domingo, 24 de mayo de 2020

13 Historias Siniestras y Nocturnas

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (Königsberg, 1776 - Berlín, 1822), el más universal de los escritores «románticos» alemanes, participó de todas las inquietudes artísticas de su época: fue compositor, pintor y, por supuesto, también escritor, todo ello combinado con cargos intermitentes en la administración del Estado prusiano derivados de su profesión de jurista. Sus obras musicales, a pesar del empeño y el cariño que puso en ellas, han sido olvidadas. Hoffmann triunfó, en cambio, en una actividad que él consideraba secundaria comparada con la creación musical: la literatura, a la cual se enfrentó con intenciones de carácter más lúdico que «serio».

Pero, tal vez por eso, porque carece de intención trascendente o intelectual, la obra escrita que Hoffmann nos legó despide, en general, tanta gracia y espontaneidad junto a la más absoluta desinhibición, y se convierte así en el testimonio de un espíritu libre y vigoroso, de un agudísimo y perspicaz conocedor de los intersticios y trasfondos tanto de la sociedad de su tiempo como, en general, del ser humano y su esencia. Natural de Königsberg, en la Prusia Oriental, la vida de Hoffmann transcurrió entre varias ciudades debido, en un principio, a su condición de magistrado al servicio del Estado prusiano, y más adelante a causa de las azarosas circunstancias de su vida que, como director de teatro o simple escritor «independiente», lo llevaban sin cesar de un lugar a otro. Varsovia, Bamberg, Berlín, Dresde, Leipzig… Todas ellas jugaron un importantísimo papel cultural en su época. Ese constante ir de acá para allá permitió a Hoffmann mantenerse en íntimo contacto con las ideas y las vicisitudes de su tiempo, históricamente importantísimo, uno de los que más huella dejaría en la posteridad. La época de su florecimiento como artista fue la del Romanticismo alemán y las guerras napoleónicas, que tantos cambios políticos y sociales trajeron consigo.

Allí donde Hoffmann se establecía no dejaba nunca de crear. Su ilusión era la composición musical, la música, la más grande de todas las artes; Mozart, Gluck y Beethoven eran sus genios favoritos, sus ideales, a los cuales deseaba sacrificar todas sus fuerzas espirituales (Hoffmann cambió su tercer nombre «Wilhelm», por el de «Amadeus», en honor a Mozart, y el día que recibió unas líneas laudatorias de Beethoven lo consideró «el día más feliz de mi vida»). Tampoco olvidaba la pintura (escenarios de teatro, caricaturas, retratos, etc.), ni dejó nunca de pasar aprietos económicos y penalidades: a causa de las guerras napoleónicas perdió el empleo como funcionario del Estado; se ofreció como director musical de teatro y obtuvo plaza en Bamberg. Mal pagado y apesadumbrado por el escaso éxito de sus desvelos como compositor, casado y con varios hijos, vivió épocas de verdaderos hundimientos económicos y morales. Tras el éxito de sus críticas musicales aparecidas en diferentes revistas culturales de la época y de sus pequeñas fantasías lúdicas, relatos cortos sobre música o compositores, ve la posibilidad de dedicarse —ya a sus treinta y tres años— de modo más intenso a la actividad de escribir. La primera de estas «piezas fantásticas», que publica en 1809 fue El caballero Gluck, recogido en el presente volumen.




Tras conocer a su futuro editor —C. F. Kunz—, Hoffmann comienza a plantearse la actividad literaria como un medio de incrementar algo sus exiguos ingresos. En poco más de diez años, y tras un intensísimo trabajo creativo, Hoffmann llegó a ser uno de los más famosos escritores vivos de su época. Sus Fantasías a la manera de Callot (1814-1815), recopilación de aquellos primeros cuentos un tanto grotescos y fantásticos, la colección de cuentos siniestros y «negros»: Nocturnos (1817), su novela «gótica» Los elixires del diablo (1815-1816); Los hermanos de San Serapión (1819-1921), recopilación de historias extraordinarias donde pone de manifiesto toda una teoría del arte romántico y, finalmente, su última novela Opiniones del gato Murr (1820-1822), sirvieron para granjearle enorme consideración entre sus contemporáneos. Como años más tarde sucedería con uno de sus geniales sucesores, Edgar Allan Poe (1809-1849), la desmesurada inclinación hacia la bebida que sentía Hoffmann, de la que se servía para consolar sus penalidades, y también como musa inspiradora, para abrir los ojos del alma a la percepción de la realidad y capacitarlo para animar sus fantasías y sus inolvidables personajes, fue minando de manera irremediable su salud: murió a los cuarenta y seis años, en plena madurez de su genio.
Hoffmann y su época

