sábado, 26 de diciembre de 2020

El Caso Dexter Willet


“El Caso Dexter Willet”

Vicente Ortíz Guardado


      Aunque en el periódico empezaban a tacharla de chiflada por sus extravagantes deducciones, Sarah Johnson creía firmemente en la inocencia y los motivos que impulsaron al comisario Brown a actuar como lo había hecho. Por su condición de redactora jefa en The Providence Journal, tuvo acceso a las copias de los diarios escritos por el desaparecido Dexter Willet y a profundizar en los archivos buscando todo tipo de datos que podían ser relevantes. También le permitieron entrevistarse tres veces con el comisario detenido, al cual informó sobre algunos de sus descubrimientos, incluido el del parentesco entre Willet y Joseph Curwen. Del propio comisario, muy hermético y desconfiado en los primeros encuentros, solo pudo contrastar datos que ya conocía, pero la tercera entrevista fue muy distinta. Sarah quiso pensar que por fin se había ganado su confianza y que el testimonio no obedecía a la desesperación del reo que va a ser juzgado en breve. Colaborador desde el principio, le confesó que intentó seguir los pasos de Willet para aclarar su desaparición, pero una vez sumergido en tan extraño caso, la inercia del mismo lo arrastró a experimentar unos acontecimientos sorprendentes que no acertaba a explicar sin parecer un demente, sin embargo, estaba convencido de que Dexter Willet había viajado de forma voluntaria a un lugar del que no quería regresar. Todo estaba en los diarios. 

      Un incómodo alboroto se hizo notar por encima de los golpes secos de la maza del juez cuando el comisario Nylon Brown cruzó en silencio la sala para subir al estrado. En su semblante se daban cita una mezcla de decepción y derrota acumulada por los meses de investigación. Los que lo conocían bien, ahora ajenos y hostiles, habían observado un envejecimiento vertiginoso y una desmesurada obsesión por el extraño caso de Dexter Willet, un asunto que, a priori, tendría que haberse archivado como cualquier otro asunto por desaparición sin resolver. Sin embargo, las desatinadas pesquisas del comisario, las repetidas ausencias injustificadas y un cada vez más ridículo comportamiento, le valieron la desconfianza de los compañeros de comisaría, que no dudaron en darle la espalda ante tales conductas. Para la acusación no existían dudas, Nylon Brown había perdido el juicio y, tras no poder dar con el paradero de Dexter Willet, sucumbió a la misma fiebre que tanto daño causó al misterioso heredero. En su trastorno creyó reales unos fantasiosos manuscritos y coqueteó con algún tipo de ciencia oculta que le hizo perder el contacto con la realidad. La gota que colmó el vaso, fue la denuncia de los bomberos la noche en que la opulenta residencia del señor Willet quedó reducida a cenizas. El impasible comisario, gozoso frente a las llamas, farfullaba frases incoherentes y parecía congratularse al haber culminado lo que el evaporado Dexter Willet no pudo o no quiso. Tras el incidente, como si supiera lo que iba a pasar, no opuso resistencia cuando lo detuvieron para después encerrarlo. De sus declaraciones en los sucesivos interrogatorios no se pudo extraer ninguna causa o razón coherente, ya que se limitó a asegurar que había hecho lo que tenía que hacer, pues ahora estaba sellada para siempre la puerta a un abismo que los no iniciados no podían comprender. Aseveró que había destruido las herramientas y que, con el saber, que solo él poseía, moriría la forma de cruzar a esa dimensión o existencia de pesadilla.




      Resignado en el mejor de los casos a pasar el resto de sus días en un sanatorio mental, comenzó su defensa con titubeos y evadiendo dolorosas insinuaciones y preguntas. De soslayo, cruzó alguna mirada cómplice con Sarah, que atenta como único presente amistoso en la causa, no dejaba de hacer anotaciones. Brown no pareció serenarse hasta que le permitieron leer un extenso pasaje de los numerosos diarios escritos por Willet: el primero de ellos. Albergaba la esperanza, a pesar del imperante carácter puritano de los reunidos, de sembrar la duda entre los que ya lo habían condenado por apartarse de los dogmas y caminos tradicionales del Señor. Si le dejaban leer todo el texto y abrían la mente a la posibilidad de otras realidades, cualquier persona sin ningún tipo de iniciación estrambótica ni conocimientos ocultos, podría comprender lo que había hecho sin la necesidad de leer el resto de diarios.

      

      Dexter Willet. 23 de mayo de 1916. 

