con que se hace.
—La intención, señor —respondió el joven, con otra reverencia—, es la de una burla.
—¿Una burla? —repitió Florizel—. ¿Y de quién pretende usted burlarse?
—No he venido aquí a exponer mi filosofía —replicó el otro—, sino a repartir estos pasteles de crema. Si le digo que me incluyo encantado en lo ridículo de esta transacción, confío en que dará su honor por satisfecho y aceptará mi invitación. De lo contrario, me veré obligado a comerme el vigésimo octavo, y reconozco que ya empiezo a estar un poco harto.
—Me ha conmovido usted —dijo el príncipe—, y nada me gustaría más que librarle de su dilema, pero con una condición: mi amigo y yo nos comeremos sus pasteles, por los que ninguno de los dos sentimos especial predilección, si nos compensa acompañándonos a cenar.
El joven pareció reflexionar.
—Todavía me quedan varias docenas —dijo por fin—, así que tendré que visitar varios bares más antes de concluir con mi cometido. Tardaré algún tiempo, y si tienen ustedes hambre…
El príncipe le interrumpió con un gesto educado.
—Mi amigo y yo le acompañaremos —dijo—, pues estamos muy intrigados por su agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que hemos establecido los preliminares del acuerdo, permítame que firme el tratado por las dos partes. —Y se comió el pastel con la mayor elegancia imaginable—. Está delicioso —dijo.
—Veo que es usted todo un sibarita —replicó el joven.
El coronel Geraldine también hizo los honores al pastel y, después de que todos los presentes rechazaran o aceptaran sus manjares, el joven de los pasteles de crema emprendió la marcha hacia otro establecimiento parecido. Los dos conserjes, que parecían haberse acostumbrado a su absurdo empleo, le siguieron; y el príncipe y el coronel cerraron la retaguardia cogidos del brazo y sonriéndose mientras caminaban. En aquella formación, el grupo visitó otras dos tabernas, donde se escenificaron escenas de similar naturaleza a las ya descritas: unos rechazaron y otros aceptaron aquella hospitalidad vagabunda, y el joven se comió todos los pasteles rechazados.
A la salida del tercer bar, el joven hizo recuento de provisiones. Solo quedaban nueve: tres en una bandeja y seis en la otra.
—Caballeros —dijo, dirigiéndose a sus dos nuevos seguidores—, no quisiera retrasar su cena. Estoy convencido de que deben de estar hambrientos. Creo que les debo una consideración especial. Y en este gran día para mí, en que pongo fin a una carrera de insensateces con uno de mis mayores desvaríos, quiero portarme decentemente con quienes me han apoyado. Caballeros, no tendrán que esperar más. Aunque mi constitución se resiente por los excesos cometidos, acabaré, aun a riesgo de mi vida, con esta espera. —Y con esas palabras engulló los nueve pasteles restantes y se los tragó de un solo bocado. Luego se volvió hacia los conserjes y les entregó un par de soberanos—. Les agradezco su extraordinaria paciencia —dijo.
Y los despidió con una reverencia a cada uno. Se quedó mirando unos segundos el monedero del que había sacado el dinero para pagar a sus ayudantes y luego, con una carcajada, lo tiró en mitad de la calle y anunció que estaba listo para ir a cenar.

En un pequeño restaurante francés del Soho, que había disfrutado durante un tiempo de una reputación inmerecida y empezaba ya a caer en el olvido, y en un reservado del piso de arriba, los tres compañeros dieron cuenta de una cena muy refinada y se bebieron tres o cuatro botellas de champán, mientras conversaban acerca de asuntos sin importancia. El joven era alegre y locuaz, pero se reía de un modo más ruidoso de lo natural en una persona bien educada, sus manos temblaban violentamente y su voz adoptaba súbitas y sorprendentes inflexiones que parecían ser independientes de su voluntad. Cuando retiraron el postre y los tres encendieron los cigarros, el príncipe se dirigió a él con estas palabras:
—Estoy seguro de que disculpará mi curiosidad. Lo que llevo visto de usted me ha complacido mucho pero me ha extrañado aún más. Y, aunque me resisto a ser indiscreto, debo decirle que a mi amigo y a mí se nos puede confiar cualquier secreto. Tenemos muchos propios, que siempre acaban llegando a oídos indiscretos. Y si, como supongo, su historia es un tanto absurda, no es preciso que se ande con delicadezas con nosotros, que somos dos de los hombres más absurdos de Inglaterra. Me llamo Godall, Teophilus Godall, y mi amigo es el comandante Alfred Hammersmith, o al menos así es como le gusta llamarse. Nos pasamos la vida buscando aventuras excéntricas, y no hay extravagancia alguna que no sepamos comprender.
—Me resulta usted simpático —replicó el joven—, me inspira una confianza natural, y no tengo nada que objetar respecto a su amigo el comandante, a quien supongo un noble disfrazado. Desde luego estoy seguro de que no es militar. —El coronel sonrió ante aquel elogio a la perfección de su arte y el joven prosiguió cada vez más animado—: Hay muchas razones por las que no debería contarles mi historia. Tal vez por eso mismo vaya a hacerlo. Parecen tan dispuestos a oír un relato descabellado que no me siento capaz de decepcionarles. A pesar de su ejemplo, callaré mi nombre. Mi edad tampoco es esencial para la narración. Soy descendiente directo de mis antepasados y de ellos heredé el aceptable apartamento donde vivo todavía y una fortuna de trescientas libras al año. Imagino que también me legaron un temperamento un tanto alocado, que siempre me ha gustado fomentar. Sé tocar el violín lo bastante bien para ganarme la vida en la orquesta de un teatrillo, aunque no del todo. Lo mismo puede decirse de la flauta y la trompa. Aprendí a jugar lo suficiente al whist para perder unas cien libras al año en ese juego tan científico. Mis conocimientos de francés me bastaron para malgastar el dinero en París casi con la misma facilidad que en Londres. Soy, en suma, una persona de numerosos logros viriles. He vivido toda clase de aventuras, incluyendo un duelo por una insignificancia. Hace tan solo dos meses conocí a una joven que, por sus dotes morales y físicas, se ajustaba a la perfección a mis gustos; sentí que se me derretía el corazón y comprendí que por fin había encontrado mi destino y estaba a punto de enamorarme. Pero ¡cuando calculé el capital que me quedaba, comprobé que ascendía a poco menos de cuatrocientas libras! Déjenme preguntarles: ¿puede un hombre que se respete a sí mismo enamorarse con solo cuatrocientas libras en el banco? Decidí que era obvio que no. Me dediqué a esquivar a mi amada e, incrementando levemente mis gastos habituales, llegué esta mañana a mis últimas ochenta libras. Dividí esa suma en dos partes iguales: cuarenta las reservé para un propósito concreto; las otras cuarenta decidí gastarlas antes de la noche. He pasado un día muy entretenido y disfrutado de muchas bromas aparte de la de los pasteles de crema que me ha llevado a conocerles a ustedes; pues, como les dije, estaba decidido a poner un fin absurdo a una vida no menos disparatada, y cuando me vieron tirar el monedero al arroyo, fue porque había gastado las cuarenta libras. Ahora me conocen ustedes tan bien como yo: soy un loco coherente con su locura y, espero que me crean, no un llorón ni un cobarde.

Por el tono de la declaración del joven era obvio que tenía una triste y amarga opinión de sí mismo. Lo que hizo pensar a sus interlocutores que aquel amorío le había tocado más hondo de lo que estaba dispuesto a reconocer, y que había tomado una decisión sobre su vida. La farsa de los pasteles de crema empezaba a tener tintes de tragedia disimulada.
—¡Caramba! ¿No les parece raro —intervino Geraldine, mirando de reojo al príncipe Florizel— que los tres nos hayamos conocido por pura coincidencia en un lugar tan inmenso como Londres, cuando estamos pasando por circunstancias tan parecidas?
—¿Cómo? —exclamó el joven—. ¿Es que también ustedes están desesperados? ¿Es esta cena una locura como la de mis pasteles de crema? ¿Ha reunido el diablo a tres de los suyos para que se corran juntos una última juerga?
—Créame que el diablo hace a veces cosas muy caballerescas —replicó el príncipe Florizel—, estoy tan conmovido por la coincidencia que, aunque nuestro caso no sea exactamente el mismo, pienso poner fin a la diferencia. Que su heroico modo de despachar los últimos pasteles de crema me sirva de ejemplo. —Y, dicho y hecho, el príncipe echó mano a su monedero y sacó de él un pequeño fajo de billetes—. Como ve, me lleva usted una semana de ventaja, pero mi intención es darle alcance y cruzar a la par la línea de meta —prosiguió—. Con esto —afirmó, dejando uno de los billetes encima de la mesa— bastará para pagar la cuenta. En cuanto al resto…
Los lanzó al fuego y se fueron por la chimenea con una llamarada.
El joven trató de contener su brazo, pero tenía en medio la mesa y su intervención no llegó a tiempo.
—Desdichado —gritó—, ¡no debería haberlos quemado todos! Debería haber guardado cuarenta libras.
—¡Cuarenta libras! —repitió el príncipe—. En el nombre del cielo, ¿y por qué cuarenta libras?
—¿Y por qué no ochenta? —gritó el coronel—. Me consta que debía de haber al menos cien en el fajo.
—Solo le habrían hecho falta cuarenta —dijo el joven con aire lúgubre—. Pero sin ellas no le admitirán. La norma es estricta. Cuarenta libras por cabeza. ¡Qué triste vida esta en la que hasta para morir hace falta dinero!
El príncipe y el coronel intercambiaron una mirada.
—Explíquese —dijo el último—. Todavía tengo el billetero razonablemente bien provisto, y no necesito decirle lo gustosamente que compartiría mi dinero con Godall. Pero antes necesito saber con qué propósito: debe usted explicarnos a qué se refiere.
El joven pareció despertarse, los miró inquieto y se ruborizó profundamente.
—¿No me estarán tomando el pelo? —preguntó—. ¿De verdad están desesperados como yo?
—Por mi parte, desde luego que lo estoy —replicó el coronel.
—Y por la mía —dijo el príncipe—, ya se lo he demostrado. ¿Quién, si no estuviese desesperado, arrojaría al fuego su dinero? La acción habla por sí misma.
—Alguien que estuviese desesperado, sí… —repuso suspicaz el otro—, o un millonario.
—Basta, señor —dijo el príncipe—. Ya me ha oído, y no estoy acostumbrado a que se ponga en duda mi palabra.
—¿Desesperados? —preguntó el joven—. ¿De verdad están tan desesperados como yo? ¿Han llegado ustedes, después de una vida de excesos, a un punto en el que solo pueden permitirse un exceso más? —Fue bajando la voz a medida que hablaba—. ¿Van a permitirse ese último exceso? ¿Van a evitar las consecuencias de sus desvaríos mediante el único camino fácil e infalible? ¿Van a darle esquinazo a los alguaciles de su conciencia por la única puerta abierta? —De pronto se interrumpió y trató de reírse—. ¡A su salud! —gritó, vaciando la copa—. Y que tengan muy buenas noches, mis alegres desesperados.

El coronel Geraldine le cogió por el brazo justo cuando se disponía a levantarse.
—No se fía usted de nosotros —dijo—, y hace mal. A todas sus preguntas respondo de manera afirmativa. Pero no soy tan tímido y no me importa llamar a las cosas por su nombre. Tanto nosotros como usted estamos hartos de vivir y decididos a morir. Tarde o temprano, solos o en compañía, tenemos intención de ir al encuentro de la muerte y desafiarla allí donde esté. Ya que le hemos conocido, y que su caso parece más apremiante, que sea esta noche, y cuanto antes, y si le parece bien los tres juntos. ¡Un trío tan pobre —exclamó— debería entrar hombro con hombro en los salones de Plutón e infundirse ánimos entre las sombras!
Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que estaba interpretando. El mismo príncipe se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombríamente a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz.
—¡Son ustedes los hombres que necesito! —gritó con una alegría que tenía algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —Tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién van a emprender la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, pero una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la Muerte. Soy uno de sus íntimos, y puedo conducirles a la eternidad sin ceremonias ni escándalos.
Ambos le apremiaron a explicarse.
—¿Pueden reunir ochenta libras entre los dos? —preguntó.
Geraldine comprobó teatralmente su cartera y respondió que sí.
—¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas.
—El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—, caramba, ¿y qué demonios es eso?
—Escuchen —dijo el joven—, vivimos en la era de los adelantos y tengo que hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban inevitablemente de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió que pudiéramos comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles tenemos ascensores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna le faltaba todavía un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad; o, como he dicho hace un instante, la puerta secreta de la Muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de toda una vida, solo una o dos consideraciones les separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían, y a las que tal vez culparían, si el asunto llegase a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo, hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, no tengo fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo, y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo, se ha fundado el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles puedan ser sus ramificaciones en otros países; y lo que sé de sus estatutos, no puedo comunicarlo. Con todas esas limitaciones, no obstante, estoy a su servicio. Si de verdad están cansados de vivir, les llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana, se les librará de forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son —dijo consultando su reloj— las once, a las once y media como muy tarde debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso.
—Desde luego es más serio —contestó el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall?
—Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten.
—Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel.

En cuanto se quedaron los dos solos, el príncipe Florizel dijo:
—¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parecéis muy agitado; en cambio, yo he tomado mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto.
—Alteza —dijo el coronel, poniéndose pálido—, permitid que os pida que consideréis la importancia que tiene vuestra vida, no solo para vuestros amigos, sino también para el interés público. «Si no esta noche», ha dicho ese loco, pero suponiendo que esta noche le aconteciera a vuestra Alteza algún desastre irreparable, ¿cuál no sería mi desesperación, y la preocupación y el desastre para tan gran nación?
—Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—, tened la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar vuestra palabra de honor de caballero. En ninguna circunstancia, recordadlo bien, a menos que yo os autorice expresamente a hacerlo, traicionaréis el incógnito bajo el cual decido hacer estas salidas. Esas fueron mis órdenes, que ahora os repito. Y ahora —añadió— haced el favor de pedir la cuenta.
El coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al camarero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó discretamente las miradas implorantes del coronel y escogió otro cigarro con más atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios.
Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó todo el cambio al atónito camarero y partieron los tres en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon.
Cuando Geraldine pagó la carrera, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras:
—Todavía está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien, y si sus corazones les dicen lo contrario…, están en plena encrucijada.
—Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho.
—Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura; y eso que no es el primero al que he acompañado hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir. Pero no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante, volveré en cuanto haya resuelto los preliminares de su admisión.
Y, dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció.
—De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, esta es la más descabellada y peligrosa.
—Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe.
—Todavía —prosiguió el coronel— estaremos un rato a solas. Permita vuestra Alteza que le suplique que aprovechemos la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden ser tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que vuestra Alteza tiene la amabilidad de concederme en privado.
—¿Debo entender que el coronel Geraldine tiene miedo? —preguntó su Alteza, quitándose el cigarro de entre los labios y mirando con agudeza el rostro del otro.
—Mi temor desde luego no es personal —replicó el coronel con orgullo—, de eso su Alteza puede estar seguro.
—Ya lo imaginaba —respondió el príncipe, con imperturbable buen humor—, pero me resistía a recordaros nuestra diferencia de rangos. Basta…, basta… —añadió, al ver que Geraldine se disponía a excusarse—, queda usted perdonado. —Y siguió fumando tan tranquilo, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven—. Y bien —preguntó—, ¿ya ha resuelto lo de nuestra admisión?
—Síganme —respondió—. El presidente les recibirá en su despacho. Permítanme aconsejarles que sean francos en sus respuestas. Respondo por ustedes, pero el club requiere un minucioso interrogatorio antes de la admisión, pues la indiscreción de uno solo de sus socios conduciría a la disolución de la sociedad para siempre.

