sábado, 8 de enero de 2022

Psicosis

Psicosis (Psycho) es una novela de suspense de Robert Bloch publicada en 1959.​ La novela fue llevada al cine por el director de cine Alfred Hitchcock en 1960.​ Bloch escribió más tarde dos secuelas, que no están relacionados con ninguna de las secuelas de la película Psycho.

Era una noche oscura y tormentosa; Mary Craine estaba exhausta, perdida, y al límite de sus fuerzas, ansiosa por darse una ducha caliente y encontrar un lugar donde pasar la noche. Cuando el Motel Bates apareció de pronto entre la tormenta, Mary pensó que era su salvación. Las habitaciones eran viejas y húmedas, pero estaban limpias, y el encargado, Norman Bates, parecía un tipo bastante agradable, aunque un poco raro. Minutos más tarde, Mary conoció a la madre de Norman. Y el cuchillo de carnicero. La pesadilla acababa de empezar.

Bloch escribió dos secuelas, Psycho II (1982) y Psycho House (1990); ninguna de las dos está relacionada con las secuelas de la película. En la novela Psycho II, Bates se escapa del asilo disfrazado de monja y se dirige a Hollywood. En la novela Psycho House, los asesinatos comienzan de nuevo cuando el motel Bates reabre como atracción turística.






CAPÍTULO I


Norman Bates oyó el ruido y se estremeció.

Era como si alguien estuviera golpeando los cristales de las ventanas.

Levantó la mirada, rápidamente, dispuesto casi a ponerse en pie, y el libro resbaló de sus manos para caer en su amplio regazo. Entonces comprendió que aquel ruido era tan sólo lluvia, la lluvia que caía al morir la tarde, cuyas gotas golpeaban la ventana de la salita.

No se había dado cuenta de la llegada de la lluvia, ni de la penumbra. Pero la salita estaba ya bastante a oscuras, y antes de proseguir su lectura alargó la mano para encender la lámpara de sobremesa.

Era una lámpara anticuada, con una pantalla adornada y lágrimas de cristal. Podía recordarla desde que tenía uso de razón, y su madre se negaba a desprenderse de ella. A Norman no le importaba; los cuarenta años de su vida habían transcurrido en aquella casa y era agradable y tranquilizador sentirse rodeado de cosas conocidas. Allí dentro todo estaba ordenado; los cambios sólo se producían en el exterior. Y la mayor parte de ellos llevaban en sí una amenaza en potencia. ¿Y si se le hubiera ocurrido pasar la tarde paseando, por ejemplo? Tal vez se hubiese encontrado en alguna solitaria carretera vecinal o incluso en los pantanos, cuando empezó a llover. Se habría calado hasta los huesos, y se hubiera visto obligado a regresar casi a ciegas a su casa, en la oscuridad. Y el enfriamiento que seguramente hubiera cogido le habría podido causar la muerte. Además, ¿a quién le gustaría estar fuera de casa, después de oscurecer? Era mucho más agradable encontrarse en la salita, leyendo un buen libro.

La luz alumbraba su cara regordeta, se reflejaba en sus gafas de lentes montados al aire, y bañaba su rosado cuero cabelludo bajo el escaso cabello rufo, cuando se inclinó para proseguir su lectura.

Era un libro realmente fascinante, y no debía extrañarle que no hubiese observado el rápido transcurso del tiempo. Norman jamás había encontrado parecida abundancia de curiosa información como en The Realm of the Incas, de Victor W. von Hagen. Por ejemplo, aquella descripción de la cachua, o danza de la victoria, en la que los guerreros formaban un gran círculo, moviéndose y retorciéndose como una culebra. Leyó:

«El redoble se efectuaba generalmente en lo que había sido el cuerpo de un enemigo; había sido desollado, estirándose el vientre para formar un tambor, y todo el cuerpo actuaba a modo de caja de resonancia, mientras los sonidos salían por la boca abierta; era algo grotesco, pero efectivo»[1].

Norman sonrió permitiéndose después el lujo de un tranquilizador estremecimiento. Grotesco pero efectivo… Sí, debió haberlo sido. ¡Desollar un hombre —vivo, probablemente— y luego estirarle el vientre para utilizarlo como tambor! ¿Cómo lo harían para conservar la carne del cadáver, para evitar que se corrompiera? Y, además, ¿qué mente habría concebido semejante idea?

No era un pensamiento agradable, pero cuando Norman entornó los ojos casi pudo visualizar la escena: una multitud de guerreros pintarrajeados y desnudos, retorciéndose al unísono bajo un cielo salvaje y ardiente, y al viejo, sentado en cuclillas ante ellos, arrancando un inacabable ritmo del vientre hinchado y distendido de un cadáver, cuya boca se mantendría probablemente abierta fijándola con grapas de hueso, para que pudiera salir por ella el sonido. Los golpes dados en el vientre repercutirían en los encogidos orificios interiores y surgirían, ampliados y con toda su fuerza, por la muerta garganta.

Por un momento Norman casi oyó el redoble (y entonces recordó que también la lluvia posee ritmo) y unos pasos…

En realidad, percibió los pasos antes de oírlos; un largo hábito venía en ayuda de sus sentidos cuando su madre entraba en la habitación. Ni siquiera tuvo que levantar la mirada para saber que estaba allí.

No miró, sino que fingió seguir leyendo. Su madre había estado durmiendo en su habitación, y Norman sabía lo malhumorada que solía estar al levantarse. Por tanto, lo mejor era no decir nada y confiar en que, por una vez, no estuviera de mal humor.

—¿Sabes qué hora es, Norman?

Norman suspiró y cerró el libro. Sabía que tendría dificultades con ella; aquella pregunta era un desafío. Había tenido que pasar frente al reloj del vestíbulo para ir a la salita y pudo ver fácilmente la hora.

Pero no lograría nada discutiendo. Norman consultó su reloj de pulsera y sonrió.

—Las cinco dadas —repuso—. No sabía que fuera tan tarde. Estaba leyendo…

—¿Crees que no tengo ojos? Ya veo lo que has estado haciendo. —Se acercó a la ventana y miró afuera, a la lluvia—. Y también veo lo que no has hecho. ¿Por qué no encendiste el rótulo al oscurecer? ¿Y por qué no estás en el despacho, como debieras?

—Empezó a llover muy fuerte y no creí que hubiera tránsito con este tiempo.

—¡Bah! Con ese tiempo es más probable tener huéspedes. A mucha gente no le gusta viajar cuando llueve.

—¡Pero si nadie viaja ya por esta carretera…! Todo el mundo utiliza la nueva.

Norman advirtió la amargura de su propia voz; le pareció sentirla en la garganta e intentó contenerla, pero por fin tuvo que librarse de ella.

—Ya te dije lo que sucedería, cuando nos dijeron confidencialmente que cambiaban el trazado de la carretera principal. Entonces hubieras podido vender el parador, antes de que la noticia fuera de dominio público. Hubiésemos podido comprar tierras a buen precio junto al nuevo trazado, y estaríamos también más cerca de Fairvale. Ahora podríamos tener un nuevo parador, una casa nueva y dinero. Pero no quisiste hacerme caso. Nunca prestas atención a lo que te digo. Siempre ha de ser lo que tú quieres y lo que tú piensas. ¡Me enfermas!

—¿Sí, muchacho?

La voz de su madre era falsamente suave; Norman no se dejó engañar. Tenía cuarenta años y le llamaba «muchacho»; y además le trataba como a tal y eso empeoraba las cosas. ¡Si al menos no tuviera que escucharla! Pero tenía que hacerlo, sabía que no podía rebelarse, que siempre tendría que escucharla.

—¿Sí, muchacho? —repitió aún con mayor dulzura—. Te enfermo, ¿eh? No, muchacho, no soy yo quien te enferma, sino tú mismo. Y ése es el verdadero motivo de que estés aún aquí, junto a una carretera secundaria. Nunca tuviste valor, ¿eh, muchacho? Nunca tuviste el valor de marchar de casa, de buscarte un trabajo o alistarte en el ejército o echarte novia…

—¡No me hubieses dejado!

—Eso es, Norman. No te hubiese dejado. Pero si tú hubieras sido un hombre de verdad, habrías hecho tu voluntad.

Norman quería gritarle que estaba equivocada, pero no pudo, porque las cosas que ella decía eran las mismas que él se había dicho, una y otra vez, en el transcurso de los años. Era cierto. Ella siempre le había dictado lo que tenía que hacer, pero eso no significaba que tuviera siempre que obedecer. Las madres son a veces demasiado dominantes, pero no todos los hijos aceptan ese dominio. Había habido otras viudas, otros hijos únicos, pero entre todos ellos no habían existido semejantes relaciones. En realidad, también él tenía parte de culpa, porque carecía de arrestos.

—Podías haber insistido —decía ella—. Pudiste haber encontrado un nuevo lugar para nosotros y vender el parador. Pero te limitas a gemir. Y yo sé por qué. Nunca has podido engañarme. No lo hiciste porque, en realidad, no querías moverte de aquí. No querías abandonar este lugar, y nunca lo dejarás. No puedes hacerlo, del mismo modo que no puedes crecer.

No podía mirar a su madre, sobre todo cuando decía cosas semejantes. Y tampoco podía mirar a ninguna otra parte. De repente, la lámpara de sobremesa, todos los objetos de la habitación, tan familiares, le fueron odiosos, simplemente debido a su larga familiaridad con ellos. Eran como los muebles de un calabozo. Miró por la ventana, pero no le sirvió de nada, pues afuera sólo había viento, lluvia y oscuridad.

Se aferró al libro e intentó fijar su mirada en él. Tal vez si no le hacía caso y fingía calma…

Pero tampoco le sirvió de nada.

—¡Mírate! —decía su madre. (El tambor redoblaba, ¡bum, bum, bum!, y los sonidos vibraban al salir de su retorcida boca)—. De sobra sé por qué no te molestaste en encender el neón, y por qué no has abierto la oficina de recepción esta noche. No es que te hayas olvidado de hacerlo. Lo que ocurre es que no deseas que venga nadie, ningún automovilista.

—¡Está bien! —murmuró él—. Admito que odio tener que cuidarme de un parador; que siempre lo he odiado.

—No se trata simplemente de eso, muchacho. —(Ahí estaba otra vez: ¡Muchacho, muchacho, muchacho!, sonando sordamente, como si saliera de la boca de la muerte)—. Odias a la gente; y la odias porque la temes, ¿no es cierto? Siempre te ha asustado, desde que eras niño. Prefieres acomodarte en un sillón y leer. Ya lo hacías hace treinta años, y lo sigues haciendo. Te escondes bajo las cubiertas de un libro.

—Podría hacer cosas mucho peores. Tú misma me lo has dicho siempre. Al menos, jamás me he metido en ningún lío. ¿No es preferible que eduque mi mente?

