martes, 24 de septiembre de 2019

El Invitado de Drácula

"El invitado de Drácula" es un relato corto de la colección El invitado de Drácula y otras historias de terror publicada por primera vez en 1914, dos años después de la muerte de su autor, Bram Stoker.

Florence Stoker, viuda de Bram Stoker, declaró que El invitado de Drácula era un episodio del diario de Jonathan Harker y el primer capítulo del manuscrito original de Drácula, que los editores consideraron superfluo para la historia. Aunque esta declaración es la más extendida, algunos estudiosos como David J. Skal y Elizabeth Miller, entre otros, están en desacuerdo.

El invitado de Drácula sigue en su viaje a un caballero inglés (cuyo nombre nunca se menciona en el relato pero se supone que es Jonathan Harker, uno de los protagonistas de Drácula) mientras pasea en carruaje por la ciudad de Múnich antes de dirigirse a Transilvania. Es la Noche de Walpurgis, y a pesar de las advertencias del asustado cochero (Johann), llegados a una alta meseta a las afueras de la ciudad el joven inglés deja temerariamente el carruaje y desciende solo por un serpenteante camino con intención de ver el pueblo abandonado que el cochero le ha dicho que hay en un hondo valle. Antes de perder de vista el carruaje, en lo alto de una colina vislumbra un extraño alto y delgado.

El relato concluye en un antiguo y oscuro cementerio en medio de un bosque, donde hay una tumba de mármol (con una gran estaca de hierro atravesándolo) en la que se encuentran grabadas las palabras Denn die Toten reiten schnell (“Porque los muertos viajan deprisa”, fragmento del poema "Lenore", de Gottfried August Bürger), y donde se encuentra con el espectro de una vampiresa llamada Condesa Dolingen de Graz. El espíritu de este malévolo y hermoso vampiro despierta de su encierro de mármol para conjurar una tormenta de nieve antes de ser golpeado por un rayo y volver a su prisión de piedra. Sin embargo, los problemas del caballero inglés no han terminado, pues un lobo emerge de la ventisca y lo ataca. Sin embargo, el lobo se limita a mantenerlo caliente y vivo en la nieve hasta que llega ayuda.

Cuando el protagonista finalmente es devuelto a su hotel, le espera un telegrama de Drácula, con el que va a reunirse en Transilvania, y en el que le advierte de los peligros de la nieve y los lobos en la noche.
  • David O. Selznick compró los derechos para hacer la película de El invitado de Drácula y posteriormente los revendió a los estudios Universal. La película La hija de Drácula (1936) de la Universal estaba supuestamente basada en la historia, aunque realmente no utiliza nada en la trama.
  • Vampyros Lesbos (1971) es una historia de horror y erotismo que fue dirigida por Jesús Franco y que supuestamente fue inspirada por el relato corto de Bram Stoker.
  • La maldición de Drácula de Bram Stoker es una película que utiliza el título del nombre alternativo de El invitado de Drácula, pero que al igual que adaptaciones predecesoras guarda poco parecido.
Drácula fue adaptado en el año 2009 como una miniserie de cinco partes de Dinamyte Entertainmet. La miniserie se titulaba Drácula completo, e incorpora El invitado de Drácula a la historia.




Al empezar nuestro paseo el sol brillaba en Múnich y se respiraba en el aire la alegría propia del inicio del verano. Cuando estábamos a punto de partir, Herr Delbrück (el maître d’hotel del Quatre Saisons, donde yo me alojaba) se acercó, con la cabeza descubierta, al carruaje y, después de desearme un paseo agradable, dijo al cochero, sin soltar todavía la manija de la puerta:

—Recuerde estar de regreso antes de medianoche. El cielo parece despejado pero en el viento del norte hay un frescor que quizás sea aviso de una tormenta repentina. Aunque estoy seguro de que no volverá usted tarde. —Dicho esto sonrió y añadió—: Ya sabe qué noche es hoy.

