lunes, 6 de septiembre de 2021

El Cuentacuentos

Mi nombre es Carmen y voy a intentar explicar a través de estas palabras lo que sucedió en mi pueblo con la esperanza de que no caiga en el olvido. Hoy hace justo un año de que todos mis vecinos desaparecieron. A quien pueda leer estas páginas quiero avisarle de que carezco de todas las respuestas y de que quizá nunca las obtenga.

El motivo de esto es que el último capítulo de esta historia aún no ha concluido. Lo hará poco después de que concluya estas líneas, pero por si acaso no tengo ocasión de volver a escribir nada más, quiero poneros en alerta, pues quién sabe, quizá algún día os podáis encontrar con El Cuentacuentos y más os vale saber de antemano algo sobre él y evitar que se repita lo que aquí sucedió.


Todo empezó un domingo de octubre de mil novecientos cuarenta y cinco. Ya habían transcurrido algo más de seis años del fin de la guerra que había arrasado España y la gente intentaba amoldarse tanto al nuevo régimen, como a la escasez de recursos. Gracias a Dios nuestro pueblo se encuentra en una comarca manchega con muy poca población y eso nos mantuvo ajenos al conflicto. Para nuestra pequeña comunidad compuesta por unas cien personas las ideas de izquierda y derecha no significaban nada. Preferíamos dedicarnos a cultivar el trigo y a la ganadería antes que implicarnos en una confrontación sin sentido.

En esta fecha que ahora me parece tan lejana yo era la profesora de la escuela. Daba mis clases en un aula donde una veintena de niños y niñas de distintas edades se mezclaban aprendiendo juntos y ayudándose los unos a los otros. Mi trabajo resultaba complejo. Enseñar a alumnos con tanta diferencia de edad no era tarea fácil, pero a mí me resultaba gratificante. Además, acababa de cumplir los cuarenta y seguía soltera, con lo que además de la profesora de estos niños era para muchos de ellos, una especie de segunda madre.

Aquel día era uno de esos en los que a pesar de haber llegado ya el otoño sigue haciendo calor, dando la impresión de que el verano se resiste a abandonarnos. Era ya mediodía y sintiéndome acalorada me fui hasta una fuente que hay en la entrada del pueblo. La verdad es que no tiene nada especial, ya que consta tan solo de una pila que alguien instaló en el pasado con un caño de hierro por el que mana un hilillo de agua fresca, pero el entorno que la rodea es agradable. Varias encinas habían crecido en los alrededores y su follaje daba una sombra que se agradecía cuando hacía calor, como ocurría entonces.

Delante de estos árboles se habían instalado un par de bancos donde tanto los niños como yo misma acudíamos con bastante frecuencia. Se podría decir que a falta de un parque o jardín en el pueblo esto era lo más parecido que teníamos.

Aquel día estaban junto a mí todos mis alumnos y mientras algunas de las niñas jugaban a la comba o a la rayuela los más pequeños me pedían que les leyese algunas páginas de un libro que había comprado meses atrás en la ciudad. Se llamaba Trompazos y Caramelos y a los niños les divertían las historias que contenía acerca de un extraño elefante. Ninguno sospechábamos que en breve escucharíamos otros cuentos bien distintos.

—Señorita, viene alguien —me dijo Andrés, uno de los niños.

Al oírle interrumpí la lectura y alcé la vista. Enseguida vi que señalaba el camino y como a lo lejos se percibía a una persona que andaba en nuestra dirección. Me extrañó ver que alguien viniese caminando. La gente que llegaba al pueblo lo solía hacer en coche o camión, pues la ciudad más cercana estaba a cuarenta kilómetros de distancia. En silencio observé a la figura acercarse poco a poco mientras pensaba acerca de quién podría ser. Para llegar hasta nosotros tenía que recorrer un camino de tierra recto junto al que se encontraban varios campos de trigo en los que las amarillentas espigas indicaban que estaban listos para ser cosechados. El hombre andaba a paso de tortuga, parándose con frecuencia para observar el entorno, como si todo lo que le rodeaba fuese nuevo para él.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Alicia, mi alumna de más edad al ver que yo había dejado de leer y que mi atención estaba centrada en el desconocido.

—No tengo la más mínima idea. Creo que no lo he visto nunca —contesté.

