viernes, 6 de agosto de 2021

El Miedo

El cuento titulado “El miedo” se publicó por primera vez el 27 de enero de 1902 en el periódico El Imparcial. Valle-Inclán lo incluyó, apenas sin variantes, en todas las ediciones de los Jardines (Jardín umbrío y Jardín novelesco) hasta la última de 1920. Además fue pródigamente reproducido en numerosos periódicos y revistas de la época. Si contamos la inclusión del cuento en Flores de almendro, una cuidada e importante recopilación de todas las novelas cortas y los cuentos publicados en libro, realizada por Juan B. Bergua en 1936, dos meses después de la muerte de don Ramón, pero que había merecido su visto bueno, “El miedo” fue editado veinte veces en vida de Valle-Inclán.La mayoría de los cuentos de Jardin umbrío se presentan en una forma narrativa que participa de los rasgos estructurales de lo que conoce como Memorias: relatos con presencia del narrador, escritos en primera persona, aunque esto no signifique que sea una persona pura, es decir el propio autor, puesto que eseyo es tan inventado como cualquier otro personaje de ficción. Es este el tipo más corriente de narración, la narración a posteriori, es decir, relatos que miran el pasado a partir del presente. Esto sucede en “El miedo”: la narración de un suceso pasado contada en primera persona por un yo ficticio desde una larga distancia temporal y espacial. Cuando el que narra es el propio protagonista de la fábula, como en el cuento que nos ocupa, nos encontramos con lo que en narratología se conoce como un relato autodiegético. Y hay que resaltar que en nuestro caso la participación del protagonista es continua y fundamental en el relato y que todo el suceso se focaliza únicamente a través de sus ojos.

La acción se desarrolla según el esquema clásico de presentación, nudo y desenlace. La presentación o introducción, muy breve, ocupa la mitad del primer párrafo, y es una declaración del anciano yo narrador-protagonista previa a los hechos que se van a narrar. El nudo, la parte central y la mas extensa, cuenta el incidente que provoca el pánico al protagonista, origen del título del cuento, durante su vigilia en la capilla del pazo solariego. En la página y media final, sobreviene el desenlace: el conflicto se resuelve drásticamente protagonizado por la figura, llena de empaque y autoridad, del Prior de Brandeso. Una breve conclusión pone término final al cuento; se trata de la reflexión moral del narrador-protagonista con una referencia a la muerte que enlaza con la introducción y configura el carácter circular o cerrado del relato.

Destaca en “El miedo” la cuidadosa y morosa presentación de la escenografía en la que se va a desarrollar la acción: la capilla del pazo de Brandeso, con el retablo, el sepulcro y la lámpara, descritos con prosa recamada en un juego de luces y colores, de joyeles, de túnicas bordadas de oro, de áureos racimos muy al gusto decorativista parnasiano y que se contraponen a las sombras ambientales del recinto. Las sensaciones auditivas y visuales cobran singular relieve, especialmente aquellas que van a servir para conseguir una atmósfera de misterio, tétrica y sobrecogedora en aquel ambiente húmedo y crepuscular de la capilla tenebrosa y resonante, apenas iluminada por la luz de la lámpara (elemento varias veces recurrente), los rezos que resonaban hondos y tristes, los murmullos, los suspiros, el viento que mecía la cortina de un alto ventanal, la luz de la luna pálida y sobrenatural…

Esta ambientación crepuscular es una preparación previa, magistral y cuidadosamente elaborada y recreada, para sumergir al lector en un escenario propicio a la aparición de fenómenos inexplicables en el desarrollo y posterior desenlace de los acontecimientos; ambientación que se rompe hacia la mitad del cuento, en el instante preciso en que suenan los gritos de las niñas en la capilla y el protagonista se despierta sobresaltado.

Tres son los personajes del relato. El protagonista, futuro granadero del rey, es muy joven -apenas le apuntaba el bozo- y aparece parco en palabras, sumiso y obediente, inexperto, inseguro, temeroso y cobarde. Como ya hemos indicado es, al mismo tiempo, el narrador de la historia que, desde la vejez, refiere un suceso que se le ha quedado indeleblemente grabado. Aquel hecho y las rotundas palabras finales del Prior, siempre presentes, le sirvieron para nunca más sentir miedo y sonreír a la muerte como a una mujer en su larga y valerosa vida de militar.

