"Ecolalia Corporal"
Isa
Me sorprendí diciendo de mí mismo: -¡Pobre hombre! Uno de estos día se anudará sobre su propia piel y será imposible para cualquier compasivo espectador ayudarle a desplegarse y así poder recuperar el perfecto orden corporal-. Y es que el extraño asunto que venía acaeciendo desde ya iba para tres meses estaba llegando a sus propios límites, más allá de los cuales empezaba a tornarse imposible, casi incompatible con la vida, y no hablo de una vida sencilla con la cual, dicho sea de paso, y llegados a este punto, me habría conformado encantado, sino de una vida biológica sin más.
Todo empezó una tarde asfixiante de verano, el termómetro marcaba sus 35 grados de bochorno de levante, sí, puestos a recordar, supongo que si aquel primer recuerdo se me presenta con ese factor térmico, no es muy arriesgado tener presente la posibilidad razonable de establecer una insólita relación causal entre ambas cosas. Cierto es que una alta temperatura no acompañó necesariamente a todos los incómodos hechos que cada vez con mayor frecuencia fueron aconteciendo, de hecho, recuerdo aquel episodio en la casa de mi pobre cuñada al salir de la piscina, hacía hasta fresco, apenas un par de insensatos aparte de mí se empeñaron en inaugurar el verano, claro que ellos en su defensa podrían argüir su corta edad, ya se sabe que para los niños, porque sí, eran niños, el agua de una piscina, sobretodo en Junio recién estrenadas las vacaciones, nunca jamás está fría, ¡nunca!, aunque tus labios morados, tu cuerpo tiritando y tus mandíbulas castañeteando puedan sospechar lo contrario. Así que por lo menos en aquella ocasión el calor quedaba descartado.
¡Qué espectáculo más penoso el que de gratis y sin premeditación ofrecí al salir del agua! De nada sirvió, creo, el intento desesperado por mi parte de fingir una broma que, si bien hubiera encajado en la escena durante un breve espacio de tiempo, al prolongarse de aquel modo fue del todo increíble. Recuerdo con amargura, cuando ya casi todos tras la estupefacción primera impostaban distraerse por cortesía hacia mí… -¡esas chuletas se queman! ¡cambia a esa niña, que se va a enfriar! ¿has traído otro bañador seco? ¿no hay una cerveza en esta casa?. Sí, recuerdo como a tiempo real a mi sobrina menor que, con la irreverencia que les es propia a los niños que de tan pequeños aún no aprendieron la hipocresía social correcta, no dejaba de señalarme con el dedo a voz en grito –¡mira el tito! ¡mami! ¡papi! ¡mira el tito!- mientras mi hermano remoloneaba en sacar la cabeza metida hasta el cuello del frigo fingiendo no dar con la dichosa cerveza y mi cuñada revolvía el bolso como quien hubiera perdido la mismísima fórmula química contra el cáncer, en busca de la muda seca para la niña que, por otra parte, ya reposaba sobre el sillón hacía cinco minutos porque ella misma la acababa de sacar.
Aquella vez fue la primera y he de decir que, aunque lo pasé fatal, lo achaqué, por esa necesidad de normalizarlo todo que supongo que tenemos como paliativo a tantos miedos, a un mero incidente nervioso debido al estrés de fin de curso. E, iluso yo, seguí mis planes sociales (ojalá sólo éstos hubieran peligrado) como si nada hubiese pasado. Por más cariño que respeto, creo, mi familia jamás volvió a referirme aquel día ni aquel momento en el que mi brazada perfecta persistía con autonomía y voluntad propias cuando, ya fuera de la piscina y con el bañador apenas húmedo ya por el efecto de secado del sol (así se prolongó en el tiempo), yo no salía de mi asombro inicial y mi preocupación aterradora al observarme sin reconocerme.
Como tardara en repetirse el insólito mal, realmente llegué a convencerme de que… bueno… ¿quién no ha pasado alguna vez por algo así tras una racha de tensiones?
Pero no, se repitió, ¡vaya si se repitió! Y además en pleno Julio cuando un maestro tiene menos tensión que el elástico de un bañador barato después de siete veranos. Y lo peor fue que las siguientes veces fueron acortando progresivamente la distancia temporal entre ellas .
Descartadas quedaron, pues, como posibles causas, la temperatura y el estrés.
