miércoles, 30 de diciembre de 2020

Edgar


                                                                      "Edgar" 

Guzmán López Bayarri   


Lo que me dispongo a contar aquí es un auténtico trabajo de reconstrucción. Tal y como los historiadores realizan sus tareas, así he intentado hacer yo, pudiendo rescatar cierta información que, por suerte, anoté en mi diario antes de que desapareciera para siempre del mismo.  

Es cierto que se dice que las palabras y las ideas se contagian. ¿Cuántas veces habré escuchado eso de “si tienes una manzana y la compartes con otro cada uno tiene la mitad, pero si compartes una idea los dos tenéis una?” Si bien tuve una temporada en la que esa frase me enamoró ahora pienso que es una mierda. Una auténtica mierda.  

Y todo este cambio empezó cuando conocí a Edgar. ¡Ah, Edgar! Sólo recordar su nombre me entran escalofríos. Reconozco que era un tipo peculiar, incluso diría que con una personalidad bañada en esa autenticidad que sólo brilla cuando los demás te la reconocen. Eso era su puerta de entrada a las relaciones sociales. El que más y el que menos no dudaba en darle un voto de confianza y abrirle su privacidad ante la escasez de personajes interesantes en el entorno.  

Edgar tenía la inédita cualidad de absorber conocimiento de un modo que rayaba en lo fantástico. Parece que empezó con las conversaciones. Antes incluso de aprender a leer poseía ya un nivel interesante de conocimientos unido, y esto era lo que más le llamaba la atención a los que lo conocieron, a su manera tan profesional de expresarlo. Vamos, que el crío podría perfectamente marcarse una charla TED y arrasar entre los compañeros.  

Hasta aquí nada que objetar. Parecía listo, sí, pero no era este su don demoníaco. El problema no era ese, no. Era algo mucho más perverso, más jodidamente maligno.  


Edgar aprendía, sí, pero no lo hacía “compartiendo las ideas” donde ambas partes se beneficiaban. Tampoco lo hacía al estilo de las manzanas, donde al menos los pobres diablos que se cruzaban con él podrían mantener cierta parte de sus experiencias y aprendizaje anterior. Su estilo era otro. Como si de una gran aspiradora de conocimiento se tratara, Edgar aspiraba literalmente el mensaje escuchado y lo pasaba automáticamente a su cabeza dejando sin conciencia alguna ni rastro en la memoria ajena. El pobre mensajero no podía recordar que alguna vez tuvo esa información retenida en alguna parte de su mente.  

Y así es como Edgar no sólo se iba haciendo con más conocimiento sino que iba dejando a los demás sin el suyo. Cada conversación era un atraco a mano armada. Cada discusión, un robo sutil de guante blanco. Cada debate, cada intercambio de palabras, una nueva ocasión para hacer su trasvase particular. Aspiradora siempre en modo activo y sin necesidad de cambiar ni siquiera de bolsa.  

Si al menos la gente se diera cuenta, notara como sus más preciados tesoros – que no dejan de ser aquellos que en principio nadie te puede quitar- desaparecían de forma indolora pero también invisible, alguien hubiera reaccionado poniendo fin a ese proceso, apartando a ese criminal de la sociedad al igual que se hace con otros que de forma más física, evidente y, por qué no decirlo, torpe, sustraen lo que no les pertenece.  

Dentro de la gravedad del asunto – que no era poca- todas sus víctimas podían llegar a recuperar esos conocimientos en un futuro. Porque, ¿cuántas ocasiones se nos presentan a lo largo de una vida con el fin de que aprendamos una valiosa lección? ¿acaso no hemos podido aprender las mismas lecciones una y otra vez a lo largo de nuestras vidas? Nunca eso de que el hombre tropieza siempre con la misma piedra fue tan deseable como ahora. Si el aprendizaje es el hipotético hijo del fracaso, íbamos sobrados de opciones, de eso no cabe duda.  

Como siempre cuando algo huele mal y se sigue el rastro, lo peor está por llegar. Y aquí no sería una excepción.  

Comenzar a leer supuso un punto de inflexión en su aprendizaje. Ahora que el mensajero, por así decirlo, era un libro y no una persona, el que perdía el contenido era el propio libro. Era increíble contemplarlo leyendo, línea a línea, mientras éstas desaparecían como si estuviera esnifando rayas de cocaína sobre un espejo.  

Siguiendo el símil digamos que su transformación en un yonqui del conocimiento no dejó indiferente a nadie. Cada libro leído se alzaba como una victoria suya y, lamentablemente, una derrota para el resto de la humanidad.  

La entrada a la biblioteca de su barrio le fue prohibida inmediatamente en el momento en que se fueron encontrando libros prácticamente en blanco a no ser por los agradecimientos, lo cual no dejaba de tener su lado poético.  

Los ayuntamientos, ministerios y demás organismos con información dirigida a la ciudadanía no dudaron en considerarlo persona non grata, a pesar de que él les intentó convencer de que no corrían ningún peligro con sus informes e infinitas carpetas de archivos que no pensaba ni mirar. Es como si dijera “¡aburridos del mundo, conmigo estáis a salvo!” 

Muchos de los amigos y personas que le habían abierto sus vidas gracias a su especial encanto, tomaron conciencia del robo de datos mentales al que habían sido sometidos y también le acabaron dando la espalda. Prácticamente nadie quería quedarse sin sus ideas, sus recuerdos, sus experiencias. Porque, ¿podrían llegar a ser los mismos una vez reseteados, con una vuelta rápida e indolora a la tabula rasa de donde partieron? 

Tenía el mundo en contra. Los únicos que parecían acercarse tenían muy mala pinta. Para una auténtica legión de deprimidos, trastornados y neuróticos Edgar se había convertido en una especie de Mesías. Muy pronto cayeron en la cuenta de que simplemente contándole sus problemas éstos desaparecerían de sus mentes para siempre. El paso de sus ideas paranoicas de sus mentes a la de Edgar para siempre, era inminente, indolora y además sin coste alguno. Una aspiradora mental era justo lo que necesitaban para limpiarse de esa información tóxica que llevaba instalada en ellos quizá demasiado tiempo.  

Edgar evitó el contacto con ellos a toda costa desde que empezó con un principio de depresión, algo de paranoia y unos celos retrospectivos que nunca había sentido. El médico que le trató le aconsejó que sólo se rodeara de gente positiva y con grandes aprendizajes que ofrecer. Día a día le iba dando sus mejores consejos. Y a la vez que él los absorbía el pobre médico los olvidaba, lo que le llevó en muy pocas semanas a un inminente despido.  

Esta situación le condenaba a un ostracismo social digno de Napoleón en Santa Elena. ¿Realmente se merecía todo esto? Al menos el enano francés se lo había ganado a pulso pero, ¿es posible la condena cuando no hay amago de mala intención? ¿Acaso se puede condenar a alguien por una tara, sea ésta física o mental cuando es involuntaria? 

Mientras duró todo esto decidió que lo más prudente sería quedarse en casa, intentando no aprender de nadie ni de nada, para no quedarse con la información que no le correspondía como un vulgar ladronzuelo. Pasaba sus días cocinando, haciendo deporte, descansando y escribiendo sobre lo aprendido – lo cual era mucho- durante todos esos años.  

Echaba de menos el cine, una buena película. Pero la industria le había amenazado ya que temían por las consecuencias del guión original, así que era imposible poder disfrutar de nada de todo eso. Es cierto que tuvo alguna oferta para ver ciertos programas de telebasura y borrarlos de una vez de la faz de la Tierra, pero pronto se dio cuenta de que no le sería posible vivir con esa toxicidad mental. No era un triturador de basura, sino una persona que aprendía de los demás.  

Depende de cómo lo vea, según el momento vital en que recuerdo esta historia o la perspectiva con que la afronto, veo a Edgar como víctima o verdugo. Es como aquel viejo juego de la botella medio vacía. A veces me apena y otras me enfurece pero, lo que más hago es no intentar pensar demasiado en ello por cuidado mental propio.  

Por supuesto yo fui uno de los que me alejé de inmediato al ver que iba perdiendo experiencias e ideas personales, las cuales creo que en parte recuperé gracias al diario. No sé nada de él, ni donde está, ni dónde vive ni qué ha hecho con su vida. He vuelto a pensar en todo esto por una simple casualidad. Hace unos días que alguien me habló de él. Parece que lo habían visto paseando cariñosamente con lo que parecía ser su novia. Una preciosidad que bien podría haber sacado de Instagram, una monada con todo tipo de detalle estudiado, pensado y ensayado para lucir perfecta. Quizá sea eso lo único que le interese. Y hace bien, porque con un novio así dudo que pueda retener algo más que su belleza.   



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