miércoles, 25 de noviembre de 2020

La Segunda Oportunidad

 

"La Segunda Oportunidad"

            Kesvan Burdik 

         (Trilogía 3ª Parte)



Roberto


Roberto permanecía sentado ante su mesa mientras observaba distraído las fotos que se sucedían una tras otra en la pantalla del ordenador. Eran imágenes de las distintas viviendas que tenía en ese momento en cartera, tanto a la venta como en alquiler. Sonia, la administrativa que trabajaba para él estaba en el despacho contiguo. Pasaba la tarde realizando tareas burocráticas carentes de urgencia mientras lo miraba de cuando en cuando, para ver si se decidía a que cerrasen y poder marcharse. Este era uno de los privilegios de ser el jefe, dictaminar la hora a la que podía irse a casa.

Su empleada era una hermosa treintañera que con seguridad se había echo a la idea de que al ser Nochebuena disfrutaría de un día libre. Debía haber pensado que por haberse acostado con él iba a gozar de ciertas ventajas, lo que era un craso error.

Así que se había visto sorprendida al verse obligada a ir a trabajar a pesar de que no se esperaba ninguna actividad durante el día. Como era de esperar la mayoría de la gente tenía mejores cosas que hacer en esas fechas que ir a visitar casas.

Roberto podría haberse permitido cerrar, pero le había resultado divertida la idea de sorprender a Sonia haciéndola trabajar en esa fecha. No es que quisiera ensañarse con ella, pues albergaba en su cabeza futuros encuentros en los que lo pasarían muy bien juntos.

Sin embargo no entraba en su cabeza que tras convertirse en su amante quisiese celebrar la Nochebuena al lado de su marido. Roberto era un hombre al que le gustaba aprovecharse de la gente siempre que podía, aunque no se consideraba un hipócrita. Así que a pesar de haber quedado esa tarde con una chica que días atrás había llegado hasta su agencia en busca de ayuda, se obligó a sí mismo a permanecer en el trabajo hasta media tarde. Era una manera con la que castigar a la zorra que trabajaba para él. Además, si carecías de disciplina para ti, no la podías imponer a los demás. Con lo que sin nada que hacer más que dejar pasar el tiempo, se repantigó en su silla y se adormeció, pensando en lo bien que iba su negocio. El año dos mil diecinueve estaba a punto de finalizar y con él un ejercicio de gran recuperación en el sector inmobiliario del que él se había logrado aprovechar.


Durante los últimos meses había vendido muchos más inmuebles que en todo el año anterior. Y por si fuese poco, unos días antes había alquilado un viejo local de su propiedad a un anciano que tenía la intención de montar una relojería. El pobre hombre no había regateado y aceptó la desorbitada renta que le pidió sin la más mínima queja. Con estos felices pensamientos en su cabeza se regodeó hasta que se hicieron las seis de la tarde. Había llegado la hora de irse. Se despidió de Sonia y le ordenó que cerrase todo antes de irse.

Poco después conducía en dirección a su casa pensando en la hermosa chica que había tenido la suerte de conocer. Era casi una adolescente, pues le había dicho que tenía tan solo dieciocho años. Se trataba de una muchacha de aspecto desvalido aunque con cierto atractivo. No llegaba a ser una gran belleza, pero verla necesitada de ayuda le excitaba. Roberto era un cazador de mujeres al que le encantaban las presas indefensas.

Unos meses atrás había cumplido los cincuenta años, con lo que tenía edad suficiente para saber que el amor era un sentimiento sobrevalorado. Además, por propia experiencia sabía que muchas mujeres en situación precaria se entregaban con facilidad a cambio de algo de ayuda. Esta chica en concreto había acudido a su agencia con la intención de alquilar un piso. Nada más entrar y sentarse ante él le contó una historia que pretendía ser enternecedora acerca de sus padres. Estos la habían maltratado durante toda su vida hasta que ella harta de la situación había escapado de casa. De momento solo había conseguido trabajos esporádicos con lo que no podía presentarle ninguna nómina que avalase su capacidad de pago del alquiler, pero disponía de algún dinero que a saber de donde provenía, para afrontar los primeros meses de renta, siempre que esta no fuese excesiva.