      Resumen desde la carta hasta la primera experiencia. Para quien pudiera interesar:

      

      Supe de la existencia de la casa por una misiva que recibí el veintiocho de enero de 1915. La remitía un notario de Providence, de esos que escriben mucho contando poco y que se toman más molestias en una pomposa rúbrica, que en dilucidar el propósito de tan magno contenido. En dicha carta, se me convocaba en su despacho para, en principio, entregarme la documentación de una casa que había heredado, pero de la que dispondría si me hacía cargo de un tema que no detallaba. Tampoco se me informaba sobre la persona que había tenido a bien acordarse de mí. Esto era lo más extraño, pues mi círculo de conocidos era muy reducido e inexistente el de parientes, ya que fui adoptado por un matrimonio de avanzada edad sin familia. Sin intención de caer en la arrogancia que algunos me presuponen, la noticia no despertó en mí ningún desconcierto especial, mas creo que en lugar de sorpresa, me provocó cierta curiosidad contenida. 


      De allegados es sabida mi aversión al frío, y aún más a los viajes, dicho lo cual, no es de extrañar que tardara tres meses en poner rumbo a Providence, previo aviso al notario, en forma de epístola, a la cual, el distinguido funcionario resolvió no contestar.


      El diecisiete de mayo, y sin haber pensado mucho en lo que me encontraría al llegar, si es que allí me esperaba algo, pues ya había elaborado distintas hipótesis que iban desde la broma de mal gusto al error, pasando por el fraude, tomé un tren en la estación de Arkham para intentar zanjar el misterio que, dicho sea de paso, pensar en ello me estaba haciendo dormir mal en las últimas noches. Seis horas de tedioso viaje después, portando una maleta ligera con algo de ropa, documentación y dinero, me apeé en un andén de la estación de Providence.

      

      A pesar de estar ya en plena primavera, se me antojó que hacía un frío inusual para la fecha. Atraído por sus singulares hechuras, claras y oscuras en danzarina actividad formando un monumental paisaje terrorífico, contemplé un rato los espectaculares nubarrones que no tardarían en esconderse tras el manto negro de un día que se extinguía irremediablemente. Antes de bajar la embelesada mirada del cielo, estaba lamentado no haber cogido ropa de abrigo. No era buen augurio ni aconsejable para mi delicada salud, así que, sin más demora, entré en la bulliciosa estación y la atravesé sin cruzar una palabra con los pintorescos rostros que se sucedían. Como un idiota, alcé la mirada al pisar la calle esperando que el cielo hubiera cambiado en apenas unos minutos. 


      Entre pequeñas volutas de humo de cigarro, aproximadamente una decena de taxistas dejaron la escandalosa conversación que mantenían al ver que me acercaba a la fila de relucientes vehículos aparcados en paralelo. Me dejé llevar por el primero que se acercó, uno de enormes bigotes y marcado acento irlandés. Durante el trayecto, de unos quince minutos, solo abrí la boca para darle las señas de la notaría y despedirme, pero el buen hombre no tuvo problemas para rellenar el resto del viaje con variados temas banales que seguramente acostumbraba a utilizar con sus clientes. El final del recorrido lo selló con un toque en la visera mientras se giraba para mostrarme una amplia sonrisa iluminada por dos dientes de oro.


      Como la notaría estaba ya cerrada, me hospedé en una pensión de mala muerte cercana. El insulso recepcionista, enfrascado en un arrugado libro que debía ser muy interesante, no estimó necesario mirarme a la cara hasta que le pagué dos noches por adelantado, cumpliendo así con la primera de las reglas de la empresa, que con más desgana que autoridad me citó de memoria sin sacarse el palillo de la boca. Tras entregarme la llave de la habitación, subí la empinada y oscura escalera pensando en que acababa de aceptar la segunda norma, pues una vez adjudicado el cuarto, al no haber registro legal, la empresa no se responsabilizaba de robos, accidentes o muertes, ya que nadie debería saber que había estado allí. La tercera y últimas de las normas, iba ligada a la segunda, pues como yo “nunca había pisado la pensión”, tampoco podía llevar invitadas. Esto lo enfatizó con un aire tan burlón, separando cada una de las sílabas, que oído de su propia voz debió hacerle gracia, pues no simuló una estúpida risita tras decirlo. 


      En la habitación, a pesar de no haber ventanas, sentí tanto frío como en la calle, así que, sin cenar ni perder tiempo en examinar el agujero en el que estaba, me metí bajo las mantas con la ropa puesta y la maleta bajo la almohada. Por suerte, me dormí enseguida. Al despertar, ya amaneciendo, tuve la inquietante, aunque placentera e inesperada sensación, de haber descansado mejor que en mi casa.