Johann respondió con un enfático: «Ja, mein Herr», y, tocándose el sombrero, se puso en marcha con rapidez. Cuando dejamos atrás la ciudad le dije, tras hacerle una seña para que se detuviera:

—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?

Se santiguó mientras respondía lacónicamente:

—Walpurgis-Nacht.

A continuación sacó su reloj, un anticuado artefacto alemán grande como un nabo y lo miró juntando las cejas y con un breve e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de que era su modo de protestar respetuosamente por aquel retraso innecesario, así que volví a meterme en el carruaje haciéndole un gesto para que prosiguiera. Se puso en marcha rápidamente, como si deseara recuperar el tiempo perdido. De cuando en cuando los caballos erguían la cabeza y olfateaban con sospecha el aire. En tales ocasiones yo miraba alarmado a mi alrededor. La carretera era desolada, pues atravesábamos una suerte de meseta alta y azotada por el viento. Mientras avanzábamos alcancé a ver un camino con aspecto de estar poco transitado y que penetraba en un valle pequeño y ventoso. Resultaba tan invitador que, a riesgo de molestarlo, pedí a Johann que parara, y cuando hubo tirado de las riendas le dije que me gustaría seguir por aquel camino. Presentó toda clase de excusas y se santiguó varias veces mientras hablaba. Esto me picó la curiosidad y le hice algunas preguntas. Respondió con evasivas, sin dejar de consultar su reloj a modo de protesta. Finalmente dije:

—Johann, quiero ir por ese camino. No le obligaré si de veras no quiere, pero dígame por qué no le gusta, es todo lo que le pido.

Antes de responder nada, pareció arrojarse del pescante, de tan rápido como bajó al suelo. Me tendió las manos en gesto implorante y me suplicó no ir por allí. Había entre su alemán el inglés justo intercalado para que yo siguiera el rumbo de su discurso. Parecía siempre a punto de decirme algo, lo que de veras le asustaba, pero se frenaba cada vez, limitándose a decir, mientras se santiguaba: «Walpurgis-Natch!».

Intenté razonar con él, pero era difícil hacerlo con un hombre cuyo idioma yo desconocía. Él jugaba con ventaja porque, aunque arrancaba hablando en inglés, un inglés muy rudimentario y entrecortado, siempre acababa poniéndose nervioso y volviendo a su idioma, y cada vez que lo hacía miraba el reloj. Los caballos se pusieron nerviosos y olfatearon el aire. Cuando esto sucedió, el cochero empalideció y, mirando asustado a su alrededor, corrió a tomarlos por las bridas y los hizo avanzar unos veinte pies. Lo seguí y le pregunté por qué había hecho tal cosa. A modo de respuesta se santiguó, señaló el lugar del que acabábamos de apartarnos y acercó el carruaje al otro camino. Indicándome una cruz dijo, primero en alemán y luego en inglés:

—Enterrado. Uno que se suicidó.

Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de caminos.

—Entiendo, un suicida. ¡Qué interesante!

Pero aunque me fuera la vida en ello no podría decir qué era lo que asustaba a los caballos.

Mientras hablábamos oímos un sonido a medio camino entre un gañido y un ladrido. Sonó muy lejos, pero los caballos se inquietaron mucho y a Johann le llevó un buen rato calmarlos. El cochero estaba muy pálido.

—Parece un lobo. Pero aquí ya no hay lobos.

—¿De veras? —pregunté—. ¿No es cierto que hace mucho que no se ven tan cerca de la ciudad?

—Hace mucho mucho tiempo —respondió—, sobre todo en primavera y verano; pero con nieve se han visto lobos no hace tanto.

Mientras el cochero acariciaba a los caballos intentando calmarlos, unas nubes oscuras corrían por el cielo. Se ocultó el sol y llegó un hálito frío. No fue más que una ráfaga de aire, no obstante, y más similar a una advertencia que a un hecho consumado, ya que pronto el sol volvió a brillar con toda su fuerza. Johann escrutó el horizonte colocando la mano a modo de visera y dijo:

—Tormenta de nieve llegar pronto.