Roberto apenas prestó atención alguna a la voz de Sandra, pues así se llamaba la chica, mientras esta mediante palabras entrecortadas y sollozos intentaba que se apiadase de ella y le ayudase a buscar un alquiler asequible. En lo que se estuvo fijando fue en el atractivo que destilaba la joven. Su pelo corto de color castaño y sus rasgos juveniles la dotaban de una apariencia frágil que se complementaba con un cuerpo bien contorneado. Mientras la atendía no pudo evitar sentir crecer la excitación en él. Estaba convencido de que no sería difícil hacerla caer en la red que como si de una araña se tratase, iba a tejer para atraparla.

Así que la citó para esa misma tarde diciéndole que antes repasaría su cartera de pisos buscando algo que le cuadrase. Ella se fue dándole las gracias tras decirle que en ese momento estaba viviendo en la casa de una amiga que se había brindado a acogerla, aunque solo por un corto periodo de tiempo y que si la ayudaba, sabría agradecérselo.

Unas horas después, cuando regresó, Roberto le enseñó fotografías de varios de los pisos más económicos y le prometió que iba a hablar con los propietarios de uno de ellos que pareció gustar a la chica para conseguir que se lo alquilasen. De este modo Sandra se sintió ilusionada y confiada en que él iba a ser la persona que la ayudase a salir de su situación.

Sin embargo Roberto no hizo nada de esto. Se limitó a quedar de vez en cuando con ella y explicarle que los avances eran más lentos de lo esperado y tras varios días fue enfriando la posibilidad de que en algún momento fuese a conseguirle el contrato de alquiler que tanto necesitaba.

Cada vez que la llamaba para contarle algo de las ficticias negociaciones que estaba llevando a cabo solía quedar con ella en una cafetería donde le narraba alguna nueva invención. Luego, mientras tomaban algo, escuchaba como Sandra le contaba algún aburrido capítulo de su vida. Era algo que lo hastiaba sobremanera, pero que de un modo estoico aguantaba ya que sabía que de este modo se ganaría poco a poco su confianza hasta conseguir atraparla.

Una semana después, cuando ya creía haber avanzado lo suficiente dio un paso más y se arriesgó a invitarla a su casa. Allí podrían charlar más relajados le dijo, aunque ella ofreció ciertas reticencias. Él, lejos de desanimarse insistió en varias ocasiones hasta que mediante una artimaña terminó convenciéndola.

Lo consiguió sacando a relucir su propio pasado y utilizándolo para beneficiarse de un incidente que le había ocurrido once años atrás. En aquella época estaba casado, aunque su mujer le había abandonado un año antes, llevándose con ella a la hija que ambos tenían. No se lo reprochaba. Lo raro es que hubiese aguantado tanto tiempo junto a él. Desde el mismo día de la boda encadenó varias infidelidades que a menudo llegaron acompañadas de palizas y todo tipo de vejaciones hacia su esposa.

Sin embargo, todo esto ahora no le importaba y no servía ni para adornar su historia. Había un capítulo del pasado en cambio, que le iba a venir muy bien, pues debido a la manifiesta incapacidad de su mujer para salir adelante, su hija Laura había muerto en un incendio que se provocó en el cuchitril en el que ambas vivían. Aunque esto por sí solo no era lo mejor. Sin duda alguna lo que iba a conseguir enternecer a Sandra de una vez por todas y que accediese a ir a su casa es que este accidente había ocurrido durante la Nochebuena. Así que tomando un café le contó su horrible tragedia y le dijo que desde entonces no había celebrado la Navidad y que le encantaría que ese año cenasen juntos esa noche, puesto que le recordaba mucho a su hija.

