viernes, 3 de septiembre de 2021

Aquí Estoy Planchando

“Aquí estoy planchando", en presente continuo. La vida sigue, y ella se ocupa de planchar, de alisar las arrugas, de ocultar el deterioro que resulta de tantos usos y lavados. Ella alisa las arrugas con el calor de la plancha. Es probable que con el paso de los años las arrugas se trasladen de las ropas a su cuerpo, que se inclina sobre la tabla de planchar y realiza la labor, quizás planchando a cambio de un pago o quizás para los miembros de su hogar: el relato apenas da un indicio de que ella plancha para ganarse la vida. Y en una oración, que incluye una cita de su hija mayor, se revela que ella está parada y planchando todo el tiempo, hasta muy tarde en la noche. Este relato otorga el derecho de voz a la mujer, a la madre, y su monólogo configura una realidad frecuentemente ocultada y las circunstancias que dieron origen a la configuración de esa realidad. Circunstancias que, mayormente, no se ven. Como un papel recortado; o quizás como esos árboles que crecen en direcciones tan extrañas que es imposible entenderlas sin saber cuál es el ángulo del sol que los ilumina desde arriba y les ha permitido crecer así, sin entender la curva precisa del suelo, sin saber nada acerca de las ramas que existieron y fueron podadas. 

Al finalizar la lectura del relato, lo que queda –lo que sabemos- es a través de la negación: muy poco acerca de la muchacha, y menos aún acerca de la vida de la mujer que fue madre. Lo que se enfatiza es aquello que suele quedar afuera,  los asuntos aparentemente transparentes, la historia eliminada en el montaje. Si la hija se convertirá en una comediante exitosa, todo este asunto muy probablemente será omitido de su historia, que quedará reducida a una oración sobre su infancia. La madre suele preguntarse para qué sirve contar un relato, qué importancia tiene que ella recuerde, y por qué son importantes las circunstancias, “¿Por qué empiezo por ahí? Ni siquiera sé si importa, o si explica algo”. Sin embargo ella sigue, y cuenta acerca de una vida de restricciones.  Tillie Olsen (1912-2007) fue una escritora judeo-norteamericana, famosa por su libro “Silences” [Silencios], en el que colecciona silencios; colecciona causas del silencio de algunos escritores; piensa sobre las circunstancias que impidieron que algo ocurra, que impidieron que mujeres y hombres se expresaran, que impidieron la literatura. 

Con una sutileza que se manifiesta también en este relato, Olsen ve la potencialidad y las posibilidades, e intenta señalar qué  impidió que estas se concretaran. Las circunstancias que hicieron que un árbol crezca como lo ha hecho, es todo lo que tenemos, como los silencios; y coleccionar y señalar dichas circunstancias es como intentar detener la plancha e impedir que el hierro caliente alise las arrugas  –recordando, frente a éste, que no somos criaturas indefensas.


Aquí estoy planchando, y lo que usted me ha preguntado me atormenta de ida y vuelta con el movimiento de la plancha.


«Me gustaría que se hiciera el tiempo para venir a hablarme de su hija. Estoy seguro de que puede ayudarme a entenderla. Es una jovencita que necesita ayuda y a la que me interesa mucho ayudar».


«Que necesita ayuda…». Aun si fuera, ¿de qué serviría? ¿Cree usted que porque soy su madre tengo la clave, o que de alguna manera podría usarme como clave? Lleva 19 años viva. Hay toda una vida que ocurrió fuera de mí, con independencia de mí.


¿Y cuándo se tiene tiempo de recordar, examinar, sopesar, estimar, cerrar cuentas? Empezaré y habrá una interrupción y tendré que volver a reunirlo todo. O acabaré abrumada por todo lo que hice o no hice, lo que debería haber ocurrido de otra manera y lo que no puede evitarse.