La madre del protagonista, la señora del pazo, es apenas sugerida mediante breves pinceladas más narrativas que descriptivas, pero que manifiestan una personalidad fuerte y segura que, sin la presencia del marido supuestamente difunto, dirige y decide el futuro de su hijo, organiza su confesión, se muestra muy piadosa y, en definitiva, desencadena los hechos que provocan el terror del protagonista. Las niñas son personajes desdibujados con una función simplemente decorativa -como las rosas que han recogido en el jardín para adornar el altar- con sus vestidos albos, sus sombras blancas, sus cabelleras sueltas. En el momento crucial del relato estos personajes, la madre y las niñas, desaparecerán de la escena para dejar solo al joven protagonista, sobrecogido por el horror y el miedo.

El tercer personaje es el Prior de Brandeso, una especie de monje-soldado en el que, frente a la cobardía y el miedo del futuro granadero, se evidencian la autoridad y el poder del mundo eclesiástico y la impasibilidad y firmeza del militar ante una situación terrorífica -había sido Granadero del Rey en sus años juveniles. Uno de los aciertos del cuento es la magistral irrupción del Prior, su presentación y su actuación. Impresiona la figura segura y llena de empaque, rodeado de sus lebreles; con el vuelo de sus hábitos talares blancos. La voz grave y solemne, los gestos decididos e intransigentes, dinamizan la acción y la precipitan rápidamente hasta el obligado enfrentamiento del joven protagonista con la pavorosa situación. La reacción de este y las palabras tajantes del inflexible clérigo ponen punto final a la escena. Se trata, pues, de una figura poderosa que llena con toda su fuerza la escena y la dota de un dinamismo que contrasta con la situación anterior más estática El componente dialógico, la rapidez de la acción y la tensión explican el tono fuertemente dramático de esta última parte de “El miedo”.

El cuento “El miedo” participa de la voluntad de estilo característica de cualquier obra literaria de Valle-Inclán. Hay, por lo tanto, un cuidado estilístico que se percibe desde el comienzo hasta el punto final, pero no se aprecia, tanto como en otras obras de esta primera etapa, la preeminencia formal sobre la fábula contada. Prima aquí la historia en sí, y el estilo únicamente pretende potenciarla, estar al servicio de ella. La descripción de la capilla, -el lugar, el ambiente y el momento- está, como ya hemos indicado, literariamente muy cuidada, pero como una preparación de la escenografía para enmarcar en ella la situación dramática posterior, es decir, en función del desenlace del cuento, mucho más directo y efectivo.

En el conjunto de la narración predominan las frases cortas, y en el uso de las figuras retóricas se distinguen varios símiles o comparaciones (“labrado como joyel de reyes”; “que parece al mensajero de la muerte”; “albos como el lino de los paños litúrgicos”; “las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas”), alguna metáfora (“la luz de la lámpara…tenía el tímido aleteo de pájaro prisionero”), personificaciones (“la tarde agonizaba”; “una sombra que rezaba”) y el uso muy abundante del grupo binario de adjetivos (“la faz de la luna, pálida y sobrenatural…”; “Una voz grave y eclesiástica”; “La voz …trémula y asustada”; “Arrogante y erguido”; “El hueco, negro y frío”;. “Hueco y liviano son”; “árida y amarillenta calavera”). Curiosamente el uso del triple adjetivo, tan característico del estilo de Valle, en este cuento sólo se aprecia en tres ejemplos (“los lados del rostro iguales, tristes y nazarenas”; “La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante”; “Los rezos resonaban…hondos tristes y augustos”).

“El miedo” es una narración que manifiesta las características propias de todo buen cuento literario: la concentración e intensidad, la tensión, la unidad de efecto de la que hablaba Poe y el contundente golpe final. Está considerado como uno de los mejores y más famosos cuentos de su autor y por esta razón ha sido incluido frecuentemente en las antologías de la obra de Valle-Inclán y en las principales selecciones de relatos españoles del siglo XX”.


Miguel Díez R. (mikdiez@gmail.com).

https://narrativabreve.com/2014/01/analisis-cuento-valle-inclan-miedo.html



Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:


-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…


La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.


Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos…


Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:


-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!


Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:


-Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo no lo es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!


Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:


-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?


Yo repuse con voz ahogada:


-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro…!


El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:


-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey…!


No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:


-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!


Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:


-Señor Granadero del Rey, no hay absolución …¡Yo no absuelvo a los cobardes!


Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!


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