      Maleta en mano, después de desayunar en una tasca aneja a la pensión, en la que, con una agradable conversación me atendió cordialmente el transformado recepcionista, crucé la bacheada calle y caminé unos doscientos metros por la franja de acera soleada hasta llegar a la oficina. El llamativo edificio donde se ubicaba la notaría, destacaba elegante entre las desvencijadas fachadas vecinas, resistiendo a ser engullido por la amenazadora periferia.

      Después de esperar un rato en la sala destinada a leer revistas de dudoso gusto, una atractiva muchacha me invitó a seguirla hasta el despacho principal por un amplio pasillo de suelo brillante. Acertadamente decorada, se trataba de una espaciosa sala forrada de madera en la que resaltaban grandes estanterías repletas de libros y adornos. Aprovechando la luz natural que el gran ventanal arrojaba, una iluminada y robusta mesa de roble presidía el lugar. Tras ella, reclinado en un aparatoso butacón forrado en piel marrón, un refinado caballero de traje negro, pelo engrasado y cuidado bigote encaracolado, fumaba un delgado cigarrillo con la vista puesta ninguna parte. Al percibir nuestra presencia, se giró sobresaltado, y dando un respingo disimulado, se acercó con el brazo extendido para ofrecerme su mano. A continuación, comentó que se moría por conocerme, ya que, en sus más de veinte años de profesión, nunca había conocido a nadie que prorrogara más de tres meses la reclamación de una herencia. Posteriormente, y ya en tono más serio, pasó a leerme un documento que venía a decir que un tal Joseph Curwen me había nombrado único heredero de sus bienes, o lo que era lo mismo, el propietario de Curwen House, así como del terreno colindante y todo lo que en ello hubiese, además del beneficiario de treinta mil cuatrocientos diecisiete dólares de una cuenta del Banco de La Compañía de Manhattan y la disponibilidad indefinida, si lo deseaba, de dos personas para asistirme en el hogar. El único requisito para recibir esta cuantiosa herencia, era el de cuidar de Morgan, su querido American Shorthair, un precioso gato negro que debería ser tratado con amor hasta que el animal se reuniera con su dueño de forma natural.


      Algo debió notarme el notario en el semblante, o pudo ser mi acostumbrada falta de reacción, cuando soltó el documento y rodeó la mesa para dedicarme unos golpecitos en la espalda. Luego llamó a su secretaria, la atractiva joven que me recibió al principio, y le pidió que me trajera rápidamente un vaso de agua. 


      El mundo entero se ahogaba en una terrible contienda y, ajeno a toda esa barbarie y a la crisis económica que asolaba a muchos compatriotas, un benefactor al que no conocía de nada había legado en mí sus propiedades, incluida una buena suma de dinero. Eso era algo insólito, pero a pesar de mi estrella, depender de un gato era poco menos que burlesco.


      Con la sensibilidad y los movimientos de un autómata, firmé donde dijo y después metí los papeles y las llaves que me ofreció en la maleta. Seguramente debí parecerle un bobo cuando salí sin despedirme y, aún contrariado por la reunión, volví a la pensión para leer tranquilamente toda la documentación.


      Después de haber revisado varias veces los papeles y, aunque ahora podía permitirme mejores cosas, comí en el tugurio donde había desayunado, y más tarde tomé una calesa, mucho más barata que el auto, a College Hill, donde en Angell Street me esperaba la que a todas luces era mi nueva casa.


      Inicialmente, me sorprendió. En aquella residencia podrían vivir perfectamente tres familias sin estorbarse. Rodeada de un abandonado terreno demarcado por las ruinas de un viejo muro de ladrillo rojo, donde hacía tiempo que el descuidado follaje ganó la batalla a los antiguos jardines, diversos árboles se agitaban como figuras descarnadas al son de una brisa invisible. El simétrico caserón, construido en forma rectangular sobre una pequeña loma, aún lucía, pese a su abandono, el encanto georgiano de las obras de estilo colonial. La fachada, revestida en bella piedra, excepto en el porche y la escalera, donde seguramente habían utilizado madera en una reforma reciente, presentaba un aspecto sólido y señorial. Las ventanas, hermanas gemelas en todas las plantas, permanecían cerradas con persianas exteriores de doble hoja.  

      La cerradura contestó benévola al giro de la llave. Dentro, decenas de formas fantasmales varadas en distintas posiciones, me dieron una muda bienvenida ancladas en la penumbra. La asfixiante sensación de inhalar la descomposición de algo inmaterial me detuvo un momento. Sin cerrar la puerta principal, una a una fui liberando las ocultas ventanas de sus pesadas persianas, descorriendo las cortinas y dejándolas abiertas para que se renovara la pesada atmósfera viciada por los meses de clausura. Bajo los vaporosos telares polvorientos, robustos muebles parecían haber resistido bien el paso del tiempo. En la planta alta descubrí una rudimentaria escalera de madera apoyada sobre la pared este del pasillo. Justo encima, donde se besaba con el techo en un engañoso ángulo incomprensible por la sombra proyectada, una trampilla ligeramente abierta por dos de sus cuatro esquinas me provocó una irresistible curiosidad por saber qué había allí. Subí. 


      Como si estuviera frente a un pozo de aguas corrompidas, el olor allí se concentraba de forma repugnante. Con una mueca de asco y pasos torpes, fui palpando la pared con sumo cuidado hasta ganar un interruptor. Dos desnudas bombillas que pendían del techo respondieron con una luz amarillenta. A medio camino entre una botica, una tienda de antigüedades y la consulta de un galeno, se trataba de una acondicionada buhardilla de techo bajo en la que se había ubicado un discreto laboratorio repleto de estanterías con fragmentos de minerales, pequeños recipientes metálicos, un sinfín de frascos con drogas o productos químicos, probetas multicolores llenas de diversos polvos y varios cubiletes manchados con rastros de algún líquido. En el centro, entre una camilla y un horno de gas, un microscopio, un alambique y otros aparatos se amontonaban junto a torres de papeles garabateados con símbolos y fórmulas sobre un gran tablero de arquitecto. Digna de la sala de experimentos de un alquimista chiflado, el lugar también hacía las veces de observatorio astronómico, o algo parecido, ya que, junto a la inclinada pared norte, oblicua por la propia pendiente del tejado, había un aparatoso telescopio orientado a la gran ventana. Al asomarme a aquel ventanal, tuve la extraña sensación de estar ante un mundo desconocido de frágil fantasía que me pedía penetrar en él. Desde mi alta posición de privilegio, se veían lejanos chapiteles, empinados tejados superpuestos y las resplandecientes cúpulas de Federal Hill. Brotando entre sombrías torres y elevadas agujas del barrio céntrico, las enormes chimeneas de la zona baja de la ciudad escupían incesantes gases que ascendían formando turbulentos embudos de humareda parda.


      Inquieto, me senté en el taburete y acerqué un ojo al aparato. No enfocaba a ningún punto de la ciudad, ni tampoco al cielo, sino que se perdía tras las campiñas de Providence, transportándome a unas horribles montañas de groseras estructuras pétreas. Sus lejanas crestas aún conservaban nieve a lo largo de extensas cordilleras plagadas de insultantes picos que amenazaban con rasgar el cielo en una lucha por alcanzarlo.    

 

      Cada vez menos extrañado de mi propio entusiasmo por los acontecimientos que estaba viviendo en un solo día, arrastré mi desaliñada figura a la planta baja y salí a la calle para dar un paseo y tomar aire fresco. Recorrí College Hill, dejando atrás la universidad que tanto había rivalizado con la de Miskatonic. Al caminar por las calles rojizas de grandes casas enladrilladas de estilo colonial, las hileras más umbrías de modestas viviendas de madera con pequeños porches y jardines, los sucios callejones de viejas ruinas anteriores a la independencia y los modernos rascacielos que apuntaban al cielo, tuve una perturbadora sensación. Esto no me alarmó en exceso, aun sabiendo que era la primera vez que visitaba Providence, sin embargo, tuve la impresión de haber recorrido antes aquellas arterias. Puede que en algún sueño.

      Al atardecer, cuando la exigua luz del sol poniente pintaba los edificios de intenso ocre, pisé Barnes Street, donde aún alguna austera vivienda resistía el paso del tiempo aprisionada entre bloques de altos pisos con terrazas. A la altura del número 10, mientras contemplaba una original aldaba con forma de pulpo alado, recordé que tenía que hacerme cargo de un gato al que no había visto por ninguna parte. De inmediato di media vuelta y aceleré el paso un poco angustiado, y no por la ausencia de luz en aquel lóbrego escenario, ya que cuando el sol se pone es cuando mejor me siento, sino porque mi suerte dependía del bienestar del animal. Si recorrer aquellas laberínticas calles de día ya me había originado la ilusión de estar caminando sobre los paisajes de un borroso sueño o por el vago recuerdo de alguna experiencia que no alcanzaba comprender, hacerlo entre sus espesas sombras evocó en la imaginativa percepción de lo que me rodeaba, algo más que la fantasía de una falsa evocación. Vagué en todo momento con la confianza de saber por dónde caminaba, como si mis pies se movieran de forma autónoma mientras mi cerebro se limitaba recoger la información tras observar los edificios y calles que se sucedían. Antes de comenzar el ascenso a Angell Street, distinguí enseguida la mansión. Dominando la pequeña loma, Curwen House parecía observar con soberbia al resto de moradas colindantes.


      Para mi alivio, el gato no se había fugado y parecía estar en perfectas condiciones, o así lo demostró en su efusiva bienvenida nada más cruzar la puerta. Con la cola erguida, terminada en un peludo gancho, aprobó mi compañía ronroneando y frotándose contra mis piernas. De pelaje negro y ojos amarillentos, me recordó a uno que tuvimos en casa siendo niño. Me incliné para dedicarle una caricia y rodear su cara ahuecando las palmas de mis manos. Luego siguió mis indecisos pasos sin rumbo por la casa durante un buen rato. Como aún no tenía sábanas limpias ni había decidido qué habitación ocupar, resolví pasar la noche tumbado en uno de los tres sofás del salón.


      De madrugada, un golpe brusco me arrancó de los placenteros brazos de un sueño profundo. Paralizado, esperando otro ruido para comprender la procedencia del sonido que me había causado el sobresalto, pasé unos minutos en alerta. Como la oscuridad era casi absoluta, cerré los ojos intentando concentrarme al máximo en el oído, pero el silencio también dominaba la casa. Ni siquiera se escuchaba nada procedente del exterior. Entonces, cuando ya había pasado un lapso desconocido y mis sentidos volvían a suspender su actividad para entregarse al esperado letargo que me llevara de nuevo con Morfeo, sobre mi relajado pecho cayó o se abalanzó algo que logró estremecerme como nunca nada lo había hecho. Tumbado sobre el sofá, con la asfixiante angustia de no poder moverme ante un horror desconocido, la momentánea parálisis se me antojó una eternidad. Sentí en las venas de mi cuello el latir de la sangre bombeada por un corazón acelerado. Aún confuso, con la respiración entrecortada, la piel erizada y los ojos moviéndose temblorosos, dos ascuas acristaladas aparecieron ante mí. Todavía con el fresco recuerdo de la escena mientras escribo este diario, incluso sabiendo del absurdo desenlace, me es imposible transcribir la agónica y confusa experiencia que me enfrentó a algo ignoto y que tanto espanto me produjo unos instantes. Por fortuna, cuando el felino maulló, aquellos ojos centellantes dejaron de ser una amenaza. Antes de incorporarme respiré profundamente para eliminar la tensión acumulada y descartar una represalia desmedida contra aquella criatura traviesa.


      Encendí una luz y consulté el reloj. Aún quedaban un par de horas para que amaneciera, pero mi impaciencia se había activado y necesitaba hacer algo para borrar de la memoria el sobresalto. Sonreí cuando Morgan comenzó a subir las escaleras. Escalón a escalón, lo seguí hasta el laboratorio. En aquel absurdo espacio, opresivo y extravagante, aunque cargado de cierto romanticismo, el gato pareció reencontrarse su hábitat ideal. Con pasos tranquilos y elegantes recorrió la estancia emitiendo suaves maullidos. Tal vez aquella pequeña bola de pelo, igual que yo, se sentía más cómoda al amparo de la luna que a la del sol, o puede que todo fuera más sencillo y que aún buscaba a su desaparecido dueño, con el que seguramente tantas horas compartió entre aquel desconcierto. Observando sus distinguidos movimientos, noté que después de dar unas vueltas empezó a inquietarse cada vez que se acercaba a una de las paredes. Su serenidad inicial se disipó al detenerse ante ella para arañarla. Para mi confusión, cuando me acerqué a inspeccionar la razón del quebranto de su sosiego, comprobé que aquello que rasgaba no era una pared. Oculta en la mitad de su superficie por una de las estanterías, disfrazada de los mismos colores de la pared, el minino me indicaba una pequeña puerta de madera perfectamente camuflada. De inicio, creí que la excitación del animal podría ser debida a que tras la portezuela hubiera ratas. Eso frenó mi entusiasmo, pero finalmente me contagié de la impaciencia del animal, que cada vez actuaba de forma más delirante, y me aventuré a abrirla. Cuando encontré la luz, otra sorpresa apareció ante mí, pues la oculta estancia, paralela y semejante a la del laboratorio, albergaba una impresionante biblioteca. Aunque de semejante materia, la que yo atesoraba en la casa de Arkham me pareció ridícula en comparación con aquel tesoro. Obras sobre astronomía moderna, códices escritos en sistemas crípticos, astrología medieval, legajos manuscritos en latín, tratados sobre brujería, polvorientos libros de alquimia, ritos arcanos, enormes grimorios encuadernados en piel, extraños mapas imposibles y un sinfín de papiros enrollados con hermosos jeroglíficos perfectamente conservados, colmaban las viejas estanterías de madera carcomida. El penetrante olor a papel viejo, esa mezcla de parsimoniosa descomposición y humedad que durante toda la vida había llamado tanto mi atención, y que incluso alguna vez en mi cuarto me había hecho viajar con la imaginación a inhóspitos parajes alejados de la tierra de los hombres, allí se concentraba de manera descomunal, casi monstruosa al fusionarse con el de la casa, al que ya me había acostumbrado, sin embargo, flotaba en el ambiente una armónica y dulce sensación de placidez.