Volvió a consultar el reloj y, de la misma, aferrando las riendas, pues los caballos seguían pateando incansables el suelo y agitando la cabeza, trepó al pescante como si fuera hora de retomar la marcha.

Fui un poco obstinado y no entré en el carruaje.

—Hábleme de adónde lleva ese camino —dije señalando en aquella dirección.

Una vez más se santiguó y farfulló una oración antes de responder: «Está maldito».

—¿Qué está maldito?

—El pueblo.

—¿Entonces hay un pueblo?

—No, no. Desde cientos de años nadie vivir allí.

Me picó la curiosidad.

—Pero dice que hay un pueblo.

—Lo había.

—¿Ya no?

Se enfangó en una larguísima historia, saltando con tanta frecuencia del alemán al inglés y viceversa, que yo apenas podía entenderlo, pero a duras penas capté que hacía mucho tiempo, cientos de años, allí habían muerto muchas personas, a las que habían enterrado en el lugar; y luego se oían ruidos bajo la arcilla, y cuando abrieron las tumbas se encontraron con hombres y mujeres aún con la piel rosácea de los vivos y la boca ensangrentada. Y después, desesperados por salvar la vida ¡y el alma! —y al decir esto se santiguó— los que quedaban huyeron a otros parajes, donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos y no… no otra cosa. Quedó manifiesto su miedo a pronunciar estas últimas palabras. Cuando retomó su narración se excitó más y más. Parecía como si su imaginación hubiera hecho presa en él, conduciéndolo a un paroxismo de miedo: piel blanca, sudores, temblores y miradas fugaces alrededor, como si temiera que alguna presencia espantosa pudiera manifestarse a plena luz del sol y en terreno abierto. Finalmente, llevado por una desesperación agónica, exclamó: «Walpurgis-Nacht!» y señaló el carruaje para pedirme que montara. La totalidad de mi sangre inglesa se reveló ante eso y, plantándome con firmeza, dije:

—Está usted asustado, Johann, está usted asustado. Vuelva a casa. Yo regresaré por mi cuenta; el paseo me vendrá bien. —Cogí del asiento del carruaje mi bastón de marcha de madera de roble, que siempre llevo en las excursiones, y cerré la puerta. Señalé en la dirección de Múnich y dije—: Vuelva a casa, Johann. La Walpurgis-Nacht no afecta a los ingleses.

Los caballos estaban más inquietos que nunca y Johann trataba de contenerlos, mientras no cesaba de implorarme nervioso que no cometiera tal tontería. Me compadecí del pobre hombre, que me hablaba muy en serio, pero aun así yo no podía evitar reírme. Su inglés se había esfumado. Presa del nerviosismo, se había olvidado de que la única forma de hacerme comprender lo que sucedía era hablar en mi idioma, y farfullaba en alemán. Aquello empezaba a resultar aburrido. Tras volver a señalarle la dirección, «¡A casa!», me dispuse a dejar atrás el cruce de caminos y adentrarme en el valle.

Con expresión desesperada, Johann hizo dar media vuelta a los caballos, en dirección a Múnich. Me apoyé en el bastón y observé cómo se alejaba. Al principio fue despacio, luego hizo aparición sobre la cresta de la colina un hombre alto y delgado. No distinguí más, estando tan lejos. Cuando se acercó a los caballos, estos empezaron a corcovear y cocear, y relincharon de terror. Johann no pudo contenerlos; se lanzaron al galope por la carretera, despavoridos. Los miré hasta que se perdieron de vista. Busqué a continuación al desconocido, pero me encontré con que también él se había esfumado.