Una vez -fue al bajar de la bici- mis extremidades inferiores insistieron en no comprender la inutilidad del pedaleo cuando no existe velocípedo entre las piernas. Aquella ocasión tuve suerte, andaba solo haciendo una ruta por el campo y los únicos testigos mugían y rumiaban hierba básica despreocupada y desinteresadamente. Pero eliminado el bochorno, eso no rebajó ni un ápice mi enorme susto y preocupación. Recuerdo, a duras penas y tras varios costosos intentos, lograr volver a subirme al vehículo de dos ruedas que, si bien a primera vista pareciera un artilugio ligero y manipulable, puedo asegurarles que la faena se resistió lo suyo. Al regreso, ya en casa, mis piernas continuaron su particular ruta hasta después de mi almuerzo, bien entrada la tarde; ¡tenía hambre, caramba! Después de tan larga ruta, aunque de tan poco trayecto, uno se desmaya de necesidad. El pedaleo debió acabarse a mitad de mi siesta (hasta ese punto aparqué mi cansancio) porque recuerdo que al despertar me levanté para ir al baño y casi tropiezo porque mi cuerpo, ya habiéndose acomodado a desplazarse pedaleando por el suelo, extrañó en un primer momento el caminar normal y tardó un par de pasos en volver a acomodarse.
Otra vez, en el cuarto cumpleaños de mi sobrinita, aquella a la que no sé de qué manera convencieron para que jamás de los jamases me refiriera ni hiciera pregunta alguna de aquella barbacoa memorable de Junio, me dispuse a ayudar en los preparativos de su fiesta que, de un tiempo acá son tantos los que precisan este tipo de eventos infantiles que por pronto que se empiecen siempre falta tiempo para acabarlos antes de la llegada del primer invitado, y me entregué como un poseso, sacrificando la posibilidad de un mareo con desvanecimiento incluído (eran muchos) a la generosa labor de inflar los globitos. Ya imaginarán, a esta altura de mi relato, lo que pasó. Pues sí, de nuevo, lamentablemente (sobretodo por repetir sobrina), mi cuerpo se olvidaba de la conclusión de una actividad y continuaba en ella muy a mi pesar. Cómico cuando menos, resulta, a poco que lo imaginen, esas sucesivas muecas soplando y cogiendo aire por turnos y ya, menos, nada gracioso, el descomunal mareo que atrapé. Yo, ya habituado (los humanos somos capaces de acostumbrarnos a las circunstancias más rocambolescas que puedan imaginarse) lo hubiera llevado bien de no ser porque repetía sobrina quien, y sin acritud, eso sí, pero como loca, decidió saltarse todos los frenos para volver a señalarme con su dedito de cuatro años y perseguirme por toda la casa seguida por una legión de pequeñajos que entre asombrados y miedosos reían sin parar.
Tras repetirse, aunque en distinta forma, sucesos como estos descritos, llegué a la conclusión de que siempre aparecía el mal cuando la actividad, origen del movimiento que fuera, había durado cierto tiempo. Y, claro, como suele suceder, con la práctica fui perfeccionándome en el control del extraño asunto. Podía perfectamente darme un baño en la piscina siempre que -llegué a alcanzar un cálculo exacto- el baño no excediera de los siete minutos, por curarme en salud, y porque, en realidad, el límite eran siete minutos y cuarenta segundos. Me acostumbré y me ejercité en realizar muchas de las faenas en tiempo récord, porque, por otra parte, según la naturaleza de la tarea, ésta tenía sus tiempos y así, si mis baños podían estirarse hasta esos siete minutos, mis paseos en bici soportarian sin riesgo alguno al respecto sus buenos cincuenta minutos (hacía todo lo posible por no superar este límite, es muy farragoso y agotador caminar pedaleando) y, por ejemplo, el huevo de la tortilla apenas soportaba 10 segundos de batido, por lo que opté, ante tanto estrés y su difícil limpieza, comérmelos duros.
El hacer las cosas rápidas, por debajo de sus respectivos umbrales de riesgo, como pueden imaginar, me ocasionó no pocos percances, pero lo peor sobrevino el día aquel en que descubrí cómo el mal se extendía también al lenguaje. Eso fue lo peor. Soy creyente, y como tal, desde que me alcanzó este mal de desconocido origen, no dejé de rezar cada noche, y durante el día, a veces, también, cuando cualquier movimiento persistente no me dejaba muchas opciones para hacer ninguna otra cosa, y rezaba, sí, rezaba sin parar. Hasta que… - amén-amén-amén-… Y mi boca estuvo concluyendo la oración hasta medianoche justo cuando supe que, si bien podría (de hecho ya lo había hecho en alguna medida) acostumbrarme a convivir con el mal sometiendo mi vida a ciertos límites temporales y sólo habría de tener precaución con las actividades nuevas hasta que descifrase sus respectivos tiempos, jamás podría llevar una vida medio normal con aquello del lenguaje. Sólo con el silencio y el consiguiente aislamiento podría controlar aquello. Y yo quería, a pesar de todo, mucho, muchísimo a mi sobrina .
Me ha encantado el relato. Me ha tenido en ascuas pero la última frase me ha descolocado. No entiendo su significado, si tiene un significado en la explicación de la trama, más allá de ella misma: "...Y yo quería, a pesar de todo, mucho, muchísimo a mi sobrina."
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