Durante un rato algunos de los niños se olvidaron del extraño y continuaron jugando, pero a medida que se acercaba les fue generando mayor interés y poco a poco se sentaron cerca de mí mientras lo observaban. El hombre mientras caminaba parecía querer captar todos los detalles de lo que le rodeaba. A menudo se agachaba y acariciaba los hierbajos que crecían junto al camino, o se detenía a observar algún pequeño insecto. Después de un buen rato llegó hasta nosotros y al percatarse de nuestra presencia se detuvo clavando su mirada en nosotros. Sus ojos nos escudriñaban, parecía querer introducirse en nuestras mentes y leer su contenido.

— Buenos días. ¿Es buena el agua que mana de esta fuente? —preguntó por fin, rompiendo el silencio.

—Sí, claro. Puede beber tranquilo. Proviene de un manantial y desde hace mucho tiempo la gente del pueblo ha bebido de aquí —le contesté.

—No me refiero a si es potable, lo que le pregunto es si posee un sabor agradable. ¡Me encanta probar el agua de las fuentes que me encuentro al viajar! Al igual que las personas cambia de un lugar a otro y no siempre su sabor es el que esperabas. Es lo mismo que también sucede con la gente. ¿No cree? —dijo con una sonrisa.

—Beba y saldrá de dudas. Otra cosa no le puedo decir —le contesté con tosquedad, pues ya me desagradaba. Aquel extraño había iniciado una conversación carente de sentido sin ni siquiera presentarse antes.

El hombre no pareció captar mi tono al responderle. Asintió y se inclinó acercando la boca al pequeño tubo metálico por el que discurría un hilillo de agua. Durante unos segundos permaneció allí inclinado hasta que se sació y se enderezó sonriendo.

—¡Ah, qué magnífica agua la que aquí tenéis! Por cierto, perdone mi descortesía. La sed ha hecho que durante unos segundos olvidase mis modales. Soy El Cuentacuentos, un humilde mercader errante que ha viajado por tantos lugares, que quizá ya haya olvidado alguno. He llegado a este hermoso paraje dispuesto a ofreceros mi mercancía.

He de decir llegado a este punto que me encontraba bastante sorprendida ante semejante presentación, pero ya me había parecido que estaba ante una persona bastante estrafalaria debido a su indumentaria. Aquel sujeto calzaba unas botas altas de aspecto lustroso y reluciente, lo que era extraño tras su caminata, ya que debían haber estado cubiertas del polvo del camino. Sobre la cabeza portaba un sombrero de fieltro, e iba vestido con pantalón, camisa y chaqueta de punto. Estas prendas parecían estar confeccionadas íntegramente con terciopelo, aunque lo más llamativo era su color. Toda su ropa, incluyendo tanto el sombrero como las botas, eran moradas.

Iba a preguntarle por el extraño nombre con el que se nos había presentado cuando me percaté del silencio que reinaba a mi alrededor. Entonces me di cuenta de que los niños estaban mirándolo como hipnotizados. Sonreían y daban la impresión de hallarse ante el ser más maravilloso que hubiesen visto jamás y antes de que fuese capaz de abrir la boca el hombre se inclinó de nuevo y volvió a dar unos tragos. Cuando se levantó el agua resbalaba por su barbilla hasta caer por su ropa.

—De verdad que es magnífico su sabor. Deberíais buscar la forma de venderla. Si lo hubieseis hecho con anterioridad a mi llegada, ahora este pueblo sería rico.

—Bueno, como ve no se ha comercializado ni creo que eso fuese a servirnos de provecho alguno. Por cierto, me llamo Carmen. Soy la maestra de estos niños y me gustaría saber a quien me dirijo, puesto que tendrá un nombre que no sea eso del...Cuentacuentos —le dije queriendo encauzar la conversación.

—¡Me temo, o mejor dicho, me congratulo de afirmar mis anteriores palabras! Soy El Cuentacuentos. Ese es mi nombre. Vendo pequeñas historias. Es a la profesión que me dedico desde hace años, aunque no desde siempre. Quiero venderos mis relatos y por esto he llegado hasta aquí. A cambio de comida y alojamiento puedo ofreceros mil cuentos que os encantarán. Algunos de ellos son gratis y los ofrezco como muestra. Aunque también he de decir que los mejores tienen un precio. ¡ Al fin y al cabo uno ha de ganarse la vida!

—Al oírlo los niños se acercaron y rodearon al hombre pidiendo que les contase algo.

—Niños, ahora mismo no puedo regalar mi mercancía. No tengo comida ni donde dormir. ¿Por qué os he de dar algo gratis?

—¡Por favor, señor! Seguro que alguno de nuestros padres le acogerá en su casa. Cuéntenos un cuento —dijo Sebastián, uno de los niños.