Con ánimo despreocupado di media vuelta y eché a caminar por el camino que se adentraba en el valle, por el que Johann había rehusado llevarme. No había ni la menor razón, que yo alcanzara a vislumbrar, para su negativa; y no tengo reparos en decir que caminé durante las dos horas siguientes sin prestar atención a la hora ni a la distancia recorrida, y sin ver ni asomo de personas o de viviendas. Por lo que respecta al lugar, era pura desolación. Pero eso no llamó mi atención particularmente hasta que, al doblar una curva del camino, llegué a un sotillo; me percaté entonces que, de manera inconsciente, me venía sintiendo impresionado por la desolación del paraje.

Me senté a descansar y miré a mi alrededor. Advertí que hacía mucho más frío que cuando inicié el paseo; se oía una suerte de sonido gimiente, en el que se intercalaba de tanto en cuando un bramido sordo. Miré hacia arriba y descubrí que gruesos nubarrones surcaban el cielo desde el norte y hacia el sur, a gran altura. Había indicios de la gestación de una tormenta incipiente en un estrato elevado de la atmósfera. Estaba un poco destemplado así que, pensando que me estaba enfriando por detenerme tras el ejercicio, retomé la marcha.

El terreno por el que ahora iba era mucho más pintoresco. No había elementos llamativos que atrajeran la mirada pero en todo imperaba una suerte de encanto. No presté atención a la hora y solo cuando el crepúsculo se hizo manifiesto empecé a pensar en cómo dar con el camino de vuelta a casa. La luminosidad previa había desaparecido. Hacía frío y cada vez más nubes se deslizaban por el cielo. Las acompañaba un soplido lejano, entre el que se abría paso a intervalos aquel misterioso aullido que el cochero había atribuido a un lobo. Por un instante vacilé. Pero había dicho que vería el pueblo desierto, así que seguí adelante, y poco después llegué a una amplia extensión de campo abierto, rodeada de colinas. Las laderas de estas se hallaban pobladas de árboles, que descendían hasta la llanura, donde formaban pequeños sotos en las pendientes y declives. Seguí con la vista el camino y vi que trazaba una curva cerca de uno de los sotos más densos y desaparecía tras él.

El aire se tornó más frío y empezó a nevar. Pensé en las millas y millas de paraje desolado que había recorrido, y me apresuré a buscar refugio en el sotillo que tenía delante. El cielo no dejaba de oscurecerse y la nieve caía con más fuerza y más tupida, hasta que el suelo se convirtió en un resplandeciente manto blanco cuyos límites se perdían en una indefinición neblinosa. El camino en aquel punto era muy rudimentario, y en terreno llano sus bordes no estaban tan claros como cuando discurría por laderas; y no tardé en darme cuenta de que en algún momento me había apartado de él, pues bajo mis suelas ya no sentía una superficie dura, sino que los pies se me hundían en la hierba y el musgo. El viento arreció y su fuerza no cesó de aumentar, hasta obligarme a correr para guarecerme. La temperatura se tornó helada y, pese al ejercicio, empecé a sufrir el frío. La nieve caía ahora muy cerrada y giraba a mi alrededor formando vertiginosos remolinos, de manera que yo apenas podía mantener los ojos abiertos. De cuando en cuando un nítido rayo rasgaba los cielos, y los destellos me permitieron ver, frente a mí, una gran masa de árboles, tejos y cipreses sobre todo, cubiertos por una gruesa capa de nieve.

Estuve pronto al cobijo de los árboles, y allí dentro, en el silencio que reinaba en comparación, oí el soplido del viento en las alturas. Poco después la negrura de la tormenta se confundió con la de la noche y, poco a poco, la tormenta fue pasando; ya solo quedaban de ella unas ráfagas de viento, fuertes pero intermitentes. En tales momentos, el extraño sonido del lobo parecía multiplicarse en forma de ecos a mi alrededor.

