lunes, 25 de mayo de 2020

Así Habló Zaratustra

La obra contiene las principales ideas de Nietzsche, expresadas de forma poética: está compuesta por una serie de relatos y discursos que ponen en el centro de atención algunos hechos y reflexiones de un profeta llamado Zaratustra, personaje inspirado en Zoroastro, fundador del mazdeísmo o zoroastrismo. Compuesta principalmente por episodios más o menos independientes, sus historias pueden leerse en cualquier orden a excepción de la cuarta parte de la obra, pues son un cúmulo de ideas y relatos menores independientes que conforman un solo relato general.

Como un recurso literario, Nietzsche emplea una imaginaria versión de Zaratustra, que no representa al personaje histórico pero le sirve como portavoz y símbolo de las ideas principales sobre las que se asienta toda su obra y que son exhaustivamente tratadas a lo largo de este libro: la muerte de Dios, el Übermensch, la voluntad de poder y (definido por primera vez, aunque no desarrollado explícitamente) el eterno retorno de la vida.

Se presenta como el profeta supremo, superior en sabiduría y conocimiento al resto de los humanos. Nietzsche lo emplea como contraposición a la doctrina de la Iglesia católica, a la que considera heredera de Sócrates en cuanto a la manera de entender la vida. Zaratustra fue escogido por el autor como ejemplo de la filosofía presocrática, para explicar su teoría del Übermensch (‘superhombre’ o ‘suprahombre’), vitalista y naturalista, y para reivindicar la aceptación de los aspectos negativos y positivos de la vida. En definitiva, para proponer una actitud de aceptación de la vida en su plenitud y negación del más allá, que en su opinión era la causa de la debilidad humana. Zaratustra es un ermitaño que vive recluido en la montaña, donde a lo largo de su retiro reflexiona sobre la vida y la naturaleza del hombre. Una vez siente que es el momento adecuado, decide regresar al mundo para comunicarle el fruto de su conocimiento. Esto queda patente al principio del prólogo con la frase:

"Estoy hastiado de mi sabiduría como la abeja que ha recogido demasiada miel, tengo necesidad de manos que se extiendan."

En cierto modo, y como recursiva referencia a la Biblia y la tradición cristiana, presente a lo largo de toda la obra, Zaratustra es un mesías que lleva al hombre la noticia de su salvación; y al igual que Juan el Bautista anunció la llegada de Jesús, Zaratustra proclama el advenimiento del Übermensch.

Es evidente desde el principio el parangón que Nietzsche hace de sí mismo, proyectado sobre la figura del profeta Zaratustra. Siente la necesidad de transmitir su conocimiento al mundo, para lo cual escribe un libro. De modo similar, en su afán comunicador Zaratustra desciende de la montaña y se mezcla con el pueblo.




La tripe génesis -afectiva, conceptual y figurativa- de Así habló Zaratustra ha sido extensamente explicitada por su autor en una serie de cartas y apuntes particulares, pero de modo muy especial en el apartado de Ecce homo{*} dedicado a esta obra. A tan apasionada y clarividente auto explicación es preciso referirse si se quiere poner de relieve lo fundamental. Mas esa autobiografía de Nietzsche, tan rica en exposición de vivencias, es parca en alusiones a elementos exteriores que pudieran permitirnos obtener una visión desde fuera, una contemplación ocular de la figura por cuyo interior cruzaban tales pensamientos. Algunos de esos rasgos vienen dados a continuación.

A mediados de noviembre de 1880 Nietzsche se establece en Génova, donde ha de permanecer una larga temporada. Luchando con innumerables dificultades de todo tipo consigue ordenar el material que va a constituir su nuevo libro: Aurora. Es un invierno duro; «carezco de estufa», le dice a su amigo Peter Gast en una carta ¿Cómo pasa los días y las noches Nietzsche? Recurramos a una página famosa y brillante de Stefan Zweig, que, si bien es aplicable también a otras temporadas de la vida de Nietzsche, parece estar escrita con los ojos puestos de manera especial en este invierno genovés de 1880 a 1881. «Imagen del hombre» la denomina su autor, y dice así:

«Un mezquino comedor de una pensión de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de las veces algunas señoras viejas en small talk, es decir, en menuda conversación. La campana ha llamado ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque Nietzsche, que tiene "seis séptimas de ciego", anda casi tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado, oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la conversación y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se aproxima a la mesa con paso incierto de miope, va probando los alimentos con precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y si éste enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni un vaso de cerveza, nada de alcohol, nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de cortesía en voz baja, con el vecino de mesa (como hablaría alguien que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo a que le pregunten demasiado).»

Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas, pero ni una flor, ni un adorno; algún libro y apenas, y muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con qué combatir sus dolores de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los calambres del estómago, los vómitos, para vencer su pereza intestinal y, sobre todo, para combatir con cloral y veronal su terrible insomnio. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible hallar otro reposo que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y en una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente, durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que sus ojos le arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos. Nadie le saluda jamás, nadie le para jamás. El tiempo malo, la nieve, la lluvia, todo eso que él odia tanto, le retiene prisionero en su cuarto, nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para buscar otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té flojo y en seguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas enteras vela junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre tensos, se aflojen de cansancio. Después echa mano del cloral u otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas, como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.»

El 25 de enero de 1881 Nietzsche envía a Gast el borrador de Aurora, con el fin de que haga una copia en limpio. Y por fin hacia mediados de marzo consiguen entre ambos tener listo el manuscrito para la imprenta. Es el momento en que Nietzsche decide tomarse un descanso, y pregunta a su viejo amigo Gers- dorff si estaría dispuesto a marchar con él a Túnez y pasar allí juntos uno o dos años. Poco después, sin embargo, el conflicto franco-tunecino impide la realización de ese proyecto, y Nietzsche, el 1 de mayo, va con su amigo Peter Gast a pasar unas semanas en la estación termal de Recoaro, cerca de Vicenza.

Recoaro es el lugar donde acontece el primer presentimiento de lo que será Así habló Zaratustra. Es un presentimiento nebuloso, ni conceptual ni figurativo, como los dos a que luego nos referiremos. Es tan sólo «un signo precursor», que consiste en «un cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mi gusto, sobre todo en la música». Las palabras de Nietzsche aluden a ese cambio enigmáticamente: «En una pequeña localidad termal de montaña, no lejos de Vicenza, en Recoaro, donde pasé la primavera del año 1881, descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, también él un "renacido" que el fénix Música pasaba volando a nuestro lado con un plumaje más ligero y más luminoso del que nunca había exhibido» (Ecce homo, pp. 93-94). Nada más. En esta visión del fénix Música se sitúa lo que hemos llamado la génesis afectiva de Así habló Zaratustra.

«¿Cómo decir en una sola palabra hacia dónde tienden todas las energías que tengo dentro de mí? Y si yo supiese esa palabra, no la diría», le escribe Nietzsche a su hermana desde Recoaro poco antes de salir para Suiza, donde pasará el verano. Y donde tendrá lugar aquel conocido episodio que aquí calificamos de «génesis conceptual» de esta obra.

«Voy a contar ahora la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que se puede llegar en absoluto, - es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está escrito: "A 6.000 pies más allá del hombre y del tiempo." Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento» (Ecce homo, p. 93).

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