Era una beba preciosa. La única de nuestros cinco hijos que fue preciosa al nacer. Pero no imagina usted lo nueva e incómoda que es para ella su belleza actual. No la conoció durante todos los años en que la consideraban poco atractiva, ni la vio estudiando sus fotografías de bebé, pidiéndome que le repitiera una y otra vez lo preciosa que había sido —y que sería, le decía yo— y que era, para quien supiera mirar. Pero muy pocos o nadie sabía mirar. Ni siquiera yo. 


Le di de mamar. Hoy en día se considera importante. Amamanté a todos mis hijos, pero en el caso de ella, con la empedernida rigidez de la primera maternidad, hice lo que los libros decían. Aunque me hiciera temblar con sus llantos y me dolieran los pechos de tan hinchados, esperaba el decreto del reloj.


¿Por qué empiezo por ahí? Ni siquiera sé si importa, o si explica algo.


Era una beba preciosa. Hacía burbujitas brillantes de sonido. Le encantaba el movimiento, le encantaba la luz, le encantaban el color y la música y las texturas. Se quedaba tendida con su enterito azul golpeando extasiada la superficie del suelo, con tal energía que sus manos y sus pies se desdibujaban. Para mí era un milagro, pero cuando cumplió ocho meses tuve que empezar a dejársela durante el día a la mujer de abajo, para la que no era un milagro en absoluto, porque yo salía a trabajar o a buscar trabajo o a buscar al padre de Emily, que no «podía soportar» (escribió en su nota de despedida) «compartir la miseria» con nosotras.


Yo tenía 19 años. Era la época de la Depresión, antes de que empezaran los programas de ayudas sociales. Me bajaba a toda prisa del tranvía, corría escaleras arriba por el edificio con olor rancio y, en cuanto ella me veía, tanto si ya estaba despierta como si se despertaba de golpe, soltaba un llanto entrecortado que era imposible de calmar, un llanto que aún hoy puedo oír.


Al poco tiempo encontré un trabajo de friegaplatos por la noche que me permitía pasar el día con ella, y así era mejor. Pero en un momento tuve que llevarla a casa de la familia de su padre y dejarla con ellos.


Me tomó mucho tiempo reunir el dinero de su pasaje de vuelta. Después pescó una varicela y tuve que seguir esperando. Cuando por fin regresó, apenas la reconocí, caminaba deprisa y nerviosa como su padre, se parecía a su padre, toda flacucha, e iba vestida con un burdo color rojo que resaltaba su piel amarillenta y las marcas de la varicela. No le quedaba nada de la preciosura de bebé.


Tenía dos años. Edad suficiente para ir a la guardería, dijeron, y yo ignoraba lo que sé ahora: el cansancio del largo día y las laceraciones de la vida grupal en esas guarderías que son solo lugares donde arrumbar a los niños.


Por supuesto, nada habría cambiado si entonces lo hubiera sabido. Era el único sitio que había. La única manera en que podíamos estar juntas, la única manera en que yo podía tener un trabajo.


Y aun sin saber, lo sabía. Sabía que la maestra era mala porque una imagen se me quedó grabada en la memoria todos estos años: el niñito acurrucado en un rincón, la voz áspera de la maestra: «¿Por qué no estás fuera, porque Alvin te pegó? No es motivo, vamos, afuera, miedoso». Sabía que Emily odiaba aquel sitio aun si por la mañana no me agarrara e implorara «no te vayas, mamá», como los demás niños. 


Siempre se inventaba excusas para que nos quedáramos en casa. Mamá, tienes cara de enferma. Mamá, me siento mal. Mamá, hoy las maestras no van al jardín, están enfermas. Mamá, no podemos ir, ayer hubo un incendio. Mamá, mañana es feriado, me dijeron que no había clases.


Pero nunca una protesta directa, una muestra de rebeldía. Pienso en nuestros otros hijos a la edad de tres o cuatro años —los berrinches, el malhumor, las acusaciones, las exigencias— y de repente me siento asqueada. Apoyo la plancha en la tabla. ¿Qué cosa en mí le inspiraba a ella semejante bondad? ¿Y a qué precio, cuál fue el precio que pagó por aquella bondad suya?