De cuando en cuando, entre la negra masa de nubes en movimiento asomaba un lánguido rayo de luz lunar que iluminaba el lugar y me informaba de que me encontraba al borde de una densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, abandoné el refugio e investigué un poco. Se me ocurrió que, entre todos los antiguos cimientos junto a los que había pasado, a lo mejor quedaba alguna casa que, si bien en ruinas, pudiera proporcionarme un buen cobijo para pasar unas horas. Al rodear el sotillo, descubrí un muro bajo que lo circundaba y, siguiéndolo, llegué a una abertura. Los cipreses formaban allí un sendero que conducía a la cuadrada silueta de una suerte de construcción. Pero en el momento preciso en que alcancé a ver esto, las nubes ocultaron la luna y hube de recorrer el sendero entre tinieblas. El viento debía de ser más frío ahora, pues me puse a temblar; pero al menos contaba con la perspectiva de un refugio, así que seguí adelante a tientas.

Me detuve, en respuesta a una quietud repentina. La tormenta había pasado; y, simpatizando quizás con el silencio de la naturaleza, mi corazón parecía haber cesado de latir. Pero fue solo algo pasajero, pues de pronto la luz de la luna se abrió paso entre las nubes, revelándome que me hallaba en un cementerio, y que la silueta cuadrada ante mí era una enorme y maciza tumba de mármol, tan blanca como la nieve que yacía sobre ella y a su alrededor. Junto con la luz de la luna llegó el fiero lamento de la tormenta, que parecía haber retomado su curso con un aullido sordo y prolongado, como el de numerosos perros o lobos. Yo estaba impresionado y asustado, y sentí cómo el frío penetraba en mí hasta atenazarme el corazón. Mientras el manto de luz lunar continuaba tendido sobre la tumba de mármol, la tormenta dio muestras adicionales de recobrar fuerzas, como si volviera sobre sus pasos. Impulsado por alguna clase de fascinación, me aproximé al sepulcro para verlo mejor y averiguar por qué ocupaba un lugar aislado y destacado. Caminé a su alrededor y, sobre la puerta dórica, leí, escrito en alemán:

CONDESA DOLINGEN DE GRATZ

EN STYRIA

BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE

1801

En lo alto de la tumba, aparentemente clavada en el sólido mármol —pues la estructura la componían unos pocos e inmensos bloques de piedra—, había una gran barra de hierro, o quizás un gran pincho. En la parte trasera de la tumba figuraba grabado en grandes caracteres rusos:

«Los muertos viajan deprisa».

Había algo tan raro y misterioso en todo aquello que sufrí un vahído y sentí que me faltaban las fuerzas. Deseé, por primera vez, haber seguido el consejo de Johann. Me asaltó un pensamiento, inspirado por las inusuales circunstancias en que me encontraba y que me causó una terrible impresión. ¡Era la noche de Walpurgis!

La noche de Walpurgis, cuando, de acuerdo a la creencia de millones de personas, el diablo anda suelto, cuando las tumbas se abren y los muertos emergen y caminan sobre la tierra. Cuando todo lo maligno proveniente de la tierra, el aire y el agua campa a sus anchas. El cochero había querido evitar aquel sitio en particular. Aquel pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde yacían los suicidas, y allí era donde me hallaba yo, solo, desguarnecido, temblando de frío, rodeado de nieve y con una fuerte tormenta cerniéndose sobre mí. Hube de recurrir a toda la filosofía y a toda la religión que me habían inculcado, a todo mi valor, para no ceder al miedo.

Y a continuación un auténtico tornado cayó sobre mí. El suelo tembló como si miles de caballos lo surcaran al galope; y esta vez la tormenta desplegó sus heladas alas, no en forma de nieve, sino de gruesas piedras de granizo, que caían con tanta fuerza como si fueran lanzadas por honderos baleares; granizo que rompía hojas y ramas de manera que los cipreses no prestaban más cobijo del que proporcionarían los tallos de un maizal. Mi primera reacción fue correr hacia el árbol más próximo, pero pronto hube de abandonarlo y buscar protección en el único sitio que podría proporcionarla, el profundo umbral dórico de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la gran puerta de bronce, me vi aceptablemente a salvo del castigo del granizo, dado que ahora solo llegaban hasta mí las piedras que salían rebotadas tras chocar contra el suelo o el mármol.