El príncipe y Geraldine cruzaron apresuradamente unas palabras.
«No vayáis a desmentirme en esto», dijo el uno; «Corroborad vos aquello», dijo el otro; y, adoptando valientemente la actitud de los personajes que tan bien conocían, se pusieron de acuerdo en un abrir y cerrar de ojos y se prepararon para seguir a su guía hasta el despacho del presidente.
No tuvieron que sortear ningún obstáculo formidable. La puerta de la calle estaba abierta; la puerta del despacho, de par en par, y allí, en un cuartito muy pequeño de techos altos, el joven volvió a dejarlos solos.
—No tardará en venir —dijo con una inclinación de cabeza, y se marchó.
En el despacho se oían voces al otro lado de la puerta plegable que cerraba la habitación por un lado; y, de vez en cuando, el ruido del tapón de una botella de champán, seguido de unas carcajadas, interrumpía el sonido de la conversación. Una única ventana muy alta daba al río y al embarcadero; y, por la disposición de las luces, calcularon que no debían de estar muy lejos de la estación de Charing Cross. El mobiliario era escaso, las alfombras estaban tan usadas que se veían los hilos y no había más que una campanilla en el centro de una mesa redonda y varios abrigos y sombreros colgados de perchas en las paredes.
—¿Qué clase de antro es este? —dijo Geraldine.
—Eso es lo que hemos venido a averiguar —replicó el príncipe—. Si tienen diablos sueltos por aquí, la cosa puede ponerse entretenida.
En ese momento la puerta plegable se abrió justo lo necesario para dejar pasar a una persona, y por ella se colaron al mismo tiempo el temible presidente del Club de los Suicidas y el ruidoso zumbido de la conversación. El presidente rondaba los cincuenta años y era un hombre corpulento de paso vacilante, patillas pobladas, cabeza casi calva y ojos grises y turbios, que de vez en cuando emitían un leve destello. Llevaba un enorme cigarro en la boca, que hizo girar a uno y otro lado mientras inspeccionaba con sagacidad y frialdad a los desconocidos. Iba vestido de tweed claro, con el cuello de la camisa a rayas muy abierto, y llevaba un libro diminuto debajo del brazo.
—Buenas noches —dijo, después de cerrar la puerta a su espalda—. Tengo entendido que deseaban ustedes hablar conmigo.
—Nos gustaría, señor, ingresar en el Club de los Suicidas —replicó el coronel.
El presidente hizo girar el cigarro en la boca.
—¿Y eso qué es? —preguntó con brusquedad.
—Discúlpenos —replicó el coronel—, pero creo que es usted la persona más indicada para informarnos al respecto.
—¿Yo? —gritó el presidente—. ¿Un Club de los Suicidas? ¡Vamos, vamos!, será una broma. Puedo disculpar a quienes se exceden un poco con el alcohol, pero esto pasa de la raya.
—Llame a su club como quiera —dijo el coronel—, pero detrás de esas puertas se está celebrando una reunión, e insistimos en participar en ella.
—Señor —replicó el presidente con sequedad—, se ha confundido usted. Esta es una casa particular, y tendrá que marcharse enseguida.
El príncipe se había quedado tan tranquilo en su asiento durante aquella breve conversación, pero ahora, cuando el coronel le miró como diciendo «Acepte lo que le dice y vayámonos, ¡por el amor de Dios!», se sacó el cigarro de la boca y habló así:
—He venido invitado por un amigo suyo. Sin duda ha debido de informarle de mis intenciones al entrometerme en sus asuntos. Permita que le recuerde que una persona en mis circunstancias tiene pocas ataduras y no es probable que tolere groserías. Normalmente soy un hombre muy pacífico, pero, señor mío, o me deja participar en lo que usted ya sabe, o se arrepentirá amargamente de haberme dejado entrar en su despacho.
El presidente soltó una carcajada.
—Así se habla —dijo—. Es usted todo un hombre. Sabe usted cómo convencerme y hará lo que quiera de mí. ¿Le importaría —continuó, dirigiéndose a Geraldine— dejarnos solos unos minutos? Tengo que atender primero a su compañero, y algunas de las formalidades del club deben tratarse en privado.

Con esas palabras abrió la puerta de un pequeño gabinete donde encerró al coronel.
—Me fío de usted —le dijo a Florizel en cuanto se quedaron solos—. Pero ¿está usted seguro de su amigo?
—No tanto como de mí mismo, aunque a él le asisten razones más poderosas —respondió Florizel—, pero sí lo bastante para traerlo aquí. Ha sufrido lo suficiente para hastiar de la vida hasta al más tenaz de los hombres. El otro día lo degradaron por hacer trampas en el juego.
—Un buen motivo, desde luego —replicó el presidente—, al menos tenemos a otro en la misma situación y me fío de él. ¿Puedo preguntarle si ha estado usted también en el ejército?
—Lo estuve —respondió—, pero era demasiado perezoso y no tardé en dejarlo.
—¿Y qué razón tiene para haberse cansado de vivir? —prosiguió el presidente.
—Supongo que la misma que le acabo de decir —replicó el príncipe—, una pereza absoluta.
El presidente pareció sorprendido.
—¡Qué demonios! —dijo—. Alguna otra razón tendrá.
—No me queda dinero —añadió Florizel—. Desde luego, eso también es un fastidio. Y agudiza extremadamente mi sensación de inutilidad.
El presidente hizo girar su cigarro en la boca durante unos segundos mientras miraba a los ojos a aquel neófito tan peculiar, pero el príncipe soportó su escrutinio sin inmutarse.
—Si no fuera por mi experiencia —dijo por fin el presidente—, le echaría de aquí ahora mismo. Pero soy un hombre de mundo, y sé que a menudo los motivos más frívolos para el suicidio son los más difíciles de aceptar. Y cuando doy con alguien tan sincero como usted, prefiero hacer una excepción a negarme a admitirle.
El príncipe y el coronel respondieron, uno tras otro, a un largo y peculiar interrogatorio: el príncipe solo y Geraldine en presencia del príncipe, para que el presidente pudiera observar su semblante mientras lo interrogaban. El resultado fue satisfactorio y el presidente, después de anotar los detalles de cada caso, les entregó un formulario con el juramento que debían aceptar. Es inimaginable una obediencia más pasiva que la que allí se prometía, o unos términos que comprometiesen de forma tan rigurosa. Al hombre que pronunciase un juramento tan terrible difícilmente podría quedarle un rastro de honor o el consuelo de la religión. Florizel firmó el documento con un escalofrío; el coronel siguió su ejemplo con gesto muy abatido. Luego el presidente les cobró la cuota de admisión y, sin más preámbulos, condujo a los dos amigos al salón del Club de los Suicidas.
Dicho salón tenía la misma altura que el despacho con el que se comunicaba, pero era mucho mayor y estaba empapelado de arriba abajo imitando unos paneles de roble. Un fuego alegre y vivo y varias lámparas de gas iluminaban al grupo. Con el príncipe y su acompañante eran dieciocho. La mayoría estaban fumando y bebiendo champán; reinaba una hilaridad febril en la que se producían de vez en cuando algunas pausas súbitas y espeluznantes.
—¿Están aquí todos los socios? —preguntó el príncipe.
—La mitad —dijo el presidente—. A propósito —añadió—, si les queda un poco de dinero, es costumbre invitar a un poco de champán. Ayuda a levantar los ánimos y constituye uno de mis pocos ingresos.
—Hammersmith —dijo Florizel—, ocúpese usted del champán.

Y con esas palabras se dio la vuelta y empezó a pasearse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más aristocráticos, cautivó y dominó a todos a los que se acercó: su forma de comportarse tenía algo de triunfador y autoritario, y su extraordinaria sangre fría le daba cierta distinción en aquella sociedad medio desquiciada. Mientras iba de uno a otro, tuvo los ojos y los oídos abiertos y pronto empezó a formarse una idea general de la clase de gente que había allí. Como en cualquier otro sitio de reunión, predominaba un tipo de persona: gente en plena juventud, en apariencia sensata e inteligente, pero sin la fuerza o la cualidad que suele imprimir el éxito. Muy pocos tenían más de treinta años, y algunos no habían cumplido los veinte. Se apoyaban en las mesas y arrastraban los pies; a veces fumaban con ansia y otras dejaban apagar los cigarros; algunos hablaban bien, pero la conversación de otros era tan solo fruto de la tensión nerviosa y carecía de ingenio e interés. A cada nueva botella de champán que se descorchaba la animación aumentaba notablemente. Solo dos estaban sentados: uno en una silla, junto a la ventana, con la cabeza ladeada, las manos en los bolsillos, pálido, empapado de sudor y sin decir una palabra, un auténtico despojo físico y moral; el otro, en el diván que había junto a la chimenea, llamaba la atención por lo distinto que era de los demás. Es probable que no tuviera más de cuarenta años, pero aparentaba diez más; y Florizel pensó que nunca había visto a un hombre más repulsivo por naturaleza, ni más carcomido por la enfermedad y los excesos. Era solo piel y huesos, estaba paralizado en parte y llevaba unas gafas de cristales tan gruesos que sus ojos parecían aumentados y distorsionados. A excepción del príncipe y el presidente, era la única persona en aquel salón que conservaba la compostura.
Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias les habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones sobre la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros tenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos.
—¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—, pasó de una pequeña celda a otra más pequeña todavía, para poder asomarse a la libertad.
—Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y un poco de algodón en los oídos. Aunque no hay en este mundo algodón lo bastante espeso.
Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro; y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no le hubiesen hecho creer en el señor Darwin.
—No soporto —decía aquel notable suicida— descender del mono.
En conjunto, al príncipe le decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios.
«No me parece —pensó para sí— que haya por qué organizar tanto escándalo. Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Toda esta agitación y parloteo están fuera de lugar».

Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio, y buscó en la sala a alguien que pudiera tranquilizarle. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de las gafas de cristales gruesos y, al reparar en que estaba extremadamente sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván.
El funcionario le explicó que aquellas formalidades eran innecesarias en el club, pero no obstante le presentó a Hammersmith al señor Malthus.
El señor Malthus miró al coronel con curiosidad y luego le invitó a sentarse en el sillón que había a su derecha.
—¿Es usted nuevo? —dijo—. ¿Y busca información? Ha acudido al hombre indicado. Hace ya dos años que ingresé en este club tan encantador.
El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus llevaba frecuentando el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara allí una tarde. No obstante, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño.
—¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que…, pero ya veo que me han gastado una broma.
—Ni muchísimo menos —replicó amablemente el señor Malthus—. Mi caso es muy peculiar. En rigor no soy un verdadero suicida, sino, por así decirlo, un miembro honorario. A veces me paso dos meses sin visitar el club. Mi enfermedad y la bondad del presidente me han procurado esos pequeños beneficios, por los que pago además una cuota por adelantado. E incluso así he tenido mucha suerte.
—Me temo —dijo el coronel— que debo pedirle que sea más explícito. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club.
—Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— tiene que pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le sea favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según tengo entendido, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, teniendo en cuenta lo exiguo (si se me permite expresarlo así) de la cuota. Aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo.
—¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me ha impresionado demasiado.
—¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Es un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuese el granuja más corrupto de la cristiandad.
—¿Es también —preguntó el coronel—, y lo digo sin ánimo de ofenderle, socio permanente…, como usted?
—Desde luego, es socio permanente en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, pero tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él no juega nunca. Baraja y reparte las cartas en nombre del club, y se ocupa de todos los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, creo que puedo añadir, artística ocupación en Londres, sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó accidentalmente en una farmacia. Esa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura!
—Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir «una de las víctimas», pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —Casi al mismo tiempo, reparó en que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien tiene un idilio con la muerte y añadió—: Pero veo que aún sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir; acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué es lo que le trae por aquí.
—Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportase mejor la tensión, puede estar seguro de que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo período de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que las he probado todas, señor mío —prosiguió, cogiendo del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar, si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme…, envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde!

Geraldine apenas pudo contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, pero se dominó haciendo un esfuerzo y continuó con sus preguntas.
—¿Cómo prolongan la emoción artificialmente tanto tiempo? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre?
—Le explicaré cómo se escoge a la víctima cada noche —replicó el señor Malthus—, y no solo a la víctima, sino también al socio que será el instrumento del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión.
—¡Dios mío! —dijo el coronel—. ¿Es que se matan unos a otros?
—Así se elimina el problema del suicidio —respondió Malthus con un gesto.
—¡Que el cielo se apiade de nosotros! —exclamó el coronel—. ¿Y podría usted…, yo…, el…, quiero decir mi amigo…, cualquiera de nosotros ser escogido para inmolar el cuerpo y el alma inmortal de otro? ¿Será posible algo así entre hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia entre las infamias! —Estaba a punto de levantarse, horrorizado, cuando vio al príncipe. Le estaba mirando fijamente desde el otro extremo de la sala con gesto ceñudo y enfadado. Al instante, Geraldine recobró la compostura—. Aunque, bien mirado —añadió—, ¿por qué no? Y, ya que dice usted que el juego es entretenido, vogue la galère… ¡haré lo que diga el club!
El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y le satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso, porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones.
—Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, podrá apreciar los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo, admiro cordialmente lo refinado de su espíritu, pero ha tenido que ser en un país cristiano donde se haya llegado a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan todos los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a este. El juego al que jugamos —prosiguió— no puede ser más sencillo. Una baraja…, pero ahora podrá verlo con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia soy paralítico.
Efectivamente, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y todo el club comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, pero estaba amueblado de forma diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a mezclar con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que les había esperado, entraran en la sala, y, en consecuencia, los tres tuvieron que sentarse juntos en un extremo.
—La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de bastos, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Tienen ustedes buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí, yo no distingo un as de un dos. —Y procedió a equiparse con un segundo par de gafas—. Al menos quiero ver las caras —explicó.

El coronel informó rápidamente a su amigo de lo que había averiguado por el socio honorario, y del horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón; tragó con dificultad y miró de un lado a otro, como si estuviese en un laberinto.
—Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y todavía podemos escapar.
No obstante, su sugerencia sirvió tan solo para hacer que el príncipe recobrara los ánimos.
—¡Silencio! —dijo—. Demostradme que sois capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea.
Y miró a su alrededor, nuevamente en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba sucesivamente las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Era evidente que el socio honorario disfrutaba de su afiliación en términos de lo más sorprendentes.
—¡Atención, caballeros! —dijo el presidente.
Y empezó a repartir las cartas en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada cual mostraba su carta. Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que pudiera darle la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, pero tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir casi con sorpresa que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de bastos, el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de copas al señor Malthus, que no pudo reprimir un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después y, al darle la vuelta a su carta, vio que era el as de bastos y se quedó helado por el horror, con el naipe todavía entre los dedos: no había ido allí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, a punto estuvo de olvidar el peligro que todavía pendía sobre él y su amigo.
Siguieron repartiendo las cartas, y la carta de la Muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y daban solo boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle bastos, a Geraldine oros, pero cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, escapó de su boca un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso en pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores.
La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo del día. En cambio el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y las manos sobre la mesa…, totalmente abatido.
El príncipe y Geraldine se fueron de allí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir.
—¡Ay! —gritó el príncipe—, ¡estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviese a violar mi palabra!
—Eso es imposible para vuestra Alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y podría violar la mía justificadamente!
—Geraldine —dijo el príncipe—, si vuestro honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me servís de acompañante, no solo no os lo perdonaría nunca, sino que tampoco yo me lo perdonaría, lo que probablemente os afecte más.
—Acepto las órdenes de vuestra Alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar?
—Sí —dijo el príncipe—. Llamad a un coche, por el amor de Dios, y dejad que trate de olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame.
No obstante, antes de marcharse, leyó cuidadosamente el nombre de la calle.
A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado: Lamentable Accidente.

Esta mañana, hacia las dos en punto, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por la barandilla de Trafalgar Square, cuando volvía a casa después de asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste accidente, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y estaba buscando un coche. Dado que el señor Malthus era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables, y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.
—Si hay algún alma que se haya ido directa al Infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, esa es la de aquel paralítico. —El príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —continuó el coronel— saber que ha muerto. Pero reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema.
—Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como vos o yo; y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré, pero como que hay Dios en el cielo, que algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección fue ese juego de cartas!
—Sí —dijo el coronel—, ¡como para no repetirla jamás! —El príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estaréis pensando en volver —dijo—. Habéis sufrido demasiado y asistido ya a demasiados horrores. El deber de vuestra elevada posición os prohíbe volver a arriesgaros.
—No os falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no estoy precisamente satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había sido tan consciente de mi debilidad, Geraldine, pero no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace solo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que voy a emprender una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pedís más al príncipe de lo que puede concederos. Esta noche, de nuevo, ocuparemos nuestro lugar en la mesa del Club de los Suicidas.
El coronel Geraldine se hincó de rodillas.
—¿Quiere vuestra Alteza quitarme la vida? —gritó—. Vuestra es y podéis disponer de ella a vuestro antojo, pero no me pidáis que os deje correr un riesgo tan terrible.
—Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, vuestra vida os pertenece a vos. Yo solo quiero vuestra obediencia, y si habéis de ofrecérmela a regañadientes, prefiero no tenerla. Permitidme añadir una cosa más: ya me habéis importunado bastante en este asunto.
El caballerizo mayor se puso en pie en el acto.
—¿Vuestra Alteza me disculpará si no le acompaño esta tarde? —dijo—. No me atrevo, como hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometer a vuestra Alteza que no encontraréis más oposición del más devoto y agradecido de vuestros siervos.
—Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lo lamento cuando me obligáis a recordaros mi rango. Disponed del día como mejor os parezca, pero presentaos aquí antes de las once con el mismo disfraz.