—Está bien, será como dije antes, una muestra, así quizá estaréis dispuestos más tarde a pagar por escucharme. Aunque tú que has hablado, a cambio de mi obsequio deberás convencer a tu padre de que me deje quedarme una noche en vuestra casa.

El niño asintió y El Cuentacuentos le sonrió satisfecho. A continuación se sentó a la sombra de los árboles y todos los niños hicieron lo mismo en frente suya. Permanecían en silencio y atentos. Este era un pueblo en el que rara vez ocurría algo que se saliese de la rutina y aquel hombre se había convertido en la atracción del día.

A mí en cambio no me apetecía mucho escucharle. Ni me gustaba su aspecto ni su comportamiento. Sin embargo, sintiéndome responsable de la seguridad de los niños me aproximé a ellos dispuesta a oír lo que aquel hombre fuese a contar. El Cuentacuentos sonrió al ver que me acercaba y comenzó a desgranar un relato que intentaré reflejar del modo más fidedigno.

Hace tiempo, quizá mucho, ya que nadie puede saberlo a ciencia cierta, había un pueblo parecido a este en el que vivía un niño llamado Ceferino. Pensaréis que para este niño su mayor problema era el nombre que sus padres le habían puesto. Sin embargo os equivocaríais por partida doble. Ceferino estaba orgulloso de su nombre, puesto que se lo habían puesto en honor a su abuelo que había sido un gran aventurero, aunque por desgracia, en una de sus expediciones desapareció sin dejar rastro. Además, era imposible que esto le preocupase cuando padecía un grave problema. El frío que pasaba en la cama por las noches.

No sabría decir con seguridad cuando había comenzado a ocurrir esto, pero lo cierto es que sobre todo cuando llegaba el invierno, las noches resultaban terribles. Terminaba encogido en la cama, durmiendo hecho un ovillo y tiritando. No penséis que quizá era debido a que su madre estuviese medio loca y pensase que estaban en pleno verano, e hiciese dormir a su hijo con tan solo una sábana en la cama. Al contrario, la cama de Ceferino estaba combada por el peso de todas las mantas que su madre le llevaba en un intento de que dejase de pasar frio, e incluso así, cuando se acostaba, se sentía como si se hubiese tumbado en mitad de la calle, sin nada que le protegiese de las inclemencias del tiempo. Este problema por fortuna no duraba todo el año y solo lo padecía durante los meses de invierno. En cambio, en verano, cuando sus padres parecían pasar un calor asfixiante por las noches, el dormía muy a gusto, ya que parecía que una corriente de aire fresco surgiese del interior de su cama. Así que un día pensó que el motivo de aquel extraño fenómeno debía estar siempre presente, aunque este provocaba un efecto agradable unos meses y terrible otros.

Cuando tenía ya diez años y regresó el invierno, decidió que había llegado la hora de encontrar una solución para su problema. Lo primero que hizo fue pedirle a su madre que le comprase la mejor colcha que pudiese encontrar en las tiendas de la ciudad. Antes de intentar algo que fuese más estrambótico pensaba agotar las soluciones lógicas, y dotar a su cama de la mejor ropa podía dar resultado, pero por desgracia esto no mejoró la situación a la que se enfrentaba. Fracasado este intento probó a meterse por la noche consigo una bolsa de agua caliente. Este remedio pareció funcionar mejor, aunque solo lo hizo durante un rato. En cuanto el agua se enfrió, sus huesos comenzaron a tiritar. Así que llegó una noche en la que desesperado yacía acurrucado bajo el enorme peso de las mantas cuando sintió una corriente de aire gélido. Era muy extraño, pero más se lo pareció cuando se dio cuenta de que donde más notaba esa especie de brisa era en los pies. Sintiéndose totalmente despierto debido a su inesperado descubrimiento decidió investigarlo. Lo primero que hizo fue darse la vuelta en la cama. Sobre él se amontonaba una montaña compuesta de mantas coronada por la colcha, con lo que no era tarea fácil moverse. Al final, tras un par de minutos de retorcerse y contorsionarse pudo darse la vuelta, y al instante se quedó sorprendido al sentir que cada vez tenía más frío. “¿Cómo puede ser?” pensó. Le daba la impresión de que las mantas se hubiesen salido del colchón y se encontrase medio destapado, pero enseguida comprobó que esto no era así. Toda la ropa de cama se mantenía firme sobre él y por lo tanto debía existir otro motivo que explicase aquel extraño suceso.

El muchacho meditó unos instantes y llegó a la conclusión de que lo primero que debía hacer era descartar cualquier abertura entre las mantas que pudiese haberle pasado desapercibida. El niño dormía en una antigua cama que había ido pasando a través de las generaciones y que era de un gran tamaño, con lo que desde su posición aún había casi un metro de distancia hasta el final del colchón.

Ceferino por lo tanto comenzó a arrastrarse avanzando con suma lentitud mientras palpaba con sus dedos a ambos lados buscando cualquier anomalía. Un metro no es una gran distancia a recorrer, más si lo haces dentro de un pequeño habitáculo en el que estás aprisionado por un enorme peso sobre ti, se vuelve bastante más complicado. Aún así esto no debía llevarle más que unos segundos y cuando cayó en la cuenta debía llevar arrastrándose varios minutos. Sin embargo eso no era lo más extraño, pues de pronto se dio cuenta de que ya no sentía el peso de las mantas sobre su espalda. Sorprendido probó a sentarse sobre el colchón y siguió sin sentir nada sobre él, con lo que se puso en pie. Maravillado y a la vez sintiendo cierto temor comprobó que a pesar de que seguía pisando el colchón, parecía encontrarse en el interior de alguna extraña cavidad.

Llegado a este punto comenzó a asustarse. No entendía donde estaba ni hacia donde podían dirigirle sus pasos si seguía en aquella dirección, con lo que se dio la vuelta y desandó el camino. Todo lo que quería era regresar a su cama. Prefería seguir pasando frio que andar por aquel territorio desconocido sumido en la oscuridad. Después de unos minutos de lento avance sintió de pronto como un blando techo rozaba su pelo y como este descendía con rapidez, obligándole a agacharse y poco después a tumbarse. Casi de inmediato sintió que sus manos llegaban hasta la almohada y aliviado descubrió que estaba de nuevo en su cama, donde permaneció durante el resto de la noche sin poder dormir. Era imposible poder hacerlo después de haber vivido esa experiencia tan extraña e interesante.

Durante las siguientes noches siguió siendo víctima del frío, pero ahora sabía que este provenía de la extraña cavidad que se abría en las profundidades de la cama y para explorar sus profundidades trazó un plan. La Navidad estaba ya próxima y pidió a sus padres algo que a ellos les pareció un regalo extravagante. Se trataba de una linterna a pilas, un producto bastante caro, como ya sabéis.

Sus padres se quedaron extrañados con esta petición, pero como su hijo era un niño con un comportamiento excelente decidieron hacer el esfuerzo económico que les suponía y recibió su linterna. ¡Qué felicidad irradiaba el niño durante ese día! No cabía en sí de gozo esperando a que llegase el momento de explorar el extraño mundo que había descubierto. Así que en cuanto acabó de cenar esa noche se acostó, encendió la linterna y se arrastró por la cama. Enseguida quedó maravillado al observar como a medida que avanzaba por su interior el techo que conformaban las mantas comenzaba a ascender. Parecía que se encontraba en una caverna cuyas paredes y techo estaban compuestas por mantas en vez de por rocas.

Sería demasiado largo y sobre todo tratándose de un cuento que os ofrezco gratis, contaros con pelos y señales lo que descubrió allí abajo. Aunque he de deciros antes de dar por concluida esta historia, que Ceferino pronto llegó a un lugar donde no necesitaba la linterna para poder ver los extraños paisajes que lo rodeaban. Poco tiempo después y tras varias visitas a ese extraño mundo decidió no regresar a casa. Algo le retuvo allí, aunque no os puedo asegurar que fuese en contra de su voluntad. Pero lo cierto es que nadie de su familia volvió a verle nunca jamás. Aunque esto no tiene porqué ser algo malo, yo casi no recuerdo la última vez que vi a alguien de mi familia y no me siento infeliz en absoluto.

Con estas últimas palabras El Cuentacuentos dio por concluido su relato y observé que los niños estaban absortos con la historia y cómo aparecía una expresión de anhelo en sus rostros. Querían saber más.

—Por favor, siga con la historia, no puede acabar así —dijo Alicia.

—Claro que no termina de este modo, pero estoy cansado después de un largo viaje y estaría bien poder descansar unas horas. Esta noche si vuestros padres os dan permiso os diré el precio que tiene la segunda parte de este cuento y si aceptáis pagar, algo de lo que estoy seguro que haréis, sabréis todo lo que ocurrió con ese niño tan audaz, aunque quizá un pelín temerario.

