sábado, 4 de julio de 2020

Cuentos Completos

Ésta es la edición más completa de los cuentos de Roald Dahl. Ordenados de manera cronológica, incluye los relatos hasta ahora inéditos en castellano «Sólo esto», «No llegarán a viejos», «El ayer fue hermoso», «Alguien como tú», «Muerte de un hombre muy, muy viejo», «Madame Rosette», «Oh, dulce misterio de la vida» y «El librero». De toda la producción cuentística de Dahl, tan sólo quedan fuera «In the Ruins», «Smoked Cheese» y «The Sword», tres relatos que los herederos del autor no han permitido incluir en ninguna antología existente en cualquier idioma.

Llegué tarde a Roald Dahl, y permítanme comenzar con una afirmación que a cualquier amante de la literatura le parecería un disparate. Todos asumimos que hay clásicos que no hemos leído en los años juveniles o que los hemos leído por primera vez cuando ya teníamos una cierta formación literaria. Entendemos, pues, que un clásico se define porque llega a nosotros en cualquier momento de la vida, sin que las modas o las tendencias resten un ápice de valor a lo que un autor ha proporcionado a los lectores a lo largo de décadas o siglos. Aun así, insisto: llegué tarde a Roald Dahl. Fui consciente de esa penosa falta en mis lecturas cuando leía en voz alta a mi hijo Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate o Las brujas. Cierto es que a menudo la crítica minimiza la importancia de esos libros que pueden compartir con entusiasmo adultos y niños y que además de propiciar el nacimiento de nuevos lectores, generan una suerte de complicidad, de mundo íntimo compartido, que concierne a la literatura más que a ningún otro arte. El vínculo emocional que se genera entre el adulto y el niño por los cuentos compartidos no ha de agotarse en la vida. Por tanto, son poderosas las razones por las que debo estarle agradecida a este escritor galés, que poseía una envergadura física de marinero noruego y un alma sin edad que le impidieron envejecer como hombre y como escritor y le permitieron mantener un diálogo con lectores de todas las edades. Pero mientras leía estas extraordinarias novelas a mi hijo y las regalaba por doquier a los niños cercanos y queridos sentía un vacío retrospectivo, la pena por no haberlas tenido yo cuando era pequeña, en aquellos momentos en que devoraba cuanto libro caía en mis manos y estaba formando, sin yo saberlo, mi personalidad de lectora y de escritora.




Leer a un niño los libros del señor Dahl o ver cómo él solo se zambulle en sus páginas es asistir al espectáculo mismo de la literatura, a esa suspensión total del mundo real que rodea al lector y en el que, por un tiempo, deja de estar implicado. No disfruté de Dahl en mi infancia, y bien que lo siento, porque a buen seguro habría aumentado mi espíritu crítico y humorístico, que aunque fue alimentado por otras lecturas, siempre se trataba de una administración más lenta que la que ofrece el estilo subversivo de Dahl, que irrumpe en nuestra mente de la manera más directa posible; pero sería incierto afirmar que no experimenté el influjo de sus historias antes incluso de haberlo leído. Los episodios que Hitchcock rodó en los años cincuenta para televisión en su Alfred Hitchcock presenta estaban basados en algunos de los cuentos más emblemáticos de Dahl y se puede decir que en toda la serie había una especie de tono dahliano, una coherencia narrativa que respondía a los adjetivos que de manera más ajustada califican su obra: eran secos, ingeniosos y carentes de sentimentalismo.

Inmersa en este mar de narraciones extraordinarias he creído entrever las obsesiones de un autor que tiene por norma no mostrarse intrusivo en sus historias con pesadas consideraciones morales. La peripecia vital de Dahl, si se lee con ojos atentos, se encuentra entre estas páginas. No fue una vida fácil. Desde muy niño supo lo que era la pérdida de seres queridos, al perder a una hermana y a su padre. La madre, de origen noruego, a la que el autor estaba muy unido, quiso que Roald estudiara en un internado inglés, tal y como deseaba el difunto padre, y eso se convirtió en un calvario inesperado que inspiró no sólo el libro medio autobiográfico, Boy, que contiene muchas de sus penalidades de niño interno, sino alguno de los cuentos que se presentan en este volumen y, en realidad, toda su literatura.

Su obsesión por hacer justicia con los desamparados, con los débiles, salta a la vista en muchos de sus argumentos: desde el perturbador encuentro en un tren de cercanías de un hombre que va al trabajo con el que se supone era su compañero maltratador en el colegio, a la presencia de los niños perdidos en alguno de sus relatos de una segunda guerra mundial que también vivió en primera persona, como piloto de la RAF. Dahl no es cruel pero tiene muy claro quién es el malvado en un cuento y no muestra ningún interés en comprenderlo. Entiende la maldad como una característica que define por completo a un personaje y no trata de justificarlo psicológicamente. En ese aspecto, imita sin complejos la manera en que los cuentos clásicos estructuraban la división de papeles en una historia: los malos lo son sin matices; a los buenos se les permite casi cualquier atrocidad con tal de restablecer la justicia. Una mujer asesina a su marido porque descubre que éste está a punto de abandonarla; un hombre mata a un asesino de perros; un extraño personaje ha tratado de enriquecerse haciendo que sus contrincantes en las apuestas ofrezcan uno de los dedos de la mano como prenda. Para que exista el bien ha de existir el mal, para que haya un vencedor debe haber un vencido; para provocar inquietud en el lector Roald Dahl enfrenta a los personajes a situaciones macabras o morbosas.