Sandra, apesadumbrada al conocer su desgracia aceptó la invitación y después de apuntar la dirección de Roberto le dijo que acudiría a las ocho. Roberto se sintió complacido. Que gran noche iba a ser aquella junto a esa muchacha tan tierna y hermosa. Primero la engatusaría con falsas promesas que se podrían cumplir a cambio de que se le entregase de una vez. Cuando estuviese dispuesta disfrutaría de su cuerpo hasta saciar su apetito y después vendría lo mejor. Habría llegado el momento de decirle la verdad y olvidarse de ella. ¡Qué cara pondría cuando le dijese que en ningún momento había pensado en ayudarla!

Con una sonrisa en los labios, casi a punto de reír a carcajadas tras imaginar la velada que le esperaba llegó hasta su casa y aparcó el coche. Vivía en una vieja casa que había reformado por completo. Un frondoso jardín la rodeaba dándole la intimidad que necesitaba para poder disfrutar de encuentros como el que se avecinaba y tanto pensaba disfrutar.

Aún faltaba algo más de una hora para que llegase la chica, con lo que aprovechó para darse una ducha en su cabina de hidromasaje. Luego se vistió con ropa cómoda. Sintiéndose relajado fue a la cocina y se abrió un benjamín. Llenó la copa y la vació de un par de sorbos, la rellenó con lo que quedaba en el pequeño botellín y se dirigió hasta llegar junto a su moderno tocadiscos donde observó las distintas caratulas de su colección de vinilos. No dudó mucho, eligió un disco de La Habitación Roja y lo situó sobre el plato, listo para que sonase cuando la chica llegase. Estaba seguro de que era la música adecuada para seducirla

A las ocho en punto el timbre sonó, Roberto puso el tocadiscos en marcha y mientras comenzaban a sonar las primeras notas de Posidonia abrió la puerta.

—Buenas noches Sandra, gracias por aceptar mi invitación.

—Hola, gracias a ti por todo lo que estás haciendo para ayudarme.

La chica entró y Roberto tras cerrar la puerta la llevó hasta el salón, donde le indicó un cómodo sofá en el que podía sentarse.

—¿Quieres beber algo? —le preguntó.

—Tomaré una copa de cava, como tú.

Roberto sonrió para sus adentros, pues enseguida había visto la copa que casi vacía había dejado sobre una mesita cercana a ellos.

—Sí, voy a buscar una botella. Enseguida vuelvo.

Poco después regresó con una botella de Anna de Codorniu y una segunda copa.

—Déjame servirlo a mí, por favor. Es lo menos que puedo hacer ante tu amabilidad —dijo la chica.

Roberto asintió con una sonrisa en los labios y tomó asiento. Observó como Sandra intentaba descorchar el cava haciendo gala de una gran torpeza. Esta carencia de habilidad en la joven para algo tan simple le resultaba muy molesto. De todos modos hizo de tripas corazón y actuó como si nada le perturbase. Por fin el tapón saltó emitiendo su característico sonido, pero al ir a escanciar la bebida en las copas a Sandra se le cayó la de él, rompiéndola en mil pedazos.

—Lo siento mucho. Déjame que lo limpie.

Roberto aguantando a duras penas la ira que sentía le explicó cómo llegar a la cocina y donde encontrar lo que necesitaba. La chica se fue hacia allí encogida, como si temiese que él se hubiese enfadado por su torpeza, llevándose con ella la botella y la copa restante. Parecía un cachorro desvalido que implorase lástima. Un par de minutos después regresó, le ofreció una copa rebosante y a continuación limpió el suelo de cristales y del líquido desperdiciado.

—Gracias por todo y de verdad que lo siento —dijo mientras miraba con humildad a Roberto.

—No te preocupes, son cosas que pasan.

Tras esto por fin pudieron comenzar una conversación relajada y Roberto pensó en lo larga que era la noche y lo bien que lo iba a pasar, aunque había algo que no lograba entender. A pesar de la excitación que le embargaba sentía que poco a poco se estaba amodorrando y que cada vez le costaba más prestar atención a Sandra. No entendía cómo podía tener tanto sueño.




Laura


Después de la muerte de su tío Laura se dio cuenta de que su fuga ya carecía de sentido. La necesidad de escapar, había desaparecido.