El club, esa segunda noche, no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su Alteza se llevó aparte al presidente y le felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus.
—Me gusta la gente eficiente —dijo—, y ciertamente usted lo es, y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, pero veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción.
El presidente pareció conmoverse ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su Alteza. Los aceptó casi con humildad.
—¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. La mayoría de los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético, que no son compañía para mí. No es que Malthus careciese del todo de sensibilidad poética, pero era de una índole que yo podía comprender.
—Entiendo perfectamente que simpatizara usted con el señor Malthus —replicó el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original.
El joven de los pasteles de crema estaba en la sala, aunque parecía silencioso y deprimido. Sus compañeros de la noche anterior trataron en vano de darle conversación.
—¡No saben cómo me arrepiento —gritó— de haberles traído a este antro infame! Váyanse mientras tengan la conciencia tranquila. ¡Si lo hubieran oído gritar como yo, y el ruido de sus huesos contra la acera! ¡Deséenme, si es que sienten compasión por alguien que ha caído tan bajo, que esta noche me toque el as de espadas!
A medida que pasaba la noche llegaron unos cuantos socios más, pero no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos en la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque le sorprendió ver que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior.
«Es extraordinario —pensó el príncipe— que un testamento sin redactar pueda influenciar así el estado de ánimo de un joven».
—¡Atención, caballeros! —dijo el presidente y empezó a repartir.
Tres veces dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. La tensión, cuando empezó a repartir por cuarta vez, se volvió insoportable. Solo quedaban cartas para una ronda más. El príncipe, que estaba sentado a la izquierda del que repartía, recibiría, por el modo de repartir utilizado en el club, la penúltima carta. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de bastos. Al siguiente le tocó una carta de oros, al siguiente una de copas y así siguieron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, que se sentaba a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, pero el de copas.
Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le encogió el corazón. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía exactamente un cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta a la carta: era el as de espadas.

Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas delante de sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada que sonaba entre alegre y decepcionada, vio que el grupo se dispersaba rápidamente, pero su imaginación estaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal.
—¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone!
Con esas palabras cesó su confusión y volvió a dominarse.
Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. No quedaba nadie en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído:
—Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte.
Cuando el joven se fue, su Alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada.
La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de bastos salió de la sala con una mirada de connivencia, y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció su mano.
—Me alegra haberle conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá usted quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte!
El príncipe trató en vano de articular una respuesta, pero tenía la boca seca y su lengua parecía paralizada.
—¿Se siente usted un poco mareado? —preguntó solícito el presidente—. Le ocurre a la mayoría. ¿Le apetece un poco de brandy?
El príncipe hizo un gesto afirmativo, e inmediatamente el otro le llenó un vaso de licor.
—¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada!
—Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora.
—Baje usted por la acera izquierda del Strand en dirección a la City, hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones, tenga la amabilidad de obedecerle: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable.
Florizel le dio las gracias con gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguían bebiendo champán, parte del cual había pedido y pagado él mismo; y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en el despacho, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía, le hizo soltar una carcajada que sonó de forma desagradable en sus oídos. Se le quitaron las ganas de salir del despacho y se volvió hacia la ventana. La oscuridad y las farolas le devolvieron a la realidad.
«Vamos, vamos, tengo que comportarme como un hombre —pensó— y salir de aquí».

En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin más ceremonias en un carruaje, que partió de allí al galope. Dentro había ya otro ocupante.
—¿Perdonará mi celo vuestra Alteza? —preguntó una voz bien conocida.
El príncipe se abrazó al coronel lleno de alivio.
—¿Cómo podré agradecéroslo? —gritó—. ¿Y cómo os las habéis arreglado?
Aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, el príncipe no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza.
—Podéis agradecérmelo con creces —replicó el coronel— evitando estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se ha organizado de forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me ha prometido guardar el secreto y le he pagado por ello. Sus propios criados han intervenido en el asunto. La casa de Box Court está vigilada desde el anochecer, y este, que es uno de los carruajes de vuestra Alteza, lleva esperándole casi una hora.
—¿Y qué se ha hecho del miserable que tenía que asesinarme…? —inquirió el príncipe.
—Mandé que lo maniataran en cuanto salió del club —replicó el coronel—, y ahora espera vuestra sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices.
—Geraldine —dijo el príncipe—, me habéis salvado contra mis órdenes explícitas, y habéis hecho bien. Os debo no solo la vida, sino también una lección; y sería indigno de mi rango si no me mostrase agradecido con mi maestro. Elegid vos la manera.
Se hizo una pausa durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio lo rompió el coronel Geraldine.
—Vuestra Alteza —dijo— tiene ya muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también nos lo impediría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de vuestra Alteza?
—Está decidido —respondió Florizel—, el presidente debe caer en duelo. Solo falta escoger a su adversario.
—Vuestra Alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitiréis que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a aseguraros que el muchacho sabrá salir airoso de ella.
—Me pedís un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo negaros nada.
El coronel le besó la mano con el mayor afecto, y en ese momento el carruaje pasó por debajo del arco de la entrada de la majestuosa residencia del príncipe.
Una hora después, Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas.
—Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que os habéis visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibiréis un empleo remunerado de mis funcionarios. Quienes sufrís por sentiros culpables tendréis que recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiráis lástima, mucha más de lo que imagináis; mañana me contaréis vuestra historia y, cuanto más sinceros seáis, mejor podré poner remedio a vuestra desgracia. En cuanto a vos —añadió volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con vuestras aptitudes no haría más que ofenderle, pero sin embargo tengo una propuesta que haceros. Este —dijo poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y os pido, como favor personal, que le acompañéis. ¿Sabéis —prosiguió cambiando de tono— manejar bien la pistola? Porque podríais tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Dejadme añadir que, si por casualidad perdierais al joven Geraldine por el camino, siempre tendré otro miembro de mi casa dispuesto a acompañaros; tengo fama de tener la vista y el brazo muy largos, señor presidente.
Con esas palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje, bajo la supervisión del señor Geraldine, y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, el príncipe hizo que sus agentes tomaran posesión discretamente de la casa de Box Court, a fin de que todas las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados pudieran ser supervisadas por el príncipe Florizel en persona.
Aquí (afirma el autor árabe) concluye "Historia del Joven de los Pasteles de Crema", que es hoy un acomodado propietario de Wigmore Street, Cavendish Square. Por razones obvias, no daremos el número. Quienes estén interesados en seguir las aventuras del príncipe Florizel y el presidente del Club de los Suicidas, pueden leer la "Historia del Médico y el Baúl".




"Segunda Parte"


Historia del Médico y el Baúl


Silas Q. Scuddamore era un joven americano de temperamento sencillo e inofensivo, lo que decía mucho a su favor, si se tiene en cuenta que era oriundo de Nueva Inglaterra, una región del Nuevo Mundo no precisamente famosa por esas cualidades. A pesar de ser considerablemente rico, anotaba todos sus gastos en una pequeña agenda y se dedicaba a estudiar los encantos de París desde el séptimo piso de uno de los hoteles del Barrio Latino. Su tacañería tenía mucho de costumbre, y su virtud, famosa entre sus socios, se debía sobre todo a su modestia y juventud.
La habitación contigua a la suya la ocupaba una señora de aspecto atractivo y atuendo elegante, a quien, a su llegada, él había tomado por una condesa. Con el tiempo se enteró de que se la conocía por el nombre de madame Zéphyrine y de que, fuese cual fuese su posición social, no era la de alguien con título nobiliario. Madame Zéphyrine, probablemente con la esperanza de seducir al joven americano, trataba siempre de impresionarle al cruzarse con él en las escaleras, con una educada inclinación de cabeza, alguna que otra palabra amable y una mirada arrebatadora de sus ojos negros, y luego desaparecía entre el frufrú de la seda al tiempo que exhibía un pie y un tobillo admirables. No obstante aquellos avances, lejos de animar al señor Scuddamore, lo sumían en el abatimiento y la timidez más profundas. Varias veces ella había ido a pedirle una lámpara, o se había disculpado por los supuestos estragos cometidos por su perrillo faldero, pero al joven la boca se le sellaba en presencia de un ser tan superior, olvidaba el francés que sabía y solo acertaba a mirarla con ojos asustados y balbucir hasta que ella se marchaba. La superficialidad de aquellas relaciones no era sin embargo óbice para que él dejase caer indirectas de carácter un tanto presuntuoso cuando se sentía a salvo a solas con otros hombres.
La habitación que había al otro lado del cuarto donde se alojaba el americano —en aquel hotel había tres habitaciones por planta— la ocupaba un viejo médico inglés de reputación más bien dudosa. El doctor Noel, pues así se llamaba, se había visto obligado a marcharse de Londres, donde contaba con una nutrida clientela, y se rumoreaba que el culpable de aquel cambio de aires había sido la policía. El caso es que, pese a que en otra época había sido un personaje relativamente conocido, ahora llevaba una vida sencilla y solitaria en el Barrio Latino y dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio. El señor Scuddamore lo había conocido y, de vez en cuando, ambos cenaban frugalmente en un restaurante que había al otro lado de la calle.
Silas Q. Scuddamore tenía muchos pequeños vicios no demasiado reprobables que no se recataba en satisfacer mediante diversos procedimientos más o menos dudosos. La principal de sus debilidades era la curiosidad. Era un chismoso nato y la vida, sobre todo en aquellas parcelas en que tenía menos experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón impertinente e incansable y planteaba sus preguntas con tanta pertinacia como indiscreción: cuando llevaba una carta al correo le habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas y estudiar con cuidado la dirección; y, cuando descubrió una grieta en el tabique que separaba su habitación de la de madame Zéphyrine, en lugar de taparla, la agrandó y la utilizó como mirilla para espiar lo que hacía su vecina.
Un día, a finales de marzo, quiso satisfacer una curiosidad siempre en aumento y agrandó un poco más el agujero para dominar otro rincón de la habitación. Esa noche, cuando se disponía a espiar los movimientos de madame Zéphyrine como de costumbre, le sorprendió ver que la abertura estaba oscurecida de un modo extraño por el otro lado, y todavía se sintió más confundido cuando retiraron de pronto el obstáculo y llegó a sus oídos una risita. Algún trozo de yeso había traicionado su secreto y su vecina le había devuelto la broma con otra similar. El señor Scuddamore sintió un profundo disgusto, criticó sin piedad el comportamiento de madame Zéphyrine e incluso se culpó a sí mismo; pero cuando descubrió al día siguiente que ella no había tomado ninguna medida para privarlo de su pasatiempo favorito, siguió aprovechándose de su descuido y satisfaciendo su curiosidad ociosa.

Al día siguiente, madame Zéphyrine recibió una larga visita de un hombre alto y corpulento de unos cincuenta años, a quien Silas nunca había visto antes. Su traje de tweed y su camisa de color lo identificaban como inglés no menos que sus patillas pobladas; y a Silas le produjeron escalofríos sus ojos grises y obtusos. Se pasó haciendo muecas toda la conversación, que tuvo lugar entre susurros. Más de una vez el joven de Nueva Inglaterra tuvo la impresión de que sus gestos señalaban a su habitación, pero por más atención que prestó, lo único que pudo oír con claridad fue esta observación hecha por el inglés en un tono algo agudo, como en respuesta a alguna duda o discrepancia:
—He estudiado sus gustos hasta el último detalle, y le repito que es usted la única mujer de esa clase a la que puedo recurrir.
En respuesta a lo cual, madame Zéphyrine suspiró y pareció resignarse como quien se somete a un superior falto de razón.
Esa tarde taparon por fin el observatorio colocando un armario por el otro lado, y, cuando Silas todavía estaba lamentándose por aquel infortunio, que atribuía a una perversa sugerencia del inglés, el conserje le llevó una carta que obviamente había sido escrita por una mujer. Estaba redactada en un francés de ortografía no demasiado rigurosa, carecía de firma e invitaba en términos muy animosos al joven americano a presentarse en cierto lugar del salón de baile Bullier a las once en punto de esa misma noche. La curiosidad y la timidez libraron una larga batalla en su interior: a veces era todo virtud, a veces todo fuego y atrevimiento; y el resultado fue que, mucho antes de las diez, Silas Q. Scuddamore se presentó impecablemente vestido en la puerta del salón de baile Bullier y pagó el dinero de entrada con la sensación no del todo desagradable de estar cometiendo una diablura temeraria.
Era época de carnaval, por lo que el salón estaba abarrotado y había mucho ruido. Las luces y el gentío acobardaron al principio a nuestro joven aventurero, pero luego se le subieron a la cabeza y le infundieron más valor del que era habitual en él. Se sintió capaz de enfrentarse al mismo diablo, y avanzó por el salón con el paso decidido de un triunfador. Mientras se pavoneaba de aquel modo, vio a madame Zéphyrine y a su amigo inglés que conversaban detrás de una columna. Enseguida lo dominaron unos deseos felinos de escucharlos a hurtadillas. Se acercó más y más por detrás a la pareja, hasta que alcanzó a oír lo que decían.
—Es ese hombre —estaba diciendo el inglés—, el de allí…, el rubio de cabello largo que está hablando con la chica de verde.
Silas identificó a un joven muy apuesto de poca estatura, que era sin duda de quien estaban hablando.
—De acuerdo —dijo madame Zéphyrine—. Haré lo que pueda. Pero tenga presente que hasta la mejor podría fracasar en un asunto como este.
—¡Tonterías! —replicó su compañero—; yo respondo del éxito. ¿Acaso no la he escogido entre otras treinta? Vaya usted, pero no se fíe del príncipe. No comprendo qué condenada coincidencia puede haberlo traído aquí esta noche. ¡Como si no hubiese en París una docena de salones de baile mucho más dignos de él que este bullicio de estudiantes y dependientes! ¡Mírelo allí sentado, parece más un emperador en su palacio que un príncipe de vacaciones!

Silas volvió a estar de suerte. Reparó en una persona más bien robusta y muy apuesta, de porte elegante y cortés, que estaba sentada a una mesa con otro joven muy elegante al que sacaba varios años y que le hablaba con evidente deferencia. La palabra «príncipe» rechinó en los oídos republicanos de Silas, y el aspecto de la persona que ostentaba dicho título ejerció la habitual fascinación sobre él. Dejó a madame Zéphyrine y al inglés que cuidaran el uno del otro, y se abrió paso entre la gente para acercarse a la mesa que el príncipe y su acompañante se habían dignado escoger.
—Os digo, Geraldine —estaba diciendo el primero—, que es una locura. Vos mismo (me alegra poder recordároslo) escogisteis a vuestro hermano para esta misión tan peligrosa, y tenéis el deber de supervisar su conducta. Primero ha consentido en quedarse todo este tiempo en París, y eso ha sido ya una imprudencia, teniendo en cuenta el carácter del hombre con quien tiene que habérselas; y ahora, cuando quedan menos de cuarenta y ocho horas para su partida, cuando faltan dos o tres días para la prueba decisiva, decidme: ¿os parece este el sitio más indicado para pasar el rato? Debería estar practicando en una galería de tiro, dormir bien y hacer un ejercicio moderado, seguir una dieta rigurosa y dejarse de vino blanco y brandy. ¿Acaso cree que se trata de una broma? El asunto es muy serio, Geraldine.
—Conozco demasiado al muchacho para entrometerme —replicó el coronel Geraldine—, y lo bastante para no preocuparme. Es más cauto de lo que imagináis y de espíritu indomable. Si se tratara de una mujer no diría yo tanto, pero le confié al presidente y a los dos lacayos sin dudarlo un instante.
—Me alegra oíroslo decir —replicó el príncipe—, pero sabed que sigo intranquilo. Esos criados son espías bien entrenados, y, no obstante, ¿no ha conseguido ese criminal eludir tres veces su vigilancia y pasar varias horas seguidas dedicado a asuntos privados y muy probablemente peligrosos? Un aficionado podría haberlo perdido por accidente, pero que Rudolph y Jérome perdieran su pista solo prueba que fue hecho adrede por un hombre que tenía motivos poderosos y medios excepcionales.
—Creo que ahora se trata de un asunto entre mi hermano y yo —replicó Geraldine en un tono ligeramente ofensivo.
—Y yo permito que así sea, coronel Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, tal vez por eso mismo, deberíais mostraros más dispuesto a aceptar mis consejos. Pero basta. Esa chica de amarillo baila muy bien.
Y la conversación derivó hacia las cuestiones habituales de un salón de baile parisino en época de carnaval.
Silas recordó dónde estaba, y que se acercaba la hora en que tendría que ir al lugar de la cita. 