El viejo que vivía al fondo una vez me dijo en tono amable: «Debería sonreírle a Emily más de lo que la mira». ¿Qué había exactamente en mi cara cuando la miraba? La amaba. Mi cara estaba llena de actos de amor.


Solo con la llegada de los demás recordé lo que había dicho aquel hombre, porque a ellos les mostraba una cara de felicidad, no de los aprietos económicos o preocupaciones: demasiado tarde para Emily. No sonríe con facilidad, a diferencia de sus hermanos y hermanas que lo hacen casi todo el tiempo. Su cara permanece cerrada y sombría, pero cuando quiere, es muy expresiva. Debe de haberlo visto en sus actuaciones; mencionó usted sus dones atípicos para la comedia en escena, algo que al público le da tanto gusto que aplauden y aplauden y no quieren dejarla ir.


¿De dónde sale, esa comedia? No demostraba nada de eso cuando volvió a vivir conmigo por segunda vez, después de que la enviara de nuevo a casa de los parientes. Entonces se encontró con un nuevo papá al que tenía que aprender a querer, y creo que quizá fueron tiempos mejores.


Salvo cuando la dejábamos sola de noche, diciéndonos que ya tenía edad.


«¿No puedes ir en otro momento, mamá, por ejemplo mañana?», preguntaba. «¿Me prometes que te irás solo un ratito?».


La vez que volvimos, la puerta de calle abierta, el reloj en el suelo del vestíbulo. Ella despierta y rígida. «No fue un ratito. No lloré. Te llamé tres veces, nada más, y después bajé corriendo a abrir la puerta para que vinieras más rápido. El reloj hablaba fuerte. Lo tiré al suelo, me asustaba lo fuerte que hablaba».


Dijo que el reloj volvió a hablar fuerte la noche en que fui al hospital para dar a luz a Susan. Ella deliraba de fiebre por los primeros síntomas de sarampión, pero se mantuvo alerta durante toda la semana que estuve fuera y la semana siguiente, cuando volvimos a casa y ella no podía acercársenos ni al bebé ni a mí.


No se ponía mejor. Estaba en los huesos, no quería comer y tenía pesadillas todas las noches. Me llamaba a su lado, y yo me despertaba exhausta y le decía medio dormida: «No pasa nada, mi amor, vuelve a dormirte, solo estabas soñando», y si seguía llamándome, en una voz más severa: «ahora a dormir, Emily, no hay nada que te vaya a hacer daño». Dos veces, solo dos veces, cuando de todas maneras tenía que levantarme por Susan, fui a sentarme a su lado.


Ahora, cuando es demasiado tarde (y no es que me deje abrazarla y reconfortarla como hago con los otros) me levanto y acudo de inmediato a su lado cuando la oigo gemir o sacudirse en la cama. «¿Estás despierta, Emily? ¿Te traigo algo?» Y la respuesta es siempre la misma: «No, estoy bien, vuelve a la cama, madre».


En el hospital me convencieron de mandarla a una clínica de reposo en el campo, donde pudiera «recibir el tipo de comida y cuidados que usted no consigue darle, mientras se concentra en el nuevo bebé». Aun hoy mandan a niños a ese sitio. En las páginas de sociedad sigo viendo fotografías de mujeres jóvenes que organizan galas para recaudar dinero destinado a eso, o bailan durante las galas, o decoran huevos de Pascua o preparan regalos de Navidad para los niños.


Nunca incluyen fotografías de los niños, así que no sé si las nenas siguen usando los mismos lazos rojos enormes o mostrando sus caras demacradas domingo de por medio, cuando a los padres se les permite visitarlas «salvo indicación contraria», como se nos indicó durante las primeras seis semanas.