Mientras la corrección política trató de borrar algunos relatos infantiles de Dahl del mapa, y en algún momento lo consiguió, como en el caso del genial Los cretinos —cuyo título fue retirado del catálogo de algunas editoriales—, la literatura de adultos se salvó por estar menos sobreprotegida que la infantil y por convertirse sus cuentos en fuente permanente de inspiración a creadores reconocidos también como clásicos, en el caso de Steven Spielberg, o aplaudidos por su modernidad, en el de Quentin Tarantino. Los críticos, siempre mezquinos con el arte del diálogo, han señalado en alguna ocasión, cómo no, una influencia notable del lenguaje cinematográfico en su estilo. Yo observaría justo lo contrario: Dahl ha servido de inspiración para varios grandes cineastas porque sus historias son concretas, no se andan por las ramas y tienen un argumento que conduce a una genial vuelta de tuerca final. Por otra parte, no eluden la crueldad, una característica común en el cine, y en contadas pinceladas que no perturban la imaginación de un director resumen la personalidad de los personajes. Son la base ideal para historias de cine. Por otra parte, estos cuentos están llenos de gente que habla. Hablan entre ellos, se explican a través del diálogo, o nos hablan directamente a nosotros, porque muchos de los relatos están escritos en primera persona: son individuos que rememoran alguna de las aventuras que marcaron sus vidas.

Era él mismo, Roald Dahl, un aventurero. No cabe la menor duda. Después de sus años sometido a la disciplina de un internado inglés podía con todo. Su juventud transcurrió en África. Los paisajes de Kenia o de Tanzania aparecen como escenario de las peripecias de los personajes; también el cielo que recorrió de un lado a otro de Europa en su calidad de piloto de la Royal Air Force. O América, donde fue destinado como servidor de las fuerzas aliadas y comenzó a curtirse como escritor narrando sus experiencias en la guerra. Se repuso en todas las etapas de su vida de adversidades que podrían haberle vencido y no lo hicieron: la orfandad, el desamparo, la soledad, la guerra. Más tarde, ya casado con la actriz Patricia Neal tuvo que enfrentarse a la pérdida de uno de sus hijos y al accidente de automóvil de Theo, el único varón, cuando era niño, que le trajo como consecuencia una hidrocefalia. Pero el espíritu constructivo de Dahl puso en marcha la máquina del ingenio y junto con dos amigos, uno neurólogo y el otro ingeniero, inventaron la Válvula Wade-Dahl-Till, que durante muchos años tuvo una indiscutible utilidad médica. El genio de los inventores también aparece en estos relatos, aunque sus máquinas estén al servicio de empresas extravagantes.

Sus hijos lo definían como un hombre permanentemente activo, amante de la vida, curioso y capaz de hacer frente a la desdicha. Fue la literatura su manera de comprender una vida llena de tropiezos. Escribió durante muchos años en Gipsy House, su casa de campo en el condado de Buckinghamshire, en un pequeño cobertizo, sentado en un confortable sillón orejero en el que colocaba un tablero sobre los reposabrazos. En ese escondite campestre fue donde pergeñó gran parte de estos argumentos; otros habían sido ya ideados y editados en su vida americana. Al mismo tiempo, se dedicaba a la jardinería y se entregaba a algunas actividades filantrópicas inspiradas por la enfermedad neurológica de su hijo. También dedicó tiempo y dinero a campañas de alfabetización. Su personalidad, por tanto, contiene una paradoja: por un lado, no podemos imaginarlo sin escribir, ni él mismo podía imaginarse sin una entrega permanente a la ficción; por otro, fueron tantas sus habilidades y sus aventuras, que sin duda era un hombre que contenía a otros muchos hombres posibles.

Lo que estos relatos nos dejan claro es su incontenible vitalismo: es como si una corriente de aire puro, fresco, nunca viciado sacudiera todas las páginas y nos impidiera leer rutinariamente. No son historias para moralistas, ni para pazguatos. Aquí hay hombres que antes de matar a las ratas estudian concienzudamente su compleja personalidad; aquí hay mujeres que guardan en un lugar recóndito de su corazón un rencor a su marido que espera el momento de hacerse presente; aquí hay mentes superdotadas que inventan máquinas que escriben novelas de éxito, o jóvenes que emprenden una empresa cuyo negocio consiste en castigar a periodistas que metieron la nariz en asuntos íntimos de gente adinerada. La venganza, el rencor, el desprecio, el odio… y al otro lado de todos esos oscuros sentimientos, los inocentes, los débiles, que suelen ser niños o animales, seres intocados por los vicios o las perversiones de la condición humana. Es extraordinario cómo Roald Dahl maneja al lector, cómo nos maneja hasta el punto de que compartamos la ferocidad de un castigo y eso sea precisamente lo que nos haga sentirnos más aliviados.

Si Dahl se refugió en la escritura, nosotros nos refugiamos en su genio literario. A mí me lleva acompañando muchos años, desde que descubrí sus novelas infantiles de la mano de mi hijo. Su estilo directo, elocuente, vivo, seco, expresivo, salpicado siempre de toques de humor, me subyugó desde el principio y no lo he abandonado nunca. Ha ocupado un espacio en las estanterías de una y otra casa y siempre vuelve a mis manos, fresco y novedoso, como si el autor lo acabara de escribir sobre el tablero de madera, en su cobertizo de Gipsy House, y me lo entregara en mano, con su gran envergadura de marinero noruego y esa alma sin edad que en ocasiones encuentro tan cercana a la mía.

Elvira Lindo

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