lunes, 15 de junio de 2020

Cuentos Completos de Alfredo Bryce Echenique

El extraordinario favor que los públicos de España y América Latina dispensan actualmente a la obra narrativa de Alfredo Bryce Echenique requiere, en sí mismo, atención. Las novelas de este autor son algo más que extensas, suelen ser exhaustivas; y en tanto biografías imaginarias, aunque probables, se deben al arte del sujeto digresivo: y, en fin, se demoran en personajes peruanos y latinoamericanos, cuyas aventuras trashumantes son, por los menos, una licencia de la fábula y la argumentación.

No en vano, la estética de la «exageración» en estos libros presupone la libertad de recomenzar, pero sobre todo la de no acabar; esto es, la condición procesal, abierta, indeterminada, de la subjetividad en el relato. Parece evidente que los lectores que prefieren a Bryce Echenique, al punto de haberlo convertido en uno de los autores latinoamericanos más leídos de España y América Latina, no encuentran en ese arte de narrar dificultad o extrañeza. Más bien, gracias al humor anecdótico, a la autoironía emotiva, y a la comedia de las equivocaciones del sujeto antiheroico, responden con empatía, complicidad y afecto a la renovada conversación amena que estos libros convocan.

La fascinación que suelen producir estos libros parece remontarse a las virtudes arcaicas del arte del cuento, pero no de cualquier cuento sino del relato de la vida. En efecto, en la tradición del relato, allí donde se funden el hablante, el habla oral y la fábula, el cuento de lo vivido posee la poderosa apelación de la experiencia novelesca de la aventura hecha fabulación. Si el cuento salva la vida a Sherezada, el cuento de su propia vida le gana a Otelo el amor de su dama. En nuestras literaturas, por otra parte, la persuasión del yo (narrador narrado) es, de por sí, un proyecto romántico: a diferencia del yo en inglés o en francés, más dictaminados por la racionalidad pronominal y por la lógica de un sujeto probatorio; en castellano, el yo del relato suele abrir la historia alterna de una subjetividad que pone a prueba los órdenes de lo real. Se trata, evidentemente, de un yo más procesal que situado, más hipotético que canónico. En la narrativa de Bryce Echenique, además, el yo no es sólo antiheroico (al modo clásico del «fool», del pharmacos) sino que protagoniza la comedia de su propio nacimiento histriónico. Es construido contra la corriente (se forma en las rupturas del ciclo ritual iniciático), y es por eso un sujeto disociado, incluso desocializado. Pero se construye también en la corriente alterna del diálogo propicio (las alianzas del amor y la amistad, las reparaciones del recuento, la ternura de la memoria), uno de cuyos términos es el tú del lector. Esta comedia del yo, por lo demás, es enteramente novelesca: el yo es un cuento, el sujeto un discurso, la persona una comedia.

Por eso, en la narrativa de Bryce Echenique más que de la socialización y de la personalización (esos dramas robustos de la novela, típicamente latinoamericana, dada a testimoniar la fractura del código social) se trata de la verbalización; esto es, de la conquista de un discurso cuya ductilidad sea capaz de abrir un espacio anímico propio dentro del mismo infierno de las clases sociales y la realidad brutal y trivial. Para sostener ese espacio se requiere de la complicidad del lector testigo del proceso de este nacimiento de un sujeto que para sobrevivir a la violencia intrínseca del orden sólo tiene a las palabras que lo rehacen al decirlo. Por lo tanto, su aventura, el desencadenamiento de su fábula (como si fuera un Quijote en pos de sí mismo) seguirá, no el esquema previsto de la formación del sujeto (novela de educación), sino el camino opuesto, el de la irónica comedia de su vida improbable y su fabulación sentimental.