Cuanto más lo pensaba menos le gustaba la idea, y como en ese momento un remolino en la muchedumbre le empujó hacia la salida, se dejó arrastrar sin oponer resistencia. El remolino lo arrojó en un rincón debajo de la galería, donde oyó la voz de madame Zéphyrine. Estaba hablando en francés con el joven de los rizos rubios a quien había señalado el desconocido inglés hacía menos de media hora.
—Si no estuviese en juego mi reputación —dijo—, no pondría más condiciones que las que mi corazón impusiera. Pero no tenéis más que indicárselo al portero y os dejará pasar sin decir palabra.
—Pero ¿por qué decir lo de la deuda? —objetó su compañero.
—¡Cielos! —dijo ella—, ¿pensáis que no sé cómo funciona mi propio hotel?
Y se marchó sujetando afectuosamente del brazo a su compañero.
Eso recordó a Silas lo de su billete amoroso.
«Diez minutos más —pensó— y puede que esté paseándome con una mujer como esa, e incluso mejor vestida…, tal vez una auténtica dama, posiblemente una mujer con título».
Luego recordó la ortografía de la carta y se quedó un tanto abatido.
«Bueno, tal vez lo escribiera la doncella», pensó.
Faltaban pocos minutos para dar la hora y, al ver acercarse el momento, su corazón empezó a latir a un ritmo muy desagradable. Pensó con alivio que no estaba en absoluto obligado a presentarse. La virtud y la cobardía se aliaron y volvió a dirigirse a la salida, aunque esta vez por voluntad propia y abriéndose paso entre el torrente de personas que fluía ahora en dirección contraria. Tal vez lo fatigase aquella prolongada resistencia o puede que estuviera de ese humor en que el mero hecho de insistir durante varios minutos en la misma determinación acaba por producir una reacción y nos empuja a un propósito distinto. Al menos se dio la vuelta por tercera vez y no se detuvo hasta encontrar un sitio donde esconderse, a pocos metros del lugar señalado.
Allí fue presa de una terrible zozobra e incluso imploró varias veces la ayuda de Dios, pues Silas había tenido una educación muy devota. Ahora no le apetecía lo más mínimo aquel encuentro, nada le impedía huir, aparte del absurdo temor a que lo tildaran de timorato, sin embargo era tan poderoso que pudo con todas las demás consideraciones y, aunque no logró decidirlo a avanzar, desde luego le impidió emprender la huida. Por fin, vio en el reloj que pasaban diez minutos de la hora. El joven Scuddamore empezó a recobrar los ánimos, se asomó desde su rincón y comprobó que no había nadie en el lugar de la cita: sin duda su anónima admiradora se había cansado y se había ido. Se volvió tan audaz como antes apocado. Le pareció que si se presentaba a la cita, aunque fuese tarde, nadie podría acusarle de cobardía. Empezaba a sospechar que había sido objeto de una broma e incluso se felicitó por su astucia al haberlo advertido y echado por tierra los planes de quienes pretendían burlarse de él. ¡Así de fatuos son los jóvenes!
Reforzado por aquellas consideraciones, avanzó decidido desde su rincón, y apenas había dado dos pasos cuando le pusieron una mano en el brazo. Se volvió y vio a una dama de proporciones bastante generosas y expresión solemne, aunque carente de severidad.
—Veo que está hecho usted todo un donjuán —dijo ella—, y que le gusta hacerse esperar. Pero estaba decidida a verle. Y cuando una mujer llega al extremo de dar ella el primer paso, es que hace mucho que ha dejado de lado su orgullo.
A Silas le impresionaron tanto el tamaño y los atractivos de su corresponsal como la precipitación con que lo había abordado. Pero ella no tardó en tranquilizarlo. Su actitud era cordial y comprensiva, le animaba y le reía las gracias y, en poco rato, a base de carantoñas y una buena cantidad de brandy caliente, no solo le había impulsado a creer que estaba enamorado, sino a declararle su amor con la mayor vehemencia.
—¡Ay! —dijo ella—, no sé si no acabaré lamentando este momento, por mucho que me halaguen sus palabras. Hasta este instante era yo la que sufría, pero ahora, mi pobre muchacho, seremos dos. No soy libre, y no me atrevo a pedirle que me visite en mi casa, pues me vigilan ojos muy celosos. Veamos —añadió—, soy mayor que usted, aunque mucho más débil, y, aunque confío en su valor y en su determinación, lo mejor será aprovechar mi conocimiento del mundo en provecho mutuo. ¿Dónde vive usted?

Él le explicó que se alojaba en un hotel y le dio el nombre de la calle y el número.
La mujer pareció reflexionar unos minutos con cierto esfuerzo.
—Comprendo —dijo por fin—. Será usted fiel y obediente, ¿verdad? —Silas se apresuró a persuadirla de su fidelidad—. Mañana por la noche, entonces —prosiguió ella con una prometedora sonrisa—, quédese en casa toda la tarde y, si le visita algún amigo, deshágase de él enseguida con el primer pretexto que se le ocurra. Las puertas deben de cerrarlas a las diez, ¿no? —preguntó.
—A las once —respondió Silas.
—A las once y cuarto —prosiguió la dama—, salga del edificio. Limítese a pedir que le abran la puerta, y no entable conversación con el portero, porque eso lo echaría todo a perder. Vaya directo a la esquina de los jardines de Luxemburgo con el bulevar, yo le estaré esperando. Confío en que seguirá usted mis instrucciones al pie de la letra, y recuerde: si me desobedece en cualquier cosa, le ocasionará muchas complicaciones a una mujer cuyo único delito es haberle visto y amado.
—No comprendo a qué vienen estas instrucciones —dijo Silas.
—Me parece que ya empieza a tratarme como si fuese mi dueño —exclamó ella, dándole golpecitos en el brazo con el abanico—. ¡Paciencia, paciencia! Ya habrá tiempo para eso. A las mujeres nos gusta que nos obedezcan al principio, aunque luego disfrutemos obedeciendo. Haga lo que le digo, por el amor de Dios, o no respondo de nada. De hecho, ahora que lo pienso —añadió, con el aire de quien acaba de reparar en una dificultad—, se me ocurre un plan para alejar a los entrometidos. Pídale al portero que no deje pasar a nadie, salvo a una persona que tal vez vaya esa noche a cobrar una deuda; y hágalo con cierta vehemencia, como si le asustara la entrevista, para que se tome en serio sus palabras.
—Crea usted que sé cómo protegerme de los intrusos —dijo él, un tanto ofendido.
—Prefiero arreglarlo a mi manera —respondió ella con frialdad—. Conozco a los hombres: no valoran en nada la reputación de una mujer. —Silas se ruborizó y agachó un poco la cabeza, pues el plan que tenía en perspectiva había incluido pavonearse un poco con los amigos—. Por encima de todo —añadió ella—, no hable con el portero al salir.
—¿Y por qué? —dijo él—. De todas sus indicaciones, me parece la menos importante.
—Al principio cuestionó usted también la conveniencia de las otras y ahora sabe que son imprescindibles —replicó ella—. Créame, con el tiempo comprenderá su utilidad; ¿y qué voy a pensar del afecto que me tiene si en la primera cita ya me niega usted estas naderías? —Silas se deshizo en disculpas y explicaciones, hasta que ella miró el reloj, juntó las manos y contuvo un grito de sorpresa—. ¡Cielos! —exclamó—. ¿Tan tarde se ha hecho? No tengo un instante que perder. ¡Ay, pobres de nosotras, qué esclavas somos las mujeres! ¡Qué riesgos no habré corrido ya por usted!
Y, después de repetirle sus instrucciones, que combinó hábilmente con arrumacos y miradas lánguidas, le dijo adiós y se perdió entre la multitud.

Silas pasó todo el día siguiente imbuido de su propia importancia: ahora estaba seguro de que se trataba de una condesa, y cuando se hizo de noche obedeció minuciosamente sus instrucciones y a la hora acordada se presentó en la esquina de los jardines de Luxemburgo. Allí no había nadie. Esperó casi media hora, mirando a la cara a todos los que pasaban o merodeaban por allí, incluso se pasó por las otras esquinas del bulevar y dio una vuelta completa a la verja del jardín, pero no encontró a ninguna hermosa condesa dispuesta a arrojarse en sus brazos. Por fin, muy de mala gana, empezó a desandar sus pasos hacia el hotel. De camino recordó las palabras que había oído intercambiar a madame Zéphyrine y el joven rubio y tuvo una vaga sensación de intranquilidad.
«Al parecer —pensó— todo el mundo tiene que contarle mentiras al portero».
Llamó al timbre, la puerta se abrió y salió el portero en ropa de cama para llevarle una lámpara.
—¿Se ha ido ya? —inquirió el portero.
—¿Qué? ¿A quién se refiere? —preguntó Silas con cierta sequedad, porque estaba irritado por la decepción.
—No lo he visto salir —prosiguió el portero—, pero espero que le haya pagado usted. En esta casa no queremos huéspedes que no pagan sus deudas.
—¿A quién demonios se refiere? —preguntó Silas bruscamente—. No entiendo ni una palabra de todo este galimatías.
—Pues al joven bajito y rubio que vino a cobrar su deuda —replicó el otro—. ¿A quién iba a referirme si no? Usted mismo me pidió que no dejara pasar a nadie más.
—Pero, hombre de Dios, no irá a decirme que ha venido —respondió Silas.
—Yo solo creo lo que veo —repuso el portero, y contuvo la risa con un gesto burlón.
—Es usted un granuja insolente —gritó Silas, y se volvió y echó a correr escaleras arriba con la sensación de haber hecho una ridícula exhibición de mal genio y muy alarmado.
—Entonces, ¿no necesita la lámpara? —gritó el portero.
Pero Silas aceleró el paso y no paró hasta llegar al séptimo piso y plantarse delante de la puerta de su cuarto. Allí se detuvo un momento a recobrar el aliento, asaltado por los más negros presentimientos y temeroso incluso de entrar en la habitación.
Cuando lo hizo por fin, le alivió encontrarla a oscuras y, en apariencia, vacía. Soltó un profundo suspiro. Otra vez estaba a salvo en casa, y esa sería no solo su primera sino también su última locura. Las cerillas estaban en una mesita junto a la cama y anduvo a tientas en esa dirección. Al hacerlo se renovaron sus aprensiones y, cuando su pie topó con un obstáculo, le alegró mucho comprobar que se trataba de algo tan poco alarmante como una silla. Por fin tocó unas cortinas. Por la situación de la ventana, que era vagamente visible, supo que debía de estar al pie de la cama y que no tenía más que rodearla para llegar a la mencionada mesita.
Bajó la mano, pero lo que tocó no fue una simple colcha, sino una colcha que tenía debajo algo parecido al contorno de una pierna humana. Silas apartó el brazo y se quedó un momento como petrificado.
«¿Qué…, qué será esto?», pensó.

Escuchó con atención, pero no oyó respirar. Una vez más, con gran esfuerzo, alargó los dedos en dirección a lo que había tocado antes, pero esta vez retrocedió un metro de un salto y se quedó allí estremecido de terror. Había algo en su cama. No sabía qué, pero había algo.
Pasaron unos segundos antes de que pudiera volver a moverse. Luego, guiado por su instinto, fue directo a las cerillas y, de espaldas a la cama, encendió una vela. En cuanto prendió la llama se volvió despacio y buscó con la mirada lo que tanto temía ver. Y, en efecto, sus peores temores se hicieron realidad. La colcha estaba cuidadosamente extendida sobre la almohada, pero moldeaba el contorno de un cuerpo que yacía inmóvil; y cuando se adelantó y apartó las sábanas, encontró al joven a quien había visto en el salón de baile Bullier la noche anterior: tenía los ojos abiertos y sin expresión, el rostro hinchado y amoratado y un fino reguero de sangre que le caía de la nariz.
Silas emitió un gemido largo y trémulo, soltó la vela y cayó de rodillas junto a la cama.
Unos prolongados aunque discretos golpecitos en la puerta lo sacaron del estupor en que lo había sumido aquel terrible descubrimiento. Tardó unos segundos en recordar su situación, y cuando corrió a impedir que entrara nadie, fue demasiado tarde. El doctor Noel, con un gorro de dormir y una lámpara que iluminaba sus facciones largas y pálidas, avanzó con timidez inclinando la cabeza y mirando a su alrededor como un pájaro, abrió la puerta muy despacio y se plantó en mitad de la habitación.
—Me pareció oír un grito —empezó el médico—, temí que pudiera encontrarse usted mal y me he atrevido a irrumpir aquí. —Silas, con el rostro encendido y el corazón latiéndole temeroso a toda prisa, se interpuso entre el médico y la cama, pero no acertó a articular respuesta—. Está usted a oscuras —prosiguió el médico—, y sin embargo ni siquiera ha empezado a desvestirse para meterse en la cama. No me convencerá fácilmente de lo contrario a lo que ven mis ojos; y su semblante dice por sí solo que necesita usted de un amigo o un médico… ¿Cuál de los dos prefiere? Deje que le tome el pulso, que suele ser un fiel reflejo del corazón.
Avanzó hacia Silas, que siguió retrocediendo, y trató de cogerle por la muñeca, pero los nervios del joven americano habían sufrido demasiadas tensiones para seguir resistiéndolo. Esquivó al médico con un movimiento febril y, echándose al suelo, prorrumpió en llanto.
En cuanto el doctor Noel vio al muerto en la cama, su rostro se ensombreció; volvió corriendo a la puerta que había dejado abierta de par en par, la cerró a toda prisa y le dio dos vueltas a la llave.
—¡En pie! —gritó dirigiéndose a Silas con voz estridente—, no es momento para echarse a llorar. ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Cómo ha llegado a su cuarto ese cadáver? Será mejor que hable sin tapujos con quien puede ayudarle. ¿Acaso cree que busco su perdición? ¿Cree que ese trozo de carne sin vida sobre su almohada puede alterar en lo más mínimo la simpatía que usted me inspira? Joven incauto, el horror con que la ley ciega e injusta considera una acción jamás incumbe a quien la perpetra si se pregunta a sus allegados y, si uno de mis mejores amigos viniera a verme empapado en sangre, eso no cambiaría ni un ápice el afecto que sentiría por él. Levántese —dijo—, el bien y el mal son solo una quimera: en esta vida no hay nada salvo el destino, y sean cuales sean las circunstancias, tiene usted a su lado a alguien dispuesto a ayudarle hasta el final.

