lunes, 19 de julio de 2021

Aeternum

 Esta noche tengo frío, demasiado quizás. Hacía muchos siglos que no sentía nada igual. Ahora no soy más que un ser maldito, un hombre marginado por aquellas mismas personas que en su día me amaron. Por desgracia, y tras sufrir un cruel abandono, me transformé en un alma solitaria que ha vagabundeado entre océanos de brumas. En estos años he visto cómo se destruían las pocas esperanzas que tenía depositadas en la vida. Hace mucho frío, tanto que está sorbiendo hasta el tuétano de mis castigados huesos. Apenas puedo mover ya mis miembros. ¿Qué es la muerte sino un estado transitorio en el que el cuerpo se descompone mientras los gusanos devoran sin piedad cada rincón de las entrañas? Es una liberación para todos, salvo para mí, que reniego de mi pasado. Incluso los niños, las almas más puras que hay bajo el firmamento, no se acercan a mí desde la noche de los tiempos. ¡Yo los maldigo a todos y al que siempre se mostró tan magnánimo con ellos! Maldito sea también mi destino, un castigo que no quisiera ni el criminal más abominable que haya caminado sobre la faz de la tierra. ¿Y del amor? ¿Qué es lo que puedo decir? ¿No tenía acaso derecho a enamorarme de alguien que me salvara de mis pecados? ¡Qué no hubiera dado yo por acariciar los suaves cabellos de una mujer, mientras el viento nos arrastraba hacia el abismo! Ojalá hubiese podido besar la cálida mejilla de un rostro delicado ante el arrebatador sonido de las olas del mar. 

Yo, que tanto amé y que tantos sueños perseguí, ahora no soy más que un pálido recuerdo que se agita inerte sobre la tierra árida que me rodea. De entre todas las mujeres que conocí, sólo hubo una que logró penetrarme en lo más hondo de mi alma. Ella fue la única que no huyó horrorizada de mí, y, a pesar de mi condición inmortal y de que aquella pobre muchacha no pudiera estar a mi lado más que unos años, hicimos un intento desesperado por seguir juntos. Al principio sentí una dicha inmensa y creí que todos los sufrimientos padecidos habían merecido la pena tras descubrir un alma tan pura y noble. 


Sin embargo, la tragedia se cernió rápidamente sobre nuestras vidas. Un día, el padre de la joven descubrió que su hija estaba junto al que todos consideraban un engendro humano y le prohibió que nos volviéramos a ver. Eso le produjo tanta ofuscación a mi amada que cayó en un estado de profunda melancolía. Además, la crueldad de su progenitor no tenía límites, ya que envió a unos asesinos para que me propinaran tal paliza que me dejaron medio muerto, pero no fallecí, dada mi inmortalidad. Mi cuerpo se llenó de heridas y eso me dio un aspecto aún más horrendo si cabe. Tras recuperarme de aquel ataque, averigüé que aquella flor tan delicada a la que tanto había amado se quitó la vida. Pensó que yo ya no seguía en este mundo.

Cuando me enteré de esa noticia tan desgraciada, monté en cólera y no paré hasta dar con el causante de todos mis males. Pero, a pesar de mis esfuerzos, este huyó en el último momento. No obstante, como su destino estaba escrito en una página manchada de sangre, logré encontrarlo al final y lo maté con mis propias manos. Después de haber cometido aquel asesinato, mi único consuelo fue ver la mueca grotesca de terror que se le quedó grabada en el rostro a ese hombre. Una vez hubo pasado esta pesadilla, comprendí que ya había perdido para siempre la última oportunidad de sentir de cerca el amor de una mujer.

Todas las personas que fueron importantes en mi vida han ido desapareciendo y ya no queda de ellas nada más que la evocación de su ausencia. Me es imposible acordarme de sus nombres ni de sus rostros, porque la pátina del tiempo los ha cubierto con un lienzo de cenizas, convirtiéndolos en decrépitos pensamientos que pululan como almas en pena por un desierto solitario. Si al menos alguien de ellos continuara vivo; si tan siquiera pudiese volver a disfrutar de la sonrisa de quien tanto me conmovió o, incluso, me hizo llorar. Pero todos esos fantasmas se revuelven ahora en sus sepulcros. Ante tanto dolor, decidí viajar y conocer a otras gentes que tal vez cambiaran mi vida. Dejé, pues, los desiertos de mi patria y transité por tierras mucho más fértiles. De este modo, pensé que nadie me iba a mirar como aquel ser maldito en el que he acabado convirtiéndome. Incluso adopté una falsa identidad y cambié de vida por completo, pero todos los esfuerzos que realicé resultaron en vano, pues mi sino está marcado por una mancha que me devora por dentro, como si de un ave de carroña se tratara. Solo encontré a una persona que me trató de una forma más misericordiosa. Eso me alegró tanto que de nuevo creí en la bondad del ser humano y sentí algo de paz en mi espíritu. No obstante, el día en que ese individuo se enteró de mi inmortalidad, ya no tuvo el mismo comportamiento conmigo, y lo que antes había sido calidez, se transformó en una despiadada frialdad. Ante tamaña decepción, decidí abandoné esa casa y hui hacia un destino incierto.