Los niños, gritando llenos de júbilo, salieron corriendo hacia sus casas. Todos querían escuchar la continuación del cuento esa noche, con lo que fueron a pedir permiso a sus padres.

Yo los seguí y observé la escena desde un segundo plano. Vi como El Cuentacuentos caminaba junto a Sebastián que lo llevó a su casa. Al poco rato, Gustavo, su padre, que era además el panadero del pueblo salió a la calle y al verme se me acercó. Me preguntó acerca de aquel hombre y yo le conté lo poco que sabía. Como había llegado hasta la fuente y que una vez allí habíamos hablado unos minutos, tras lo que les contó un cuento a los niños. Gustavo me escuchó en silencio mientras decidía que hacer al respecto.

—Bueno, no veo nada malo en acogerle. Si alguien no lo hace se quedará en la calle y además esta noche hará felices a los niños.

El resto del día transcurrió sin que sucediese nada interesante que reseñar. Sin los niños, que por lo visto habían encontrado mejor compañía que la que yo les brindaba me fui a la escuela y preparé unas actividades para las clases del día siguiente. Cuando llegó la noche me fui con la intención de cenar y acostarme, pero antes pasé un momento por la casa de Gustavo. Llamé a la puerta y poco después me abrió Sara, su mujer.

—¿Qué tal os va con el huésped? —le pregunté.

—Muy bien, no ha parado de hacer comentarios divertidos y contar mil y una pequeñas historias. Todas ellas dice que son como pago por nuestra hospitalidad. Ahora está en el comedor con todos los niños del pueblo. Por lo visto les prometió contarles algo y han venido a mi casa a escucharle.

—Bueno, a ver qué me cuentan mañana en clase los niños. Buenas noches.

A la mañana siguiente acudí a la escuela como cualquier otro día lectivo. Abrí la puerta que daba a la única aula y esperé sentada en mi mesa a que fueran llegando los alumnos. Mientras tanto me dediqué a repasar las materias que pensaba tratar ese día sin imaginar lo distinto que iba a resultar respecto a lo que yo esperaba, pues de pronto escuché voces que venían de la calle.

En ese instante un gran reloj de mesa que siempre había estado en mi aula dio la hora. Eran las diez y ya hacía una hora que los alumnos debían haber llegado a clase. Me di cuenta de que absorta en mis apuntes había perdido la noción del tiempo.

Salí fuera y vi a varios de los vecinos del pueblo por la calle con evidentes signos de nerviosismo. Me acerqué a ellos y descubrí que estaban buscando a sus hijos. Esa mañana al ir a despertarlos habían descubierto que no estaban en sus habitaciones. Después de buscarlos con un resultado infructuoso por las casas, habían salido a la calle, donde habían descubierto que lo mismo había pasado con los demás niños. De pronto llegó Gustavo que llevaba al Cuentacuentos cogido de las solapas de la chaqueta y lo empujaba hasta que al llegar junto a nosotros lo arrojó al suelo.

—¡Dime qué has hecho con los niños o te mato aquí mismo!

—Te aseguro que no les he hecho nada malo. Si no están en vuestras casas es porque así lo han decidido ellos mismos —contestó el hombrecillo mientras intentaba levantarse.

El panadero se abalanzó sobre él. Parecía dispuesto a propinarle una brutal paliza. Mientras, los demás nos congregamos en torno a ellos sin saber muy bien cómo actuar.

—Sin embargo, si me haces daño quizá desaparezca la oportunidad de que vuelvas a ver a Sebastián. Porque esa opción de momento existe —dijo de pronto dedicándonos una amplia sonrisa.

Un murmullo de asombro surgió de nosotros al escucharlo, puesto que en cierto modo estaba confesando su culpabilidad sobre la desaparición. Antes de que pudiésemos reaccionar el hombre continuó:

—Os propongo algo, voy a contaros un cuento. Uno que he creado adrede para vosotros. En él hay una clave para poder encontrar a los niños. Aunque debéis saber que conlleva un precio que deberéis pagarme a cambio de escucharlo.

Gustavo enrojecido por la ira parecía seguir dispuesto a golpearle. En ese momento varias voces se alzaron pidiendo escuchar lo que aquel hombre tuviese que decir. Estaban convencidos de que por dedicar unos minutos a oír un cuento nada podían perder. Así que con los ánimos más o menos calmados la gente del pueblo se dispuso a escuchar al Cuentacuentos.

—¿Cuál es el precio que hay que pagar? —pregunté.

—Eso lo sabréis cuando haya concluido mi relato —nos contestó.