Los siguientes meses se sucedieron a una velocidad de vértigo. Al morir su tío ella se convirtió en la heredera universal de sus bienes y aunque era menor, disponer de una considerable fortuna le permitió lograr la emancipación.

Por otra parte en ningún momento perdió el contacto con María, la mujer que la había salvado. Enseguida averiguó que sufría un grave trastorno. No exteriorizaba sus sentimientos y apenas hablaba, aunque lo más extraño era que por algún motivo creía que ella era su hija. Laura sabía que esto no era posible, pero estaba viva gracias a su ayuda y no estaba dispuesta a abandonarla, así que tras conseguir su independencia económica se fue a vivir con la mujer a su antiguo piso, el cual había permanecido cerrado durante casi dos años. La vida parecía empezar a sonreírle, aunque no todo eran buenas noticias.

Su verdadera madre después de permanecer tanto tiempo en coma terminó falleciendo. Fue una muerte esperada, pero no por ello menos triste. Aunque este desenlace hizo que se volcase en cuidar de María. La mujer parecía desear ejercer de madre, aunque era ella la que en realidad estaba necesitada de cuidados.

Con mucha paciencia logró que fuese contándole su pasado y descubrió qué era lo que la atormentaba. Laura fue recomponiendo los hechos que habían postrado a la mujer a su estado actual. Por las palabras que poco a poco logró sonsacarle dedujo que había vivido una pesadilla junto a su marido. Un hombre del que terminó escapando junto a su hija, aunque esta murió poco después en un terrible accidente. Una muerte de la que pocas veces era consciente y que no lograba asimilar.

En algunos momentos parecía que la mujer iba a poder recuperar la cordura perdida tanto tiempo atrás, pero tan solo eran espejismos, pues cuando la mente de María parecía estar a punto de emerger de las profundidades donde habitaba siempre aparecía un lastre que la volvía a hundir en las simas donde habitaba. Era el recuerdo de la vida junto a su marido, Roberto. El hombre que en algún momento dijo amarla, la había destruido, quizá para siempre.

Laura buscó la manera de que María pudiese salir del bucle infinito en el que habitaba. Sin padres ni otros familiares ella era todo lo que tenía, pero por más que lo intentó no hubo manera. Era como si chocase contra un muro invisible cada vez que intentaba penetrar en su interior.

Un día al regresar a casa después de realizar unas compras encontró a la mujer sentada en una silla. La observaba con ojos por una vez lúcidos.

—Sé que tú no eres mi hija. De todas formas yo te veo así y lamento no poder cuidarte como mereces —le dijo con su mirada clavada en ella.

—Yo te quiero como si fueses mi madre. Solo nos tenemos la una a la otra y lamento no saber qué hacer para poder ayudarte.

—Laura, no hay nada que puedas hacer. Tú has sobrevivido porque el demonio que te torturaba desapareció. Juntas acabamos con él, pero el que a mí me desangra, el que a pesar de los años y la distancia sigue carcomiendo mi alma, sigue vivo y mientras siga así, yo no lo estaré.

Laura no dijo nada en aquel momento, aunque supo lo que tenía que hacer. No le resultó complicado encontrar a Roberto. Era un hombre acostumbrado a los vaivenes del destino, que gozaba de cierta popularidad y que disfrutaba del éxito gracias a una inmobiliaria que le daba pingües beneficios.

Tras localizarlo fue sencillo hacerse pasar por una joven e inocente chica necesitada de ayuda. Un cebo que estaba convencida de que mordería sin dudarlo. El resto fue sencillo, visitar algunas viviendas inalcanzables para la joven carente de recursos que simulaba ser y dar la impresión de que haría cualquier cosa a cambio de ayuda. Luego, quedar en su casa para cenar mientras él creía haberla engañado para acudir a esa cita, fue pan comido.

Por la tarde acudió a la cena con antelación. Llegó hasta las inmediaciones de la casa acompañada de María. Lo hizo conduciendo su Mini, el coche que había comprado tras vender el BMW de Juan. Después de aparcar a un par de calles de distancia dejó a la mujer en el coche y caminó hasta llegar a la puerta.

Llamó al timbre y Roberto la recibió casi de inmediato. Desde el primer momento intentó aparentar ser un hombre afable y cordial, pero sus ojos eran los de una fiera a punto de abatirse sobre la presa.

Sin embargo, el presunto cazador no sospechaba nada acerca de ella y eso facilitó que llevase la iniciativa de la situación. En un momento dado, después de haber estado conversando unos minutos rompió su copa de forma que pareciese accidental. A continuación fue hasta la cocina y allí a salvo de su mirada dejó caer un poderoso somnífero en una copa que cogió para sustituir a la que se había echo añicos. Allí mismo la llenó con el cava de la botella que se había llevado consigo y regresó junto a Roberto, que disimulando su enfado lo mejor que pudo la aceptó y apuró de un par de tragos. Unos minutos después aquel hombre que tanto daño había provocado a María dormía en un sillón, ajeno a lo que sucedía en torno a él.




María


En ocasiones, cuando su mente por fin parecía estar venciendo a la locura y comenzaba a emerger de las profundidades en las que solía permanecer, sentía que para recuperar la cordura solo necesitaba una sola cosa, olvidar el pasado.

Parecía algo sencillo y quizá valiese la pena aceptarlo, si con ese olvido no se desvaneciesen también los recuerdos de su hija. Si algo tenía claro era que empezar de nuevo a costa de ese precio, sería inasumible para ella.

Además, esto era imposible por otro motivo, pues si aceptase la libertad que el olvido quizá le consiguiese, el responsable de la muerte de Laura quedaría impune. Aquel hombre, el que fue su marido y que debía haberlas amado, vivía libre. Él no prendió con su mano el fuego que asfixió a Laura, pero al obligarlas a abandonar su vida y hacerlas caer en la miseria, había alimentado la llama que acabó con su vida y que a ella la había condenado a la locura.

Además, estaba convencida de que a él este suceso no debía haberle afectado. No necesitaba verlo de nuevo para imaginar que su vida continuaba igual, sin que la muerte de su hija le importase lo más mínimo. ¡Ojalá Roberto pagase por lo que había hecho! ¡Ojalá!, pero se le antojaba harto complicado que esto llegase a suceder, y sin embargo sabía que solo cuando él expiase sus pecados ella podría cerrar un capítulo de su vida y comenzar otro.

Al menos tenía a la niña. Una joven a la que ayudó tras confundirla con su pobre y desdichada hija y con la que ahora vivía. Junto a ella había conseguido cierta estabilidad y sosiego, además de una persona que la escuchaba y consolaba cuando lo necesitaba.

Bajo estas circunstancias llevaban viviendo juntas tres años, sin que ningún otro contratiempo alterase su vida, hasta que un día la nueva Laura, ¿o quizá siempre había sido la única?, la instó a que se preparase para un viaje de varias semanas de duración.

Poco después partieron y fueron en coche hasta una ciudad de vagos recuerdos para ella, pues le daba la impresión de que había vivido en ella tiempo atrás y se instalaron en un apartamento. Durante varios días la joven se iba durante unas horas dejándola sola, pero siempre volvía antes del anochecer a su lado. Nunca le contaba nada de lo que hacía durante esas salidas, aunque tampoco le importaba demasiado. Ella tenía bastante con lograr que su mente permaneciera lúcida el mayor tiempo posible. Una tarde sin embargo Laura regresó muy excitada y le dijo que al día siguiente saldrían a celebrar la Nochebuena juntas. Tenía un regalo muy especial para ella y deseaba entregárselo en esa noche concreta. La Navidad había llegado de nuevo y María ni siquiera se había dado cuenta de ello hasta ese momento y la verdad, preferiría haber seguido sin ser consciente de ello. Era la fecha que más odiaba del calendario.

De todos modos no quería decepcionar a aquella joven, con lo que no protestó en ningún momento. Al día siguiente por la tarde salieron del apartamento y fueron en coche hasta una calle que lindaba junto con un pequeño parque donde aparcaron.