Al apoyarme en la puerta, esta cedió y se abrió hacia dentro. Incluso el refugio de una tumba resultó bienvenido bajo aquella tempestad implacable, y estaba yo a punto de entrar cuando un rayo de múltiples brazos iluminó toda la extensión del cielo. Juro por mi vida que vi entonces, cuando los ojos se me habituaron a la oscuridad de la tumba, a una hermosa mujer, de mejillas rellenas y labios rojos, que parecía dormir tendida sobre unas andas.

Cuando el trueno restalló en las alturas, sentí como si la mano de un gigante me apresara y me vi arrojado de nuevo bajo la tormenta. Fue todo tan repentino que, antes de reponerme de la impresión, tanto moral como física, me encontré acribillado por el granizo. Al mismo tiempo experimenté la sensación extraña e imperiosa de no hallarme solo. Miré hacia la tumba. Cayó justo entonces otro relámpago cegador, que golpeó la barra de hierro que coronaba la tumba y a través de la cual descendió hasta el suelo, sacudiendo y quebrando el mármol, entre una ráfaga de llamaradas. La muerta se alzó por un instante, presa de la agonía, lamida por las llamas, y su amargo grito de dolor quedó ahogado por el trueno. Lo último que oí fue esa aterradora combinación de sonidos, pues una vez más me vi atrapado por la misma presa de gigante de antes y alejado a rastras, mientras el granizo me ametrallaba y el aire reverberaba con el aullido de los lobos. La última imagen que recuerdo es la de una tenue y blanca masa en movimiento, como si todas las tumbas a mi alrededor hubieran expulsado los fantasmas de sus muertos amortajados, y estos se cernieran sobre mí a través de la blanca borrosidad del granizo.

Poco a poco fui recobrando un débil inicio de conciencia; a continuación padecí un cansancio aterrador. Por unos momentos no pude recordar nada, pero lentamente recobré el uso de los sentidos. Un fuerte dolor me atormentaba los pies; no podía moverlos. Parecían paralizados. Una sensación de frío helador partía de mi nuca y descendía por la columna vertebral, y mis oídos, al igual que los pies, estaban muertos, pero me dolían; no obstante, sentía en el pecho una calidez que, en comparación, resultaba deliciosa. Se trataba de una pesadilla, una pesadilla física, si es que puede emplearse tal expresión, pues un gran peso sobre mi pecho me dificultaba respirar.

Ese periodo de semiletargo pareció prolongarse largo tiempo, durante el que debí de caer dormido o desvanecerme. Experimenté a continuación náuseas, como un primer asomo de mareo, y el deseo irrefrenable de liberarme de algo, no sabía de qué. Me rodeaba una profunda quietud, como si el conjunto del mundo se hubiera dormido o muerto, rota tan solo por el leve jadeo de algún animal próximo a mí. Algo caliente me raspó la garganta, y con ello llegó la espantosa revelación de lo que estaba sucediendo, helándome el corazón y haciendo que la sangre me subiera en oleadas al cerebro. Había un animal grande tendido sobre mí, lamiéndome el cuello. Evité moverme, una prudencia instintiva me hizo quedarme inmóvil; pero la bestia debió de percatarse de que algún cambio se había producido, pues alzó la cabeza. Entre las pestañas, vi sobre mí los grandes ojos llameantes de un lobo inmenso. Los dientes, blancos y afilados, brillaban en la boca entreabierta y roja, y sentí su aliento, caliente, fuerte y acre, en la cara.