En la Prusia de finales del siglo XVIII y principios del XIX, la cultura era una vocación que sentían la mayoría de los ciudadanos. En un país donde «llevar un libro en el bolsillo» era una moda, donde el «romanticismo» a lo Werther hacía estragos entre la juventud de ambos sexos, donde se devoraban más «novelas» que en ningún otro país de Europa y la lectura era casi un deporte nacional, un espíritu libre, provocador y fantasioso como Hoffmann tenía grandes posibilidades de gustar; y es que encarnaba a la perfección un tipo social mitificado por una juventud necesitada de otros modelos y de otros héroes bien distintos de aquellos anteriores, de perfiles clásicos, modelados por la Ilustración, a los que la generación de los Wieland y los Herder la tenían acostumbrada. Goethe, con todo su clasicismo, es el impulsor de dicha juventud con su novela Las penas del joven Werther (1774); a partir del personaje de Werther, y del encumbramiento que, a través de él, hace Goethe del arte y el amor, se desata la fiebre de lecturas, de enamoramientos idílicos, ideales o imposibles, y con ella comienza a imponerse en la nueva generación un ideal de hombre decidido y libre que lucha en contra de la convención y del filisteísmo social, pero también el ideal de «genio artístico», del «hombre genial». La idea paradigmática de «genio» se propaga entre los jóvenes románticos como un reguero de pólvora: «genio» es quien dicta normas al arte y a la sociedad. Genio es quien descubre, quien inventa, quien escudriña tanto la vida y el arte como la Naturaleza entera; además, no se asusta de sus impulsos creadores y los plasma en sus obras.

En un principio, tras Goethe y su «Werther», tras la influyente traducción del Don Quijote al alemán por Tieck, es la pasión por lo ideal, por la belleza y el arte «bello», por una moralidad inmaculada, la que impulsa al nuevo héroe, arquetipo juvenil de esa sociedad prusiana, constituida principalmente por militares, burócratas y comerciantes. El Sturm und Drang, la explosión de los ideales idílicos, da paso, casi inmediatamente, a lo que será el «Romanticismo», movimiento que irrumpe con fuerza inusitada en el nuevo siglo y que, a pesar de su corta duración —veinte años para algunos, treinta para otros— deja secuelas imborrables en prácticamente el resto del siglo. El Romanticismo, al rendir un culto desmesurado a lo irracional, al «sentimiento», desmitifica la razón. Lo inmaculado de una Razón Pura es ahora sustituido por la creencia piadosa, por una irracionalidad ideal imbuida de fe cristalina e inocente devoción, del ansia de retorno a la pureza de las almas de los caballeros y las damas medievales, o de los monjes eremitas ansiosos de salvación. Esta irracionalidad edulcorada y novelesca de un primer Romanticismo, que podríamos denominar «blando», tiene, sin embargo, unas consecuencias extraordinarias para la posteridad literaria y científica del siglo XIX, puesto que lo empuja a transformarse en algo insospechado y difícil de detener: la Naturaleza entera, el conjunto de la sociedad y el conjunto del arte, van a trocarse en algo insospechado a consecuencia del rechazo de la mera razón o del simple y llano sentido común propugnado por los intelectuales y artistas, pero sobre todo, también por la juventud de entresiglos, que recibe con los brazos abiertos la irrupción de lo irracional. Bajo estas nuevas rúbricas comienzan a ser descubiertas, tanto por el filósofo como por el buen burgués, «otras razones» y otros «ámbitos de realidad» que escapan a toda predicción.