—¿Que eduques tu mente? ¡Bah!

Norman sentía su presencia detrás de él, sabía que lo miraba fijamente.

—¿Y a eso llamas educar tu mente? —prosiguió ella—. Es inútil que intentes engañarme. Nunca has podido hacerlo. No es como si leyeras la Biblia. Sé lo que lees. Basura. ¡Algo peor que la basura!

—Es una historia de la civilización de los incas…

—Y apuesto a que está llena de cosas maliciosas acerca de esos sucios salvajes, como aquel libro que tenías sobre los Mares del Sur. Creías que ignoraba la existencia de ese libro, ¿eh? Lo escondías en tu habitación, como los otros, como ocultas todas las porquerías que lees.

—La sicología no es ninguna porquería, madre.

—¡Lo llama sicología! ¡Mucho sabes tú de sicología! Nunca olvidaré aquel día en que me hablaste tan suciamente. ¡Pensar que un hijo puede acercarse a su madre para decirle semejantes cosas!

—Sólo intentaba explicarte algo. Es lo que se llama el complejo de Edipo, y pensé que si tú y yo podíamos hablar sensata y razonablemente de ese problema e intentábamos comprendedlo, tal vez las cosas mejoraran.

—¿Mejorar, muchacho? Nada tiene que cambiar ni mejorar. Puedes leer todos los libros que quieras. Seguirás siendo el mismo, a pesar de ello. No necesito escuchar una sarta de obscenas sandeces para saber lo que eres. Incluso un niño de ocho años podría comprenderlo. En realidad, todos tus compañeros de juego lo comprendieron, cuando eras niño. Eras un niño pegado siempre a las faldas de su madre. Lo eras entonces, lo eres ahora y lo serás siempre.

Las palabras de su madre, secas como estampidos, le ensordecían. Se le atragantaron las viles palabras que le subían a la boca, y se dijo que un instante después lloraría. ¡Pensar que su propia madre pudiera estar haciéndole aquello, incluso entonces! Pero podía, y lo haría una y otra vez, a menos que…

—¿A menos qué?

¡Dios santo! ¿Era también capaz de leer sus pensamientos?

—Sé lo que estás pensando, Norman. Te conozco muy bien, muchacho; más de lo que imaginas. Estás pensando que te gustaría matarme, ¿eh? Pero no puedes, porque no tienes arrestos para hacerlo. Soy yo quien tiene la fuerza; siempre he tenido bastante para ambos. Por eso no te desharás nunca de mí, aunque quisieras hacerlo de verdad.

»Naturalmente, en lo más profundo de ti mismo no quieres hacerlo. Me necesitas, muchacho, ¿no es cierto?

Norman se puso en pie, lentamente. No estaba aún lo bastante seguro de sí mismo para volverse hacia ella y mirarla. Primero tenía que calmarse, y para ello no debía pensar en lo que su madre decía. Había que enfrentarse con aquella situación, y no olvidar. Es una vieja y su cabeza no está muy equilibrada. Si sigo escuchándola cuando habla así, también yo acabaré mal de la cabeza. Le diré que vuelva a su habitación y que no salga de allí.

Será preferible que se vaya rápidamente, pues, de lo contrario, la estrangularé con su propio cordón de plata…

Estaba volviéndose, abriendo la boca para dar forma a las frases, cuando sonó el zumbador.

Alguien acababa de llegar en coche al parador y pedía ser atendido.

Sin molestarse en mirar a su madre, Norman se dirigió al vestíbulo, cogió el impermeable de la percha y salió a la oscuridad.


CAPÍTULO II


Hacía ya varios minutos que llovía antes de que Mary lo advirtiera e hiciera funcionar los limpiaparabrisas. Al mismo tiempo, encendió los faros; había oscurecido de repente y la carretera era sólo una borrosa faja entre los altos árboles.

¿Árboles? No recordaba haber visto ninguna hilera de árboles la última vez que había recorrido aquella carretera en automóvil. Fue el verano anterior y había llegado a Fairvale en pleno día, descansada y despierta. Pero en aquellos momentos, después de dieciocho horas de conducir, estaba fatigada, aunque todavía podía recordar y comprender que algo estaba mal.

Recordar…

Ésa era la palabra clave. Aún podía recordar cómo había vacilado media hora antes, en la bifurcación. Eso era; había tomado la carretera equivocada. Y allí estaba entonces, sólo Dios sabía dónde, en medio de la lluvia y de la oscuridad cada vez más densa.

Tranquilízate. No debes asustarte. Lo peor ha pasado ya.

Era cierto, se dijo. Lo peor había pasado. Y lo peor había sucedido el día anterior, cuando robó el dinero.

Estaba en el despacho particular de Mr. Lowery cuando el viejo Tommy Cassidy sacó el abultado fajo de verdes billetes y lo dejó encima del escritorio. Treinta y seis billetes de banco con el retrato del hombre gordo con aspecto de tendero, y ocho más con la efigie del hombre que parecía un empresario de pompas fúnebres. Pero el tendero era Grover Cleveland y el enterrador William McKinley. Y treinta y seis billetes de mil y ocho de quinientos sumaban cuarenta mil dólares.

Tommy Cassidy los había colocado sobre el escritorio con gesto displicente, mientras anunciaba que cerraba el trato y compraba la casa como regalo de bodas para su hija.

Mister Lowery fingió parecida indiferencia durante el tiempo empleado en la rutina de la firma de los documentos, pero se excitó un poco cuando el viejo Tommy Cassidy salió. Mr. Lowery recogió el dinero y lo colocó en un sobre, que cerró con goma. Mary observó que las manos le temblaban.

—Tome —le dijo, haciéndole entrega del dinero—. Llévelo al banco. Son casi las cuatro, pero estoy seguro de que Gilbert le permitirá ingresarlo. —Hizo una pausa y le miró fijamente—. ¿Qué le sucede, miss Crane? ¿No se encuentra bien?

Es posible que él hubiera observado cómo le temblaban las manos con que sostenía el sobre. Pero no importaba. Sabía lo que iba a decir, aunque no dejó de sorprenderse cuando lo hizo.

—Es una de mis jaquecas, Mr. Lowery. En realidad, iba a pedirle que me permitiera salir ahora. Ya he despachado la correspondencia, y hasta el lunes no podremos preparar los documentos de esta venta.

Mister Lowery le sonrió. Estaba de buen humor. El cinco por ciento de cuarenta mil dólares eran dos mil. Podía permitirse ser generoso.

—Naturalmente, miss Crane. Haga el ingreso y luego váyase a casa. ¿Quiere que la lleve en el coche?

—No, gracias. No es tan grave que no pueda conducir yo misma. Un poco de descanso…

—Es la mejor medicina. Hasta el lunes, pues. Y tómeselo con calma. Es lo que siempre aconsejo.

Es lo que decía siempre a los demás, pero Lowery se hubiera dejado matar para ganar un dólar más, y estaba dispuesto a sacrificar a sus empleados, siempre que ello le reportara cincuenta centavos de beneficio.

Pero Mary Crane le sonrió con mucha dulzura, y salió de su oficina y de su vida… llevándose los cuarenta mil dólares.

Semejante oportunidad no todos los días se presenta. Y en realidad, parece ser que a mucha gente no se le presenta nunca.

Mary Crane había esperado la suya durante veintisiete años.

La oportunidad de ir al instituto se desvaneció a los diecisiete años, cuando su padre fue atropellado por un coche. Mary asistió entonces durante un año a una academia comercial, y luego se dispuso a sostener a su madre y a su hermana menor, Lila.

La oportunidad de casarse desapareció a los veintidós años, cuando Dale Belter ingresó en el ejército, para prestar el servicio militar. Poco después fue destinado a Hawai, y no transcurrió mucho tiempo antes de que empezara a hablar de cierta muchacha en sus cartas, que algo más tarde dejaron de recibirse. Y cuando Mary recibió por fin la noticia de la boda, no le importó demasiado.

Además, su madre se hallaba bastante enferma por aquel entonces. Tardó tres años en morir, mientras Lila permanecía interna en el colegio. Mary había insistido en que su hermana menor estudiara, a pesar de todo, pero eso significaba que toda la carga recaía sobre ella. Entre su trabajo en la Lowery Agency durante el día y la mitad de la noche sentada junto a su madre, no le quedaba tiempo para nada más.

Ni siquiera para advertir el transcurso de los años. Pero por fin su madre sufrió otro ataque; y tras el ajetreo del entierro, el regreso de Lila y ayudarle a encontrar un empleo, Mary Crane se dio cuenta de pronto de que volvía a tener tiempo de mirarse al espejo, en el que vio reflejada una cara avejentada. Arrojó al espejo lo primero que encontró a mano, y se rompió en mil pedazos. Pero sabía en lo más profundo de su ser que también su vida se había roto.

Lila se portó maravillosamente e incluso Mr. Lowery la ayudó, encargándose de que la casa fuera vendida sin pérdida de tiempo. Cuando todo estuvo arreglado, las dos hermanas se hallaron en posesión de unos dos mil dólares en efectivo. Lila encontró un empleo en una tienda de música, y se trasladaron a un pequeño apartamento.

—Ahora debes tomarte unas vacaciones —le dijo Lila—; unas verdaderas vacaciones. ¡No discutas! Durante ocho años has soportado sola toda la carga de la familia y ya es hora de que descanses. Quiero que salgas de viaje; quizá un crucero por mar te sentaría bien.

Mary embarcó en el S. S. Caledonia, y después de una semana de navegar por el Caribe, el espejo de su camarote dejó de reflejar una cara avejentada. Volvía a parecer joven (no más de veintidós años, se dijo a sí misma), y, lo que era más importante, estaba enamorada.

No fue el amor apasionado que sintió por Dale Belter, ni tampoco el enamoramiento romántico que suele relacionarse con un viaje por los mares tropicales.

Sam Loomis tenía unos diez años más que Dale Belter, y era hombre reposado, pero ella le amaba. Le pareció que por fin volvía a ofrecérsele otra oportunidad, hasta que Sam le explicó algunas cosas.

—Casi podría decirse que mis vacaciones son un engaño —observó—. La ferretería…

Y entonces le contó la historia.

La ferretería se hallaba situada en una pequeña población llamada Fairvale, hacia el norte. Sam había trabajado en ella con su padre, en el bien entendido de que heredaría el negocio. Su padre murió un año antes.

Sam heredó el negocio, desde luego, pero también deudas por valor de veinte mil dólares. El edificio estaba hipotecado, así como las existencias e incluso la póliza de seguros. Su padre jamás le había hablado de su afición por las carreras de caballos. Y a Sam sólo le quedaban dos caminos: declararse en quiebra o trabajar para pagar las deudas.