Siguió otro intervalo del que no conservo ningún recuerdo. Cobré a continuación conciencia de un gruñido sordo, seguido por un gañido, que se repitió una y otra vez. Proveniente de muy lejos oí: «¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien ahí?», como si muchas voces gritaran a la vez. Con cautela, levanté un poco la cabeza y miré en la dirección de la que provenía el sonido, pero el cementerio me bloqueaba la vista. El lobo seguía gañendo de aquel modo extraño, y un resplandor rojizo hizo aparición entre los cipreses y se desplazó como si siguiera el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo gañó más rápido y más fuerte. Me daba miedo hacer cualquier movimiento o ruido. El resplandor rojizo se acercó más, reflejado en el blanco palio de nieve. Proveniente del otro lado de los árboles apareció una tropa de jinetes al galope, portando antorchas. El lobo se levantó de mi pecho y se alejó hacia el cementerio. Vi a uno de los jinetes (soldados, a juzgar por sus tocados y los amplios capotes militares) alzar su carabina y apuntar. Un compañero le apartó el arma de un golpe y oí silbar la bala sobre mi cabeza. Me había confundido con el lobo. Otro soldado avistó al animal mientras este se escabullía y hubo un segundo disparo. Al galope, la tropa siguió adelante, dividiéndose en dos; unos en mi dirección, otros siguiendo al lobo, que desapareció entre los cipreses nevados.

Cuando se acercaron traté de moverme, pero estaba inerme, pese a que podía ver y oír cuanto sucedía. Dos o tres soldados echaron pie a tierra y se arrodillaron junto a mí. Uno me alzó la cabeza y me puso una mano sobre el corazón.

—¡Buenas noticias, camaradas! —exclamó—. ¡Su corazón aún late!

Me vertieron un poco de brandi en la boca, que me revigorizó, y pude abrir los ojos del todo y mirar alrededor. Luces y sombras se movían entre los árboles, y oí a los hombres llamarse entre ellos. Se agruparon, profiriendo exclamaciones de miedo, y las luces centellearon cuando otro grupo emergió del cementerio en tropel, como poseídos. Cuando se acercaron a nosotros, los que estaban conmigo preguntaron ansiosos:

—¿Los habéis encontrado?

La respuesta llegó atropelladamente.

—¡No, no! ¡Vayámonos de aquí! ¡Rápido! Este no es sitio para estar, ¡y menos esta noche!

«¿Qué era eso?», fue la pregunta que formulaban de un centenar de maneras. Las respuestas eran diversas e inconcretas, como si los hombres sintieran el impulso de hablar y aun así un miedo compartido les llevara a callar lo que pensaban.

—Era… era… ¡Ya lo creo que sí! —farfulló uno, al que el juicio parecía haberle abandonado de manera pasajera.

—Un lobo, ¡pero en realidad no! —dijo otro con un escalofrío.

—De nada sirve ir tras él si no tenemos una bala previamente bendecida —comentó otro en tono más normal.

—¡Por esta noche ya hemos cumplido! ¡Nos hemos ganado los mil marcos! —exclamó un cuarto.

—Había sangre en los trozos de mármol —dijo otro tras una pausa— y eso no fue por el rayo. En cuanto a él, ¿está bien? ¡Fijaos en su garganta! Mirad, camaradas, el lobo estaba tumbado sobre él para mantenerlo caliente.

El oficial me miró la garganta y contestó:

—Se encuentra bien. La piel no está desgarrada. ¿Qué significa esto? Nunca lo habríamos encontrado de no haber sido por los gañidos del lobo.

—¿Qué ha sido de esa cosa? —preguntó el que me sostenía la cabeza, y que parecía el menos afectado por el pánico; sus manos estaban firmes, sin asomo de temblor. En la manga llevaba un galón de oficial de bajo rango.

—Se ha ido a su casa —respondió un hombre de rostro alargado y pálido, que temblaba de miedo mientras no dejaba de mirar a su alrededor—. Aquí hay tumbas de sobra donde puede yacer. Vayámonos, camaradas. ¡Vayámonos rápido! Salgamos de este sitio maldito.

El oficial me irguió hasta dejarme sentado y pronunció una orden; entre varios hombres me subieron a un caballo. El oficial montó detrás de mí, me sujetó entre sus brazos y dio orden de ponerse en marcha. Dando la espalda a los cipreses, nos alejamos deprisa y en formación.

