viernes, 27 de septiembre de 2019

El Club de los Sibaritas

"El Club de los Sibaritas"
Héctor Darío Vico


      Atildado, sobriamente vestido y con un modo de hablar que evidenciaba una gran educación, el personaje que me encontré en “El Tour”, el reducido restaurante de quesadillas, burritos y mojitos ubicado en una calle céntrica de mi ciudad, tenía todos los rasgos de un bon vivant. El ángelus  del viernes no terminaba de empezar; por esa razón estábamos solos. El sol caía perezosamente detrás de la iglesia. Él, ocupaba un sitio  contra la vidriera, yo, siempre retraído, estaba en la pequeña mesa junto al mostrador. Mi ubicación me permitía observarlo con discreción, casi a hurtadillas. No es que vaya por los bares fisgoneando a la gente pero mi soledad y yo, en ese momento, apenas nos entreteníamos con el paso de los esporádicos coches que pasaban por la calle Irigoyen rumbo a la avenida.  El sujeto quedaba dentro del radio de mi visión y como yo no tenía otra cosa que hacer, me dediqué a observarlo.

      Miraba todo con detenimiento. Por momentos fijaba la vista en algún detalle y la inmovilidad que le ganaba sugería que su mente se trasportaba muy lejos del pequeño bar. Sus ojos me llamaron la atención. Miraban desde una profundidad difícil de describir, era como si horrores pasados le hubieran anexado un escepticismo constante. Se lo notaba  muy interesado en la decoración del lugar, rasgo característico y uno de los aspectos más simpáticos del comedor. Cuando se ingresa al restaurante uno se sumerge en un mundo  de fantasía. Dibujos, tallas en madera, máscaras mejicanas, fotos y hasta el mobiliario, un variopinto rejunte de muebles viejos, conjuga  con el decorado y el visitante es transportado inmediatamente al país de nunca jamás. Mientras recorría con su mirada las paredes atiborradas de paisajes, calaveras y extrañas bicicletas surrealistas, su pié jugaba con el pedal de una vieja máquina de coser Singer que no era otra cosa que la mesa a la cual estaba sentado.



  Como ya es costumbre, el joven que atendía se le acercó para preguntarle si todo estaba bien.
- Muy bien, contesto — y seguidamente agregó — estaba mirando las paredes. Muy bonito todo.  Por un momento me distrajo aquel cuadro el que está junto al retrato de Charles Chaplin.
  Se refería a una postal delicadamente enmarcada de un puente ornado con grandes estatuas.
- ¿Se refiere a la foto del puente?
- Si, ¿sabes de qué puente se trata?
- No, dijo el joven ruborizándose
- Es el Puente de Carlos, sobre el río Moldava, en la ciudad de Praga
- ¿¡Lo conoce!? 
- Si, pasé una temporada muy interesante en esa ciudad, por esa razón me distraje observando el cuadro. Me atormentaron los recuerdos.
- ¿Algo muy personal?, preguntó el muchacho a riesgo de pasar por entrometido.
- No, para nada. Desde luego que los tengo pero en este caso me transporté a la época en que era aprendiz de cocina y paseaba por Europa tratando de aprender el oficio.
- ¡¡¡ Usted es cocinero!!! ¡Qué bueno! Cuénteme por favor.
El caballero sonrió con complacencia y con tono amable dijo:
- Está bien, te contaré pero antes sírveme un mojito, por favor.

      Cuando el joven se retiró, bajó la vista, su sonrisa desapareció y se quedó mirando fijamente algún punto invisible sobre su mesa. Al verlo así, especulé que tal vez la historia que estábamos a punto de escuchar no fuera todo lo divertida que el muchachito esperaba y que el singular visitante evaluaba en ese momento hasta dónde abrir sus recuerdos. Se me antojaba también que la decisión de contar su historia tal vez no fuera suya sino de su inclemente memoria que pugnaba por aflorar y, de alguna manera, exorcizar viejos terrores. Cualquiera que fuera la respuesta solo me restaba esperar pues el misterio estaba a punto de desvelarse dado que el mojito ya estaba en su mesa y el camarero, descaradamente sentado a ella. 
  —Como dije hace un momento, desde muy joven viajé a Europa para aprender el noble oficio de cocinero. Primeramente recalé en Barcelona. Al comienzo fue muy duro, no había trabajo y mis magros ahorros fueron consumiéndose rápidamente. Afortunadamente, luego de realizar distintas labores pude colocarme como lava platos en un comedor de poca monta y, por extraño que parezca, ese simple hecho fue lo que cambió todo.
      En aquella fonda conocí a Jordi, un bribón de siete suelas que, al igual que yo, soñaba con algún día llegar a chef y abrir un restaurante. Con él, mientras fregábamos ollas y marmitas, entre olor a pescado frito, grasa rancia  y vahos de vino barato, nos dábamos ánimos y planeábamos la manera de pasar a Francia y ponernos a las órdenes de los más grandes cocineros de ese entonces. Fue mi amigo quien me habló de una singular escuela de cocina  a la que solo se entraba bajo estricta recomendación de algún miembro. Me contó que estaba en la Europa del este, en Praga. De ella le habló un cocinero checo al cual había salvado del ataque de algunos catalanes exaltados que pretendieron robarle. En agradecimiento este hombre le prometió que cuando lo decidiera y visitara Praga lo ayudaría a entrar al “Club de los sibaritas” que era el nombre por el cual se conocía a esta academia de cocina. Le dijo que lo hacía en agradecimiento pero también porque veía que tenía condiciones para el oficio. Jordi me contó que el rasgo distintivo de ese club era que estaban abocados a replicar en sus recetas un sabor particular, en especial en platos elaborados con carne, cosa que venían logrando desde el año 1825. Esa noche, de tapas y jerez, decidimos hacer lo que fuere necesario para poder ingresar.