Junto al gusto por lo ideal y lo irracional, llega también el amor por lo fantástico; junto a la predilección por los dioses olímpicos o los mitos cristianos, despierta el culto a lo demoníaco; junto al sentimiento apasionado nace también la pasión exultante, codeándose con el éxtasis místico, el éxtasis sensual. Junto a la luz, las tinieblas con todos sus secretos, empañadores malévolos de lo diáfano del ideal.

De Inglaterra llega, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, el gusto artístico por lo «gótico», recuerdo de una Edad Media mistificada y tenebrosa que, en un principio, se suma a ese Romanticismo «blando», no impregnado todavía de elementos terroríficos, pero que se siente impulsado a abrazarlos, al hallarse, en su versión popular, mejor dispuesto para asimilar las influencias del terror y la bruma británica que la piedad del cristianismo puro. Los paisajes se transforman: en vez de Grecia —el ideal de un Goethe, un Schiller, o un Hölderlin—, serán España e Italia o los fríos páramos ingleses y las selvas de Turingia, los escenarios de la nueva simbología. Poco a poco, las tinieblas van sustituyendo a la luz, y la Naturaleza, que en la Época Clásica simbolizó la belleza, considerada una madre bondadosa que vela por su prole, perfecta y moral, se transformará ahora en un monstruo que, al devorar a sus criaturas, acaba por devorarse también a sí misma.

Esa Naturaleza se muestra irracional, oscura, malévola, llena de misterios inexplicables, omnipotente, libre y amoral. Los científicos y filósofos suplantan, en sus afanes de conocimiento, a los monjes, que ahora se revelan como hipócritas cegados por sus pasiones. También estas transformaciones afectan al ámbito social: los apacibles burgueses acaban por convertirse en vulgares dilapidadores o crueles tiranos de sus familias o de sus congéneres; las damas purísimas son siempre bobas, pobres almas, víctimas dolientes a las que seres malvados conquistan con fines perversos y libidinosos…

En este Romanticismo, ya más tenebroso que idealizador, y mucho más lúcido que miope, es en el que puede enmarcarse la obra de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.

H. P. Lovecraft dice de Hoffmann en su ensayo Supernatural horror in Literature[1] que sus «célebres relatos y novelas… se caracterizan por la riqueza de fondo y madurez de forma, aunque tienden hacia la ligereza y la extravagancia, y carecen de esos momentos de terror intenso y sobrecogedor que un escritor menos sofisticado habría conseguido.» Y, en cierta manera, da en el blanco: Hoffmann es ante todo un escritor sofisticado, un malabarista del lenguaje; profundo, sin dejar de ser ligero y, por supuesto, satírico y grotesco. Es incapaz de tomarse en serio tanto la vida como la literatura; la vida es algo que le «pasa», lo cotidiano, un algo molesto que se entremete sin cesar en sus ensoñaciones, en su yo; por eso tiene que satirizarlo, para que le resulte más llevadero. Los relatos de Hoffmann, si dejamos a un lado los verdaderamente fantásticos, rayanos en el surrealismo, como su célebre Puchero de oro, Maese Pulga, La Princesa Bambrilla, etc., verdaderas obras maestras de la sátira y lo extravagante, y nos referimos ahora a estas historias de corte más siniestro o inquietante y nocturno que presentamos, son, ante todo, recreaciones interiores de la realidad, obras de arte cuyo estilo hoy día calificaríamos de «realismo mágico». Éstas, a la manera de los mitos y las leyendas antiguas, presentan al lector figuras de trazos y caracteres casi paradigmáticos que, por su generalidad, definen casi de forma alegórica caracteres humanos fácilmente comprensibles, si bien no por eso superficiales, además de situaciones de la época captadas con gran realismo. Hoffmann se ríe de lo que ve con amargura e ironía, como quien descubre una verdad demasiado terrible y debe paliar su dolor con el escepticismo y la carcajada. Así, por ejemplo, convierte a sus «genios del mal» —personajes tan característicos de los relatos del presente volumen— en trasuntos amargos y desmitificados del «artista genial», entronizado por el Clasicismo y el Sturm und Drang. El «genio», ese ser superior portador de capacidades para aprehender la belleza ideal, y con poder absoluto para «procrear en lo bello», se transforma en estas historias siniestras en un ser aislado del resto de sus semejantes, trágico, incomprendido, abocado la mayor parte de las veces a la locura; pero, como antagonista del filisteo, y por eso, contrario a la comodidad y a la cotidianidad a las que desprecia llevado de su pasión por el arte e imbuido de ideal, se convertirá, al fin, en portador de la desgracia, la autodestrucción o la aniquilación de sus semejantes. Por consiguiente, aquel genio clásico será ahora el enemigo de la vida emparentado con la muerte. En esta caracterización del genio, Hoffmann ironiza no sólo sobre aquellos ideales clásicos, sino sobre su propia vida. Tal vez la normalidad, con todo su filisteísmo, sea más aconsejable para autoconservarse…