—Espérame aquí María, no tardaré mucho en volver —le dijo Laura bajándose del vehículo.

María la observó alejándose y aguardó obediente. Media hora después regresó a su lado muy excitada y la instó a que la siguiese.

No habían andado más de un par de minutos cuando de pronto reconoció adónde la estaba llevando. Ante ella tenía la casa en la que había convivido con su marido. Al darse cuenta de donde estaba le entraron ganas de salir de allí corriendo. En ese momento Laura la cogió de la mano y la obligó a que siguiese andando. Pocos segundos después, sin poder resistirse, traspasó la puerta de entrada y avanzó junto a la niña hasta llegar al comedor. Todo lo que veía en el interior de la vivienda estaba cambiado. Sin duda alguna su exmarido la había reformado. Aún así, bajo las nuevas capas de pintura y los muebles de diseño percibía el fétido aroma del sufrimiento que allí había padecido junto a su hija y que seguía encerrado en aquellas paredes.

De pronto un sonido llamó su atención y al mirar en la dirección de la que este provenía vio a Roberto. Estaba atado con firmeza en un sillón y con la cabeza inclinada hacia delante, semiinconsciente. Su boca estaba obstruida por una mordaza que no impedía que emitiese una serie de lamentos, aunque estos resultaban apenas audibles.

El hombre que la había torturado y humillado, ante el que tantas veces se había encogido por miedo a recibir un golpe, ahora aparecía inmovilizado ante ella, indefenso.

—Este es mi regalo para ti, mamá —dijo la chica mirándola con una expresión de amor en su rostro.

María permanecía en pie, muda de asombro sin saber que hacer.

—Siéntate y espera. Esta noche voy a librarte de tus pesadillas para siempre y podrás volver a empezar con tu vida —dijo Laura.

La mujer, sin salir de su asombro se sentó en el sofá y observó como la joven comenzaba a sacar de la bolsa que había cogido del coche una multitud de adornos navideños de todo tipo y que fue colgando del cuerpo de Roberto. Este, poco a poco estaba despertando y al verse atrapado intentó librarse de sus ataduras. Sin embargo varias bridas aprisionaban sus muñecas y tobillos. Además, para evitar riesgos Laura había rodeado su pecho con una cuerda de cáñamo que le sujetaba al respaldo del sillón dejándole sin capacidad alguna para moverse.

Finalmente, cuando la muchacha terminó de decorar el cuerpo de Roberto dotándolo de un aspecto similar al de un espeluznante árbol navideño, sacó un último objeto de la bolsa. Era una botella de plástico que contenía un litro de gasolina. Al verla los ojos de Roberto se desorbitaron y se debatió con más fuerza aún. Pero todo era inútil. Las ligaduras no cedieron lo más mínimo.

A continuación Laura fue rociando con parsimonia el cuerpo del hombre de la cabeza a los pies con el líquido combustible disfrutando al percibir el terror que emanaba de aquel ser abyecto. Luego sacó de un bolsillo una caja de cerillas y las acercó a los ojos de su víctima queriendo que fuese consciente de lo que le esperaba.

—Déjame hacerlo a mí —dijo de pronto María.

—¿Estás segura?

—Sí, creo que esto es lo que necesito hacer.

Laura le entregó la cajetilla y se retiró unos pasos. La mujer casi de inmediato encendió una de las cerillas y haciendo caso omiso de las súplicas ininteligibles que surgían de la garganta de Roberto, la arrojó sobre su cuerpo.

De inmediato el fuego prendió por su ropa, su piel y por los adornos que lo cubrían y a pesar de que la mordaza seguía sujeta a su boca comenzó a gritar presa de un dolor insoportable.

Durante un par de minutos se debatió sin parar y mientras tanto las dos mujeres lo observaron sentadas ante él, sin sentir emoción alguna. Se limitaban a contemplar como poco a poco iba siendo consumido por las llamas y sus movimientos se reducían, hasta que se detuvieron por completo.