Para entonces todo el pueblo estaba allí, porque al que no le había desaparecido un hijo le faltaba un sobrino o un nieto. Varios corrillos se habían formado en los que se discutía del tema sin saber qué hacer.

—Vayamos a la escuela. En ella, aunque estaremos apretados cabremos todos y podremos escucharle —sugerí, algo de lo que ahora me arrepiento.

El Cuentacuentos me sonrió y me instó con su mirada a que me pusiese en marcha. Unos minutos más tarde estábamos todos en mi aula, convertida en improvisado escenario y tras sentarnos, el protagonista de aquella escena se subió al estrado y comenzó a narrar un cuento:

Había una vez un pueblo parecido a este. Era pequeño y los pocos habitantes con que contaba eran como una gran familia, al menos en apariencia. En este lugar ocurría algo muy curioso, ya que muchos de los vecinos sufrían un mismo problema, perdían todo tipo de cosas sin saber cómo podía suceder algo así de forma constante.

Juan, el fontanero, había perdido su caja de herramientas. Luis, el pastor, no encontraba la flauta con la que amenizaba las largas tardes junto al ganado. Marta la tendera no sabía donde estaba su libro favorito y así sucedía con todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Nadie se había librado de este extraño fenómeno y al final se habían acostumbrado a vivir y asumir que de vez en cuando algunos objetos desaparecían.

Entonces llegó un día en el que apareció un carruaje tirado de un mulo y conducido por un anciano que se presentó a la gente como un vendedor ambulante.

—¡Señores y señoras! ¡Niños y niñas! ¡Acercaos a conocer al gran Prisciliano y los artículos que tengo a la venta! —dijo el hombre tras parar el carro en el centro de la pequeña población.

Enseguida salió la gente de sus casas para ver lo que sucedía. La llegada de un vendedor a un pequeño pueblo siempre era un acontecimiento, pero aparte de lo raro que era ver aparecer a un hombre así, como salido de la nada, no parecía haber nada más de interés. El carro carecía de lona, con lo que su carga era visible y esta consistía tan solo en un arcón de madera. Aparte de esto no había nada más. Era como si aquel viejo de aspecto decrépito viajase sin equipaje.

—¿Qué es lo que vende? —preguntó Marta la tendera.

—Vendo artículos maravillosos. Ni más ni menos que he venido hasta este maravilloso lugar para ofreceros todos aquellos objetos, que creéis haber perdido —dijo con un tono grandilocuente.

—Bueno, eso suena maravilloso. Yo por ejemplo hace tiempo que no sé donde dejé mi ejemplar de Moby Dick y quiero saber como termina. ¡Estaba resultándome una lectura tan emocionante!

—No se preocupe bella damisela, si se aviene a pagar mi tarifa, la cual es muy, pero que muy económica pronto sabrá cómo termina la aventura del capitán Ahab y la gran ballena. Acérquese a mí, puesto que cada venta tiene un precio especial y como buen comerciante que soy este es un asunto que solo nos concierne al cliente y a mí mismo.

La tendera se acercó, no sin cierta desconfianza al anciano y vio como este se inclinaba hacia ella hasta casi acariciar con los labios su oreja. Mientras, una mueca que debía ser un intento fallido de sonrisa dejaba al descubierto su dentadura, formada por unos dientes blancos y en los que no faltaba una sola pieza y que contrastaban con el aspecto decrépito del extravagante vendedor ambulante.

—Tráigame esta tarde dos cosas. La primera, una moneda de plata y la segunda, la caja de herramientas que le quitó al fontanero. Cuando tenga ambas en mi poder le diré donde encontrar el libro.

Marta se sobresaltó al escucharlo. ¿Cómo podía saber que ella en un descuido se había llevado los utensilios de Juan para que su marido hiciese una reparación en casa?

—Está bien, miraré por casa para ver si encuentro lo que me ha pedido —respondió mirando a las otras personas. Temía que alguien hubiese escuchado el precio por recuperar su novela.

Tras ella el resto de vecinos se fueron acercando pidiéndole a Prisciliano que encontrase todo tipo de objetos perdidos y él les prometía encontrarlos a cambio de que cada uno de ellos le trajese una moneda de plata y otro objeto que no les pertenecía, pero que por algún motivo inconfesable tenían en casa. Cuando ya no quedó nadie por acudir a su lado sacó de un bolsillo un bocadillo y merendó mientras esperaba a que la gente regresase para efectuar los pagos que había acordado con cada uno de ellos.