Hay ironía también en la descripción del ambiente, tan finamente captado, de las reuniones de nobles o personas acomodadas en las que se discuten los nuevos descubrimientos físicos o los avances en la interpretación de los sueños y las curas magnéticas; enseguida percibimos el toque hoffmanniano al introducir sus efectos en la vida cotidiana, demostrando lo absurdo y lo siniestro de la misma, cuando deja que la dominen otros intereses aparte de lo baladí y peregrino de lo vulgar. Pero, aunque estas pequeñas joyas hoffmannianas satiricen o reduzcan al absurdo elementos de su época, no pierden por ello su frescura ni su interés; su carácter aparentemente lúdico no las priva de otro carácter documental. Se advierte que están escritas no para todos los públicos, sino para un lector culto, que igual que se dejaba seducir por la literatura científica o filosófica de la época, también acogía con gozo los best-sellers de entonces, es decir, las novelas «góticas» (El Monje de M. G. Lewis, fue uno de estos best-seller. El propio Hoffmann escribió su novela los Elixires del diablo —muy influido por el éxito de aquél— con la intención de ganar dinero con ella) y los cuentos fabulosos o de terror, además de las novelas románticas, de «artista», y la poesía. Toda esta literatura estaba destinada a un público al que deseaba deleitar en sus ratos de ocio, si bien a costa de vulgarizar un tanto las cuestiones serias promovidas por los científicos y los filósofos de la época, que, por otra parte, tanto atraían también a dichos lectores. Lo cierto es que Hoffmann, imitando o satirizando, o simplemente popularizando, crea un ámbito propio, original y desinhibido, reflejo de su propia personalidad, que muestra una sociedad que hoy podemos recordar con nostalgia; su comicidad es, por otra parte, idéntica a la que advertimos muy a menudo cuando leemos las grandes novelas del espíritu que fueron las farragosas obras filosóficas de aquel tiempo, las cuales, al fin y al cabo, no son sino otros puntos de vista subjetivos de la misma realidad.