Sam Loomis eligió trabajar y pagar.

—Es un buen negocio —explicó—. Nunca ganaré una fortuna con él, pero puede darme muy bien de ocho a diez mil dólares al año. Y si logro crédito para un buen surtido de maquinaria agrícola, tal vez gane aún más. Ya he pagado cuatro mil dólares. Confío en que dentro de dos años habré saldado todas las deudas.

—Pero lo que no comprendo es cómo puedes permitirte un viaje así, si tienes esas deudas.

Sam le sonrió.

—Lo gané en un concurso. Una de las casas fabricantes de maquinaria agrícola estableció un concurso de ventas. Yo no intentaba ganarlo, sino vender para pagar a los acreedores, cuando recibí la noticia de que había sido agraciado con el primer premio en mi territorio.

»Intenté que me dieran el importe del premio en efectivo, pero se negaron a ello. Los negocios son siempre flojos durante este mes, y como tengo un empleado en quien puedo confiar, pensé que bien podía tomarme unas vacaciones. Y aquí estoy. Y, por lo que es más importante, aquí estás tú. —Le sonrió, y suspirando—: ¡Ojalá fuera nuestra luna de miel!

—¿Y por qué no, Sam? Quiero decir…

Pero él volvió a suspirar y movió la cabeza.

—Tendremos que esperar. Quizá deban transcurrir todavía dos o tres años, hasta que todo esté pagado.

—¡No quiero esperar! No me importa el dinero. Podría dejar mi empleo, trabajar en tu tienda…

—¿Y dormir en ella, también, como yo? —Su sonrisa ya no era alegre—. Sí, en la tienda. Me he arreglado un dormitorio en la trastienda. La mayor parte del tiempo, mi comida consiste en habichuelas guisadas. La gente dice que soy más avaro que el banquero de la localidad.

—¿Por qué vives así? —preguntó Mary—. Llevando una vida más decente sólo tardarías quizá un año más en pagar. Y entretanto…

—Tengo que vivir en Fairvale. Es una población bonita, pero pequeña, en la que todo el mundo conoce los asuntos de los demás. Mientras siga trabajando con ahínco, contaré con el respeto de mis convecinos, que se esfuerzan por favorecerme y compran en mi ferretería, porque comprenden que hago cuanto está en mi mano para pagar las deudas que heredé. Mi padre tenía buena reputación, y yo quiero conservarla, no sólo para el negocio y para mí, sino para nosotros dos, en el futuro. Y esto es muy importante.

—El futuro —suspiró Mary—. Has dicho dos o tres años.

—Lo siento. Pero quiero que cuando nos casemos tengamos un hogar decente y alegre. Y eso cuesta dinero; o, por lo menos, se precisa tener crédito. En la actualidad voy pagando a mis proveedores, que seguirán ayudándome mientras sepan que empleo cuanto gano en pagar lo que les debo. No es fácil ni agradable, pero sé lo que quiero y yo no me conformo con menos. Por lo tanto, tendrás que ser paciente, querida.

Fue paciente, pero sólo cuando se convenció de que ninguna clase de persuasión, verbal o física, le haría desviarse de su camino.

Así estaba la situación cuando terminó el crucero, y así había permanecido durante algo más de un año. Mary había hecho un viaje en automóvil hasta Fairvale, para visitarle, el verano anterior; vio la ciudad, la tienda, y las cifras en los libros de contabilidad que indicaban que Sam había pagado otros cinco mil dólares.

—Sólo quedan once mil —le dijo él con orgullo—. Otros dos años, o menos quizá, y…

Dos años.

Dos años después Mary tendría veintinueve, y ya no estaba en la edad en que puede hacerse una escena, como una jovencita de veinte años, pues quizá no hubiera otro Sam Loomis en su vida. Por tanto, sonrió, asintió y regresó a su casa y a la Lowery Agency.

Regresó a la Lowery Agency, y vio cómo el viejo Lowery se reservaba su cinco por ciento en todas las ventas que hacía. Le vio comprar hipotecas y hacerlas ejecutivas a su vencimiento; le vio hacer ofertas usureras a vendedores desesperados, y obtener luego buenos beneficios al vender. La agencia compraba y vendía, y Lowery se limitaba a estar entre vendedores y compradores, obteniendo un tanto por ciento por el simple hecho de poner en contacto a ambas partes. Era rico. No tardaría dos años en reunir penosamente once mil dólares para pagar una deuda. Muchas veces ganaba esa cantidad tan sólo en dos meses.

Mary le odiaba, y odiaba también a muchos vendedores y compradores con quienes él trataba, porque también eran ricos. Tom Cassidy era uno de los peores; había ganado una fortuna con concesiones petrolíferas. Parecía tener un instinto especial para encontrar buenas oportunidades, comprar barato y vender caro, y sacar un dólar de cualquier parte.

Ni pestañeó al sacar cuarenta mil dólares en efectivo para comprar una casa como regalo de bodas para su hija.

Tampoco había pestañeado cuando cierta tarde, hacía de ello unos seis meses, había depositado un billete de cien dólares en el escritorio de Mary Crane, sugiriéndole que le acompañara en «un pequeño viaje» a Dallas, para pasar el fin de semana.

Lo hizo con tanta rapidez y naturalidad, que ni siquiera tuvo tiempo de irritarse. Mr. Lowery entró en aquel momento y el asunto terminó aquí. Pero Mary no olvidaba el gesto de Cassidy, ni la húmeda sonrisa de sus gruesos labios.

Y jamás olvidó tampoco que este mundo pertenece a gentes como Tom Cassidy. Ellos fijan los precios. Cuarenta mil dólares para el regalo de bodas para una hija; cien dólares arrojados descuidadamente sobre un escritorio.

Por eso me llevé los cuarenta mil dólares…

Tomó el dinero. Debía hacer mucho tiempo que, en su subconsciente, esperaba una oportunidad como aquélla, pues de repente todo pareció encajar, como si formara parte de un plan establecido de antemano.

Era viernes por la tarde; los bancos permanecían cerrados el sábado, por lo que Lowery sólo podría empezar a hacer averiguaciones el lunes, cuando ella no apareciera por su despacho.

Aquella mañana, temprano, Lila había salido para Dallas, con objeto de efectuar compras para la tienda de música en que trabajaba, y no regresaría hasta el lunes, lo cual era muy conveniente.

Mary se dirigió a su apartamento para preparar el equipaje; no se lo llevó todo, sino sólo sus mejores vestidos, que colocó en una maleta y un maletín. Tenían trescientos sesenta dólares escondidos en un tarro de crema vacío, pero Mary no tocó aquel dinero, pues Lila lo necesitaría al tener que correr ella sola con los gastos del apartamento. Quería dejarle una nota a su hermana, pero al fin no se atrevió a hacerlo.

Marchó alrededor de las siete. Una hora más tarde se detuvo en las afueras de un suburbio y cenó, y luego se dirigió al establecimiento de un tratante en coches de segunda mano, donde cambió su sedán por un cupé. Perdió dinero en la transacción, pero aún perdió más la mañana siguiente, cuando repitió la operación en una población situada cuatrocientas millas más al norte. Hacia el mediodía, cuando volvió a cambiar de coche, sólo se hallaba en posesión de treinta dólares y un destartalado automóvil, con el guardabarros izquierdo abollado, pero no se sentía descontenta en modo alguno. Lo importante era ocultar sus huellas, cambiando repetidamente de coche, hasta llegar a Fairvale. Entonces podría seguir viajando más hacia el norte, quizá hasta Springfield, donde vendería el último, utilizando su propio nombre. ¿Cómo lo harían las autoridades para averiguar el paradero de cierta Mrs. Sam Loomis, que viviría en una ciudad a cien millas de allí?

Pensaba convertirse rápidamente en la señora de Sam Loomis. Comparecería ante Sam con la historia de una herencia. No le hablaría de cuarenta mil dólares —la suma era demasiado grande y tendría que dar muchas explicaciones—, pero quizá le diría que eran quince mil. Y añadiría que Lila también había heredado una cantidad igual, por lo que había dejado su empleo de repente, y había emprendido un viaje a Europa. Así evitaría tener que invitarla a la boda.

Quizá Sam se negara en principio a aceptar el dinero, y, de eso estaba segura, le haría bastantes preguntas, pero ella le convencería. Tenía que lograrlo. Se casarían en seguida; era lo más importante. Entonces llevaría su nombre, sería Mrs. Sam Loomis, esposa del propietario de una ferretería en una población a ochocientas millas de la Lowery Agency.

En la Lowery Agency ni siquiera conocían la existencia de Sam. Se pondrían en contacto con Lila, naturalmente, y es posible que ella adivinara su paradero, pero no diría nada sin haberse puesto primero en comunicación con Mary.

Cuando llegara el momento, Mary tendría que estar preparada para manejar a su hermana y hacerla callar ante Sam y las autoridades. No le sería muy difícil. Lila le debía aquello y mucho más, por todos los años que Mary había trabajado para que ella pudiera proseguir sus estudios. Podía darle, además, parte de los restantes veinticinco mil dólares; aunque es posible que ella no quisiera aceptarlos. Pero ya encontraría alguna solución. No había hecho planes para el futuro; se limitaría a estar preparada para todo cuando llegara el momento.

En aquellos instantes tenía que hacer las cosas ordenadamente. Lo primero era llegar a Fairvale. En el mapa era tan sólo una distancia de cuatro pulgadas; cuatro pulgadas de líneas rojas de un punto a otro. Pero llevaba ya dieciocho horas de viaje, dieciocho horas conduciendo sin descanso, sintiendo que la fatiga se apoderaba de ella por momentos.

Se había equivocado de carretera, y llovía; estaba perdida en una noche oscura, en una carretera extraña.

Se dio una rápida mirada en el espejo retrovisor y alcanzó a ver el débil reflejo de su cara. El cabello oscuro y las bonitas facciones seguían siendo los mismos de siempre, pero la sonrisa había desaparecido y sus labios plenos estaban comprimidos hasta formar una estrecha línea. ¿Dónde había ella visto aquella expresión cansada, anteriormente?

En el espejo, cuando mamá murió, cuando su vida se rompió en mil pedazos…

Hasta entonces, se había creído tranquila, fría, reposada, sin sentimiento alguno de temor, pena o culpabilidad. Pero el espejo no mentía, y en aquellos momentos le estaba diciendo la verdad.

Sin palabras, le decía que se detuviera. No puedes caer en brazos de Sam Loomis con este aspecto, en plena noche, con esta cara y estos vestidos que delatan tu apresurada huida. Sí, claro, le dirás que quisiste sorprenderle con las buenas noticias, pero debes dar la impresión de que eres tan feliz que no pudiste esperar.

Tenía que pasar la noche en alguna parte, dormir, y llegar a Fairvale al día siguiente por la mañana fresca y animada.

Si daba la vuelta y regresaba a la bifurcación, llegaría otra vez a la carretera principal. Entonces podría encontrar un parador.

Resistiendo el impulso de cerrar los ojos, irguió bruscamente el cuerpo, intentando penetrar con la mirada la lluviosa oscuridad.

En aquel momento vio el letrero luminoso colocado junto al paso de coches que conducía a un pequeño edificio situado a un lado.

PARADOR – Habitaciones

El letrero no estaba alumbrado, pero tal vez habían olvidado encenderlo, de la misma forma que ella había olvidado encender los faros cuando la noche llegó de repente.

Mary entró en el recinto y observó que todo el parador aparecía a oscuras, incluyendo el cubículo encristalado situado a un extremo, que indudablemente debía servir de despacho. Tal vez estuviera cerrado. Aminoró la velocidad y pudo ver la casa en la ladera detrás del parador. Las ventanas delanteras estaban alumbradas, y era posible que el propietario se encontrara allí. No tardaría en llegar.

Mary cerró el contacto del motor y esperó. Fuera, oíase el monótono tamborileo de la lluvia, y, como fondo, el suspiro del viento. Recordó el sonido, porque había llovido de aquella manera el día que enterraron a su madre, el día que la bajaron a aquel pequeño rectángulo negro. Las tinieblas la rodeaban. Mary estaba sola en la oscuridad. El dinero no la ayudaría, y Sam tampoco podría ayudarla, porque había equivocado el camino en la bifurcación, se encontraba en una carretera desconocida. Pero no podía remediarlo: ella misma se había hecho la tumba y debía yacer en ella.

¿Cómo se le había ocurrido este pensamiento? En el dicho popular, la palabra era «cama» y no «tumba».

Estaba aún intentando explicárselo, cuando la sombra grande y oscura se destacó de las otras sombras, y, silenciosamente, abrió la puerta del coche.


CAPÍTULO III


—¿Busca habitación?

Al ver la cara gorda con gafas y oír la voz suave y vacilante, Mary tomó una rápida decisión.

Asintió y salió del coche. Sintió que le dolían las pantorrillas mientras seguía al hombre hasta la puerta del despacho. La abrió, entró en el cubículo y encendió la luz.

—Lamento no haber estado aquí cuando usted llegó. Me encontraba en la casa. Mi madre no se encuentra muy bien.

El despacho no tenía nada de particular, pero era cálido, seco y brillante. Mary experimentó un agradable estremecimiento y sonrió al hombre gordo, que se inclinaba sobre el libro de registro colocado encima del mostrador.

—Nuestras habitaciones cuestan siete dólares. ¿Quiere verlas, primero?

—No es necesario —repuso Mary.

Abrió el bolso, sacó un billete de cinco dólares y dos de uno, y los colocó encima del mostrador, al mismo tiempo que él le ofrecía la pluma para que se inscribiese en el registro.

Vaciló un instante, y, por fin, escribió un nombre —Jane Wilson— y una dirección: San Antonio, Texas. Su coche llevaba matrícula de Texas.

—Traeré sus maletas —dijo el hombre, saliendo de detrás del mostrador.

Mary le siguió. El dinero estaba en el compartimiento de los guantes, en el mismo sobre sujeto con una faja de goma. Tal vez fuera lo mejor dejarlo allí; cerraría el coche y nadie lo tocaría.

El hombre llevó las maletas hasta la puerta de la habitación contigua a la oficina. Era la más cercana, y a ella no le importó; lo principal era resguardarse de la lluvia.

—Hace muy mal tiempo —observó él, haciéndose a un lado para permitirle entrar en la habitación—. ¿Ha conducido mucho tiempo?

—Todo el día.

El hombre encendió la lámpara de la mesilla de noche. La habitación estaba amueblada de un modo sencillo pero confortable. Mary pudo ver una ducha en el cuarto de baño contiguo. Hubiera preferido una bañera, pero se conformaría con la ducha.

—¿Le gusta?

Mary asintió; luego se acordó de una cosa.

—¿Hay algún lugar cerca de aquí, donde pueda cenar?

—Pues… Había un puesto de comida y refrescos en la carretera, a unas tres millas de aquí, pero me temo que lo hayan cerrado, desde que se desvió la carretera principal. Lo mejor sería ir hasta Fairvale.

—¿Está muy lejos?

—A unas diecisiete o dieciocho millas. Siga la carretera hasta que encuentre una secundaria a la derecha, que la llevará otra vez a la principal. Me sorprende que no siguiera por esta última, puesto que, al parecer, se dirige hacia el Norte.

—Me extravié.

El hombre asintió y suspiró.

—Es lo que pensé. No suele haber mucho tránsito en esta carretera desde que se inauguró el nuevo ramal de la principal.

Mary sonrió con aire ausente. El hombre permanecía junto a la puerta, humedeciéndose los labios. Cuando Mary levantó los ojos, bajó la mirada y carraspeó.

—Ah… yo… estaba pensando… Seguramente no tendrá usted muchas ganas de ir hasta Fairvale y regresar con esta lluvia. Quiero decir… Iba a preparar algo que comer en casa. Me complacería mucho que quisiera usted acompañarme.

—No puedo aceptar.

—¿Por qué no? No es ninguna molestia. Mi madre ya está acostada. Pensaba preparar algo frío y café. ¿Qué le parece?

—Pues…

—¿Sabe qué? Voy hasta la casa y lo prepararé.

—Muchas gracias, Mr…

—Bates, Norman Bates. —Retrocedió de espaldas, y golpeó la puerta con el hombro—. Le dejaré esta linterna eléctrica para que pueda alumbrarse el camino. Querrá usted cambiarse de ropa, primero, supongo.

Se volvió, pero no sin que ella tuviese tiempo de advertir el súbito rubor que tiñó sus mejillas.

Por vez primera en veinticuatro horas, Mary Crane sonrió espontáneamente. Esperó a que la puerta se cerrara y se quitó la chaqueta. Sacó un vestido estampado del maletín, confiando en que no estuviera muy arrugado. Se lavaría un poco ahora, y se prometió una buena ducha para después de cenar. Eso era lo que necesitaba: una ducha caliente y dormir. Pero primero tenía que comer algo.

Quince minutos después llamaba a la puerta de la casa.

A través de la ventana de la salita se veía el brillo de una lámpara, pero del piso alto llegaba un reflejo mayor. Si su madre se encontraba enferma, debía estar en su habitación, arriba.

Nadie contestaba. Es posible que también él estuviera arriba. Volvió a llamar.

Mientras esperaba miró por la ventana de la salita. Al principio, no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos, le costaba creer que aún existieran casas como aquélla.

Cuando se vende una casa suelen observarse señales de mejoras y reformas en el interior; pero la sala que estaba mirando no había sido jamás modernizada; el floreado papel de la pared, los oscuros y labrados arrimaderos de caoba, la roja alfombra, la sillería de alto respaldo y el recargado hogar pertenecían al siglo XIX. Ni siquiera había un televisor que rompiera la incongruencia de aquella habitación, pero pudo observar en cambio la presencia de un viejo gramófono de cuerda encima de una mesita. Entonces percibió un suave murmullo de voces, procedente de la habitación alumbrada, en el piso alto.

Mary volvió a llamar con el extremo de la linterna. Aquella vez debieron oírla, pues el sonido cesó de repente, y distinguió el suave ruido de unos pies que bajaban las escaleras. Un momento después, Mr. Bates abrió, invitándola a entrar con un gesto.

—Siento haberla hecho esperar —se excusó—. Estaba acostando a mi madre. Algunas veces tiene el carácter un poco difícil.

—Me dijo que estaba enferma; no quisiera que mi presencia le causara ninguna molestia.

—No se preocupe. Ya debe estar dormida. —Mr. Bates miró hacia la escalera por encima del hombro. Después bajó la voz—: En realidad, su enfermedad no es física, pero algunas veces…

Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y luego sonrió.

—Deme el impermeable. Lo colgaré aquí. Si quiere venir…

Le siguió por un pasillo.

—Espero que no le moleste cenar en la cocina —murmuró—. Todo está preparado. Siéntese y le serviré el café.

La cocina era un complemento de la salita: las paredes aparecían cubiertas de alacenas, a ambos lados de una vieja fregadera, con el aditamento de una vieja bomba de mano. El gran fogón de leña estaba en una esquina, y despedía un agradable calor. Sobre el mantel a cuadros rojos y blancos de la larga mesa de madera, Mary vio un apetitoso surtido de salchichas, queso y encurtidos caseros, servidos en platos de cristal.

Aquello era mucho mejor que permanecer sola en la cafetería de una pequeña población.

Míster Bates la ayudó a llenarse el plato.

—Coma. No me espere. Debe tener usted apetito.

Lo tenía, en efecto, y comió tan a gusto y tan absorta, que casi no se fijó en lo poco que comía él. Cuando lo advirtió, se sintió ligeramente embarazada.

—¡No ha probado nada! Seguro que había cenado antes.

—No. En realidad, tengo poco apetito. —Volvió a llenar de café la taza de Mary—. Mi madre me pone nervioso algunas veces. —Bajó la voz de nuevo—. Creo que yo tengo la culpa. No sé cuidarla bien.

—¿Viven aquí los dos solos?

—Sí.

—Debe ser muy penoso para usted.

—No me quejo. —Se ajustó las gafas montadas al aire—. Mi padre nos abandonó cuando yo era todavía un niño. Mi madre tuvo que cuidar de mí, ella sola. Tenía suficiente dinero para hacerlo, hasta que crecí. Entonces hipotecó la casa, vendió las tierras y construyó este parador. Lo administrábamos juntos y las cosas iban bien… hasta que quedamos aislados, al construirse el nuevo ramal de la carretera.

»Enfermó antes de que eso ocurriera, y entonces me tocó a mí cuidar de ella. Algunas veces no resulta fácil hacerlo.

—¿No tiene otros familiares?

—Ninguno.

—¿Y usted no se ha casado nunca?

La cara de Norman Bates enrojeció, y bajó la mirada.

Mary se mordió el labio.

—Lo siento. No quise inmiscuirme en su vida.

—No se preocupe. —La voz del hombre era débil—. Nunca me he casado. Mi madre pensaba… de forma extraña acerca del matrimonio. Yo… nunca he estado sentado en una mesa con una muchacha, como ahora.

—Pero…

—Parece extraño en estos tiempos, ¿no es cierto? Lo comprendo. Pero no puede ser de otro modo. Me digo a mí mismo que mi madre estaría perdida sin mí, ahora… aunque quizá sea verdad que también yo estaría perdido sin ella.

Mary acabó de beber el café, buscó cigarrillos en el bolso y ofreció uno a Mr. Bates.

—No, gracias. No fumo.

—¿Le molesta que lo haga yo?

—Claro que no. —Vaciló—. Me hubiera gustado ofrecerle un poco de licor, pero… mi madre no tolera alcohol en la casa.

Mary se apoyó contra el respaldo de la silla, aspirando profundamente el humo de su cigarrillo. Se sentía expansiva. Es curioso lo que pueden hacer un poco de calor, y un poco de descanso y comida. Una hora antes se había sentido sola, desgraciada, insegura. Y ahora, en un momento, todo había cambiado. Es posible que la conversación con Mr. Bates hubiera contribuido a cambiar su humor de aquella forma. Porque ahora, el solitario, el desgraciado, el temeroso, era él. Por contraste, Mary se sentía muy por encima de su compañero de mesa. Y fue eso lo que la impulsó a hablar.

—No le permiten fumar, ni beber, ni tener relaciones con muchachas… ¿Qué hace, además de ocuparse del parador y cuidar a su madre?

Al parecer, él no advirtió su tono de voz.

—Muchas cosas. Leo bastante, y tengo otras aficiones.

Levantó los ojos hasta la repisa. Mary siguió la dirección de su mirada. Una ardilla disecada les miraba desde lo alto.

—¿Caza?

—No. Diseco. George Blount me dio esta ardilla para que la disecara. La cazó él. Mi madre no quiere que maneje armas de fuego.

—Perdone mis palabras, Mr. Bates, pero ¿cuánto tiempo piensa usted seguir así? Es usted un hombre hecho y derecho. Usted mismo comprende que no pueden exigirle que se porte toda su vida como un niño. No es que sea mi propósito mostrarme inquisitiva, pero…

—Comprendo. No se me oculta mi verdadera situación. Como ya le he dicho, leo bastante. Sé cómo opinan los sicólogos acerca de estas cosas. Pero tengo un deber que cumplir con mi madre.

—¿Y no ha pensado que quizá cumpliría mejor ese deber para con ella, y para con usted también, si diera los pasos necesarios para ingresarla en una… institución?

—¡No está loca!

Su voz, que era suave, sonó de repente alta y aguda. Se puso en pie, gesticulando, y derribó una taza que se estrelló contra el suelo. Mary no podía apartar la mirada de la extraña cara del hombre.

—No está loca —repitió—, y me tiene sin cuidado lo que usted y los demás puedan pensar. Tampoco me importa lo que dijeron los médicos del hospital. Si pudieran, certificarían su locura en un santiamén y la encerrarían en un manicomio; sólo necesitan mi consentimiento. Pero no lo tendrán. Y no lo tendrán porque yo sé. ¿Lo comprende usted? Yo sé y ellos no saben. Ignoran cómo me cuidó, cuando nadie se interesaba por mí; ignoran cómo trabajó y sufrió por mí, y los sacrificios que hizo. Si su comportamiento resulta ahora un poco extraño, mía es la culpa. Cuando me dijo que quería volver a casarse, yo se lo impedí. ¡Sí, lo hice! No es necesario que me hable de celos, de sentimientos dominantes. Yo era mil veces peor de lo que ella haya podido ser jamás. Estaba diez veces más loco que ella, si prefiere esa palabra. Me hubieran encerrado en un santiamén, si hubieran sabido las cosas que dije e hice y la forma en que me porté. Por fin, logré sobreponerme. Pero ella, no. ¿Y quién es usted para decir que hay que encerrar a alguien? Creo que todos nos volvemos un poco locos, a veces.

Calló, no porque le faltaran las palabras, sino el aliento. Su cara estaba muy enrojecida y le temblaban los labios.

Mary se puso en pie.

—Lo siento —dijo suavemente—. Lo siento de verdad. Ruego a usted que me perdone. No tenía ningún derecho a decirle cuanto le dije.

—Lo sé, pero no importa. No estoy acostumbrado a hablar de estas cosas. Cuando uno vive solo como yo, se vuelve extraño.

Intentó sonreír. Ya no estaba tan sonrojado.

Mary cogió el bolso.

—Me voy. Se está haciendo tarde.

—No se vaya. Siento haberme portado de esa manera.

—No es por eso. En realidad, estoy muy cansada.

—Estaba pensando que podríamos hablar un rato. Me gustaría contarle mis aficiones. Tengo una especie de taller en el sótano…

—Me encantaría escucharle, pero tengo que descansar.

—Entonces, la acompañaré. Tengo que cerrar el despacho. Ya no creo que venga nadie esta noche.

Salieron al vestíbulo. Mr. Bates la ayudó a ponerse el impermeable. Luego salieron al exterior. Había cesado de llover, pero la noche era oscura y sin estrellas. Después de andar unos pasos, Mary miró hacia la casa. En el piso alto la luz seguía encendida, y Mary se preguntó si la vieja estaría despierta y habría oído su conversación.

Mister Bates se detuvo ante la puerta de su habitación; esperó a que Mary pusiera la llave en la cerradura y abriera.

—Buenas noches —dijo—. Que descanse.

—Gracias. Y gracias también por su hospitalidad.

Mister Bates abrió la boca como si se dispusiera a decir algo; luego, se alejó en silencio. Le vio enrojecer por tercera vez durante el transcurso de la noche.

Mary cerró la puerta con llave. Oyó los pasos de Mr. Bates que se alejaba y el ruido de la puerta de la oficina.

No le oyó salir, pues se hallaba absorta sacando sus cosas del maletín: el pijama, las zapatillas, un tarro de crema, un cepillo de dientes y el tubo de pasta. Luego buscó en la maleta el vestido que pensaba ponerse al día siguiente para ir a ver a Sam. Sería mejor sacarlo y colgarlo, para que se desarrugara. Todo debía estar bien al día siguiente.

Todo debía estar bien…

De pronto se sintió pequeña. ¿Tan súbito había sido el cambio? ¿Habría empezado cuando Mr. Bates había observado una conducta tan histérica? ¿Qué era lo que había dicho, que la había empequeñecido de tal manera?

Creo que a veces todos estamos un poco locos.

Se sentó en la cama.

Sí. Era cierto. Todos nos volvemos un poco locos, a veces. Es lo que le había sucedido a ella, el día anterior, cuando vio el dinero sobre el escritorio.

Y había estado loca desde entonces; debía haberlo estado para creer que podría salirle bien lo que había planeado. Le había parecido la realización de un sueño. Un sueño… Sí, eso era: un sueño loco. Ahora lo comprendió.

Es posible que pudiera despistar a la policía. Pero Sam haría preguntas. ¿Quién era ese pariente que le había dejado la herencia? ¿Dónde había vivido? ¿Por qué no le había hablado nunca de él? ¿Por qué llevaba el dinero en efectivo? ¿No se había opuesto Mr. Lowery a que ella abandonara tan súbitamente su empleo?

Y estaba Lila además. Si reaccionaba como Mary esperaba… si no hablaba con la policía, incluso si consentía en guardar silencio en el futuro, por sentirse obligada a ello… Sin embargo, la verdad era que lo sabría. Y se producirían complicaciones.

Tarde o temprano, Sam querría que ambos fueran a visitarla, o le pediría que pasara unos días con ellos. La situación sería insostenible. No podría seguir relacionándose con su hermana, ni tampoco explicarle a Sam el porqué de su rompimiento; ni mucho menos explicarle por qué motivo se negaba a ir a Texas, ni siquiera de visita.

No; todo aquello era una locura.

Y ya era demasiado tarde para remediarla.

¿Lo era, en realidad?

Si dormía diez horas, y salía el día siguiente, domingo, hacia las nueve de la mañana, podría estar de regreso a su casa el lunes, a primera hora, antes de que Lila regresara de Dallas y el banco abriera. Depositaría el dinero e iría a su trabajo.

Sí, estaría muy cansada. Pero no se moriría de aquello y nadie lo sabría jamás.

Quedaba el asunto del coche, desde luego; tendría que inventar alguna explicación para Lila. Le diría que había salido hacia Fairvale para visitar a Sam, y que el coche se averió en el camino; que el mecánico le había dicho que habría que cambiar el motor, por lo que había decidido venderlo y comprar aquel viejo trasto, para regresar a casa.

Sí; sería una explicación razonable.

Cuando lo hubo calculado todo, comprendió que aquel viaje le costaría unos setecientos dólares. Era el valor del coche.

Pero valía la pena pagar aquel precio. Setecientos dólares no resulta un precio muy caro si se compra con ellos la salud mental, la seguridad y el futuro.

Se puso en pie.

Lo haría.

Entró en el cuarto de aseo, se desembarazó de las zapatillas con un gesto de los pies, y se agachó para soltarse las medias. Luego levantó los brazos, se quitó el vestido y lo arrojó a la habitación. No le importó que cayera al suelo. Se soltó el sostén…

Después entró en la ducha. El agua estaba muy caliente, y debió abrir un poco la otra llave. Por fin, abrió las dos y dejó que la cálida lluvia cayera sobre ella.

El cuarto empezó a llenarse de vapor. El ruido de la ducha no le permitió oír cómo se abría la puerta de la habitación, ni los pasos que se acercaban. Y cuando las cortinas de la ducha se abrieron el vapor oscureció aquel rostro.

Fue entonces cuando lo vio: un rostro que miraba entre las cortinas, colgando del aire, como una máscara. El cabello aparecía cubierto por un pañuelo y los vidriosos ojos la miraban inhumanamente; pero no era una máscara; no podía serlo. La piel estaba cubierta de polvos blancos y había dos rosetas rojas en las mejillas. No era una máscara. Era la cara de una vieja loca.

Mary empezó a gritar. Entonces la abertura de las cortinas se ensanchó y apareció una mano, armada con un cuchillo de carnicero. Un cuchillo que cortó su grito.

Y su cuello


CAPÍTULO IV


Cuando Norman entró en la oficina empezó a temblar. Era la reacción, claro está. Habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado de prisa.

Necesitaba un trago. Había mentido a la muchacha. Es cierto que su madre no quería licor en la casa, pero él bebía. Tenía una botella en la oficina. Había ocasiones en que se veía obligado a beber, aun a sabiendas de que su estómago no toleraba bien el alcohol y de que unas pocas copas serían suficientes para marearle. Había veces en que deseaba sentirse mareado.

Norman recordó que debía apagar el neón y cerrar las persianas. Lo hizo. Con las persianas cerradas nadie vería la luz de la oficina. Nadie le vería abrir un cajón del escritorio y sacar la botella, con manos que temblaban como las de un niño.

Se llevó el gollete a la boca y bebió, cerrando los ojos. El whisky le quemaba la garganta, y su calor estallaba en su estómago.

Había sido un error llevar a la muchacha a la casa. Norman se dio cuenta de ello en el mismo momento en que la invitó, pero era muy bonita y parecía muy cansada. Y cuanto pensaba hacer, cuanto hizo, fue hablarle. Además, ¿no estaba en su casa? Era tan suya como de su madre, que no tenía ningún derecho para imponerle su voluntad de aquella manera.

Pero había sido un error. Jamás se hubiera atrevido a hacerlo, de no haber estado tan enfadado con su madre. Quería desafiarla. Y eso estaba mal.

Pero había hecho algo mucho peor, además de invitarla. Se lo dijo a su madre.

E hizo mal en decírselo. Estaba ya muy excitada, y cuando le dijo que cenaría con una muchacha, se puso prácticamente histérica.

—¡Si la traes aquí, la mataré! ¡Mataré a esa perra!

Perra.

Su madre no hablaba jamás así, pero eso era lo que había dicho. Estaba enferma, muy enferma. Tal vez la muchacha estuviera en lo cierto, y fuera conveniente ingresar a su madre en un manicomio. Se estaba volviendo insoportable, y le ponía fuera de sí.

El whisky ardía. Estaba bebiendo ya el tercer trago, pero lo necesitaba. Necesitaba muchas cosas. Aquella muchacha tenía razón. No era forma de vivir. No podría resistirla mucho tiempo.

La cena resultó muy angustiosa para él. Temía que su madre hiciera una escena. Después de encerrarla en su habitación, se preguntó si empezaría a gritar y aporrear la puerta. Pero había permanecido silenciosa, como si estuviera escuchando. Y es lo que había hecho con toda seguridad. Podía encerrar a su madre en su dormitorio, pero no impedirle que escuchara.

Norman deseaba que estuviera dormida ya. Quizá al día siguiente lo hubiera olvidado todo. Le ocurría a menudo.

Oyó un ruido y se movió en la silla. ¿Sería su madre que llegaba? No; no podía ser; la había dejado encerrada. Seguramente era la muchacha que se movía en la habitación contigua. Sí, ahora la oía bien; al parecer, había abierto la maleta y sacaba algunas cosas, preparándose para acostarse.

Norman bebió otro trago para templar sus nervios. Lo logró. Ya no le temblaba la mano. No tenía miedo. Desaparecía, cuando pensaba en la muchacha.

Era curioso. Cuando la vio, había experimentado aquel terrible sentimiento de… ¿Cuál era la palabra? Im… algo. Importancia. No; no era ésa. No se sentía importante cuando estaba junto a una mujer. ¿Sería imposible? Tampoco. Sabía la palabra que buscaba; la había encontrado cientos de veces en los libros, en aquellos libros que su madre ignoraba que tenía.

No importaba. Cuando estaba con la muchacha, se sentía de aquella manera; pero no entonces. Podía hacer cualquier cosa.

Y eran muchas las cosas que hubiera querido hacer con una muchacha como aquélla; joven, bonita, inteligente también… Se había puesto en ridículo al contestarle como lo hizo cuando ella hablaba de su madre; admitía que había dicho la verdad. Ella sabía y podía comprender. Deseó haber estado más rato con ella.

Quizá no volviera a verla jamás. Se marcharía al día siguiente. Para siempre. Jane Wilson, de San Antonio, Texas. Se preguntó quién era, adónde iba, cómo debía ser en realidad en su interior. Podría enamorarse de una muchacha como aquélla. Sí, podría enamorarse con sólo verla una vez. No era una cosa risible. Pero quizá ella se reiría. Las muchachas eran así… siempre reían. Porque eran perras.

Mi madre tiene razón. Son perras. Pero no puedo contenerme cuando una perra es tan hermosa como ésa, y sé que no volveré a verla. Si hubiera sido hombre, se lo hubiese dicho cuando estaba en su habitación; habría sacado la botella, le habría ofrecido un trago, bebido con ella y…

No; no lo hubiese hecho, porque soy impotente.

Ésa era la palabra que no podía recordar. Impotente. La palabra que emplean en el libro, la que usa mi madre, la que significa que no volveré a verla, porque de nada me serviría. La palabra que las perras sabían; deben saberla, y por eso reían siempre.

Norman volvió a beber. Sentía cómo el licor le caía por la barbilla. Debía de estar borracho. Sí, estaba borracho. ¿Y qué? Mientras su madre no se enterara… Mientras la muchacha no lo supiera… Sería un gran secreto. Impotente, ¿eh? Bien; eso no significaba que no pudiese volver a verla.

La vería, y a no tardar.

Norman se inclinó sobre el escritorio y casi tocó la pared con la cabeza. Había percibido más sonidos, y la experiencia le decía cómo debía interpretarlos. La muchacha se había quitado los zapatos. Entraba en el cuarto de aseo.

Alargó la mano. Temblaba, pero no de miedo. Sabía lo que iba a hacer. Ladearía ligeramente la enmarcada licencia y miraría por el agujerito que había hecho hacía ya mucho tiempo. Nadie conocía la existencia de aquel agujero; ni su madre. Era su secreto.

En realidad se trataba de una grieta en el revoque del otro lado, pero podía ver a través de ella. Veía el interior del cuarto de aseo. Podía ver mucho. ¡Las perras podían reírse cuanto quisieran de él! Sabía más de ellas que cuanto ellas hubieran podido imaginar jamás.

Le fue difícil enfocar la mirada. Se sentía mareado. Ello se debía en parte a la bebida, y en parte a la excitación.

La muchacha no descubriría la grieta. Ninguna de ellas la había descubierto jamás.

Entonces Norman oyó un ruido, un enorme ruido que parecía sacudir las paredes y oscurecer sus pensamientos. Un ruido que nacía dentro de su cabeza. Se dejó caer en la silla. «Estoy borracho —se dijo—. Voy a perder el conocimiento».

Pero no lo perdió. El ruido continuaba, y en alguna parte dentro de él percibió otro sonido. Alguien estaba abriendo la puerta de la oficina. Pero ¿cómo era posible? ¿No la había cerrado con llave? ¿Y no tenía esa llave? La encontraría, con sólo abrir los ojos. Pero no podía abrirlos; ni se atrevía a hacerlo. Porque sabía.

Su madre también tenía una llave.

Tenía una llave de su habitación. Tenía una llave de la casa. Tenía una llave de la oficina.

Y allí estaba ya, mirándole. Norman confió en que le creyera dormido. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Le habría oído salir con la muchacha, y le estaba espiando?

No osaba moverse; no quería hacerlo. A medida que los segundos pasaban le resultaba más difícil hacerlo. El ruido continuaba y su vibración le inducía al sueño. Era agradable.

Luego se marchó. Se volvió sin hablar, y salió. No había de temer nada. Había venido para protegerle de las perras. Sí, eso era; para protegerle. Siempre que la necesitaba, su madre estaba a su lado. Ya podía dormir. Luego, todo fue silencio. Dormir; sueño, silencio.

Norman volvió en sí sobresaltado, echando la cabeza hacia atrás. ¡Cómo le dolía! Había perdido el sentido en la silla. No era de extrañar que todo crujiera. Crujiera… Había oído el mismo sonido antes. ¿Cuánto hacía? ¿Una hora? ¿Dos?

Lo reconoció. En la habitación contigua la ducha estaba abierta. Eso era. La muchacha se estaba duchando. Pero de eso hacía mucho ya. Era imposible que aún estuviera allí.

Se inclinó hacia adelante, ladeando el cuadro con la licencia. No sin dificultades logró enfocar la mirada en el cuarto de baño brillantemente alumbrado. Estaba vacío. No podía ver tras las cortinas de la ducha. Estaban cerradas.

Quizá la muchacha hubiese olvidado cerrar el agua y se había dormido. Pero parecía extraño que pudiera conciliar el sueño, con el ruido que producía el agua al salir con tanta fuerza. Tal vez la fatiga resultara tan intoxicante como el alcohol.

Todo parecía estar en orden. Norman volvió a mirar. Y entonces observó el suelo.

Sobre las losetas, fuera del plato de la ducha, el agua formaba un hilillo. No había mucha; la suficiente para que él pudiera verla.

Pero ¿era agua? El agua no es rosada. El agua no forma hilillos rojizos; hilillos rojos como venas.

Debe haber resbalado y caído, hiriéndose, decidió Norman. Empezaba a dominarle el pánico, pero sabía lo que debía hacer. Cogió las llaves y salió de la oficina. Encontró rápidamente la que abría la puerta de la habitación contigua. Estaba vacía, pero la maleta abierta aún sobre la cama. La muchacha no se había marchado. Por tanto, sus suposiciones debían ser ciertas: le debió ocurrir un accidente en la ducha.

Sólo cuando entró en el cuarto de aseo recordó algo más. Pero ya era demasiado tarde.

Su madre tenía también las llaves del parador.

Y, cuando abrió las cortinas y miró el cuerpo caído y retorcido en el plato de la ducha, comprendió que su madre había utilizado sus llaves.


CAPÍTULO V


Norman cerró la puerta y se dirigió a la casa. Sus ropas estaban mojadas y ensangrentadas, y además mostraban huellas de haber vomitado en el piso del cuarto de aseo.

Pero aquello carecía de importancia en aquellos momentos. Había otras cosas que limpiar primero.

Aquella vez tendría que tomar una decisión. Metería a su madre donde debía estar. Estaba obligado a hacerlo.

Todo el pánico, todo el miedo, el horror y las náuseas y la repulsión cedieron ante esa firme resolución. Lo sucedido era trágico, de un horror indescriptible, pero jamás volvería a suceder. Se sentía nuevo, un hombre completamente distinto.

Subió rápidamente las gradas de la casa. La puerta de la habitación frontera no estaba cerrada con llave. La luz del vestíbulo seguía encendida. Miró a su alrededor y luego subió al piso alto.

La puerta de la habitación de su madre estaba abierta, el reflejo de la luz llegaba hasta la escalera. Entró, sin molestarse en llamar. No había necesidad de fingir.

La habitación estaba vacía.

Podía ver las huellas de su cuerpo en la cama, y las ropas abiertas. Podía oler el débil perfume de la habitación. El sillón estaba en el rincón. En la habitación de su madre todo continuaba ordenado. Pero ella no estaba.

Fue hasta el armario, y buscó entre las ropas. Entre el acre perfume que emanaba de los vestidos percibió otro distinto. Al bajar la mirada comprendió de dónde provenía. Uno de los vestidos de su madre, junto con un pañuelo de cabeza, formaba una arrugada bola. Se agachó, pero retrocedió al instante al observar las manchas de sangre coagulada.

Había regresado a la habitación para cambiarse las ropas y volver a salir.

No podía llamar a la policía.

Debía recordarlo. No podía llamar a la policía. Ni aun entonces, sabiendo lo que había hecho. Porque no era responsable. Estaba enferma.

Una cosa es el asesinato a sangre fría y otra muy distinta la enfermedad. No se es realmente asesino, cuando la enfermedad ataca la cabeza. Todo el mundo lo sabe. Pero a veces los tribunales no están de acuerdo. Había leído algunos casos relativos a este asunto. Aun en el caso que comprendieran que estaba enferma, la encerrarían, no en un sanatorio, sino en una de las terribles instituciones del Estado.

Norman paseó la mirada por la ordenada habitación. No podía sacar a su madre de allí y dejar que la encerraran en una celda desnuda. En aquellos momentos estaba a salvo; la policía ni siquiera conocía su existencia. Nadie sabía que vivía en la casa. La policía no sabría nada de su madre. Al margen de lo que había hecho, no merecía que la encerraran para pudrirse en una celda.

Y no la encerrarían, porque nadie lo sabría.

Estaba seguro de que podría evitar que alguien se enterara de lo sucedido. Sólo tenía que pensar detenidamente en cuanto había sucedido aquella noche.

La muchacha llegó sola y dijo que había estado conduciendo todo el día. Eso significaba que no había visitado a nadie por el camino. Tampoco parecía saber dónde se encontraba Fairvale, y no mencionó ninguna de las poblaciones cercanas, lo cual parecía indicar que no tenía intención de ver a nadie por aquella parte del país. La persona que la esperara —si es qué la esperaba alguien— debía residir bastante más al norte.

Todo aquello eran suposiciones, claro está, pero parecía lógico. Tendría que correr el riesgo.

Había firmado en el registro, pero eso no significaba nada. Si alguien le preguntaba por ella, diría que había pasado la noche allí y que se había marchado por la mañana.

Tenía que deshacerse del cadáver y del coche, y procurar que todo quedara completamente limpio después.

Sabía cómo hacerlo. No sería difícil, aunque tampoco agradable.

Y le evitaría tener que acudir a la policía, salvando así a su madre.

A pesar de ello, pensaba hablar muy seriamente con ella; pero eso podía esperar.

Lo importante era deshacerse del cuerpo del delito. Tendría que quemar el vestido y el pañuelo de su madre, así como las ropas que llevaba, en cuanto se hubiera deshecho del cadáver.

Norman cogió las manchadas ropas de su madre y las llevó abajo, donde cambió su vestido por una camisa y un mono viejo. Se lavaría más tarde, cuando lo hubiera arreglado todo.

Su madre no había olvidado lavarse cuando regresó a la casa. Norman vio manchas rosadas en la fregadera de la cocina; y también delatoras huellas de carmín y polvos.

Mentalmente, tomó nota de que debía limpiarlo todo cuando regresara. Luego se sentó, y pasó cuanto tenía en los bolsillos de las ropas que se había quitado a los del mono. Era una lástima tener que quemar ropas buenas; pero no podía obrar de otro modo, si quería salvar a su madre.

Bajó a los sótanos, donde encontró lo que buscaba: un viejo cuévano para la ropa, con tapa. Era lo bastante grande para lo que necesitaba.

Metió las ropas en el cuévano. Cogió tranquilamente una vieja tela embreada, volvió arriba, apagó la luz de la cocina y la del vestíbulo, y salió de la casa, llevando el cuévano, cubierto por la tela embreada.

Anduvo a ciegas en la oscuridad de la medianoche sin luna. El sendero estaba cubierto de grava, pero la lluvia debía haber reblandecido el terreno detrás de la casa. Habría huellas. Era otro detalle que no debía olvidar. Dejaría huellas que no podría ver. ¡Si la noche no fuera tan oscura! Y, de pronto, experimentó la urgente necesidad de salir de la oscuridad.

Norman se sintió mejor cuando, por fin, abrió la puerta de la habitación de la muchacha, dejó el cuévano en el suelo y encendió la luz. Durante unos segundos permaneció tranquilo. Después pensó en lo que la luz revelaría cuando entrara en el cuarto de aseo.

Y permaneció temblando en el centro del dormitorio.

No puedo hacerlo. No puedo mirarla. No entraré. ¡No entraré!

—Tienes que entrar. No hay otra salida. Y deja de hablar contigo mismo.

Era lo más importante: dejar de hablar consigo mismo. Debía recobrar la calma y enfrentarse con la realidad.

¿Qué era la realidad?

Una muchacha muerta. La muchacha que su madre había matado.

No pudo contener las náuseas cuando entró en la ducha e hizo allí lo que debía hacer. Encontró el cuchillo en seguida. Lo echó en el cuévano. En los bolsillos del mono había un par de guantes viejos. Tuvo que ponérselos antes de tocar el cadáver. La cabeza era lo peor. El resto del cuerpo sólo presentaba cortes. Se vio obligado a doblar las piernas y los brazos, para envolver el cuerpo en la tela embreada y meterlo en el cuévano, sobre las ropas. Luego, afirmó la tapa.

Cuando regresara, limpiaría el piso y el plato de la ducha.

Sacó el cuévano a la habitación, y lo dejó en el suelo mientras buscaba en el bolso de la muchacha las llaves del coche. Abrió la puerta despacio, oteando la carretera para cerciorarse de que no se acercaba nadie.

Sudaba copiosamente cuando logró abrir el portaequipajes del coche y meter el cuévano dentro; pero no era el esfuerzo, sino el miedo, el que le hacía sudar. Volvió a la habitación, y recogió cuanto había en ella, guardándolo en el maletín y la maleta. Encontró los zapatos, las medias, el sostén, las bragas. Y las menudencias que las mujeres dejan en las habitaciones. Y el bolso; contenía un poco de dinero, pero no se detuvo a comprobar cuánto. No lo quería. Sólo quería deshacerse de todo, lo más rápidamente posible, contando con la ayuda de la suerte.

Colocó las dos maletas en el asiento delantero del coche. Después cerró con llave la puerta de la habitación. Volvió a mirar la carretera en ambas direcciones. Nadie.

Puso el motor en marcha y encendió los faros. Ésa era la parte peligrosa: los faros. Pero necesitaba luz. Condujo despacio hacia la casa, por el paso abierto de grava. Otro paso parecido iba desde allí hasta el viejo cobertizo que Norman utilizaba como garaje para su Chevrolet.

Cambió la marcha y llevó el coche por la hierba. Estaba en el campo. Había un camino carretero, con profundas roderas. Lo encontró. Periódicamente, Norman llevaba su propio coche por aquel camino, uniéndole un remolque, cuando se dirigía a los bosques situados junto al pantano en busca de leña para la cocina.

Y es lo que haría también al día siguiente. Lo primero que haría. Llevar el coche con el remolque por allí. Así, las huellas de su coche ocultarían las del automóvil de la muchacha. Y si dejaba pisadas en el barro, podría explicar cómo se habían producido.

Si es que necesitaba explicarlo. Porque es posible que la suerte siguiera favoreciéndole.

Le ayudó al menos lo bastante para que pudiera llegar al borde del pantano y hacer lo que tenía que hacer. En cuanto llegó, apagó las luces y operó en la oscuridad. No le resultaba fácil, y le llevó mucho tiempo, pero lo hizo. Puso marcha atrás, y saltando del coche dejó que bajara la pendiente hasta el lodoso cenagal. Debía borrar las huellas que se produjeran en la pendiente. Pero aquello no era lo más importante en aquellos momentos. Lo primordial era que el coche se hundiera del todo. Tenía que desaparecer bajo el lodo; de lo contrarío, jamás lograría sacarlo de allí. Los guardabarros desaparecían lenta, muy lentamente. ¿Cuánto rato llevaba allí? Le parecía que habían transcurrido varias horas, y el coche era aún visible. Pero el lodo llegaba ya hasta las manijas de las puertas; subía por los cristales y el parabrisas. Reinaba el silencio. El automóvil seguía hundiéndose, silenciosamente, pulgada a pulgada. Sólo la capota era ya visible. De pronto oyó un extraño ruido semejante a una aspiración, un desagradable y repentino ¡plop! Y el coche desapareció por completo bajo la superficie del pantano.

Norman ignoraba la profundidad de la ciénaga en aquel lugar. Pero confiaba en que el coche continuara sumergiéndose, hasta donde nadie pudiera encontrarlo jamás.

Se volvió, con una horrible expresión en el rostro. Aquella parte había terminado. El coche reposaba en las profundidades del pantano. Y el cuévano estaba en el portaequipajes. Y el cadáver se encontraba en el cuévano. El retorcido cuerpo y la cabeza…

Pero no podía, no debía pensar en aquello. Había otras cosas que hacer.

Las hizo casi mecánicamente. En la oficina había jabón y detergente, un cepillo y un cubo. Limpió el cuarto de aseo pulgada a pulgada, y luego el plato de la ducha.

Después, volvió a examinar la habitación. La suerte seguía acompañándole; encontró un pendiente debajo de la cama. No se había fijado en que la muchacha llevara pendientes, pero seguramente era así. Quizá se había soltado cuando se atusaba el cabello. Es posible que el otro también estuviera caído en algún lugar. Lo buscó afanosamente, sin encontrarlo. No estaba en la habitación; por tanto, debía encontrarse en su equipaje, o puesto todavía en la oreja. No importaba. Al día siguiente lo arrojaría al pantano.

Aún tenía que limpiar la cocina y la fregadera.

Eran casi las dos cuando regresó a la casa. Tuvo que esforzarse para conservar los ojos abiertos mientras limpiaba la fregadera. Después se quitó los zapatos, el mono, la camisa y los calcetines y se lavó. El agua estaba fría como el hielo, pero no le causó ninguna sensación.

Al día siguiente regresaría al pantano, con la misma ropa, y no importaría que hubiera en ella manchas de lodo y suciedad. Lo importante era que no hubiera sangre en ninguna parte. Ni en sus ropas, ni en su cuerpo, ni en sus manos.

Todo volvía a estar limpio. Y sus manos también. Pero fue al encontrarse en su habitación cuando recordó que faltaba algo.

Su madre no había regresado.

Dios sabe dónde estaría, sola, en plena noche. Tendría que volver a vestirse y salir en su busca.

¿O no?

¿Por qué tenía que seguir preocupándose por su madre, después de lo que había hecho? Tal vez la habían detenido; quizá explicara barboteando lo que había hecho. Pero ¿quién la creería? No quedaba ninguna prueba delatora. No tendría otro trabajo que el de negarlo todo. Y tal vez ni siquiera eso. En cuanto vieran a su madre y la oyeran hablar, comprenderían en el acto que estaba loca. Y entonces la encerrarían en algún lugar del que no poseería la llave y del que no podría volver a salir. Y ése sería su fin.

Si la detenían, él procuraría que la encerraran.