Pero antes que en las historias mismas, la convocación al lector se da en el acto del habla como acto de vida. Es decir, en la contaminación novelesca. Ocurre, en efecto, que esta novela de lo vivido contra la corriente incluye al lector como sujeto novelesco o, al menos, novelable. Porque el principio biografista de estas novelas es que toda vida es, vivida contra la codificación social que la norma, cuento ella misma; y que, dados a contarnos los unos a los otros, el mundo sería una novela de Bryce Echenique, una biografía sin pérdida, capaz de recuperarnos como sujetos del habla mutua. Se diría que Bryce Echenique no ha requerido refutar lo real sino desatarlo para demostrar su arbitrariedad. Y lo ha hecho desde la conversión del mundo en biografía universal: si todo es vida, si cada quien es una novela, quiere decir que se ha impuesto una radical subjetividad y que, desde ella, no sólo el lector es más veraz; sobre todo, el autor, el sujeto liberado por esta discursividad inexhausta, termina siendo la mejor invención del arte de contar. Paradoja de la novela posmoderna: el sujeto más genuino es el más público; la intimidad más cierta se debe a la comedia más incierta. Otra ironía de este proceso de verbalización, de equivalencias, sustituciones y permutaciones, suscitado por la escritura multibiográfica.

Todo comienza en los cuentos. Pero en el principio no era el cuento sino su pérdida, literal y simbólica: Alfredo Bryce Echenique ha contado, en sus «antimemorias» (Permiso para vivir, esto es, licencia para hablar), cómo extravió, en un taxi, en París, el único manuscrito de su primer libro de relatos, Huerto cerrado (título adscrito por Julio Ramón Ribeyro, padrino putativo de esa pérdida); y cómo, en una ceremonia de extraordinaria implicancia analítica, volvió a escribir, reconstruyó esos cuentos perdidos. Esta operación se nos revela, ahora, como la primera prueba de la peculiaridad biográfica de la escritura de Bryce Echenique. Si el olvido es una economía de la memoria, esta escritura en cambio, es un teatro nemótico sin sombra, sin desgaste, olvido o pérdida. Los límites de mi lenguaje son los de mi memoria, podría haber dicho Bryce Echenique, mientras recordaba (reescribía) esos cuentos cuya escritura reciente favorecía, justamente, el recuerdo. Recobrada una vez, la vida escrita podía ser reconstruida una vez más: entre el primer texto (perdido) y el nuevo texto (equivalente), el lenguaje de este autor pudo haber suscitado varias otras versiones (ocupando el registro posible del habla, del soliloquio al coro); ya que lo propio de lo vivido (cuanto más imaginado más vivido) es convertirse en discurso, en diálogo, en otra ruta abierta en las fronteras del lenguaje. Ese territorio expansivo es también el país de la memoria: hablar y recordar son los dos lados de la misma biografía: o en este caso, grafovida.

De cualquier modo, este acto de recuperación es central a la escritura de Bryce Echenique. Y su carácter operativo, su meticuloso re-nacimiento, sugiere un gesto autogenético, ya que la escritura no compite con el olvido sino con la memoria, a la que encarna y reproduce. Y tiene, por lo mismo, la función articulatoria, reticular, de una red que cala y recala en el lenguaje, como el mapa momentáneo de sus aguas clásicas y tormentas románticas. Si alguna evolución demuestran estos cuentos, es en la función tentativa de esa cala, en el sesgo imprevisto de ese mapa, y en el acopio más interior de esas redes. Por otra parte, reescribir cada relato en el palimpsesto de la memoria, convierte al mismo en ejemplar. No en vano, estos primeros relatos de Huerto cerrado (1968) dicen más de lo que dicen al nivel de la anécdota misma, que es toda una demostración. Mientras que los relatos de La felicidad ja ja (1974) son recuentos más prolijos, que ilustran la flexibilidad de la red sumaria pero, esta vez, también el repertorio de la tipicidad peruana, de sus máscaras de artificio en una sociedad que se representa como si fuese todo lo real. Si en los primeros cuentos se trata, entonces, de reconstruir la tipología de la vida peruana, como sintomatología del destino social del sujeto de la modernidad crítica: en los de la «felicidad» irónica se trata, más bien, de la tipología biográfica, de los balances de frustración y consolación de aquel sujeto construido como un espejismo de esa sociedad. Y en el tercer tomo de relatos, Magdalena peruana (1986), libre ya de las representaciones tópicas, Bryce Echenique se entrega, con mayor fruición y mejor libertad, a explorar formulaciones distintas, que van de la crónica a la anotación, del fragmento autobiográfico a la carta del lector. En estos últimos relatos, el autor incluso se complace en la autorreferencia, en la cita de su obra vuelta a contar, en el placer de la textualidad, que es el de la perspectiva lúdica, cuando la memoria a la mano se prodiga en las excelencias de su precisión. Es lo que ocurre con El breve retorno de Florence este otoño, que no sólo es un gran cuento por su factura y agudeza sino que es una verdadera poética narrativa, porque sus personajes dan la medida «del ángel o duende» que no deben perder «las historias». Al final, se trata de este encantamiento de lo vivo que es el contar.