Sí, es un sitio agradable, con césped verde y árboles altos y canteros acanalados. Los niños se disponen a gran altura en los balcones de las casitas, las nenas vestidas con lazos rojos y vestidos blancos, los varones con trajes blancos y enormes corbatas rojas. Los padres les gritan hacia arriba para hacerse oír y los niños gritan hacia abajo para hacerse oír, por encima de una pared invisible que significa «Evítese la Contaminación por Gérmenes Parentales o Afecto Físico».


Había una nena pequeñita que siempre se quedaba ahí parada de la mano de Emily. Sus padres nunca iban a verla. En una de las visitas ya no estaba. «La trasladaron a Rose Cottage», gritó Emily a modo de explicación. «Aquí no les gusta que uno se encariñe con nadie».


Nos escribía una vez por semana, con la caligrafía esforzada de sus siete años. «Estoy bien. Cómo está el bebé. Si escribo bien la carta me dan una estrella. Besos». Nunca le dieron la estrella. Le escribíamos día por medio, cartas que no le permitían tocar o guardar, sino que le leían: una sola vez. «Lo cierto es que no tenemos espacio para que los niños conserven sus efectos personales», nos explicaron pacientemente un domingo en que medimos todos nuestros gritos para tratar de convencerlos de lo mucho que significaría para Emily, a la que le encantaba coleccionar cosas, que se le permitiera guardas las cartas y tarjetas.


A cada visita parecía más débil. «No quiere comer», nos decían.


(De desayuno servían huevos revueltos poco hechos o puré con grumos, nos contó Emily más tarde, me lo meto en la boca y no me lo trago. Nada sabía rico, solo el pollo que servían a veces.)


Nos tomó ocho meses conseguir el alta para que volviera a casa, y el trabajador social solo se convenció por el hecho de que recuperó un poquito de los tres kilos y medios perdidos.


Cuando regresó yo trataba de abrazarla y darle afecto, pero el cuerpo se le ponía rígido y enseguida se soltaba de un empujón. Comía poco. Le daba asco la comida, y creo que buena parte de la vida también. Sí, tenía ligereza y esplendor físicos, pasaba a toda velocidad en patines, rebotaba como una pelota al saltar la soga, subiendo y bajando por la colina; pero eran actos fugaces.


Se sentía incómoda con su apariencia, flaca y morocha y con pinta de extranjera, en una época en que toda niñita supuestamente debía ser, o pensaba que debía ser, una réplica de Shirley Temple, rubia y regordeta. A veces tocaban el timbre para venir a buscarla, pero nadie pasaba a jugar dentro de casa ni parecía tener una mejor amiga. Tal vez porque no paraba de moverse.


Se enamoró perdidamente de un chico durante dos semestres escolares seguidos. Más tarde me contó que me había robado peniques de la cartera para comprarle caramelos al chico. «Los que más le gustaban era los de regaliz y yo se lo compraba todos los días, pero él la prefería a Jennifer y no a mí. ¿Por qué, mamá?». Típica pregunta para la que no existe respuesta.


La escuela era una preocupación. Le costaba hablar y era lenta en un mundo en el que la facilidad de palabra y la rapidez se confundían fácilmente con la capacidad de aprender. Para sus maestros, cansados y exasperados por el trabajo, era una «alumna lenta» y demasiado concienzuda, que siempre estaba tratando de ponerse a tiro y faltaba demasiado a clase.  


Yo la dejaba faltar, por más que a veces su supuesta enfermedad fuese imaginaria. Qué diferencia con lo estricta que soy ahora con la asistencia de mis otros hijos. Entonces yo no trabajaba. Habíamos tenido otro bebé, así que estaba en casa. A veces, cuando Susan tuvo edad, tampoco la mandaba a la escuela, para quedarnos todas juntas. 


Emily tenía sobre todo asma, y su respiración, áspera y trabajosa, llenaba la casa con un sonido extrañamente tranquilo. Yo le llevaba al lado de la cama los dos espejos de pie y las cajas en las que guardaba sus colecciones. Ella elegía cuentas y aros, tapas de botellas y conchillas, flores secas y guijarros, postales viejas y recortes, todo tipo de cosas curiosas; luego ella y Susan jugaban al Reino, diseñando paisajes y muebles, llenándolos de acciones.