—Tenemos que irnos, el fuego se está extendiendo —dijo Laura.

Para entonces el incendio se había propagado por casi todo el comedor y estaba a punto de expandirse al resto de la vivienda. Solo el tocadiscos seguía manteniéndose a salvo del fuego. En él como si de un presagio se tratase comenzó a sonar La segunda oportunidad. 

—Sí, vámonos —contestó María.

Las dos mujeres se apresuraron a salir a la calle. Fueron hasta el coche y huyeron a gran velocidad. Laura conducía nerviosa, a pesar de haberlo planeado todo no podía evitar sentirse afectada por lo que había hecho. De pronto notó el cálido contacto de la mano de María sobre su rostro. La acariciaba y observaba con una mirada cargada de emoción.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó a la mujer.

—Por fin bien.

María en efecto se sentía de un modo que ya casi no recordaba. Debía viajar muchos años en el pasado para encontrar un momento como ese. Miró por el espejo interior del coche y vio una columna de humo que se alzaba tras ellas entre las casas. La observó unos segundos y luego desvió su mirada al cristal delantero, por donde podía ver la vida, que la alcanzaba de nuevo.

El reloj que marcaba los segundos de su vida después de permanecer parado durante años, volvía a funcionar.




Epílogo


Juan Aviñó despertó de lo que debía haber sido una pesadilla. Se había sentido como si fuese un espectador de infinidad de vidas ajenas.

Había observado la vida de hombres, mujeres y niños que ansiaban alcanzar la felicidad. Todos luchaban creyendo que iban a ser capaces de conseguir sus objetivos, pero detrás de ellos, en la sombra, un reloj oculto marcaba las horas y con ellas su destino.

Le resultaba inconcebible, y por eso, ahora que había recuperado la conciencia estaba seguro de que por muy reales que pareciesen aquellas escenas, solo podía haberse tratado de un horrible sueño.

Abrió los ojos queriendo alejar de sí los últimos retazos de esas vidas y se sorprendió al descubrir que no veía nada. Permanecía rodeado por la más absoluta oscuridad. Antes de que le diese tiempo a reaccionar e intentar comprender lo que estaba ocurriendo oyó una voz que le provocó un estremecimiento de terror al darse cuenta de que pertenecía al relojero.

—Son las diez, señorita Camille. Contemple lo que tengo para usted. Como le dije la última vez que nos vimos, estoy seguro de que va a quedar satisfecha.

—Si es así le pagaré bien. Desde que mi marido se ahogó lo maldigo a diario por impedir que me llevase su reloj a Cuba. Ahora se pudren juntos en el fondo del mar.

En ese instante un telón de terciopelo que se encontraba ante él se descorrió inundando la estancia de una luz deslumbrante. Horrorizado vio dos rostros que le parecieron gigantescos, el del señor Liszt y el de una hermosa mujer que nunca había visto.

Unas campanadas comenzaron a retumbar acompañadas de una horrible melodía y sin poder evitarlo comenzó a caminar con pasos rígidos hacia delante. Su cuerpo no le obedecía y se movía de forma automática. Solo sus ojos respondían a su voluntad con lo que descubrió que se encontraba en una especie de escenario que representaba una pequeña plantación agrícola. A su alrededor se alzaban varias hileras de algún tipo de caña, quizá de azúcar. Como si fuese una especie de marioneta comenzó a segarlas con una hoz que descubrió en una de sus manos.

Juan Aviñó quería gritar, pero no podía. Su boca estaba sellada y era incapaz de pronunciar palabra.

Después de unos segundos la música cesó y a pesar de que intentó resistirse sus piernas le llevaron hasta una pequeña cabaña que se alzaba en un lateral del escenario. Allí ocupó su interior mientras el telón volvía a su posición original, dejándolo a oscuras. El señor Aviñó se quedó inmóvil, incapaz de moverse por mucho que lo intentase.

Quedaba una hora por delante hasta que la melodía volviese a sonar y el ciclo comenzase de nuevo.


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