Animado de ese modo, Silas recobró la compostura, y con voz entrecortada, y ayudado por las preguntas del médico, se las arregló para ponerle al corriente de los hechos. Sin embargo, omitió la conversación entre el príncipe y Geraldine, puesto que apenas había entendido lo que decían y no pensó que pudiera tener relación con su propia desgracia.
—¡Ay! —gritó el doctor Noel—, o mucho me engaño o ha caído usted en las manos de la gente más peligrosa de Europa. Pobre muchacho, ¡qué trampa han urdido para su candidez!, ¡a qué peligros han conducido a sus jóvenes pies! Ese hombre —preguntó—, el inglés a quien vio usted dos veces y de quien sospecho que es el cerebro de la conspiración, ¿podría describírmelo? ¿Era joven o viejo? ¿Alto o bajo? —Pero Silas, que pese a ser tan curioso no era nada observador, solo fue capaz de darle unas pocas generalidades con las que era imposible reconocerlo—. ¡Debería ser asignatura obligada en las escuelas! —exclamó, enfadado, el médico—. ¿De qué sirven la vista y el habla si uno no acierta a fijarse y recordar los rasgos de su enemigo? Conozco a todos los maleantes de Europa y podría haberlo identificado y conseguido así nuevas armas en su defensa. Cultive usted ese arte en el futuro, mi pobre muchacho, puede serle de gran ayuda.
—¡El futuro! —repitió Silas—. ¿Qué futuro me queda salvo la horca?
—La juventud no es más que una época cobarde —replicó el médico—, en la que los problemas parecen más negros de lo que son. Yo soy viejo, y sin embargo nunca desespero.
—¿Cómo voy a contarle semejante historia a la policía? —preguntó Silas.
—De ninguna manera —respondió el médico—. Por lo que llevo visto de la conspiración de la que es usted víctima, su caso es indefendible por ese lado y, dado lo estrechas de miras que son las autoridades, pensarían sin duda que es usted culpable. Y no olvide que solo conocemos parte del complot: los conspiradores probablemente habrán tramado otras muchas circunstancias que una investigación policial sacaría a la luz y ayudarían a hacer caer las culpas sobre usted.
—¡Entonces estoy perdido! —gritó Silas.
—No he dicho eso —respondió el doctor Noel—, soy persona cauta.
—Pero ¡mire usted! —objetó Silas, señalando al cadáver—. He ahí ese objeto sobre mi cama: es imposible hacerlo desaparecer, deshacerse de él o mirarlo sin espanto.
—¿Espanto? —replicó el médico—. No. Cuando esta especie de reloj se estropea, a mí me parece tan solo un mecanismo muy ingenioso, digno de ser estudiado con el escalpelo. Una vez la sangre está fría y coagulada, ya no es sangre humana; la carne muerta no es la misma carne que deseamos en nuestros amantes o respetamos en nuestros amigos. La gracia, el atractivo, el terror han desaparecido con el espíritu que la animaba. Acostúmbrese usted a verlo con compostura, pues si mi plan resulta practicable tendrá que vivir unos días muy cerca de eso que ahora tanto le horripila.
—¿Su plan? —gritó Silas—. ¿Qué plan es ese? Dígamelo cuanto antes, doctor, pues apenas me queda valor suficiente para seguir existiendo.
Sin responder, el doctor Noel se volvió hacia la cama y procedió a examinar el cadáver.
—Desde luego, está muerto —murmuró—. Sí, me lo había imaginado: le han vaciado los bolsillos. Y le han cortado la etiqueta a la camisa. Un trabajo concienzudo y bien hecho. Por suerte es de corta estatura. —Silas oyó aquellas palabras con extrema ansiedad. Por fin, concluida la autopsia, el médico tomó asiento y se dirigió al joven americano con una sonrisa—: Desde el momento en que entré en su habitación —dijo—, aunque mi lengua y mis oídos hayan estado muy ocupados, no he dejado que mis ojos estuvieran ociosos. Hace un rato reparé en que tiene usted en ese rincón uno de esos artilugios grotescos que sus compatriotas arrastran consigo a todos los rincones del globo…, en una palabra: un baúl. Hasta ese momento no había logrado comprender la utilidad de esos trastos, sin embargo después se me ocurrieron varias posibilidades: no sabría decir si lo empleaban ustedes en el comercio de esclavos, o para disimular las consecuencias de un uso relajado del machete, pero una cosa está clara: el objeto de semejante cajón no es otro que contener un cadáver.
—No me parece —gritó Silas— que este sea el momento más idóneo para andarse con bromas.
—Aunque pueda expresarme de un modo un tanto jocoso —replicó el médico—, la intención de mis palabras es muy seria. Y lo primero que debemos hacer, mi joven amigo, es vaciar el baúl de todo lo que contiene. —Silas acató la autoridad del doctor Noel y se puso a sus órdenes. Enseguida vaciaron el baúl de su contenido y lo dejaron todo por el suelo; luego cogieron el cadáver del hombre asesinado, Silas sosteniéndolo por los talones y el médico por los sobacos, lo sacaron de la cama y, con cierta dificultad, lo doblaron y metieron en la caja vacía. Con muchos esfuerzos, lograron cerrar la tapa de tan extraño equipaje y el propio médico se encargó de atarlo y cerrarlo con llave, mientras Silas guardaba todo lo que habían sacado en el armario y unos cajones—. Ahora —dijo el médico— hemos dado el primer paso en el camino de su salvación. Mañana, o más bien hoy, tendrá usted que acallar las sospechas del portero pagándole lo que le deba, entretanto tenga por seguro que me ocuparé de hacer las gestiones necesarias para llevar el asunto a buen término. Y ahora acompáñeme a mi habitación, donde le administraré un sedante eficaz aunque inofensivo, pues ocurra lo que ocurra es imprescindible que descanse.

El día siguiente fue el más largo que recordaría Silas, parecía que no iba a acabar nunca. Privó a sus amigos del placer de su compañía y se quedó sentado en un rincón contemplando fijamente el baúl con aire deprimido. Ahora sufrió sus antiguas indiscreciones en carne propia, pues habían vuelto a abrir el observatorio y le pareció notar que le espiaban constantemente desde el apartamento de madame Zéphyrine. La cosa llegó a ser tan irritante, que por fin se vio obligado a tapar a su vez el agujero y, una vez convencido de que no lo vigilaban, pasó la mayor parte del tiempo rezando entre lágrimas contritas.
Era ya de noche cuando el doctor Noel entró en la habitación llevando dos sobres sellados sin dirección, uno más bien voluminoso y el otro tan fino que parecía vacío.
—Silas —dijo sentándose en la mesa—, ha llegado el momento de que le explique el plan que he trazado para salvarle. Mañana por la mañana, a primera hora, el príncipe Florizel de Bohemia regresa a Londres, después de unos días de diversión en el carnaval parisino. Hace mucho tiempo, tuve ocasión de prestarle al coronel Geraldine, su caballerizo mayor, uno de esos servicios, frecuentes en mi profesión, y que los interesados nunca olvidan. No hace falta que le explique la naturaleza de la deuda que contrajo conmigo, baste con decir que me consta que estará dispuesto a ayudarme en todo lo que pueda. El caso es que es necesario que viaje usted a Londres sin que le registren el baúl. El servicio de aduanas parecía un obstáculo insalvable, pero luego caí en que, por una cuestión de cortesía, los equipajes de las personas de tanta importancia como el príncipe pasan la frontera sin que los aduaneros los inspeccionen. Fui a ver al coronel Geraldine y obtuve una respuesta afirmativa. Mañana, si va usted al hotel donde se aloja el príncipe, pondrán su equipaje con el suyo y viajará usted como si fuese parte de su séquito.
—Ahora que lo dice, me parece que ya he visto antes al príncipe y al coronel Geraldine; incluso oí parte de su conversación la otra noche en el salón de baile Bullier.
—Es probable, porque al príncipe le encanta mezclarse con todo tipo de gente —replicó el médico—. Una vez en Londres, su labor casi habrá terminado. En este sobre más voluminoso le he metido una carta a la que no me he atrevido a poner dirección, en el otro encontrará usted las señas de la casa a la que debe usted llevarlo con su baúl, donde se harán cargo de él y no tendrá que volver a preocuparse.
—¡Ay! —dijo Silas—, ojalá pudiera creerle, pero ¿cómo voy a hacerlo? Me plantea usted una agradable perspectiva, pero, dígame: ¿cómo voy a confiar en un plan tan inverosímil? Sea usted más explícito y deme más detalles para que pueda comprender qué es lo que pretende.
El médico pareció impresionado.
—Muchacho —dijo—, no sabe qué difícil es lo que me pide. Pero sea. Ya estoy curado de espanto, y sería raro que le negara a usted esto después de haberle ayudado tanto. Sepa que, aunque ahora parezca una persona moderada, frugal, solitaria y aficionada al estudio, de joven mi nombre estuvo en boca de los hombres más astutos y peligrosos de Londres; y aunque exteriormente parecía digno de respeto y consideración, mi verdadero poder radicaba en mis amistades turbias, terribles y criminales. Es a una de las personas que tenía bajo mis órdenes a quien me he dirigido ahora para librarle a usted de su carga. Se trataba de hombres de orígenes y habilidades muy diversas, unidos por un horrible juramento y dedicados al mismo propósito: nuestro negocio eran los asesinatos, y por muy inocente que pueda parecerle ahora mi aspecto, yo era el jefe de aquella banda temible.
—¿Qué? —exclamó Silas—. ¿Un asesino? ¿Y alguien que hacía del asesinato un negocio? ¿Cómo voy a estrechar su mano? ¿Cómo voy a aceptar su ayuda? Anciano siniestro y criminal, ¿se aprovechará usted de mi juventud y mi desdicha?
El médico soltó una carcajada amarga.
—Es usted difícil de contentar, señor Scuddamore —dijo—, pero le doy a escoger entre la compañía del asesino o la del asesinado. Si su conciencia es tan delicada que le impide aceptar mi ayuda, no tiene más que decirlo y me marcharé de inmediato. Luego haga usted con el baúl y su contenido lo que mejor convenga a su recta conciencia.
—Admito que me he equivocado —replicó Silas—. Tendría que haber recordado la generosidad con que se ofreció usted a encubrirme, incluso antes de que le hubiese convencido de mi inocencia, así que seguiré con gratitud sus consejos.
—Eso está muy bien —respondió el médico—, veo que empieza usted a aprender de la experiencia.
—Por otro lado —prosiguió el americano—, ya que admite estar familiarizado con tan trágico negocio, y que la gente a la que me ha recomendado son sus antiguos socios y amigos, ¿no podría ocuparse usted mismo del transporte del baúl y librarme ahora mismo de un objeto tan detestable?
—Palabra que le admiro a usted —replicó el médico—. Si piensa que no me he entrometido bastante en sus asuntos, créame que yo opino lo contrario. Acepte o rechace mi ayuda tal como se la ofrezco y déjese de tanto agradecimiento, pues valoro menos su gratitud que su intelecto. Llegará el día, si es que llega usted a viejo y conserva sus facultades mentales, en que pensará de forma muy diferente de todo esto, y se sonrojará por su comportamiento de esta noche.
Y con esas palabras, el médico se levantó de la silla, repitió breve y claramente sus indicaciones, y salió de la habitación sin dar ocasión a que Silas le contestara.

A la mañana siguiente, Silas se presentó en el hotel donde le recibió con mucha educación el coronel Geraldine, y desde ese momento se atenuaron sus temores más inmediatos sobre el baúl y su horripilante contenido. El viaje transcurrió sin muchos incidentes, aunque el joven se horrorizó al oír a los marineros y los mozos de cuerda quejarse del peso exagerado del equipaje del príncipe. Silas viajó en un carruaje con los ayudas de cámara, pues el príncipe quiso estar solo con su caballerizo mayor. No obstante, una vez a bordo del vapor, Silas atrajo la atención del príncipe por el aire melancólico y la actitud con que contemplaba la pila de equipajes, pues seguía lleno de aprensión por el futuro.
—Ahí hay un joven —observó el príncipe— que parece muy afligido por algún motivo.
—Se trata —replicó Geraldine— del americano a quien os pedí que dejarais viajar en compañía de vuestro séquito.
—Eso me recuerda que no he sido muy cortés con él —dijo el príncipe Florizel y, acercándose a Silas, le habló con estas palabras en un tono exquisitamente condescendiente—: Caballero, me ha alegrado mucho satisfacer el deseo que me pidió por mediación del coronel Geraldine. Le ruego que recuerde que estaré encantado de servirle en cualquier otra cosa de mayor importancia en el futuro. —Y luego le hizo algunas preguntas sobre la situación política en América, a las que Silas respondió con sensatez y comedimiento—. Todavía es usted joven —dijo el príncipe—, pero veo que es usted muy serio para sus años. Tal vez dedica usted demasiado su atención a estudios de solemne naturaleza. Aunque, por otro lado, también es posible que esté siendo indiscreto al preguntarle por algún asunto que le resulte doloroso.
—Desde luego, no me faltan motivos para tenerme por el más desdichado de los hombres —dijo Silas—, nunca se ha abusado tanto de un inocente.
—No le pediré que me haga usted confidencias —replicó el príncipe Florizel—, pero tenga presente que una recomendación del coronel Geraldine es un salvoconducto infalible, y que no solo estoy dispuesto a ayudarle, sino que probablemente esté más en mi mano hacerlo que en la de otros muchos.
A Silas le encantó la amabilidad de aquel importante personaje, pero pronto volvieron a embargarlo sus lúgubres preocupaciones, pues ni siquiera la protección brindada por un príncipe a un republicano puede librar de sus inquietudes a un espíritu angustiado.
El tren llegó a Charing Cross, donde los oficiales de aduanas respetaron el equipaje del príncipe del modo habitual. Los esperaban unos elegantísimos carruajes que condujeron a Silas, con todos los demás, a la residencia del príncipe. Una vez allí, el coronel Geraldine fue a verle y le expresó su satisfacción por haberle sido de ayuda a un amigo del médico, a quien tenía mucho aprecio.
—Espero —añadió— que no se haya dañado su porcelana. Se dieron órdenes de que tratasen con especial cuidado los efectos personales del príncipe.

Después de dar órdenes a los sirvientes para que pusieran uno de los carruajes a disposición del joven caballero y cargasen el baúl en la parte trasera, le estrechó la mano y se excusó alegando sus múltiples ocupaciones en la casa del príncipe.
Silas rompió el sello del sobre que contenía las señas y le pidió al elegante lacayo que lo llevara a Box Court, esquina con el Strand. Por lo visto, el lugar no le era del todo desconocido a aquel hombre, pues dio la impresión de sorprenderse y le pidió que repitiera la dirección. Silas subió al lujoso vehículo con el corazón en un puño y esperó a que lo llevaran a su destino. La entrada a Box Court era demasiado estrecha para que pasara un carruaje, pues era un mero pasaje peatonal rodeado por una verja con un bolardo a cada lado. En uno de aquellos bolardos había sentado un hombre que se puso en pie enseguida e intercambió un gesto amistoso con el cochero, entretanto el lacayo abrió la puerta y le preguntó a Silas si quería que bajaran el baúl y a qué número debían llevarlo.
—Al número tres, si tiene usted la bondad —dijo Silas.
Al lacayo y al hombre que habían encontrado sentado en el bolardo, incluso con la ayuda del propio Silas, les costó mucho esfuerzo cargar con el baúl; y antes de que pudieran dejarlo en la puerta de la casa en cuestión, al joven americano le horrorizó ver a una veintena de curiosos que se distraían observándolos. Sin embargo, llamó a la puerta con tan buena cara como pudo y entregó el sobre al hombre que le abrió.
—Ahora no está en casa —dijo—, pero si deja usted la carta y vuelve mañana a primera hora, le diré si puede recibirle y cuándo. ¿Quiere usted dejar el baúl? —añadió.
—Desde luego —gritó Silas, y enseguida se arrepintió de su precipitación y afirmó con idéntico énfasis que se llevaría el baúl consigo al hotel.
Los curiosos se tomaron a guasa su indecisión y le siguieron entre pullas hasta el carruaje; Silas lleno de vergüenza y temor, les imploró a los sirvientes que lo llevaran a alguna casa de huéspedes cómoda y silenciosa que quedara cerca de allí.
El carruaje del príncipe dejó a Silas en el hotel Craven en la calle del mismo nombre y partió de inmediato, dejándolo solo con los criados de la pensión. La única habitación vacía, al parecer, era un cuchitril en el cuarto piso que daba a la parte de atrás. Un par de robustos mozos de cuerda subieron el baúl con muchas quejas y dificultades hasta aquel agujero de eremita. No hace falta decir que Silas los siguió de cerca durante el ascenso y que el corazón parecía salírsele del pecho en cada rellano. Un paso en falso, pensaba, y el cajón podía caer por la barandilla y aterrizar hecho pedazos en el vestíbulo con su fatídico contenido.
Una vez en la habitación, se sentó en el borde de la cama para recuperarse del sufrimiento que acababa de pasar, pero apenas lo había hecho cuando volvió a reparar en el peligro que corría, al ver los manejos de los criados, que se habían arrodillado junto al baúl para desatar los complicados nudos.
—¡Déjenlo así! —gritó Silas—. No necesitaré sacar nada mientras me aloje aquí.
—Pues ya podía haberlo dejado en el vestíbulo —gruñó el hombre—, es tan grande y pesado como una casa. No sé qué puede llevar usted ahí dentro. Si es dinero, es usted mucho más rico que yo.
—¿Dinero? —repitió Silas, muy asustado de pronto—. ¿Qué quiere decir con eso? No tengo dinero, así que deje de decir tonterías.
—De acuerdo, jefe —respondió el mozo de cuerda con un guiño—. Nadie tocará el dinero de su señoría. Soy una tumba —añadió—, pero es una caja muy pesada, y no me importaría beber algo a la salud de su señoría.