Eran los únicos momentos que ella y Susan pasaban juntas en paz. Me aparté poco a poco de aquello, el sentimiento venenoso que las separaba, el terrible equilibrio de ofensas y necesidades que tenía que medir entre ellas, y de las que me ocupé muy mal en aquellos primeros años.  


Ah, había conflictos también entre los demás, seres humanos todos con exigencias, necesidades, penas; pero solo entre Emily y Susan, no, de parte de Emily hacia Susan aquel resentimiento corrosivo. De fuera parece muy obvio, pero no es obvio. Susan, la segunda hija, Susan, regordeta y de rizos rubios, rápida y parlanchina y segura de sí misma, en aspecto y en modales todo lo que Emily no era; Susan, que no podía resistirse a los objetos preciosos de Emily y a veces los perdía o los rompía por torpeza; Susan, que contaba chistes y adivinanzas delante de los demás para que la aplaudieran, mientras Emily se quedaba sentada en silencio (para decirme más tarde: esa era mi adivinanza, mamá, yo se la dije a Susan); Susan, que, pese a la diferencia de cinco años, estaba solo un año por detrás de Emily en desarrollo físico.


Hoy me alegro de aquel desarrollo físico lento que amplió la brecha que la separaba de sus contemporáneos, aunque la hiciera sufrir. Era demasiado vulnerable para ese mundo terrible de competencia juvenil, de pavoneo y presunciones, de compararse constantemente con los demás, de envidias: «Ojalá tuviera el pelo cobrizo», «ojalá tuviera esa piel…». Ya bastante atormentaba se sentía por ser distinta de sus hermanos, tenía bastante de la inseguridad, la necesidad de medir las palabras antes de hablar, la preocupación constante —¿qué piensan de mí?—, sin que los despiadados impulsos físicos lo realzaran.


Ronnie me llama. Se ha hecho pis y lo cambio. Ahora rara vez se oye un llanto así. Casi ha pasado la etapa de la maternidad en que el oído no nos pertenece, sino que debe estar siempre tendido y alerta para escuchar el llanto de un hijo, la llamada de un hijo. Nos quedamos sentados un momento y lo abrazo, mientras miro la ciudad de carbón que se extiende afuera, con sus suaves pasillos de luz. «Chuchino», murmura y se arrebuja. Lo llevo a la cama, dormido. Chuchino. Una palabra graciosa, familiar, heredada de Emily, inventada por ella para decir: consuelo. 


De esa manera y otras ha dejado su impronta, digo en voz alta. Y me sobresalto al escucharme. ¿Qué he querido decir? ¿Qué cosa he tratado de convocar, como para darle coherencia? Estábamos en los años terribles del crecimiento. Años de guerra. No los recuerdo bien. Yo trabajaba, por entonces tenía cuatro pequeños, y nada de tiempo para Emily. Ella tenía que ayudarme siendo madre, ama de casa, haciendo las compras. Tenía que establecer su impronta. Mañanas de crisis e histeria al tratar de envolverles las viandas, peinarlos, buscar abrigos y zapatos, todo el mundo al cole o a la guardería a tiempo, el bebé listo para ser transportado. Y siempre uno de los pequeños que garabateaba el periódico, Susan que se dejaba olvidado un libro, los deberes que no se hacían. Salir corriendo a la escuela enorme donde ella era una más, se perdía, era una gota; sufriendo por no estar preparada, tartamudeando e insegura en sus clases.


Por las noches después de acostar a los niños quedaba muy poco tiempo. Ella se peleaba con los libros, siempre comiendo (fue en aquellos años cuando le entró el enorme apetito que se ha vuelto legendario en la familia), y yo planchaba, o preparaba la comida para el día siguiente, o le escribía una carta a Bill, que estaba en el ejército, o me ocupaba del bebé. A veces, para hacerme reír, o de pura desesperación, Emily imitaba acontecimientos o compañeros del colegio.