Desde entonces he viajado sin descanso por muchos más países, de ahí que conozca tan bien todos los secretos que esconde el Mediterráneo. Y por más lugares que haya recorrido, siempre he padecido la misma maldad entre aquellos que aparentemente se muestran tan piadosos. Todos ellos se dejan llevar por la codicia y las banalidades, pero no se dan cuenta de que son tan débiles y míseros que sus vidas no valen ni un solo denario.

En aquellos siglos tan oscuros entré en otra fase de mi vida en la que me dejé llevar por la lujuria y el libertinaje. Fueron años de prostitutas, excesos, crímenes y otros pecados horrendos que hoy en día me avergüenza confesar. Me había transformado en un ser sin alma al que ya no le importaba nada. Si todos me veían como un condenado, ¿por qué les tenía que pagar yo con distinta moneda? Sigo sintiendo mucho frío aquí dentro y ya no sé qué hacer para que mis manos entren en calor. Ahí fuera hace el mismo viento gélido que soplaba el día funesto que salí de aquella maldita cueva. Mi cuerpo guarda todas las cicatrices que se han ido adhiriendo a la piel después de tantos siglos vividos. 

Ahora sonrío con una mueca y pienso en todas las oportunidades que se escaparon a través de las rendijas de la memoria. ¡Cuántas veces sollocé cuando navegaba por esos mares tan desapacibles! Fueron muchas noches en vela las que sufrí bajo el relente del firmamento. De esos años sólo recuerdo las oscuras olas del mar devorando hasta el último sueño que pudiera traer la espuma. Nadie se conmovía ante mi desgracia, ni siquiera la luna, que se escondía tímida entre las raídas nubes que me acompañaban durante mis singladuras. ¿Dónde estaban esas sirenas que intentaron seducir a Odiseo? A mí no me hubiera importado arrojarme al mar engañado por esos lóbregos cánticos. Pero, ¿de qué me habría servido? Mi inmortalidad estaba por encima de cualquier intento de suicidio. Algunas personas me llegaron a preguntar qué sentí durante aquellos días de oscuridad, pero eso es algo que guardaré en mi alma y que me llevaré a la sepultura, si logro morir alguna vez. Nadie sabrá el miedo que pasé ante aquel abismo de silencio. Nadie sentirá el mismo frío que yo padecí y que me llevó hasta la desesperación. Nadie podrá escarbar en lo más hondo de mis recuerdos.

Llegué incluso a vivir en una comunidad de leprosos. Era un territorio de hombres y mujeres sin esperanza que mostraban su rencor hacia quienes los habían desheredado de la tierra. Allí pensé que al menos encontraría algo de paz, pero de nuevo me equivoqué, ya que los propios seres marginados por la sociedad no quisieron saber nada de mí. Cuando me veían me arrojaban piedras, y fueron tantos los golpes que recibí que acabaron deformándome el rostro. Yo los maldije a todos y escupí sobre esa tierra baldía a la que jamás regresé. Poco después, decidí llevar una vida de ermitaño y me retiré a un paraje oculto en el que solo me acompañaban los recuerdos. Esa etapa de mi vida fue algo más feliz. Necesitaba soltar lastre y desterrar muchos espectros del pasado. En aquella soledad ansiada comencé a escribir algunos poemas en los que desgarré mi alma.

No sé cuántos años permanecí allí, pero un día mis ansias por conocer mundo me obligaron a irme a otros países. De nuevo había una razón poderosa que me impulsaba a salir fuera para conocer a más personas, quizás por el cándido deseo de hallar a alguien que pudiese redimirme. El Mediterráneo se me hizo pequeño. De ahí que, poco a poco, fuera descubriendo otros mares y océanos que me llevaron hasta territorios recónditos. Siempre albergaba la esperanza de que no acabaran juzgándome por mi pasado. Sin embargo, comprobé que la condición humana es semejante en cualquier parte del mundo. Tanto es así que cuando veían que yo era un ser inmortal, nadie me quería a su lado. Hasta los más humildes, aquellos que no tenían dinero ni para comer, me repudiaban públicamente. Estaba tan decepcionado que me hubiera arrojado desde un puente o desde lo alto de un campanario, pero eso no me hubiese servido para nada porque no podía morir.