Pues bien, ya en el primer libro, Dos indios y Con Jimmy, en Paracas, las dos primeras historias son de encanto y desencanto. En el primero, el drama de la memoria es el de la identidad. En el segundo, el de las lecciones de la iniciación social. No es casual que presidan la cuentística de Bryce Echenique estos dos paradigmas de la memoria como proyecto del sujeto (en este caso de la parte del yo que nos aguarda en el Otro) y de las paradojas de la socialización de su íntima violencia. Si en el primero el regreso al país natal abre un espacio simbólico de reconocimientos; en el segundo el destino social recusa la autoridad (paterna) del código y deja paso a la sensibilidad (moral) de la crítica. Los cuentos de La felicidad ja ja explorarán por su parte la arbitrariedad de esos códigos, la contradictoria hechura social del sujeto. En el caso de Baby Schiaffino, sintomático de las paradojas del acatamiento del código, de su costo, porque el personaje integrado ha vivido «una inalcanzable dimensión de la belleza», pero como «nada correspondía a su realidad», sólo puede resignarse al pacto social que lo hace triunfar, ya que, por lo demás, «dónde se ha visto un diplomático triste». Su libro de cuentos menos sujeto a escenario social, más libre en sus formas y calas, Magdalena peruana, se adentra en los espacios alternos de la subjetividad, donde lo social es una representación tal vez incólume pero canjeable, permutante; esto es, ahora el lenguaje es capaz no sólo de decir el entramado fatal de lo social sino también de desdecirlo, subvirtiendo su orden naturalizado. Es lo que ocurre en El Papa Guido Sin Número, donde la autoridad del padre, una vez más, es desmentida por la hipérbole del cuento dentro del cuento, por el puro ilusionismo sustitutivo que corresponde a la palabra disgregadora del hijo. En efecto, en la obra de Bryce Echenique el código es guardado por el padre, mientras que la digresión dialógica es el margen del hijo. Que la cuentística es una parte decisiva de la obra del autor lo vendrá a demostrar su última novela, No me esperen en abril (1995); porque esta formidable apoteosis contra el olvido, verdadera summa del arte de narrar bryceano, se remonta a algunas instancias matrices de esos relatos, aludidos y citados como claves de gestación interna.