Creo que una vez le dije: «¿Por qué no haces algo así en el concurso de aficionados del colegio?». Una mañana me llamó al trabajo, y apenas podía hacerse entender entre las lágrimas: «Mamá, lo hice. Gané, gané; me dieron el primer premio; no paraban de aplaudir y no me dejaban irme».


De pronto fue Alguien, tan atrapada en su diferencia como antes en su anonimato.


Empezaron a pedirle que actuara en otros colegios, incluso en universidades, luego en eventos de la ciudad y por todo el estado. El primero al que fuimos, solo la reconocí al comienzo, cuando por poco no se zambulló, flaca, tímida, entre las cortinas. Después: ¿esa era Emily? El control, el dominio, las payasadas convulsivas y mortales, el hechizo, y luego el público que reía a carcajadas y daba pisotones, sin querer que aquella risa rara y preciosa desapareciera de sus vidas.


Más tarde: Usted tendría que hacer algo con un talento como el de ella. Pero, sin tener dinero y sin saber cómo, ¿qué se hace? Lo dejamos todo en sus manos, y el talento se le arremolinó dentro, taponándose y trabándose, tanto como fue utilizado y creció.


Emily acaba de llegar. Corre escaleras arribas saltando los escalones de a dos con paso ligero y agraciado, y creo que esta noche está feliz. Lo que fuese que lo impulsó a usted a llamarme hoy no ha ocurrido.


—¿Nunca vas a dejar de planchar, mamá? Whistler pintó a su madre en una mecedora. Yo tendría que pintar a la mía inclinada sobre una tabla de planchar.


Está en una de sus noches comunicativas y me cuenta todo y nada mientras se prepara un plato de comida que saca del refrigerador.


Es tan hermosa. ¿Por qué me pidió usted que fuese a verlo? ¿Qué le preocupa? Ella encontrará su camino.


Empieza a subir la escalera para ir a acostarse.


—Mañana no me despiertes con los demás.


—Pero creí que tenías exámenes.


—Ah, eso —dice, mientras regresa, me da un beso y sigue suavemente—: En un par de años, cuando estemos todos atomizados, no tendrá ninguna importancia.


No es la primera vez que lo dice. Se lo cree. Pero como le he estado dando vueltas al pasado, y todo lo que compone un ser humano me resulta tan pesado y significativo, esta noche me resulta insoportable.


Nunca voy a cerrar cuentas. Nunca iré a decirle a usted: fue una niña a la que se le sonreía poco. Su padre me dejó antes de que cumpliera un año. Tuve que trabajar durante los primeros seis años de su vida, cuando había trabajo, o mandarla a casa de sus familiares. Hubo unos años en que recibió cuidados que odiaba. Era morocha y flaca y tenía pinta de extranjera en un mundo en el que se valoraba el pelo rubio y los rizos y los hoyuelos, era lenta cuando se valoraba la facilidad de palabra. Fue la hija de un amor que estaba lleno de ansiedad, no de orgullo. Éramos pobres y no podíamos permitirnos la tierra que facilita el crecimiento. Yo era una madre joven, preocupada. Vinieron otros niños que hacían presión, que tenían exigencias. Su hermana pequeña parecería ser todo lo que ella no era. Hubo años en los que no quería que la tocara. Se encerraba demasiado en sí misma, su vida era tal que tenía que encerrarse en sí misma. La sabiduría me llegó tarde. Tiene mucho a su favor y es probable que no haga nada con ello. Es hija de su tiempo, de la depresión, de la guerra, del miedo.


Déjela tranquila. Es cierto que no va a alcanzar todo su potencial: ¿pero cuántos lo alcanzan? Seguirá teniendo suficiente por lo que vivir. Solo ayúdela a saber —haga que tenga motivos para saber— que ella no es solo este vestido que ahora está sobre la tabla de planchar, indefenso ante la plancha.


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