Silas le obligó a aceptar dos napoleones, se disculpó por tener que pagarle con dinero extranjero y le rogó que tuviera en cuenta que acababa de llegar. Y el hombre gruñó aún más, echó una mirada desdeñosa al dinero que tenía en la mano y al baúl y viceversa y consintió por fin en retirarse.
El cadáver llevaba ya casi dos días en el baúl de Silas y, en cuanto lo dejaron solo, el desdichado americano se puso a husmear todas las rendijas con mucha atención. Pero el tiempo era frío, y el baúl todavía era capaz de contener, sin revelarlo, su asombroso secreto.
Se sentó en una silla que había al lado y se tapó la cara con las manos sumido en las más profundas reflexiones. Si no se libraba pronto de aquello, no había duda de que acabarían por descubrirlo. Solo, en una ciudad extranjera, sin cómplices ni amigos: si la carta de recomendación del médico no surtía efecto, estaba irremediablemente perdido. Pensó patéticamente en los ambiciosos planes que había trazado para el futuro: ahora ya no se convertiría en el héroe y portavoz de su ciudad natal de Bangor, Maine; no iría, tal como había anticipado, de cargo en cargo y de homenaje en homenaje; podía ir olvidando toda esperanza de llegar a ser presidente de Estados Unidos y dejar como recuerdo una estatua, del peor estilo artístico, como adorno del Capitolio en Washington. ¡Ahí estaba, encadenado a un inglés muerto y hecho un ovillo dentro de un baúl, y obligado a deshacerse de él o a desaparecer para siempre de los anales de la gloria nacional!
No osaré reproducir aquí las palabras que dedicó el joven al médico, al hombre asesinado, a madame Zéphyrine, a los mozos de cuerda del hotel, a los sirvientes del príncipe y, en suma, a todos quienes habían estado remotamente relacionados con aquella horrible desdicha.
Hacia las siete de la tarde, bajó discretamente a cenar, pero el amarillento salón le horrorizó: le dio la impresión de que los demás comensales le miraban con suspicacia y no podía quitarse de la cabeza el baúl de arriba. Cuando el camarero se acercó para ofrecerle un poco de queso, sus nervios estaban ya tan de punta que se levantó de un salto de la silla y derramó casi media pinta de cerveza sobre el mantel. Al terminar la cena, el camarero se ofreció a indicarle dónde estaba el salón de fumadores, y aunque habría preferido volver de inmediato con su peligroso tesoro, no tuvo valor para negarse y dejó que lo llevaran escaleras abajo al lúgubre sótano iluminado con luz de gas que era, y probablemente siga siendo, el fumadero del hotel Craven.

Dos hombres de aire melancólico jugaban al billar y cruzaban apuestas, ayudados por un tipo grasiento de aspecto enfermizo que apuntaba los tantos. Al principio Silas pensó que eran los únicos presentes en la sala. Sin embargo, al fijarse con más atención, su mirada cayó en un hombre de aspecto modesto y respetable que fumaba con la cabeza gacha en el rincón más apartado. Supo enseguida que había visto antes aquella cara y, a pesar de que se había cambiado de ropa, reconoció al hombre al que habían encontrado sentado en un bolardo a la entrada de Box Court y que les había ayudado a subir y bajar el baúl del carruaje. El americano sencillamente se dio la vuelta, echó a correr y no paró hasta haberse encerrado en su habitación.
Allí, presa de las especulaciones más terribles, montó guardia toda la noche junto al fatídico cajón del cadáver. Lo que habían dicho los mozos de cuerda de que su baúl estaba lleno de oro le inspiraba todo género de renovados temores cada vez que cerraba un párpado; y la presencia del hombre de Box Court en el salón de fumadores, evidentemente disfrazado, le convenció de que volvía a ser el centro de siniestras conspiraciones.
Pasada ya la medianoche, e impelido por desasosegantes sospechas, Silas abrió la puerta de su cuarto y le echó un vistazo al pasillo. Estaba tenuemente iluminado por un único mechero de gas y, a escasa distancia, reparó en un hombre que dormía en el suelo vestido con el uniforme de los criados del hotel. Silas se le acercó de puntillas. Estaba tumbado de espaldas y ligeramente ladeado, por lo que el brazo derecho le tapaba la cara. De pronto, cuando el americano estaba todavía agachado a su lado, el durmiente apartó el brazo y abrió los ojos, y Silas volvió a verse cara a cara con el hombre de Box Court.
—Buenas noches, señor —dijo amablemente.
Pero Silas estaba demasiado conmovido para encontrar una respuesta y volvió a su habitación sin decir nada.
Al alborear el día, exhausto por sus aprensiones, se quedó dormido en la silla con la cabeza apoyada en el baúl. A pesar de lo forzado de la postura y de lo tétrico de la almohada, su sueño fue profundo y prolongado, y no se despertó hasta muy tarde cuando llamaron bruscamente a su puerta.
Corrió a abrir, y se encontró con el mozo de cuerda.
—¿Es usted el caballero que estuvo ayer en Box Court? —preguntó. Silas admitió con un escalofrío que así era—. Entonces esta nota es para usted —añadió el criado, y le entregó un sobre lacrado.
Silas rasgó el sobre y leyó las palabras: «A las doce».
Fue puntualísimo; varios criados fornidos cargaron con el baúl y a él le hicieron pasar a una habitación donde había un hombre calentándose junto al fuego, de espaldas a la puerta. Ni el ruido que hicieron todas aquellas personas al entrar y al salir, ni el chasquido del baúl cuando lo dejaron sobre los tablones desnudos lograron atraer la atención del desconocido, y Silas esperó aterrado a que se dignase darse por enterado de su presencia.

Debieron de transcurrir cinco minutos antes de que el hombre se volviese con desenvoltura y revelase los rasgos del príncipe Florizel de Bohemia.
—De modo, señor —dijo con gran severidad—, que es así como abusáis de mi gentileza. Ya veo que se unen ustedes a personas de alcurnia sin otro propósito que escapar a las consecuencias de sus crímenes; ahora comprendo su desconcierto cuando me dirigí a usted ayer.
—Lo cierto —exclamó Silas— es que soy inocente de todo, salvo de mi desdicha.
Y con voz apresurada, y la mayor candidez imaginable, le contó al príncipe la historia de su desgracia.
—Veo que me he equivocado —dijo su Alteza cuando terminó—. No es usted más que una víctima, y puesto que no debo castigarle, puede estar seguro de que haré lo imposible por ayudarle. Y ahora —continuó—, pongamos manos a la obra. Abra enseguida su baúl, y déjeme ver lo que contiene.
Silas se quedó demudado.
—Casi me asusta mirarlo —exclamó.
—Bobadas —replicó el príncipe—, ¿acaso no lo ha visto ya? Es preciso sobreponerse a esos sentimentalismos. Ver a un hombre enfermo, a quien todavía es posible ayudar, debería conmovernos más que ver a un muerto a quien no se puede ni herir ni ayudar, ni amar ni odiar. Domínese, señor Scuddamore. —Y luego, al ver que Silas seguía dudando, añadió—: No quisiera tener que repetir mi petición.
El joven americano despertó como de un sueño y, con un escalofrío de repugnancia, se dispuso a desatar las correas y a abrir la cerradura del baúl. El príncipe se quedó observándolo con expresión seria y las manos en la espalda. El cadáver estaba rígido, y a Silas le costó un gran esfuerzo, tanto moral como físico, cambiarlo de postura y descubrirle el rostro.
El príncipe Florizel dio un paso atrás y soltó una dolorosa exclamación de sorpresa.
—¡Ay! —gritó—. No imagina usted, señor Scuddamore, el regalo tan cruel que me ha traído. Este es un joven de mi séquito, el hermano de mi amigo más íntimo, y ha muerto en acto de servicio a manos de personas violentas y traicioneras. Pobre Geraldine —prosiguió para sí—, ¿cómo voy a comunicaros el destino de vuestro hermano? ¿Cómo voy a disculparme ante vos o ante Dios por los arriesgados planes que lo condujeron a una muerte sanguinaria e inhumana? ¡Ah, Florizel! ¡Florizel!, ¿cuándo aprenderás la discreción que conviene a los mortales y dejarás de deslumbrarte con la imagen de tu propio poder? ¡Poder! —gritó—. ¿Quién más impotente que yo? Cuando veo a este joven al que he sacrificado, señor Scuddamore, me doy cuenta de la insignificancia de ser un príncipe.
A Silas le emocionó verlo tan conmovido. Trató de murmurar unas palabras de consuelo y estalló en lágrimas. El príncipe, enternecido a su vez por su evidente buena intención, se le acercó y le cogió de la mano.
—Domínese —dijo—. Los dos tenemos mucho que aprender, y seremos mejores personas después de esto.
Silas le dio las gracias en silencio con una mirada afectuosa.
—Escriba la dirección del médico en este trozo de papel —prosiguió el príncipe, llevándolo hacia la mesa—, y permítame recomendarle que, cuando vuelva usted a París, evite la compañía de un hombre tan peligroso. Ha obrado movido por la generosidad, y estoy seguro de que, si hubiese sabido lo de la muerte del joven Geraldine, no le habría enviado el cadáver al propio criminal.
—¡El propio criminal! —repitió atónito Silas.
—Así es —respondió el príncipe—. Esta carta que la divina Providencia ha puesto de modo tan extraño en mis manos, estaba dirigida nada menos que al criminal en persona, el infame presidente del Club de los Suicidas. No trate de saber más de este turbio asunto, alégrese de haberse librado de forma tan milagrosa y salga cuanto antes de esta casa. Tengo asuntos apremiantes que atender y debo disponer de este trozo de barro, que fue hasta hace poco un joven gallardo y apuesto.
Silas se despidió del príncipe Florizel con grandes muestras de deferencia y gratitud, pero se quedó en Box Court hasta verlo partir en un espléndido carruaje de camino a casa del coronel Henderson de la policía. Aunque era un republicano convencido, el joven americano se descubrió casi con devoción al ver pasar el carruaje. Y esa misma noche partió en tren de regreso a París.
Aquí (afirma el autor árabe) concluye HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAÚL. Omitiré ciertas reflexiones sobre el poder de la Providencia, muy pertinentes en el original, pero poco adecuadas para nuestros gustos occidentales, y añadiré tan solo que el señor Scuddamore ha empezado ya a ascender los peldaños de la fama política, y que, según las últimas noticias, es el alguacil de su ciudad natal.





La Aventura de los Cabriolés.

El teniente Brackenbury Rich se había distinguido notablemente en la guerra de guerrillas en la India. Había capturado con sus propias manos al jefe de una partida rebelde y todo el mundo había aplaudido su valor, por lo que, cuando volvió a Inglaterra postrado por una grave herida de sable y unas persistentes fiebres palúdicas, la sociedad se dispuso a recibir al teniente como a una celebridad menor. No obstante, el suyo era un carácter notable por una sincera modestia: amaba la aventura, pero no las adulaciones, y se demoró en balnearios extranjeros y en Argel hasta que pasó la fama de sus hazañas y empezó a caer en el olvido. Llegó por fin a Londres un día de primavera y pasó tan inadvertido como quería; y como era huérfano y no tenía más que unos parientes lejanos que vivían en provincias, se instaló casi como un extranjero en la capital del país por el que había vertido su sangre.
Al día siguiente de su llegada, cenó solo en un club militar. Estrechó la mano de unos cuantos viejos camaradas y recibió sus calurosas felicitaciones; pero quien más quien menos tenía algún compromiso aquella noche, y no tardó en quedarse solo. Iba vestido de etiqueta, pues tenía intención de asistir a algún teatro. La gran ciudad era nueva para él, que había pasado de una escuela de provincias a la academia militar y de allí directamente a Oriente, y aquel mundo por explorar parecía prometer un sinfín de deleites. Balanceando el bastón, empezó a andar hacia el oeste. Había oscurecido ya y hacía una noche agradable, aunque de cuando en cuando amenazaba lluvia. El desfile de rostros iluminados por la luz de las farolas avivó la imaginación del teniente, que sintió que podría pasarse la vida deambulando inmerso en el estimulante ambiente de la ciudad rodeado del misterio de cuatro millones de vidas. Miraba las casas y se maravillaba de lo que ocurría detrás de aquellas ventanas cálidamente iluminadas; escrutaba los rostros uno tras otro y veía en ellos algún propósito desconocido, criminal o benévolo.
«Hablan de la guerra —pensó—, pero este es el gran campo de batalla de la humanidad».
Y luego empezó a extrañarse de llevar tanto tiempo paseando por aquel complejo escenario, sin que le ocurriera ninguna aventura.
«Todo a su tiempo —se dijo—. Todavía soy forastero, y mi aspecto tal vez parezca extraño. Pero no tardará en arrastrarme el remolino».
Era ya noche cerrada cuando un chaparrón de lluvia fría cayó de pronto de la oscuridad. Brackenbury se refugió debajo de unos árboles y vio al cochero de un cabriolé que le hacía gestos para indicarle que estaba libre. La circunstancia se ajustaba tanto a la ocasión que él levantó el bastón en respuesta, y no tardó en estar instalado en la góndola londinense.
—¿Adónde le llevo, señor? —preguntó el cochero.
—A donde usted guste —respondió Brackenbury.
Y enseguida, a un paso sorprendentemente ligero, el cabriolé se internó bajo la lluvia en un laberinto de casas. Los edificios con sus jardines se parecían tanto unos a otros, y las calles y las plazas desiertas por las que pasó el cabriolé eran tan indistinguibles a la luz de las farolas, que Brackenbury no tardó en perder el sentido de la orientación. Al principio, se sintió tentado de creer que el cochero se estaba entreteniendo dándole vueltas y vueltas por el mismo barrio, pero la velocidad a la que viajaban tenía algo de metódico que le convenció de lo contrario. Aquel hombre tenía prisa por llegar a algún lugar concreto, y Brackenbury se sintió a la vez sorprendido por la habilidad de aquel tipo para abrirse paso en aquel laberinto y un tanto inquieto al imaginar los motivos de su apresuramiento. Había oído hablar de forasteros que caían en manos de indeseables en Londres. ¿Pertenecería aquel cochero a alguna sociedad sanguinaria y traicionera? ¿Estaría conduciéndolo a una muerte cruel?

Acababa de ocurrírsele la idea cuando el cabriolé giró bruscamente en una esquina y se detuvo delante del jardín de una casa en una calle larga y ancha. La casa estaba iluminada. Otro cabriolé acababa de marcharse, y Brackenbury pudo ver a un caballero al que recibían en la puerta principal varios criados con librea. Le sorprendió que el cochero se hubiese detenido justo enfrente de una casa donde se celebraba una recepción, pero se convenció de que debía de tratarse de una casualidad, y se quedó fumando tranquilamente hasta que oyó que abrían la trampilla de arriba.
—Ya hemos llegado, señor —dijo el cochero.
—¿Llegado? —repitió Brackenbury—. ¿Adónde?
—Usted me pidió que lo llevara a donde gustase —replicó el hombre con una risita—, y aquí estamos.
A Brackenbury le pareció que tenía una voz extraordinariamente suave y cortés para tratarse de un hombre de posición tan inferior, recordó la velocidad a la que lo había llevado y de pronto se le ocurrió que el cabriolé estaba acondicionado de un modo más lujoso que la mayoría de los vehículos públicos.
—Debo pedirle que se explique —dijo—. ¿Pretende dejarme aquí bajo la lluvia? Amigo mío, creo que esa decisión debo tomarla yo.
—La decisión es suya, desde luego —respondió el cochero—, pero, cuando se lo explique, creo saber lo que decidirá un caballero como usted. En esa casa se celebra una reunión de caballeros. No sé si el dueño es forastero en Londres y no tiene amigos, o si se trata de alguien con aficiones un tanto excéntricas. Lo que sí sé es que me encargaron recoger a cualquier caballero que paseara solo en traje de etiqueta, a tantos como quisiera, pero preferentemente militares. No tiene más que entrar y decir que le ha invitado el señor Morris.
—¿Es usted el señor Morris? —preguntó el teniente.
—¡Oh, no! —replicó el cochero—. El señor Morris es el dueño de la casa.
—No es un modo muy habitual de invitar a la gente —dijo Brackenbury—, aunque, si se trata de un excéntrico, puede haberse permitido el capricho sin tener la intención de ser ofensivo. Y en caso de que me negase a aceptar la invitación del señor Morris —prosiguió—, ¿qué ocurriría?
—Mis órdenes son llevarle de vuelta a donde le recogí —replicó el hombre—, y seguir buscando a otros hasta medianoche. El señor Morris dijo que no quería invitados que no estuviesen interesados en esta aventura.
Sus palabras acabaron de decidir al teniente.
«Después de todo —pensó mientras se apeaba del cabriolé—, tampoco he tenido que esperar tanto a que apareciese mi aventura».
Apenas había puesto el pie en la acera, y aún estaba hurgándose el bolsillo para pagar la carrera, cuando el cabriolé dio la vuelta y se fue a toda prisa por donde había venido. Brackenbury le gritó al cochero, que no prestó atención y siguió su camino; sin embargo, en la casa sí le oyeron y volvieron a abrir la puerta: un chorro de luz iluminó el jardín y un criado corrió a recibirle con un paraguas.
—Ya hemos pagado al cochero —observó el sirviente en tono muy educado, y procedió a acompañar a Brackenbury por el sendero y escalones arriba.
En el vestíbulo, otros criados le cogieron el sombrero, el bastón y el abrigo, le dieron un resguardo y le llevaron, con mucha educación y apresuramiento, por unas escaleras adornadas con flores tropicales, hasta la puerta de un apartamento en el primer piso. Allí un solemne mayordomo le preguntó su nombre y, tras anunciar al «Teniente Brackenbury Rich», le hizo pasar al salón de la casa.
Un joven esbelto y muy bien parecido se adelantó y le saludó con aire a la vez cortés y afectuoso. Cientos de velas, de la mejor cera, iluminaban una habitación que estaba perfumada, como la escalera, con una profusión de raras y hermosas plantas con flores. En un lateral había una mesa cubierta de tentadoras viandas. Varios sirvientes iban y venían con frutas y copas de champán. El grupo lo formaban unas dieciséis personas, todos hombres, muy pocos de los cuales habían pasado de la edad madura; todos de aspecto elegante y decidido. Estaban divididos en dos grupos: uno en torno a un tablero de ruleta y otro reunido alrededor de una mesa en la que uno de ellos dirigía una partida de bacarrá.
«Ahora comprendo —pensó Brackenbury—, esto es un salón de juego y el cochero debía de ser un gancho».