El frío está arreciando y aquí sigo sin poderme casi mover. En mi mente se dibujan las sombras de todas las personas que fueron importantes en mi vida y que alguna vez me amaron, como mis hermanas. ¡Cuánto daría por abrazarlas de nuevo! Pero para mí desgracia, ya no queda de ellas nada más que el polvo de sus sepulcros. Todas esas tumbas acabarán convirtiéndose en montes de ceniza y el agua de la lluvia las esparcirá por lugares recónditos. ¿Por qué fui el elegido?, me he preguntado mil veces. ¿Por qué razón estoy condenado a ver cómo los demás mueren mientras yo permanezco en este mundo de hiel? El sufrimiento de Laocoonte al ser devorado por las serpientes no puede compararse al mío. Yo estoy padeciendo una muerte lenta, cruel y duradera en el tiempo. Después de tantos siglos no sé siquiera cuándo será mi final, si es que hay alguno. En uno de mis viajes descubrí tierras del llamado Nuevo Mundo. No olvidaré nunca la emoción que me produjo contemplar personas con la piel tan oscura, pero todos ellos al final me veían como el ser extraño que soy. Hasta los más ancianos de las tribus, los que realizaban rituales mágicos, mostraron su desconfianza hacia mí tratando de alejar los malos espíritus cada vez que me acercaba a ellos. Por más que yo quisiera hacerles creer que se hallaban en un error, de poco me sirvió. Entonces, una vez más, me di cuenta de que yo no soy más que un ser errante que anda sin descanso y que jamás alcanzará la misericordia entre sus hermanos.

La única razón por la que continuaba viajando era porque de esa forma tenía la necesidad de huir de mi propio ser. Pero después de tantas largas travesías he comprendido que el ser humano es el mismo en todos los países y en todas las épocas. La mezquindad, el ansia de poder y las más bajas pasiones son las que movieron al imperio romano y ahora sostienen también a este mundo enloquecido que sólo responde a un nuevo césar: el dinero.

Y ahora que ha pasado tanto tiempo, ¿qué hubiera ocurrido si jamás lo hubiese conocido a él? ¿De verdad me amaba tanto como quiso dar a entender? Si volviera a encontrarme con él cara a cara, le reprocharía todo el sufrimiento que he padecido. ¿Es que no fue consciente de que con su acción irresponsable me marginarían hasta mis seres más amados? Seguro que no, pero él tenía que actuar según un plan preconcebido. ¿Acaso me preguntó si yo quería esta vida? ¡Maldito frío! Mis manos se están quedando entumecidas mientras trato de escribir unas breves líneas. El temblor que sacude mi cuerpo es cada vez mayor y siento como si fuera a desvanecerme en cualquier momento. Ya no puedo más. Nadie debería haberme sacado de aquel sepulcro en el que la humedad era tan espantosa, pero mis hermanas, Marta y María, fueron a buscar al maestro. Estaban fascinadas por su palabra y por su capacidad para congregar a las multitudes, pero mi cuerpo se hallaba amortajado y mis entrañas ya habían sido devoradas por los gusanos. Después de cuatro días olía mal; sin embargo, ellas insistieron para que el rabino me resucitara. Él les dijo a sus discípulos que yo sólo dormía y que me acabaría despertando. 

Cuando Marta se le acercó, insinuó que él era la resurrección y la vida. Entonces, después de cuatro jornadas de oscuridad, frío y desesperación, levantaron la piedra del sepulcro y Jesús de Nazaret me devolvió a la vida. Pero al poco tiempo aquel ser tan infinitamente bondadoso fue crucificado y todos sus seguidores se olvidaron de mí. Hasta mis hermanas, que tanto me amaban, nunca más me volvieron a ver de igual modo que antes de mi resurrección, porque yo tampoco era el mismo. Con el paso del tiempo, ambas se distanciaron de mí hasta que la muerte les sorprendió sin que nos volviéramos a reconciliar. Desde entonces comenzó mi condena eterna. Y aún sigo sin descanso, esperando que algún día me llegue la muerte en este horrendo lugar en el que estoy. En todos estos siglos he tenido que ser testigo de cruentas guerras, hambrunas, genocidios y otras muchas atrocidades, pero la humanidad se ha olvidado de mí.

El evangelio seguirá contándole a las nuevas generaciones que Jesús me despertó de mi sueño inmundo, pero nadie revelará todos los años que llevo sufriendo esta pesadilla. El frío sigue aumentando mientras mi alma se retuerce entre terribles espasmos. Ya no aguanto más. Desde este gélido sepulcro sólo pido una cosa: ¡Quiero morir y no puedo!


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