      Enloquecido y ansioso por destapar aquellos secretos que en Salem me habrían costado la vida, empecé a ojear de manera impulsiva, amontonando y descolocando lo que podría haber tenido un orden para los que antes habían pasado por allí, porque mi raciocinio no podía concebir que todo cuanto me rodeaba fuera fruto del titánico empeño de un solo hombre por compilar aquellas valiosas obras.


      Tras varias horas absorto en la lectura de aquellos incunables, me dejé caer en un sillón cuando llegué a unas complicadas notas medievales de llamativas ilustraciones y bellos símbolos acompañados de pequeñas frases confusas sin apenas vocales. La agradable fragancia, tras tantas horas penetrando en mi ser, me sumió en un placentero estado alcaloide similar al de una droga que, cada vez que intentaba recitar algo parecido a «SCUCH LAN BLSA CLCTIC, LAN BULS CLCTCA», alimentaba mi espíritu con el embriagador aroma que desprendían los viejos libros. 

      

      Morgan fue el primero en correr hacia la ventana cuando una enorme negrura alada sobrevoló la casa. Siendo la ventana más pequeña que la del laboratorio, y del tipo de ojo de buey, me acerqué apresurado con la respiración acelerada para comprobar la causa de aquella oscuridad que había producido un efímero eclipse. Posé la nariz en el cristal para no perder detalle, pero entonces, excitado como estaba por averiguar el motivo por el que todo se veló durante un suspiro, el vaho de mi respiración empezó a cegarme la visión del desbordante río que abrazaba innumerables islas antes de fundirse con el impresionante océano. Cada vez más alterado, busqué en todas las direcciones sin encontrar nada reseñable al principio, pero mi decepción se vio sorprendida cuando de pronto el paisaje que ante mí tenía, comenzó a desdibujarse. La luz empezó a mermar, pero se distinguía con claridad la bahía, que ya no era la de Providence, pues en un instante se había transformado en un paisaje distinto. Sin edificios ni pistas artificiales de humanidad, sobre el extenso páramo gris, una enorme masa viscosa comenzó a tomar la forma de un espeluznante ser que se alzaba sobre sus cuartos traseros. De piel escamosa y verduzca, la gigantesca y abominable figura empezó a avanzar pesadamente mientras desplegaba unas deformes alas ciclópeas. Emanando un pestilente olor, el rastro húmedo y pegajoso que dejaba a su paso parecía algún tipo de fango alquitranado, que se extendía como una mucosidad desde sus escamas hasta el suelo. Como una rapaz que intenta iniciar el vuelo desde un risco, sacudió las alas con ímpetu, produciendo con el batir un torbellino que envolvió en polvo su ominosa figura durante un tiempo, sin embargo, a pesar de los violentos movimientos, no separó sus siniestras garras del suelo. 


      Cuando me giré para buscar un escondite, descubrí angustiado que ya no estaba en la biblioteca. La casa había desaparecido. También la ciudad. Como un estúpido, me alarmé más por no hallar a mi pequeño compañero, que por poner mi anodina vida a salvo. Caminé un rato marcha atrás, intentando no perder de vista a aquella monstruosidad que se zarandeaba envuelta en la tempestad de polvo que giraba a su alrededor, y que poco a poco me iba alcanzando, pero de pronto, el lejano bisbiseo de unas voces incoherentes que llegaban tras de mí, me incitaron a girarme. El paisaje, de frondosa vegetación que se apreciaba en la lejanía, era diferente al de la llanura que me rodeaba. La intuición o el instinto de supervivencia me indicaba que tenía que ir hasta allí. 


      El terreno empezó a cambiar de color conforme me adentraba, dando paso a un suelo más fértil y oscuro, en el que la espesura apenas dejaba ver la tierra. Extrañas lianas se enraizaban como serpientes a los inclinados árboles repletos de ramas que colgaban en cascada llegando hasta el suelo. Las copas más altas se perdían con cúspides tupidas, ocultando casi por completo el azul del cielo anterior. 


      Prudente, caminé un buen rato sorteando pequeños arbustos y a través de estrechas veredas. Algunas veces tenía que agacharme o saltar para evitar los obstáculos selváticos que me impedían marchar con normalidad por aquella extraña jungla huérfana de fauna conocida, ya que solamente había visto increíbles especies de aves que sobrevolaban entre los árboles. A mi espalda ya no se divisaba la nube polvorienta que la criatura había formado, pero como llamado por el bisbiseo, que ahora llegaba más nítido y acompañado de una especie de melodía ancestral, aunque igualmente carente de cualquier significado o lengua que yo conociera, me topé con un claro que se extendía hasta la cenagosa orilla de un pestilente pantano. La tenebrosa y retorcida vegetación acuática convivía en concordia con el encharcado paisaje de aguas oscuras y tranquilas. 


      La brisa, cálida y acuosa, azotaba mansamente el deslucido follaje del claro, transportando el estancado aroma corrupto. En el centro del lago, tal vez donde el fondo era más remoto, solo se divisaban las ramas de gigantescos árboles desnudos que nacían en las depresiones del terreno, en las que, tras incontables años, sus poderosas raíces hundidas en las recónditas fosas, se nutrían de los misteriosos sedimentos depositados. Regularmente, de las profundidades surgían inmensas burbujas gaseosas envueltas de espuma, que liberaban gases malolientes cuando estallaban después de flotar durante un rato en la superficie. También pude contemplar el brusco aleteo de peces o reptiles acuáticos.

      A medio camino, entre mi posición y el indefinido margen de la ciénaga, divisé lo que parecía el único rastro de civilización en aquel espeluznante escenario. Fabricada con desiguales listones y corroídos troncos, una vetusta cabaña sin tejado y parcialmente derruida, me animó a acercarme con cautela hasta la puerta, que estaba abierta. Saludé al vacío antes de entrar, pero como imaginaba, no había nadie en su interior. Me senté en una desvencijada hamaca reclinable. Al relajarme entre aquellas maderas arruinadas y sumidas en silencio, percibí que los cánticos y tambores estaban muy cerca, incluso pude imaginar los frenéticos bailes que una muchedumbre enloquecida interpretaba mientras llegaba. 

      Escondido tras unos tablones que reposaban junto el hueco de la ventana, contemplé la llegada de una de tribu arcaica que danzaba en dirección al lago. Hombres y mujeres, casi todos mestizos de pelo ensortijado, portaban insultantes vestiduras mostrando sin pudor el moreno pecho en el que repiqueteaban con el movimiento frenético de los bailes, los desiguales collares multicolores que pendían de sus cuellos. En cabeza, desfilaban los hombres más viejos, casi todos con tambores, que parecían darle vida con su sonido a los insólitos tatuajes de sus desnudas pieles apergaminadas. Cerrando la comitiva, las ancianas de pelo plateado repetían sin parar unas palabras parecidas al «SCUCH LAN BLSA CLCTIC, LAN BULS CLCTCA» que acababa de intentar leer en la biblioteca. Cuando todos estaban en la orilla encendieron un gran fuego y danzaron sin descanso hasta la puesta de sol. Después, sentados al estilo indio sin dejar de pronunciar aquellas enfermizas palabras, esperaron en estado catatónico a que la luna llena se reflejara en las cenagosas aguas.

      Un rato después, cuando la oscuridad y calma de la tribu me invitó a acercarme a ellos, una onda de indecible pavor vino a mi encuentro tras escuchar un afanoso chapoteo en mitad del pantano. Fue entonces cuando el aire se volvió irrespirable al surgir de las profundidades una horrible criatura de pesadilla. Los congregados gritaron alborozados como fanáticos dementes alentando a su Dios. Yo caí de espaldas al contemplar cómo se erguía el repugnante coloso antropomorfo de enormes brazos escamosos y rasgos faciales de pez. Cada vez más atormentado, e incapaz de levantarme por el horror que me superaba, caminé desesperado a cuatro patas sin mirar atrás. Con el pantalón hecho jirones y las rodillas despellejadas, repté los últimos metros hasta alcanzar de nuevo la cabaña sin pensar que aquellas decrépitas paredes no me servirían de refugio si el hombre pez decidía salir del agua. Sin poder olvidar la antinatural imagen de aquel monstruo, me quedé inmóvil bajo el hueco de la ventana. Luego, el griterío se amplificó cuando la luz de la luna se ahogó un instante, sumiendo la cabaña en la más absoluta penumbra. Fue solo un momento, el equivalente al tiempo que tardó en pasar sobre mí el alado ser que se había envuelto en un torbellino de polvo al batir sus gigantescas alas de murciélago. Por los agónicos sonidos que se mezclaban entre el espantoso griterío, los tremendos golpes, el angustioso chapoteo y los horrendos gruñidos de aquellos seres, sospeché qué estaba pasando en la orilla. Fue entonces cuando una inesperada chispa de coraje me hizo volver a salir del escondite para confirmarlo. Espantado ante la carnicería, dudé entre alargar mi agonía penetrando en la selva para ocultarme o entregarme en la orilla como habían hecho los salvajes, pero ante mi impasividad, las opciones se perdieron cuando aquellos abominables seres, como perfectos aliados, y no como enemigos, vinieron hacia mí.

      En mi atormentada cabeza aún zumbaban los ecos de aquella espantosa danza que los había invocado, cuando unas fuerzas desconocidas debilitaron mi ya extenuada existencia con algo parecido a un desfallecimiento. Mis lánguidas piernas flaquearon cuando el sudor frío, casi helado, empapó mi inestable cuerpo que, de forma refleja se aferraba por mantener la verticalidad. Irremisiblemente, pensé que la muerte se cernía sobre mí, pero tal vez, quise creer, estaba siendo compasiva al sumergirme en aquel estado de decaimiento del ánimo para que no sufriera más, ni viera como era despedazado por los grotescos demonios que, excitados por la orgía, ya me hostigaban a solo unos pasos. En aquel momento, cuando volví a caer al suelo con la tambaleante torpeza de un borracho al encontrar la cama, rendido, sacudí varias veces la cabeza intentando despejarme, sin embargo, el inoportuno sudor que bajaba por mi frente me alcanzó los ojos, envolviendo mi campo de visión con una espesa niebla lechosa. La cruel ceguera empezó a desvanecerse en un halo nebuloso concentrado en aquellas sanguinarias siluetas, que misteriosamente desdibujaban sus formas gradualmente. Luego, las aureolas que se habían formado a partir de cada ser, empezaron a transformarse en algo parecido a dos amarillentos astros que brillaban sin llegar a deslumbrarme. Después, en el centro de aquellos soles redondos se empezó a formar una línea negra. Más tarde, alrededor de las esferas, que cada vez las distinguía más cercanas, se perfiló la perfecta cara de una bestia negra que lamía mis manos mientras me observaba con sus enormes ojos amarillos. Aquellos soles, que ahora eran ojos, ojos que ya había visto, me estremecieron una vez más. Me aparté con un movimiento violento sin perderlos de vista cuando el maullido del felino me devolvió a la realidad. 

      Alterado por la tenebrosa lectura e intoxicado por los efluvios que rodeaban la parte alta de la casa, me creí embarcado en un viaje onírico tan vivaz, que aún me llegaba el olor del pantano. Corrí escaleras abajo hasta salir de la morada. Necesitaba aire fresco para despejarme. Providence dormitaba bajo el cielo estrellado, pero yo estaba confuso.       

      …..

      -¡Encierren a este hombre! -gritó autoritario el juez mientras golpeaba la maza.

      -Pero, señoría -farfulló el comisario Nylon Brown-, no he terminado. Si me permite un momento, solo quedan unas líneas.

      -Ya hemos escuchado bastante, caballero. Que haya sido paciente ante semejante majadería responde únicamente al respeto que siento por su antiguo uniforme, nada más.

      La reacción del público no se hizo esperar. Puestos en pie despidieron al comisario con una sonora ronda de abucheos, silbidos e insultos. Escoltado por dos funcionarios que lo asían de los brazos, buscó entre el tumulto una cara amable, pero la reportera continuaba sentada en su banco tras la marabunta. Afligida, movía los labios sin alzar la vista.

      -A mi lado, Morgan olisqueaba la sangre reseca de mis rodillas. Luego me observó nervioso con esos ojos que me habían guiado para regresar de un viaje terrorífico por los confines de otra realidad oculta en un saber prohibido. Quizá su dueño solía volver de forma más tranquila de lo que yo lo acababa de hacer. Cuando el gato volvió a maullar, sucedió algo insólito. No estoy seguro de si fue el deseo de algo que nunca ocurrió, quizá para darle sentido a algo que no lo tenía, o tuve una auténtica revelación en forma de recuerdo reprimido: sentado sobre las piernas de mi abuelo, me decía con voz cercana que no cometiera el error de mis padres, y que no dudara en quemar aquellos libros y olvidar cualquier frase de invocación si alguna vez me dominaba el deseo de no regresar de uno de los viajes -leyó Sarah en voz baja el final de una copia del diario que apoyaba en sus rodillas.

      Muchas veces buscó la reportera a Morgan por los alrededores de Corwen house. Jamás lo vio, como tampoco nunca más se supo del comisario, que una noche desapareció de su celda sin dejar rastro. 


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