Su mirada reparó en los detalles y su imaginación llegó a aquella conclusión mientras su anfitrión le estrechaba la mano, y, concluida tan rápida inspección, Brackenbury volvió a fijarse en él: al contemplarlo por segunda vez, el señor Morris resultaba aún más sorprendente que al principio. La sencilla elegancia de sus modales, la distinción, la amabilidad y el valor que traslucían todos sus rasgos casaban muy mal con los prejuicios del teniente respecto al propietario de un garito; por si fuera poco, el tono de su conversación parecía propio de un hombre cultivado y de buena posición. Brackenbury descubrió que sentía una simpatía casi instintiva por su anfitrión; y aunque se reprochó su debilidad, fue incapaz de resistirse a una especie de atracción amistosa por el carácter y la persona del señor Morris.
—He oído hablar de usted, teniente Rich —dijo el señor Morris bajando la voz—, y crea que me alegra conocerle. Su aspecto concuerda con la reputación que le ha precedido desde la India. Y, si tiene la bondad de olvidar por un momento lo irregular de la invitación a mi casa, me sentiré no solo honrado, sino también agradecido. A un hombre capaz de tragarse de un bocado a esos bárbaros —añadió con una carcajada— no debería acobardarle la falta de etiqueta, por muy grave que sea.
Y lo llevó hasta la mesa y le animó a comer algo.
«Palabra —pensó el teniente— que es uno de los hombres más amables y, no me cabe duda, una de las reuniones más agradables de Londres».
Probó un poco de champán, que le pareció excelente; y, al ver que varios de los presentes estaban fumando, encendió uno de sus puros filipinos y se acercó a la mesa de la ruleta, donde hizo alguna que otra apuesta y contempló sonriente la fortuna de los otros. Mientras mataba el tiempo de aquel modo, reparó en el intenso escrutinio al que estaban sometidos todos los invitados. El señor Morris iba de aquí para allá, muy ocupado con sus obligaciones de anfitrión, pero no dejaba de observarlos con agudeza: ni uno solo de los allí reunidos escapaba a sus miradas súbitas e interrogantes; observaba la actitud de quienes perdían, calculaba el valor de las apuestas, se paraba detrás de los que conversaban; y, en suma, apenas había rasgo de los presentes que no pareciera percibir y anotar en su memoria. Brackenbury empezó a preguntarse si aquello sería realmente un garito de juego, o más bien una indagación personal. Siguió los movimientos del señor Morris y, aunque el hombre tenía una sonrisa siempre dispuesta, le pareció notar, como por debajo de una máscara, un espíritu preocupado, cansado y demacrado. Quienes lo rodeaban se reían y hacían sus apuestas, pero Brackenbury había perdido el interés por los demás invitados.
«Este tal Morris —pensó— no está aquí para divertirse. Le mueve algún propósito oculto, tengo que averiguar de qué se trata».
De vez en cuando, el señor Morris llamaba aparte a alguno de sus invitados, y después de un breve coloquio en una antesala volvía solo y no volvía a verse a su acompañante. Después de varias repeticiones, aquella forma de actuar despertó sobremanera la curiosidad de Brackenbury. Decidió llegar al fondo de aquel pequeño misterio cuanto antes, y como quien no quiere la cosa se coló en la antecámara, donde descubrió el hueco de una ventana oculto por unas cortinas de color verde muy a la moda y se ocultó allí a toda prisa. No tuvo que esperar mucho antes de que se acercaran el ruido de unos pasos y unas voces procedentes del salón principal. Escudriñando entre las cortinas, vio al señor Morris en compañía de un personaje grueso y rubicundo con aire de viajante de comercio en quien Brackenbury había reparado ya por su risa vulgar y su comportamiento inconveniente en la mesa. Los dos se detuvieron justo delante de la ventana, de modo que Brackenbury no se perdió detalle de la siguiente conversación:
—¡Le pido mil perdones! —empezó el señor Morris, en tono conciliador—. Y, si le parezco brusco, estoy seguro de que sabrá perdonarme. En un sitio tan grande como Londres es normal que se produzcan malentendidos y solo podemos aspirar a ponerles remedio lo antes posible. No negaré que temo que haya cometido usted un error y haya honrado mi humilde casa por equivocación; pues, hablando abiertamente, no recuerdo cuándo llegó usted. Permítame plantearlo sin circunloquios innecesarios, entre caballeros basta con una palabra: ¿en casa de quién cree usted que se encuentra?
—En casa del señor Morris —replicó el otro dando grandes muestras de una confusión que había aumentado visiblemente con sus últimas palabras.
—¿John Morris o James Morris? —inquirió el anfitrión.
—La verdad, no sabría decirle —replicó el ofuscado visitante—. Lo conozco tanto como a usted.
—Comprendo —dijo el señor Morris—. Hay otra persona que se llama igual al final de esta misma calle, no me cabe duda de que el sereno podrá facilitarle el número. Crea usted que celebro este malentendido que me ha procurado el placer de su compañía todo este tiempo, y deje que le diga que me encantaría volver a verle en circunstancias más normales. Ahora, por nada en el mundo querría apartarlo ni un minuto más de sus amigos. John —añadió, levantando la voz—, ¿quieres ayudar a este caballero a encontrar su abrigo?
Y con aire muy solícito, el señor Morris acompañó a su visitante hasta la puerta de la antesala, donde lo dejó a cargo del mayordomo. Al pasar por delante de la ventana, de regreso al salón, Brackenbury lo oyó exhalar un profundo suspiro, como si pesara sobre su imaginación una enorme angustia y sus nervios estuvieran exhaustos por su tarea.

Durante cerca de una hora siguieron llegando cabriolés con tanta frecuencia que el señor Morris tuvo que recibir a un nuevo invitado por cada uno al que despedía, y el número de los presentes siguió siendo el mismo. Sin embargo, luego las llegadas se fueron espaciando y terminaron por cesar del todo, mientras el proceso de eliminación proseguía invariable. El salón empezó a quedarse vacío, la partida de bacarrá se interrumpió por falta de alguien que hiciera de banca, más de uno se despidió por voluntad propia y se le dejó partir sin que nadie lo impidiera, y entretanto el señor Morris duplicó sus atenciones con los que quedaban. Iba de grupo en grupo y de persona en persona con enorme simpatía y una charla apropiada y agradable, parecía más una anfitriona que un anfitrión y había cierta coquetería y condescendencia femenina en sus modales que cautivaba el corazón de todos.
Cuando el número de los presentes se volvió más reducido, Rich salió un momento del salón al vestíbulo en busca de aire fresco. Pero nada más cruzar el umbral de la antecámara lo dejó pasmado un asombroso descubrimiento: las macetas con flores habían desaparecido de la escalera, tres grandes carretas de mudanzas esperaban junto a la valla del jardín, los sirvientes estaban ocupados desmontando la casa y algunos ya se habían puesto el abrigo y se disponían a partir. Era como el final de un baile en el campo, donde todo se ha dispuesto por contrato. Brackenbury tuvo mucho en lo que pensar. En primer lugar, habían despedido a los invitados, que ni siquiera eran verdaderos invitados; y ahora los sirvientes, que al fin y al cabo no podían ser verdaderos sirvientes, también se estaban marchando.
«¿Será todo este sitio un engaño —se preguntó—, flor de una noche que desaparece antes de que amanezca?». Aprovechando una oportunidad, Brackenbury subió corriendo las escaleras hasta el piso de arriba. Fue como había imaginado. Deambuló de habitación en habitación y no vio ni un solo mueble y ni siquiera un cuadro en las paredes. Aunque habían pintado y empapelado la casa, ahora no solo estaba deshabitada, sino que además era evidente que lo había estado siempre. El joven oficial recordó con sorpresa el aspecto definitivo, hospitalario e ilusorio que había tenido a su llegada. Aquella impostura solo podía haberse representado a tan gran escala a un coste extraordinario.
¿Quién era, entonces, el señor Morris? ¿Cuál era su intención al representar el papel de propietario una sola noche en el remoto oeste de Londres? ¿Y por qué escogía a sus invitados al azar en mitad de la calle?
Brackenbury recordó que ya se había entretenido demasiado y se apresuró a volver con sus compañeros. Muchos se habían marchado durante su ausencia y, contando al teniente y a su anfitrión, solo quedaban cinco personas en el salón que hasta hacía poco había estado tan concurrido. El señor Morris le saludó con una sonrisa al verlo entrar en la sala y no tardó en ponerse en pie.
—Ya es hora, caballeros —dijo—, de que les aclare mis intenciones al apartarlos de sus ocupaciones. Confío en que la noche no se les haya hecho demasiado aburrida, pero mi propósito, lo confieso, no era entretenerles, sino ayudarme a mí mismo en un desdichado compromiso. Todos ustedes son caballeros —prosiguió—, su aspecto les delata y es para mí suficiente garantía. Por tanto, les hablaré sin rodeos, tengo que pedirles que me presten un peligroso y delicado servicio: peligroso porque puede que corran peligro sus vidas, y delicado porque debo pedirles una discreción absoluta respecto a todo lo que vean u oigan. Soy muy consciente de que, viniendo de un completo desconocido, mi propuesta resulta extravagantemente cómica, y añadiré que, si alguno de los presentes cree haber oído suficiente, si a alguno de ustedes le acobarda una confidencia peligrosa y un poco de devoción quijotesca por un desconocido…, le tenderé mi mano, le daré las buenas noches y me despediré de él con toda la sinceridad del mundo.
Un hombre alto y moreno que caminaba muy encorvado respondió en el acto a sus palabras:
—Alabo su franqueza, señor —dijo—, y me marcho. No haré comentarios, pero no puedo negar que despierta usted en mí muchas sospechas. Me voy, digo, y tal vez piense que no tengo derecho a añadir palabras a mis actos.
—Al contrario —replicó el señor Morris—, le quedo muy agradecido por todo lo que ha dicho. Sería imposible exagerar la gravedad de mi propuesta.
—En fin, caballeros, ¿qué dicen ustedes? —preguntó el hombre alto dirigiéndose a los demás—. Ya hemos tenido suficiente diversión por esta noche, ¿les parece que nos volvamos pacíficamente todos juntos? Me estarán agradecidos por la mañana, cuando puedan volver a ver el sol con seguridad y la conciencia tranquila.
El hombre pronunció esas últimas palabras en un tono que les imprimió mucha fuerza y su semblante adoptó una expresión peculiar, llena de gravedad y significado. Otro miembro del grupo se levantó apresuradamente y se dispuso a marcharse con aire asustado. Solo faltaban dos por echarse atrás, Brackenbury y un anciano, comandante de caballería, de nariz colorada, pero los dos adoptaron una actitud relajada y, aparte de una mirada de complicidad que intercambiaron rápidamente, daban la impresión de que la discusión a la que acababan de asistir no fuera con ellos.

El señor Morris acompañó a los desertores hasta la puerta, que se cerró a su salida, y luego se volvió con una expresión que era una mezcla de alivio y animación y se dirigió a los dos oficiales:
—He elegido a mis hombres como Josué en la Biblia —dijo el señor Morris—, y ahora estoy convencido de contar con lo más escogido de Londres. Primero su aspecto agradó a mis cocheros, luego me cautivó a mí; he observado su manera de comportarse entre desconocidos y en circunstancias muy poco habituales; he estudiado cómo jugaban y cómo sobrellevaban sus pérdidas; por último les he sometido a la prueba de un temible anuncio y se lo han tomado como si fuese una invitación a cenar. No en vano —afirmó— he sido tantos años compañero y alumno del más valiente y sabio potentado de Europa.
—En la batalla de Bunderchang —observó el comandante—, pedí doce voluntarios y todos los soldados respondieron a mi petición. Pero un grupo de jugadores no es lo mismo que un regimiento bajo el fuego. Supongo que puede usted alegrarse de haber dado con dos que no vayan a dejarle tirado a las primeras de cambio. En cuanto a esos dos que acaban de escurrir el bulto, los tengo por los cobardes más rastreros que he conocido. Teniente Rich —añadió dirigiéndose a Brackenbury—, he oído hablar mucho de usted en los últimos tiempos; y no me cabe duda de que usted también habrá oído hablar de mí. Soy el comandante O’Rooke.
Y el veterano le tendió la mano trémula y rubicunda al joven teniente.
—¿Y quién no? —respondió Brackenbury.
—Cuando se solucione este asuntillo —dijo el señor Morris—, verán que les he recompensado de sobra, pues no se me ocurre mejor favor que haber mediado para que se conozcan.
—Y bien —inquirió el comandante O’Rooke—, ¿se trata de un duelo?
—De una especie de duelo —replicó el señor Morris—, un duelo con enemigos peligrosos y desconocidos, y mucho me temo que a muerte. Debo pedirles —prosiguió— que dejen de llamarme Morris; si no les importa, llámenme Hammersmith; les agradeceré que no traten de averiguar mi verdadero nombre ni el de otra persona a quien espero poder presentarles pronto. Hace tres días, la persona de quien les hablo desapareció de pronto de su casa y, hasta esta mañana, no he tenido la menor noticia acerca de su paradero. Comprenderán mi preocupación si les digo que está obligado a tomarse la justicia por su mano. Atado por un desdichado juramento, pronunciado demasiado a la ligera, considera necesario librar al mundo de un criminal sanguinario e insidioso. Dos de nuestros amigos, uno de ellos mi propio hermano, han perecido ya en el intento. Y, o mucho me equivoco, o él también ha caído en sus malignas redes. Pero al menos vive todavía y conserva la esperanza, tal como demuestra esta nota.
Y quien hablaba, que no era otro que el coronel Geraldine, les mostró una carta redactada en los términos siguientes:
Comandante Hammersmith:
El miércoles, a las tres de la madrugada, le abrirá la puerta trasera de los jardines de Rochester House, en Regent’s Park, un hombre que goza de mi más absoluta confianza. Debo pedirle que no se retrase usted un segundo. Por favor, traiga el estuche de mis espadas y, si puede encontrarlos, a uno o dos caballeros discretos y valientes que no hayan oído hablar de mí. Mi nombre no debe salir a relucir en este asunto.
T. GODALL