Poco después, como si se tratase de una lenta procesión volvieron todos y pagaron el precio estipulado. Prisciliano depositó en el arcón los objetos que le llevaban sin que nadie se percatase de que por más cosas que metiese dentro, este nunca se llenaba. Además, cada uno de ellos entregaba una moneda que el viejo hacía desaparecer de inmediato guardándola en alguno de los bolsillos que cubrían la túnica que vestía. A todos ellos les dijo que volviesen al caer la noche. Entonces les entregaría el artículo que habían perdido.

Así que al anochecer la gente se fue congregando frente al carromato. El viejo tras observarlos abrió el arcón. Todas aquellas personas permanecían expectantes ante lo que allí podía haber. Sin embargo, lo que hizo fue sacar una lona de algún escondrijo que nadie había visto e instalarla, ocultando el interior del carruaje. Acto seguido se dirigió a sus clientes:

—Buenas noches. Tengo aquí una lista con lo que cada uno de ustedes ha perdido. Vayan acercándose a la parte trasera de mi establecimiento ambulante y se las entregaré.

—Marta, aquí está su Moby Dick —dijo sacando el libro —, Luis, aquí su hermosa flauta —continuó—, Andrés, aquí tienes tu cenicero favorito.

De este modo fue llamando a todas las personas y les entregó los objetos que ya no esperaban encontrar, hasta que ya no quedó nadie que no hubiese recuperado por fin lo que en algún momento había perdido.

—Mi trabajo aquí ha terminado y sin más demora he de partir. ¡Adiós! —dijo el anciano al ver a todos satisfechos. Cogió las riendas, dio un tirón y tras un rebuzno de su mulo se puso en movimiento. Daba la impresión de que tuviese prisa por llegar a su próximo destino.

—¡Espere un momento! ¿Cómo ha podido saber dónde estaba cada uno de estos objetos? —preguntó Marta.

—Nada desaparece por arte de magia. Las cosas que dejan de estar en un lugar pasan a ocupar otro. Lo mismo sucede con las personas. Hoy estoy aquí, pero mañana estaré en otro sitio.

»Sin embargo, a veces somos incapaces de encontrar lo que hemos perdido y puede que lo que estamos buscando esté muy cerca. ¿Cuántas veces una madre ha dejado de ver a su hijo y este estaba detrás de ella? Menudo alivio, darse la vuelta y encontrarlo tan cerca. Ante una pérdida lo que hay que saber hacer es mirar bien, o encontrar a alguien que sepa hacerlo. Aunque si se recurre a esta solución, puede que haya que estar dispuesto a entregar algo a cambio de la ayuda recibida.

Dando la conversación por finalizada dio un nuevo tirón a las riendas de su mulo y el animal se puso en marcha, alejándose poco a poco por el mismo camino que le había llevado hasta allí. Unos minutos después, ya no se le veía. Era como si nunca hubiese estado en el pueblo y que todo lo que allí había pasado hubiese sido un sueño.

Poco después la gente que se había congregado se dispersó. Cada uno se fue a casa satisfecho con el negocio que había cerrado con el viejo. Sin embargo pronto cayeron en la cuenta de que les había resultado más caro de lo que en un principio habían creído. Ahora sabían que todos ellos en algún momento se habían apropiado de los bienes de los demás. Ya no podrían mirar a la cara de sus vecinos sin pensar en lo falso e hipócritas que eran y eso les incluía a ellos mismos. Quizá habría sido mejor no encontrar sus objetos perdidos nunca y dejar las cosas como estaban, pues el precio que habían pagado, sin lugar a dudas era muy superior a lo que habían recuperado. Ahora sabían que nunca más volverían a confiar en los demás.

—Y así, apreciada audiencia, termina esta historia que espero os haya gustado —dijo El Cuentacuentos.

Durante unos segundos nadie dijo nada, pero pronto empezaron a alzarse voces de protesta. Nadie entendía la relación entre la historia y la desaparición de los niños.

—Escuchadme con atención —dijo el hombrecillo —. Puedo conseguiros lo que habéis perdido. No obstante, al igual que en el pequeño cuento que tan a gusto os he narrado, a cambio de un precio. Todo en esta vida lo tiene, como creo que ya debéis haberos dado cuenta.

—¿Cuál es el precio? —preguntó Gustavo.

—Os lo diré si venís conmigo al lugar donde están ahora mismo los niños. Os puedo llevar junto a ellos y cuando os hayáis reunido con vuestra prole os diré cuál es vuestra deuda conmigo.