Como verdadero artista, Hoffmann desarrolló su propia manera de crear, visible, por lo demás, en la declaración de principios del Romanticismo cuando propugnaba la exclusión de la razón y la prevalencia del sentimiento sobre el sentido común. El universo musical en el que Hoffmann se hallaba sumergido fue el paso previo a sus siguientes composiciones escritas, que, en realidad, como ya hemos apuntado más arriba, no fueron sino «visiones» surgidas de su particular percepción de la realidad. Es decir, antes de crear se imponía «ver la creación misma, la criatura.» La imaginación más que la razón, la capacidad de representarse en el «alma» (concepto que sustituía al de «mente») los acontecimientos que van a ser descritos en la obra y, sobre todo, haberlos vivido —pues «ver con el alma» es una manera de vivir tan sensible como cualquier otra—, habilita al artista para crear. Crea quien tiene «Ideas» —en el sentido platónico del término, como paradigmas del alma—, y, además, aquel que posee la capacidad de representárselas en su interior con todo el colorido con que desea mostrarlas al mundo. La música más genial no es más que «música interior»; la pintura, la escultura, no son más que intimidad hecha imagen, «copia» del paisaje subjetivo mostrado previamente en la «Idea». En los Hermanos de San Serapión, Hoffmann recomienda a sus amigos —a su vez todos ellos grandes poetas que se hallan reunidos en tertulia para contar historias— que antes de hablar «cada uno compruebe cuidadosamente si efectivamente ha visto lo que pretende comunicar a los demás. O, cuando menos, que cada uno se tome en serio la tarea de aprehender muy bien las imágenes interiores, con todos sus perfiles, colores, luces y sombras, y luego, cuando se sienta bien inflamado de ellas, que las exponga al mundo exterior.» No es, pues, la realidad externa la que el artista pretende exponer, sino la realidad más íntima. El ojo subjetivo, el ojo del alma es el órgano que mediatiza la exposición: de ahí toda la riqueza de inusitados matices que se expondrá a los espectadores o lectores, ya que ese ojo se nutre de una visión sin barreras. He aquí por qué la personalidad de Hoffmann y su singular visión de la realidad (una realidad interiorizada en la que cabe todo, desde la imaginación y la fantasía, pasando por la representación) tiñen unas historias que, como las de todo creador genial, poseen vida propia, pues han surgido de una «vida interior» que las ha originado.

En estos cuentos de carácter siniestro que presentamos, la realidad que Hoffmann nos describe aparece plagada de pasión y de personajes terribles y enigmáticos: modelos de fuerza y locura como el «doctor Trabaccio» de su Ignaz Denner, los barones de la familia «von R.», en El Mayorazgo —verdadera novela con todos los ingredientes característicos de lo «gótico»—, el inolvidable Coppola o Coppelius de El hombre de la arena o el maestro Cardillac de La Señorita de Scudéry. Seres poderosos y dominantes que llevan su voluntad hasta el extremo de someter a sus semejantes y, en nombre de su única e íntima pasión, aniquilarlos y anularlos: son trasuntos de la maldad en la Naturaleza, que, sirviéndose de sus artimañas y poder maléfico de conjuración, elaboran una realidad a su propia medida, que horroriza precisamente cuando nos damos cuenta de que en ella la única moral que impera es la de la fuerza y la del yo terrible e insaciable. Nadie muestra tan bien como Hoffmann, a través de algunos de estos personajes, los modelos paradigmáticos de la afirmación y de la voluntad de dominio: el Alban de El magnetizador o el oscuro conde «S…i» de El huésped siniestro pueden ser vistos hoy, a la luz de los peores delirios del Nietzsche al borde del derrumbe final o de los de sus peores intérpretes, como una anticipación del super-hombre soñado por el gran filósofo trágico.

Sin embargo, nada tan extraordinario como la descripción que hace Hoffmann de la locura de un Cardillac en La señorita de Scudéry, la del pobre pintor Berthold en La iglesia de los Jesuitas de G***, o la del Barón von B. en La suerte del jugador. Con ellos Hoffmann parece alertar al lector de los peligros de la pasión desmesurada y, a su vez, desmitificar el culto de toda una época de la que él sigue siendo de manera paradójica, uno de sus mayores exponentes. Hasta el propio Thomas Mann beberá más tarde de esta fuente hoffmanniana: creación, locura y muerte comienzan a ser ya un triángulo que irremediablemente conduce a épocas «terribles», sordas ya a los sones de la creación ideal del primer Romanticismo y la Época Clásica.

Los trece relatos que componen el presente volumen han sido traducidos de la edición alemana de obras completas de E. T. A. Hoffmann: E. T. A. Hoffmann Sämtliche Werke (6 vol.) de W. Müller-Seidel, Fr. Schnapp, W. Kronn y W. Segebrecht, Winkler Verlag, München, 1967 - 1981. De ahí provienen también gran parte de las notas a pie de página. En el caso de El hombre de la arena, El mayorazgo y La señorita de Scudéry, se han consultado además las ediciones de estos títulos de la editorial Reclam (Stuttgart).

Luis Fernando Moreno Claros
Salamanca, septiembre, 1997

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