Mi lengua seguía rehusando funcionar, así que yo permanecía forzosamente en silencio. Debí de dormirme porque lo siguiente que recuerdo es estar en pie, sujetado por un soldado a cada costado. Era casi pleno día y al norte el sol proyectaba una lista roja sobre la extensión de nieve. El oficial decía a los hombres que no contaran nada de lo que habían visto, salvo que encontraron a un inglés protegido por un perro grande.

—¡Un perro! Eso no era un perro —lo interrumpió el hombre que tanto miedo había manifestado—. Sé reconocer a un lobo cuando lo veo.

El joven oficial respondió con serenidad:

—He dicho un perro.

—¡Un perro! —replicó el otro irónicamente. Con la salida del sol estaba recuperando el valor. Señalándome, dijo—: Mire su garganta. ¿Es eso obra de un perro, señor?

Instintivamente, me llevé la mano al cuello, y al tocarlo grité de dolor. Los hombres se arremolinaron a mi alrededor para mirar, algunos tras saltar de sus sillas de montar, y una vez más se oyó la serena voz del oficial.

—Un perro, como he dicho. Si dijéramos cualquier otra cosa solo conseguiríamos que se rieran de nosotros.

Me hicieron montar a la espalda de uno de los jinetes y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje libre, al que monté y que me llevó al Quatre Saisons; el joven oficial me acompañó, mientras que un jinete nos seguía llevando el caballo de aquel y los demás se retiraban a sus barracones.

Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan apresuradamente a recibirme que resultó evidente que me había estado esperando. Tomándome las manos me condujo con gran cuidado al interior. El oficial me saludó y ya se estaba dando media vuelta para irse cuando le insistí para que me acompañara a mis habitaciones. Con una copa de vino en la mano le di sentidamente las gracias, a él y a sus camaradas, por salvarme. Respondió que estaba feliz de haberlo hecho y que Herr Delbrück se había ocupado desde el primer momento de gratificar a la partida de búsqueda. Ante esas desconcertantes palabras, el maître d’hotel se limitó a sonreír; por su parte, el oficial adujo que el deber lo llamaba y se retiró.

—Herr Delbrück —pregunté—, ¿cómo y por qué razón fueron los soldados en mi búsqueda?

Se encogió de hombros, como si quisiera quitar importancia a lo que había hecho.

—Tuve la suerte de que mi antiguo comandante de regimiento me concediera permiso para solicitar voluntarios.

—¿Pero cómo sabía usted que me había perdido?

—El cochero vino a verme con lo que quedaba del carruaje, que sufrió serios desperfectos cuando los caballos se desbocaron.

—¿Y solo por eso envió usted una partida militar de búsqueda?

—Claro que no —respondió—. Antes incluso de que llegara el cochero, recibí este telegrama del boyardo que lo ha invitado a usted.

Sacó del bolsillo un telegrama que me tendió y en el que leí:


Bistritza.

Cuide usted de mi invitado. Su seguridad es de lo más preciada para mí. Si algo le sucediera, o en caso de perderse, no repare usted en medios para encontrarlo y garantizar su seguridad. Es inglés y por lo tanto temerario. La nieve, los lobos y la noche son fuentes de peligro. No se demore un instante si sospecha de cualquier perjuicio que él pueda sufrir. Compensaré su celo con mi fortuna. Drácula.


Mientras sostenía el telegrama sentí que la habitación daba vueltas a mi alrededor, y si el atento maître d’hotel no me hubiera sujetado, habría caído al suelo. Había algo tan extraño en todo aquello, tan inquietante e imposible de concebir, que me sentí como si fuerzas desconocidas jugaran conmigo, idea que bastó para paralizarme. Me hallaba bajo alguna forma de protección misteriosa. Desde un país lejano había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me rescató del peligro de morir congelado y de las fauces del lobo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario