martes, 19 de enero de 2021

Habitación 115

"Con el cadáver a mis pies y la sangre aun fresca en las manos, mi cerebro trabajaba en una dirección muy diferente a la que la lógica dictaría. Había llegado a una conclusión: si no nos empeñáramos en analizarnos continuamente, posiblemente tomásemos mejores decisiones."

Así comienza este inquietante relato con el que el autor Raúl Valiente García se estrena en nuestro espacio "El Club del Relato" y "Cuentos y Relatos" podcast y con el que fue ganador del XXVII Certamen Literario 'Policía de Albacete', compuesto por Daniel Sánchez Ortega, Francisco Jiménez Carretero y José Manuel Martínez Cano, con el Comisario Jefe Provincial como Presidente y Luis Andreu Orozco como Secretario y celebrado el miércoles 27 de septiembre en la Comisaría del Cuerpo Nacional de Policía en Albacete.

Fueron los admitidos 44 trabajos, procedentes de toda España, que mostraron gran calidad literaria, como han ratificado los miembros del jurado.

El fallo del jurado fue el siguiente:

1º Premio

Relato: Habitación 115.

Autor: D. Raúl Valiente García. 


2º Premio

Relato: Volver.

Autor: D. Juan Pérez López. 

El certamen literario estuvo patrocinado, como en años precedentes, por la Fundación Globalcaja y los premios fueron entregados el lunes 2 de octubre de 2017, con ocasión del Día de la Policía, en un hotel de la capital albaceteña, informa El Digital de Albacete.



 "Habitación 115"

Raúl Valiente García

 

Con el cadáver a mis pies y la sangre aun fresca en las manos, mi cerebro trabajaba en una dirección muy diferente a la que la lógica dictaría. Había llegado a una conclusión: si no nos empeñáramos en analizarnos continuamente, posiblemente tomásemos mejores decisiones. El tenaz desmenuzamiento de nuestros instintos acaba derivando en una errónea percepción de nuestras emociones. La feroz autopsia a la que sometemos a nuestras experiencias, provoca un intenso desenfoque de 

la visión original que consigue confundirnos gravemente. Actuar irreflexivamente, en contra de lo que pudiera parecer, nos conduce a más acertadas resoluciones y nos libera de la incómoda y, casi siempre, dolorosa sensación que produce el desatino y la equivocación. 

Si esperas algo, te frustra no conseguirlo. Por lo contrario, las hazañas inesperadas proporcionan doble placer, el que otorgan por sí mismas y el que les añade la sorpresa. Me reafirmé en esta idea después de matarle, aunque mi intención inicial era hacer el amor con él. Tal vez por eso disfruté mucho más asesinándole. Por improvisar, por no planearlo de antemano. 

Confirmé ahora que, tal y como sospechaba íntimamente, una noche de placer sexual no me habría excitado tanto como la visión y el olor de toda aquella sangre. A decir verdad, su cuerpo desnudo ahora no me estimulaba lo más mínimo. Aunque hay que reconocer a su favor que hubiera ganado mucho con los intestinos dentro del vientre, en lugar de colgando y oscilando de derecha a izquierda con leves desplazamientos. Evidentemente, al salir del baño completamente desnudo y con media erección, ofrecía mejor aspecto y, debo reconocer, sí que me provocó una agradable punzada, un goloso cosquilleo en el bajo vientre. Lástima que lo estropeara con aquella sinceridad suya tan molesta y que, al principio, tanto me atraía. Si se hubiera callado, si sus labios únicamente hubieran jugueteado lentamente entre mis nalgas, posiblemente su lengua arrancada no se ahogaría ahora en aquel vaso de 

vodka turbio. Ni su miembro amputado y sangrante parecería arrastrarse sobre la gastada alfombra, reptando hacia mi ropa interior, tal vez intentando cobijarse bajo la suave tela negra. 

¿Por qué no podíamos seguir igual, viéndonos en impersonales y anónimas habitaciones de hotel? ¿si el sexo funcionaba, qué más esperaba aquel imbécil? Todos los hombres son iguales tras un tiempo de relación. Unos imbéciles. Todos ellos. Y para no olvidarlo más, había trazado profundamente aquella palabra, dibujando firmemente con la punta del cuchillo a través del suave césped rizado de su pecho. Imbécil. Aunque no lo acentué en su piel. El trazo final de la L partía de su clavícula izquierda y terminaba en el gran socavón del vientre, que vertía sus tripas sobre las sábanas y el suelo. Había tirado de ellas hasta casi vaciarle, repugnando el tacto cálido y resbaladizo de las vísceras calientes. Introduje parte de ellas en el hueco que toda su vida ocupó la lengua, en el pequeño estanque rojo que brotó en su boca tras arrancarla, pero faltaba un detalle. Antes de que su miembro consiguiera definitivamente ocultarse bajo mi ropa interior, lo inserté en el hueco de uno de los ojos, ahora ausentes. Aquellos bonitos, aunque miopes, ojos azulados me miraban desde la mesilla, junto al vaso de vodka surcado por delgados hilos rojizos. En un vistazo rápido, la lengua aparentemente agonizaba atrapada en la red de una araña que tejiera su trama con trazos de color pardusco dentro del vaso. 

Aquel imbécil era ahora un espantapájaros deforme, con parte del relleno escapándosele por agujeros sanguinolentos. Los testículos parecían ridículos sin el telón del pene sobre ellos. No reconocía aquellos pequeños bultos que había chupado en cada encuentro, sintiendo las cosquillas del vello púbico en los labios. A decir verdad, ni siquiera el flácido y vacío pene que sobresalía en la cuenca del ojo, recordaba al potente miembro que había llenado mi boca tantas noches. 

Tuve buen sexo con aquel cuerpo, lo reconozco, y podíamos haber seguido igual, pero él no quiso. Y no pudo o no supo darme una buena explicación, un motivo convincente. Eso tan manido de que no nos compenetrábamos sonaba a excusa y no me convencía. Llevaba meses “compenetrándome” y nunca se había quejado. No tenía de qué quejarse. Soy genial en la cama, lo sé. Si me hubiera dado una razón creíble, no estaría muerto. Lo hubiera entendido. Pero no convencerme le costó la vida. Por eso llevaba oculto el cuchillo desde hacía meses, por si lo necesitaba de nuevo. Lo veía venir. Sabía que, tarde o temprano, lo usaría otra vez. Es uno de los varios inconvenientes de liarse con hombres casados. Un día se aburren de ti, la novedad caduca rápida y quieren dejarte atrás, como un mal recuerdo o una estación de paso, confortable sí, pero de paso. Los hoteles, las mentiras, las excusas y un perenne temor son pasajeros fijos en estos viajes preñados siempre de soledad. Pero cuando el trayecto termina… exijo una convincente razón para no utilizar el afilado libro de reclamaciones que llevo entre mis cosas. Si no saben dármela… lo uso. Y con saña. 

Pero, volviendo al principio…, sinceramente…, no pensaba que esta relación fuera a acabar así. No con él. El brusco desenlace me había sorprendido, debo reconocerlo. Íntimamente, pensaba que esta vez había acertado, que él era el hombre de mi vida, mi príncipe azul de cuento. Su sinceridad, que…, por cierto…, esta vez le había matado, me conquistó cuando le conocí. Te desarmaba con un ataque frontal, a cara descubierta, sin máscaras, poses ni actitudes fingidas. Pudo conmigo y me duele aceptarlo, cedí sin lucha. Me engañó o dejé que me engañara, tanto da, lo cierto es que me ilusioné. Hoy esperaba un rato más en nuestro paraíso particular. 

Llevaba semanas soñando con su pecho, con sus apretadas y diminutas nalgas, fantaseaba con su congestionado pene surcando los mares de mi deseo. Yo deseaba sentirle detrás de mí, con las manos sudorosas atrayéndome contra su vientre, abrasándome la nuca con su aliento al poseerme. Cada mañana añoraba el sabor de su semen en la garganta, irritándomela. Y hoy íbamos a resarcirnos del vacío de las semanas que llevábamos sin vernos. Pero sus palabras, a bocajarro, tras un primer beso, fueron inesperadas. “Es la última vez que nos vemos” anunció, sellando sin saberlo su propia sentencia de muerte y mutilación. No lo esperaba, ni siquiera lo sospechaba. De golpe, deshizo todas mis fantasías y reveló mi faceta repudiada, rechazada, abandonada y utilizada. Y no fue bueno que resurgiera del oscuro rincón donde permanecía recluida y encadenada. No fue adecuado para los ojos, la lengua, el pene ni las tripas de quien pretendía borrarla con una sola frase. “Es la última vez que nos vemos” Ya me he encargado yo de que así sea. Los ojos que recorrieron mi piel desnuda y entregada ya no verán nada más. La lengua que saboreó los fluidos que mi pasión le entregó, sólo lamerá ya el cristal de un vaso sucio. El pene que escarbó rabioso mis rincones más íntimos ahora no es más que un pellejo hueco dentro de otro pellejo hueco y he conseguido que él sienta, antes de morir, el mismo dolor que desgarró lo más profundo de mis tripas. Sí, por supuesto que no nos veremos más. 

Ahora, después de horas contemplándole, me marcho de aquí. Parece mentira la profunda limpieza, tanto interior como exterior, que una buena ducha representa. Tras la puerta de la habitación 115 queda el olor a sangre, la rabia y el dolor.  Atrás quedan también una historia ¿de amor, quizá?, una auténtica e irrefrenable pasión, un mal hombre y una buena relación. Tal vez al revés. Decididlo vosotros. Yo no tengo ganas. Debo empezar una nueva etapa y estoy tan cansado... Después de todo, ya no soy un niño y, a mi edad, empieza a no importarme mi escaso futuro. Ser homosexual y volver a estar solo a mis sesenta años es tan agotador y doloroso... 


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