      No fue fácil, hubo que esforzarse pero de eso se trata la vida y es lo que hace apasionante nuestro viaje por este mundo. Pasamos, siempre trabajando, por Francia e Italia y por fin llegamos a la República Checa. Mi amigo conservaba la dirección de Ignác. Nos recibió amablemente y nos brindó alojamiento mientras hacía las gestiones para que pudiéramos registrarnos en la escuela. Como ya dije, ésta tenía una particularidad. Estaba enfocada, desde sus inicios hacía casi dos siglos, a duplicar el sabor logrado en 1825 en las preparaciones con carne, en especial el gulash y solamente recibía a quince aspirantes por año, previa y exhaustivamente evaluados. Nos hospedaron de a dos por habitación y en la primera noche nos agasajaron con una cena que consistía en un gulash checo con un sabor celestial como nunca antes había probado. Nos explicaron que era el gusto a replicar y que para ello tendríamos un mes al final del cual solamente ingresaríamos los que lo pudieramos lograr. Se nos aclaró también que seríamos provistos de todos los ingredientes necesarios pero que éramos libres de innovar según nuestro mejor criterio y, en cierta manera, dieron a entender que esperaban que lo hiciéramos.
      Así comenzó nuestro duro aprendizaje en el Club. Al principio con buen humor y determinación. Pero conforme avanzaban los días nos dábamos cuenta que todo se reducía a cocinar y tirar, puesto que no conseguíamos replicar  el sabor, la sazón y la textura de la exquisita cena de nuestra primera noche. Con Jordi compartíamos la habitación y durante las noches en lugar de descansar nos la pasábamos tratando de descubrir cuál era el ingrediente que tornaba tan notable a aquella preparación. Los ánimos se fueron caldeando, nadie estaba seguro de nada, nos fuimos retrayendo, nos volvimos oscos, la tensión se podía percibir, se hablaba cada vez menos y algo así como un egoísmo exacerbado fue creciendo en el ambiente. Ya no se compartían opiniones ni sugerencias. Probamos cocinar de distintas maneras. Usamos carne de res, de cerdo, de ave. Hervimos, fritamos, asamos. Era inútil nada daba resultado. 

      Para el penúltimo día solamente quedábamos cuatro concursantes y todos queríamos ser los únicos en descubrir el secreto que había sido guardado por siglos. Fue entonces que ocurrió. Tuve una idea o tal vez una revelación, aún hoy no sé cómo llamarlo. Desde luego que no lo compartí con Jordi. En la madrugada del último día me levanté muy temprano, antes que nadie. Fui muy cuidadoso en no despertar a mi compañero. Preparé muy sigilosamente todos los ingredientes y luego si, regresé a la habitación.
        Cuando llegó el momento de la evaluación de nuestros platos solo nos presentamos dos. Esto no llamo la atención de los jueces pues, según comentaron las deserciones eran algo habitual. Debo decir que fui seleccionado y felicitado puesto que logré duplicar exactamente el sabor del gulash checo. 

        Luego de los parabienes me hicieron pasar a una oficina en dónde fui recibido por el director de la academia quien me  entregó las credenciales de miembro vitalicio. También firmé un documento confidencial mediante el cual me comprometía, siempre que estuviera en Praga, a utilizar únicamente la carne provista por el Club. El escrito aclaraba que ésta sería siempre solicitada a la misma morgue.

         El equipaje de Jordi lo envié por encomienda
  

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