Alfredo Bryce Echenique ha contado que el descubrimiento de los cuentos de Julio Cortázar está al comienzo del encuentro de su propia voz. Esa instancia de autorreconocimiento en la intimidad cortazariana, en ese espejo verbal de excepción, ocurre cuando escribía Huerto cerrado, entre 1965 y 1966; y, de otro modo, alude más que a una mera influencia literaria, a la latente pregunta por la identidad, planteada como una historia de la memoria (porque si la formación de la memoria postula la del sujeto, el cuento debe rehacer el camino por el vía crucis de la biografía socializada): si bien esta empresa, salvada por el humor, sólo podía terminar en el tropo del sujeto situado. Por eso, se puede especular que el encuentro de una voz más propia (un coloquio que lee lo social desde su trama subjetiva, y cuyo primer producto inmediato y ya distintivo es Con Jimmy, en Paracas) no supone solamente la mayor flexibilidad del habla narrativa sino, sobre todo, la posible libertad del sujeto de su correlato socialmente sancionado. Y, como es claro, lo más creativo de esta dicción bryceana (de este coloquio de la fruición de nostalgia e ironía, de crítica y simpatía) es, precisamente, la ruptura que practica en el muro de la representación social (que Vargas Llosa levantó como una verdadera prisión del sujeto condenado al trauma de la comunidad imposible, borrada su subjetividad por una realidad tan incólume como banal). Por eso, la memorable fractura bryceana deja paso al ligero, inquieto espacio de una subjetividad hipersensible, sentimental y vulnerable, donde el juego protagoniza su propio mundo como una licencia del habla contradictoria. Con arrebato poético, con hipérbole emotiva, esa dicción bryceana es, hoy por hoy, uno de los modos más gratuitos y más genuinos de contradecir la fatalidad determinista y traumática de las representaciones sociales, características del sociologismo latinoamericano, de sus versiones totalizadoras y mecanicistas (derivadas por igual de una Ilustración desmentida y de un Arielismo venido a menos; alimentadas por las izquierdas clásicas, primero; y después por el neoliberalismo homogeneizador, intolerante con la diferencia cultural). Frente a esos robustos dictámenes de la supuesta negatividad social, el alegato de Bryce Echenique no sólo es más escéptico e irónico (como era ya el elegante escepticismo de Julio Ramón Ribeyro ante los reclamos por la verdad que practicaban, a costa de los demás, los guardianes de turno); ese alegato marginal es también más vivencial y, en los últimos cuentos, más arriesgado. Asume, en verdad, el mayor riesgo: lleva a su sujeto al corazón mismo del laberinto social (donde predominan la injusticia, la discriminación, la violencia moral) y logra abrir allí espacios de existencia genuina; no la mera caricatura o la fácil condena, sino la humanidad arbitraria y paradójica de lo vivo. Esa complejidad anímica del coloquio maduro de este escritor registra, como un sismógrafo de la psiquis hispánica, la suma discordante de la experiencia de este mundo en esta lengua, este final de siglo. Registro que en estos cuentos es ya un ejercicio por darle a la palabra del Otro la función de espejo, la revelación del yo. En el caso de Bryce Echenique, del y/o. Del sujeto incorporativo y disyuntivo, de la identidad y de la alteridad, nacido del relato.

Quizá sea revelador, por lo mismo, que el cuento que da título a la última colección dialogue con otro de Julio Ramón Ribeyro, El ropero, los viejos y la muerte (1972). En este relato Ribeyro practica una de las operaciones más sensibles de la indagación por la identidad peruana: reconstruir la arbitraria subjetividad del padre. En esa operación autorreflexiva, la escena original del habla se levanta como el teatro de la memoria, matriz del sujeto y modelo de la representación social. Allí la figura paterna cumple el verdadero acto aristocrático: asumir una causa perdida. Su identidad ya no tiene lugar en la sociedad modernizante, y su renuncia le devuelve a su linaje fantasmático. Bryce Echenique responde a la aguda pertinencia de ese cuento con Magdalena peruana (1986), donde la figura paterna, no menos arbitraria pero más estrambótica, extrema ese gesto aristocrático: asume la renuncia radical al país de origen, donde ni siquiera el lenguaje sirve para nombrar a las cosas, entrampado como está en el eufemismo y la verdad a medias. Sólo que en una hipérbole humorística y grotesca, la magdalena proustiana se ha transformado en otra, peruana, que convoca por la flatulencia un recuerdo del valor inverso. Predestinado, por lo tanto, no al habla sino a su inversión sarcástica, este anciano veraz demuestra que en la sociabilidad peruana se han perdido hasta las causas perdidas.

Y, con todo, aun en la tiranía feroz de las clases, aun entre las pestes ideológicas del racismo y el machismo, las historias de Alfredo Bryce Echenique recomienzan y ensayan la posibilidad de que el diálogo, la identificación del otro, no ilustre solamente un trauma social condenado a repetirse sino, más bien, el encuentro y hasta el encantamiento de la palabra mutua, de la mutua humanidad, casi siempre indeterminada y, a veces, milagrosa.

Julio Ortega
Providence, mayo de 1995

No hay comentarios:

Publicar un comentario