Tras estas palabras se inició una discusión entre los vecinos. Varios querían llamar a la guardia civil, otros hacerle caso y ver si terminaba la pesadilla, mientras que algunos parecían a punto de liarse a golpes con El Cuentacuentos. Al final las voces de los que querían seguirle la corriente ganaron. Debían pensar que una vez que hubiesen recuperado a sus hijos nada les impediría evitar el pago que aquel hombre les solicitase.

Yo estaba horrorizada con aquella escena y no creía que de aquello fuese a salir nada bueno. Sin que nadie se diese cuenta me escabullí, dejándolos sumidos en la deliberación y fui hasta el ayuntamiento. Allí estaba el único teléfono del pueblo. Entré en el despacho del alcalde y tras descolgar el auricular llamé al número de la guardia civil. No sabía muy bien qué decir, con lo que con palabras entrecortadas les dije que estábamos en peligro y que acudiesen lo más pronto posible.

Tras esto regresé a la escuela. En total no me había ausentando más de unos quince minutos, pero cuando entré en mi aula, estaba vacía. Salí a la calle y miré por todos lados sin encontrar a nadie. Todas las personas parecían haberse desvanecido al igual que había sucedido antes con los niños.

Unas horas después llegaron dos agentes a caballo. No supe qué decirles, tan solo que todos habían desaparecido. Extrañados por aquello, al día siguiente volvieron y me llevaron a la ciudad para interrogarme. Me retuvieron durante una semana en la que intentaron que les aclarase lo que había sucedido, pero nunca hablé del Cuentacuentos. Estaba segura de que si lo hacía, me tomarían por loca.

Ha pasado un año desde entonces. Muchos días en los que he estado meditando y haciéndome preguntas. ¿Cómo desaparecieron los niños? ¿Dónde fueron los adultos? No tengo respuestas, aunque puede que ahora las consiga. De hecho estoy convencida de que así va a suceder.

Esta mañana me he sentado al lado de la fuente donde todo empezó justo el mismo día del año anterior. Sabiendo de antemano lo que iba a ver miré en la misma dirección por la que El Cuentacuentos apareció un año antes. De inmediato lo vi, andando, dirigiéndose hacia mí. Era como si el tiempo no hubiese pasado. Poco después llegó hasta mi lado y se inclinó a beber. Un escalofrío me recorrió.

—Sigo pensando lo mismo que la anterior ocasión en la que nos encontramos. Deberíais embotellar el agua, bueno ahora que usted está sola, más bien, debería —dijo dejando escapar una risita.

Permanecí en silencio. Sabía que su regreso significaba que había venido a por mí, y aún así yo no tenía ningún miedo. Sentía curiosidad y a la vez una sensación de alivio tras saber que la espera había concluido.

—Sé que se hace preguntas acerca del destino de las personas que vivían aquí. Si quiere, puedo responderlas. Tengo preparado un cuento que he creado para usted en exclusiva y en el que hallará todas las respuestas que necesita. Aunque como imaginará, escucharlo tiene un precio. ¿Está dispuesta a pagarlo?

—Sí, pero antes quiero pedirle algo. Déjeme un par de horas para arreglar mis asuntos. Luego le escucharé.

—Claro. ¿Qué clase de caballero no esperaría a una dama? Permaneceré aquí sentado, junto al agua. El sonido que produce al caer por el caño me inspira para crear nuevas historias. Además, me recuerda a una fuente de la que me encantaba beber de niño. Estaba en el jardín de la casa de mi abuelo. Ojalá me hubiese hecho caso y la hubiese embotellado. Le di el mismo consejo que a vosotros. Ahora sería rico y no necesitaría vender historias para poder sobrevivir. No obstante, eso ya da igual y no quiero entretenerla. Váyase y cuando regrese le contaré un cuento que estoy convencido de que va a sorprenderla. Se lo puedo asegurar.

De momento estas han sido las últimas palabras que le he oído pronunciar. Anhelo y a la vez temo escuchar las siguientes. He pasado las últimas dos horas sentada en la que fue mi mesa en la escuela escribiendo esta historia. Quizá regrese dentro de un rato y rompa estas hojas, pues si sigo aquí para entonces temería que alguien las descubra y crea que he perdido el juicio.

Sin embargo, quizá no vuelva nunca y desaparezca como los demás. Si esto sucede deseo con todas mis fuerzas que mis palabras se conviertan en una advertencia y si alguien las encuentra y las lee, sepa que si algún día ve llegar a El Cuentacuentos, no ha de escucharlo.

Kesvan Burdik


No hay comentarios:

Publicar un comentario