—Aunque solo sea por su prudencia, e incluso si no poseyera otras cualidades —prosiguió el coronel Geraldine, cuando los otros terminaron de satisfacer su curiosidad—, las órdenes de mi amigo deben cumplirse al pie de la letra. De modo que no necesito decirles que ni siquiera me he acercado a Rochester House y que estoy tan a ciegas como puedan estarlo ustedes respecto a la naturaleza del dilema que preocupa a mi amigo. En cuanto recibí esta orden, me puse en contacto con una casa de alquiler de muebles y, en pocas horas, la casa en la que estamos había adoptado un aire festivo. Mi plan al menos era original, y no lamento haberlo puesto en práctica ya que me ha procurado los servicios del comandante O’Rooke y el teniente Brackenbury. Pero los sirvientes de las casas vecinas se llevarán una extraña sorpresa. La casa que esta noche estaba llena de luces y visitantes, mañana por la mañana la encontrarán deshabitada y en venta. Ya ven —añadió el coronel— que incluso los asuntos más serios tienen su lado cómico.
—Añadámosle también un final feliz —dijo Brackenbury.
El coronel consultó su reloj.
—Son casi las dos —dijo—. Tenemos una hora por delante y un cabriolé esperando en la puerta. Díganme si puedo contar con su ayuda.
—En toda mi larga vida —replicó el comandante O’Rooke—, jamás me he echado atrás en nada, ni siquiera he vacilado al hacer una apuesta.
Brackenbury le indicó con corrección exquisita que podía contar con él, por lo que, después de ofrecerles una o dos copas de vino, el coronel les entregó a cada uno un revólver cargado y los tres subieron al cabriolé y partieron hacia la dirección indicada.
Rochester House era una magnífica residencia a orillas del canal. La enorme extensión del jardín lo aislaba de modo excepcional de las molestias de la vecindad. Parecía el parc aux cerfs de algún gran aristócrata o millonario. Por lo que se veía desde la calle, no había ni el menor resplandor de luz en ninguna de las muchas ventanas de la mansión, y el lugar parecía descuidado, como si el dueño llevase fuera una larga temporada.
Despidieron al cabriolé, y los tres caballeros no tardaron en encontrar la puerta trasera, que era una especie de poterna en un callejón entre dos de los muros del jardín. Todavía faltaban diez o quince minutos hasta la hora acordada, llovía mucho y los aventureros se refugiaron debajo de una hiedra colgante y conferenciaron en voz baja acerca de la inminencia de la prueba.
De pronto, Geraldine levantó el dedo para pedir silencio, y los tres aguzaron el oído al máximo. Entre el ruido constante de la lluvia, se oyeron las voces y los pasos de dos hombres al otro lado del muro; y, a medida que se acercaban, Brackenbury, que tenía el oído muy agudo, pudo incluso entender fragmentos de su conversación.
—¿Está cavada la tumba? —preguntó uno.
—Sí —replicó otro—, detrás del seto de laurel. Cuando hayamos terminado podemos taparla con una pila de leños.
El que había hablado primero se echó a reír y el sonido de su risa estremeció a quienes le escuchaban al otro lado.
—Ya solo falta una hora —dijo.
Y por el sonido de sus pasos se hizo evidente que los dos se habían separado e iban en direcciones diferentes.
Casi inmediatamente después, abrieron cautelosamente la poterna, un rostro lívido se asomó al callejón y una mano les hizo una seña a los que esperaban. En absoluto silencio, los tres entraron por la puerta, que se cerró en el acto a sus espaldas, y siguieron a su guía por varios caminos del jardín hasta la puerta de la cocina de la casa. En la gran cocina pavimentada, que estaba desprovista de los muebles habituales, ardía una única vela, y mientras el grupo subía por la escalera de caracol, el ruido que hacían las ratas atestiguó de manera aún más clara el estado de abandono en que se encontraba el edificio.
Su guía les precedía sosteniendo la vela. Era un hombre delgado, muy encorvado, pero todavía ágil, y de vez en cuando se volvía y les pedía por gestos que guardasen silencio y tuvieran cuidado. El coronel Geraldine le seguía con el estuche de las espadas debajo de un brazo y una pistola dispuesta en la otra mano. A Brackenbury el corazón le latía a toda velocidad. Reparó en que todavía tenían tiempo, pero dedujo por la prisa que se daba el viejo que la hora decisiva debía de estar próxima; las circunstancias de aquella aventura eran tan oscuras y amenazantes, y el lugar parecía tan bien elegido para cometer actos de la más siniestra naturaleza, que incluso a un hombre mayor que Brackenbury podría habérsele disculpado la emoción que sintió el teniente mientras cerraba la marcha por la escalera de caracol.

Al llegar arriba, el guía abrió una puerta e hizo pasar a los tres oficiales a una pequeña habitación iluminada por una lámpara humeante y el resplandor de un modesto fuego. En el rincón de la chimenea había sentado un hombre fornido recién entrado en la edad madura, aunque de aspecto cortés y autoritario. Su actitud y su expresión afectaban una impasible compostura: estaba fumándose un puro con sumo placer y cuidado, y en la mesita que tenía al lado había un vaso alto con una bebida efervescente que difundía un agradable olor por la habitación.
—Bienvenidos —dijo, tendiéndole la mano al coronel Geraldine—. Sabía que podía contar con vuestra puntualidad.
—Y con mi devoción —replicó el coronel con una reverencia.
—Presentadme a vuestros amigos —prosiguió el primero y, una vez hechas las presentaciones, añadió con la más exquisita afabilidad—: Ojalá, caballeros, pudiera ofrecerles un programa más alegre, es muy descortés inaugurar una amistad con asuntos tan serios, pero la fuerza de los acontecimientos es mayor que las obligaciones de la buena camaradería. Espero y confío en que sepan perdonarme esta tarde tan desagradable, aunque a hombres de su valía les bastará con saber que me están haciendo un enorme favor.
—Vuestra Alteza —dijo el comandante— deberá perdonar mi falta de tacto. No puedo ocultar lo que sé. Hace un rato que sospecho del comandante Hammersmith, pero el señor Godall es inconfundible. Encontrar a dos personas en Londres que no conocieran al príncipe Florizel de Bohemia era pedirle demasiado a la diosa Fortuna.
—¡El príncipe Florizel! —exclamó Brackenbury perplejo.
Y examinó con el mayor interés los rasgos del famoso personaje que tenía delante.
—No lamentaré la pérdida del incógnito —observó el príncipe—, pues me permite darles las gracias con mayor autoridad. No me cabe duda de que habrían hecho ustedes lo mismo por el señor Godall que por el príncipe de Bohemia, aunque este tal vez pueda hacer más por ustedes. El gusto es mío —añadió con un gesto cortés.
Y un instante después estaba conversando con los dos oficiales acerca del ejército de la India y las tropas nativas, un asunto sobre el que, igual que en todos los demás, estaba muy bien informado y tenía opiniones muy sensatas.
Había algo tan sorprendente en la actitud de aquel hombre en un momento de peligro mortal que a Brackenbury lo embargó una admiración respetuosa, aparte de que lo cautivaran el encanto de su conversación o la sorprendente naturalidad de sus modales. Hasta sus más mínimos gestos y entonaciones eran, no solo nobles en sí mismos, sino que parecían ennoblecer al afortunado mortal a quien iban dirigidos; y Brackenbury tuvo que admitir con entusiasmo que era un soberano por quien cualquier hombre valiente daría su vida agradecido.
Habían pasado muchos minutos cuando la persona que les había guiado hasta la casa, y que desde entonces había estado sentado en un rincón con el reloj en la mano, se puso en pie y le susurró al príncipe una palabra al oído.
—De acuerdo, doctor Noel —replicó Florizel en voz alta, luego se volvió hacia los otros y añadió—: Espero que me disculpen, caballeros, pero no tengo más remedio que dejarles a oscuras. El momento se acerca. —El doctor Noel apagó la lámpara. Una luz pálida y grisácea, preludio del amanecer, se coló por la ventana, pero no bastó para iluminar la habitación, y cuando el príncipe se puso en pie, fue imposible distinguir sus rasgos o adivinar la naturaleza de la emoción que obviamente le embargaba al hablar. Se dirigió hacia la puerta y se puso a un lado en actitud atenta y cautelosa—. Tengan la bondad de guardar el más absoluto silencio y de ocultarse en la oscuridad —dijo.

Los tres oficiales y el médico se apresuraron a obedecer, y durante casi diez minutos el único sonido que se oyó en Rochester House fue el que hacían las ratas en sus excursiones por debajo del entarimado. Finalmente, el ruidoso chirrido del gozne de una puerta quebró el silencio con una claridad sorprendente, y poco después oyeron unos pasos lentos y precavidos que subían por la escalera de la cocina. Cada dos pasos, el intruso daba la impresión de detenerse a escuchar, y en esos intervalos, que parecían no tener fin, un profundo desasosiego embargó el ánimo de los que esperaban. El doctor Noel, pese a estar acostumbrado a las emociones peligrosas, sufría una postración casi lamentable, el aire silbaba en sus pulmones, le rechinaban los dientes, y sus articulaciones crujían ruidosamente cada vez que cambiaba nervioso de postura.
Por fin una mano levantó el pestillo con un leve sonido. Se produjo otra pausa durante la cual Brackenbury vio al príncipe haciendo acopio de fuerzas como quien se dispone a hacer un gran esfuerzo. Luego la puerta se abrió, dejando pasar un poco más la luz de la mañana, y la figura de un hombre apareció en el umbral y se quedó inmóvil. Era alto y llevaba un cuchillo en la mano. Incluso en la penumbra, pudieron ver sus dientes brillantes, pues tenía la boca abierta como un perro a punto de saltar. Era evidente que acababa de salir del agua y, mientras esperaba allí plantado, las gotas caían de su ropa mojada y salpicaban el suelo.
Un momento más tarde, cruzó el umbral. Alguien saltó, se oyó un grito apagado, una pelea, y antes de que el coronel Geraldine pudiera acudir en su ayuda, el príncipe había desarmado al hombre y lo sujetaba por los brazos.
—Doctor Noel —dijo—, tened la bondad de volver a encender la lámpara. —Y, dejando al prisionero bajo la vigilancia de Geraldine y Brackenbury, cruzó la habitación y se puso de espaldas a la chimenea. En cuanto encendieron la lámpara, el grupo notó una rara severidad en los rasgos del príncipe. Ya no era Florizel, el caballero despreocupado, sino el príncipe de Bohemia, movido por una justa cólera y propósitos mortíferos, quien alzaba la cabeza y se dirigía al cautivo presidente del Club de los Suicidas—. Presidente —dijo—, esta ha sido vuestra última emboscada, y vos mismo habéis caído en ella. Acabáis de cruzar a nado Regent’s Canal y será el último baño que os deis en este mundo. Vuestro antiguo cómplice, el doctor Noel, lejos de traicionarme, os ha puesto en mis manos para que podáis ser juzgado. Y la tumba que habéis cavado para mí esta tarde servirá, si Dios quiere, para ocultar vuestra perdición a los ojos curiosos de la humanidad. Arrodillaos y rezad, señor, si es que estáis dispuesto a hacerlo, pues se os acaba el tiempo, y Dios está cansado de vuestras iniquidades. —El presidente no respondió de obra ni de palabra y siguió con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo, como si fuera consciente de la mirada prolongada e implacable del príncipe—. Caballeros —continuó Florizel volviendo a adoptar el tono de una conversación normal—, he aquí un hombre que se me ha escapado mucho tiempo, pero a quien, gracias al doctor Noel, tengo ahora bien sujeto. El relato de sus crímenes ocuparía un tiempo del que no disponemos, pero si el canal contuviera solo la sangre de sus víctimas, no creo que estuviera mucho más seco que ahora. Incluso en un caso como este pretendo seguir las normas que dicta el honor. Ustedes, caballeros, serán los jueces…, esto es más una ejecución que un duelo, y dejarle escoger las armas sería llevar demasiado lejos las normas de etiqueta. No puedo permitirme perder la vida en un asunto semejante —prosiguió abriendo el estuche de las espadas—, y puesto que las balas de pistola vuelan a menudo en alas de la suerte, y el valor y la pericia pueden aliarse con el tirador más trémulo, he decidido, y estoy seguro de que aprobarán mi decisión, arreglar este asunto con las espadas. —Cuando Brackenbury y el comandante O’Rooke, a quienes iban dirigidas aquellas palabras, dieron su visto bueno, el príncipe Florizel le dijo al presidente—: Vamos, señor, escoged una espada y no me hagáis esperar más, estoy impaciente por acabar con vos para siempre.
Por primera vez desde que lo capturaron y desarmaron, el presidente levantó la cabeza y se hizo evidente que empezaba a recobrar el valor.
—¿Va a ser un combate justo —preguntó ansioso—, solo entre vos y yo?
—Es un honor que pretendo concederos —replicó el príncipe.
—¡Ah, bueno! —gritó el presidente—. En un combate justo, ¿quién sabe cómo saldrán las cosas? Debo añadir que me parece muy honorable por parte de vuestra Alteza y que, en el peor de los casos, moriré a manos de uno de los caballeros más valientes de Europa.

Y el presidente, libre de quienes lo sujetaban, se acercó a la mesa y se dispuso a escoger una espada con el mayor cuidado. Daba la impresión de estar eufórico y no parecía tener ninguna duda de que iba a salir victorioso de aquel encuentro. Los espectadores se alarmaron al ver aquella confianza tan absoluta, y trataron de convencer al príncipe de que reconsiderase su decisión.
—No es más que un farol —respondió—, creo que puedo prometerles, caballeros, que no le durará mucho tiempo.
—Tened cuidado, Alteza, de no emplearos demasiado a fondo —le advirtió el coronel Geraldine.
—Geraldine —replicó el príncipe—, ¿me habéis visto fracasar alguna vez en una deuda de honor? Os debo la muerte de este hombre, y la tendréis.
El presidente eligió por fin uno de los estoques y, con un gesto dotado de cierta ruda nobleza, les indicó que estaba dispuesto. La proximidad del peligro y el sentido del valor le prestaron, incluso a aquel malvado despreciable, un aire viril no del todo exento de elegancia.
El príncipe escogió una espada al azar.
—Coronel Geraldine y doctor Noel —dijo—, tengan la bondad de esperarme en esta habitación. No quiero que ningún amigo mío se vea implicado en esta transacción. Comandante O’Rooke, es usted un hombre de cierta edad y su reputación es intachable, permítame encomendarle al presidente. El teniente Rich tendrá la amabilidad de prestarme sus servicios: un joven siempre puede aprender algo de estos asuntos.
—Alteza —replicó Brackenbury—, es un honor que valoro mucho.
—Bien —contestó el príncipe Florizel—, espero poder probarle mi amistad en circunstancias de mayor importancia.
Y con estas palabras salió del apartamento y bajó por las escaleras de la cocina.
Los dos hombres a los que dejaron solos abrieron la ventana y se asomaron, aguzando los sentidos para reparar en cualquier indicio de los trágicos hechos que estaban a punto de ocurrir. La lluvia había cesado, el día casi despuntaba y los pájaros trinaban en los arbustos y los árboles del jardín. El príncipe y sus acompañantes quedaron a la vista un instante mientras recorrían un sendero entre dos setos floridos, pero en la primera revuelta del camino se interpuso el follaje y volvieron a desaparecer. Fue todo lo que el coronel y el médico pudieron ver, el jardín era tan grande y el lugar del combate estaba tan apartado de la casa que ni siquiera el ruido de las espadas llegó a sus oídos.
—Lo ha llevado donde la tumba —dijo el doctor Noel con un estremecimiento.
—¡Dios proteja a los justos! —gritó el coronel.
Y se quedaron esperando en silencio, el médico temblando de miedo y el coronel sudando angustiosamente. Debieron de pasar muchos minutos, el día había amanecido y los pájaros cantaban con más determinación en el jardín cuando el ruido de unos pasos les hizo mirar hacia la puerta. Eran el príncipe y los dos oficiales de la India. Dios había protegido al justo.
—Me avergüenzo de esta emoción —dijo el príncipe Florizel—, que me parece una debilidad impropia de mi rango, pero saber que ese demonio seguía con vida había empezado a hacer presa en mí como una enfermedad, y su muerte me ha aliviado más que una noche de sueño. Ved, Geraldine —continuó, arrojando la espada al suelo—, he aquí la sangre del hombre que mató a vuestro hermano. Debería ser un espectáculo agradable. Y, sin embargo —añadió—, ¡qué extraños somos los hombres!, no hace ni cinco minutos que he cumplido mi venganza, y ya empiezo a preguntarme si es posible la venganza en estos tiempos tan precarios. Los males que hizo, ¿quién puede deshacerlos? La carrera con la que amasó una inmensa fortuna (pues incluso esta casa en la que estamos ahora le pertenecía) forma ya para siempre parte del destino de la humanidad; podría agotarme tirando estocadas en carte hasta el día del juicio, y el hermano de Geraldine seguiría muerto, y otras mil personas inocentes seguirían corrompidas y deshonradas. Es tan fácil quitarle la vida a un hombre y tan difícil utilizarla con provecho. ¡Ah! —gritó—. ¿Hay algo en la vida que desilusione tanto como el logro de nuestros fines?
—La justicia divina se ha cumplido —replicó el médico—. Eso es lo que veo. Ha sido, Alteza, una cruel lección para mí, y espero mi turno con aprensión.
—¿Qué estaba diciendo? —gritó el príncipe—. He castigado, y tengo a mi lado al hombre que puede ayudarme a remediar el mal. ¡Ah, doctor Noel!, vos y yo tenemos por delante muchos días de nobles y duros trabajos; y tal vez antes de que concluyamos hayáis redimido de sobra vuestros primeros errores.
—Entretanto —dijo el médico—, permitid que vaya a enterrar a mi antiguo amigo.

Y esta, observa el erudito árabe, es la feliz conclusión del cuento. El príncipe, es innecesario decirlo, no olvidó a quienes le habían servido en tan gran aventura, y hasta este día su autoridad e influencia les ha ayudado a prosperar en sus carreras, mientras su amistad añade encanto a su vida privada. Reunir, prosigue el autor, los extraños sucesos en que este príncipe desempeñó el papel de la Providencia equivaldría a llenar de libros el globo terráqueo.

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