Pero no era probable que se acercara a la carretera. Lo más probable es que se encontrara en algún lugar cercano a la casa. Cabía incluso la posibilidad de que le hubiera seguido hasta el pantano y hubiera visto cuanto había hecho. Desde luego, si es que estaba enferma de la cabeza, podía haberle sucedido cualquier cosa. Y si había ido al pantano, es posible que hubiera resbalado. Sobre todo, teniendo en cuenta la oscuridad. Recordó cómo se había deslizado el coche, hasta desaparecer en el cenagal.

Norman se dio cuenta de que ya no pensaba con claridad. Tenía una ligera conciencia de que estaba acostado en la cama, y de que llevaba mucho rato así. Y en realidad su mente no estaba ocupada decidiendo lo que haría, ni tampoco se preocupaba por el lugar donde pudiera encontrarse su madre. La estaba viendo. Podía verla, a pesar de la presión que sentía en los ojos y de saber que sus párpados se habían cerrado.

Veía a su madre; estaba en el pantano. Éste era el lugar donde estaba, en el pantano. Había bajado torpemente por la pendiente en la oscuridad de la noche, hasta meterse en el cenagal. Y no podía salir. El lodo formaba burbujas junto a sus rodillas; intentaba agarrarse a una rama o a algo sólido, para salir de allí, pero no lo lograba. Se estaba hundiendo. No debía mirar.

Pero quería mirar, quería ver cómo se hundía en la pegajosa oscuridad. Era lo que merecía: seguir hundiéndose hasta reunirse con aquella pobre e inocente muchacha. Ya no tardaría mucho en verse libre de ambas, de la víctima y de su verdugo, de su madre y de la perra, de la perra y de su madre, juntas ambas en el fondo del cenagal.

El lodo le llegaba ya al pecho. La veía abriendo la boca para aspirar una bocanada de aire; y sintió que también él boqueaba con ella. (¡Era un sueño, tenía que ser un sueño!). De pronto, su madre se hallaba en tierra firme, al borde del pantano, y él era ahora quien se hundía. La pegajosa masa le llegaba ya hasta el cuello, y no había nada que pudiera salvarle, nadie que pudiera ayudarle. Nadie… a menos que su madre le alargara una mano. ¡Ella podía salvarle! No quería ahogarse en la ciénaga; no quería hundirse hasta donde estaba aquella muchacha-perra. Y entonces recordó por qué estaba allí. Porque la habían matado. Y la habían matado porque era mala. Se había mostrado desnuda ante él, tentándole con la perversión de su cuerpo. Él mismo había querido matarla por ello, porque su madre le había hablado del mal y de sus tentaciones, y le había dicho que las perras no debían vivir.

Su madre, pues, no había hecho más que protegerle, y no estaba bien que él contemplara cómo se moría. La necesitaba. Y ella a él. Y aunque estuviera loca, no permitiría que él se hundiera. No podía permitirlo.

Ya estaba hundido hasta la garganta; el lodo besaba ya sus labios, y sabía que si abría la boca penetraría en ella; pero tenía que abrirla para poder gritar. Y gritó:

«¡Madre! ¡Madre! ¡Sálvame!».

Y entonces se encontró ya fuera del pantano, en la cama. Y era sólo sudor el líquido que mojaba su cuerpo. Se dio cuenta entonces de que todo había sido un sueño; lo supo incluso antes de oír su voz junto a la cama.

—Sí, hijo. Estoy aquí. Todo está bien.

Sintió su mano en la frente; estaba fría, como el sudor. Quería abrir los ojos, pero ella le dijo:

—No te preocupes, hijo. Vuelve a dormir.

—Pero tengo que decirte…

—Lo sé. Lo vi todo. ¿O creíste acaso que sería capaz de marcharme, dejándote abandonado? Hiciste bien, Norman. Y, ahora, todo está como debe estar.

Sí; como debía estar. Estaba a su lado para protegerle; y él la protegería también. Antes de sumirse nuevamente en el sueño, Norman decidió que jamás volverían a hablar de lo sucedido aquella noche. Y no volvería a pensar jamás en recluirla. Hiciera lo que hiciera, debía continuar allí, a su lado. Es posible que estuviera loca y fuera una asesina. Pero era cuanto tenía en el mundo. Cuanto quería. Cuanto necesitaba.


CAPÍTULO VI


A las seis de la tarde del siguiente viernes sucedió un milagro.

Ottorino Respighi entró en la trastienda de la única ferretería de Fairvale con su Brazilian Impressions.

Hacía muchos años que Ottorino Respighi había muerto, y la orquesta —l’Orchestre des Concerts Colonne— ejecutaba aquella obra a muchísimas millas de distancia.

Pero cuando Sam Loomis alargó el brazo y conectó la pequeña radio de frecuencia modulada, la música llegó aniquilando el espacio, el tiempo y hasta la misma muerte.

Era, en su opinión, un auténtico milagro.

Por un momento, Sam deseó estar a solas. Los milagros han de ser compartidos. La música ha de ser compartida. Pero en Fairvale no había nadie capaz de reconocer aquella música ni el milagro de su llegada. La gente de Fairvale tenía sentido práctico. La música era algo que se obtenía por el simple procedimiento de echar cinco centavos en un tocadiscos automático o conectando el televisor.

Sam Loomis sacó el libro mayor y lo llevó a la mesa de cocina, que le servía de escritorio. Una rápida mirada a las cifras pareció confirmar su optimismo. Aún tendría que comprobar las existencias, pero le parecía que aquel mes podría pagar otros mil dólares, que sumado a lo que ya había pagado aquel semestre ascendería a tres mil quinientos. Y era una temporada de pocas ventas. En otoño el movimiento sería mayor.

Mary no parecía demasiado alegre, últimamente. Sus cartas por lo menos acusaban cierta depresión. Es decir, cuando escribía. Le debía ya contestación a varias cartas. Le había vuelto a escribir el viernes pasado, sin obtener contestación aún. Quizá estuviera enferma. Pero, en tal caso, su hermana Lila se lo hubiera comunicado. Quizá estuviera desanimada. No se lo reprochaba. Era difícil seguir de aquella manera.

Tal vez fuera conveniente que se tomara unos días de descanso la semana próxima, dejara que Summerfield se hiciera cargo de la tienda, y le hiciera una visita. Una sorpresa, para animarla. ¿Por qué no?

Sam suspiró. La música bajaba, en espiral, a una clave menor. Debía ser el tema del jardín de las serpientes.

Algunas veces se preguntaba si no habrían cometido un error al trazar sus planes para el futuro. Después de todo, ¿qué sabía realmente el uno del otro? Exceptuando el crucero marítimo y los dos días que Mary había pasado en Fairvale el año anterior, jamás habían estado juntos. Había las cartas, es cierto, pero no podía decirse que hubieran servido para mejorar las cosas. Porque a través de ellas Sam empezaba a descubrir una Mary distinta… Una personalidad caprichosa, casi petulante, y enfática.

Se encogió de hombros. ¿Qué le pasaba? ¿Era la morbidez de la música? De pronto, los músculos de su nuca entraron en tensión. Escuchó atentamente, intentando aislar el instrumento, identificar la frase que había provocado aquella reacción. Algo no estaba bien; algo que casi podía oír.

Se puso en pie, empujando la silla hacia atrás.

Y entonces lo oyó. Unos débiles golpes en la puerta. Alguien llamaba.

La tienda ya estaba cerrada, pero quizá se tratara de algún turista. El negocio era el negocio, fuera quien fuere el cliente. Sam salió a la tienda. Alguien golpeaba la puerta, como si tuviera prisa para que le abrieran.

Sam se llevó la mano al bolsillo, para sacar el llavero.

—Ya voy —dijo en voz alta—. En seguida abro.

Y lo hizo rápidamente, sin sacar la llave de la cerradura.

Y ella estaba allí, de pie en la puerta, silueteada por el resplandor de la farola del alumbrado. Por un momento, la sorpresa le inmovilizó; luego, avanzó y la estrechó entre sus brazos.

—¡Mary! —murmuró.

La besó con ansiedad, pero su cuerpo se puso rígido; ella le rechazó primero y después golpeó su pecho con los puños apretados. ¿Qué pasaba?

—¡No soy Mary! —exclamó ella—. Soy Lila.

—¿Lila? ¿La hermana de Mary?

La muchacha asintió. Al hacerlo, Sam vio su perfil y el reflejo de la luz en su cabello. Era castaño, más oscuro que el de Mary. Y también observó otras diferencias: la nariz respingona, los pómulos más altos… Era algo más baja también, y parecía más delgada.

—Lo siento —murmuró—. La luz me engañó.

—Está bien —respondió ella, con más suavidad.

—¿Quieres entrar?

—Pues…

Lila vaciló, y miró al suelo. Fue entonces cuando Sam vio la maleta.

—Deja que la lleve yo.

La cogió. Luego, encendió la luz de la tienda.

—Mi habitación está al fondo —añadió—. Sígueme.

Le siguió en silencio. Al entrar en la trastienda, Sam se dispuso a cerrar la radio. Lila levantó la mano.

—No —dijo—. Estoy intentando reconocer esta música. ¿Villalobos?

—Respighi. Las Brazilian Impressions. Me parece que es un disco de la marca Urania.

—No tenemos nada de esa marca.

Sam recordó entonces que Lila trabajaba en una tienda de música.

—¿Quieres que deje la radio encendida o la apago, para que podamos hablar mejor? —le preguntó.

—Apágala. Hablaremos.

Sam asintió. Después de desconectar la radio, se volvió hacia ella.

—Siéntate y quítate el abrigo.

—Gracias. No pienso estar mucho aquí. He de encontrar una habitación.

—¿Estás de visita?

—Sólo por esta noche. Seguramente marcharé mañana por la mañana. Y no se trata de una visita. Estoy buscando a Mary.

—¿Buscando a Mary? —repitió Sam, mirándola fijamente—. ¿Por qué había de estar aquí?

—Esperaba que tú pudieras decírmelo.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—¿No estuvo aquí, esta semana?

—No. No la he visto desde el verano pasado. —Sam se sentó en el sofá-cama—. ¿Qué sucede, Lila?

—¡Ojalá lo supiera!

Lila evitó la mirada de Sam, y bajó los ojos a las manos, que retorcía nerviosamente en el regazo. Sam observó entonces que el cabello de Lila era casi rubio. Se parecía muy poco a Mary. Era otra muchacha. Una muchacha nerviosa, desgraciada.

—Por favor —suplicó—. Dímelo.

La muchacha le miró fijamente con sus ojos del color de la avellana.

—¿No mentiste al decir que Mary no ha estado aquí?

—No; dije la verdad. Ni siquiera he tenido noticias suyas durante las últimas semanas. Estaba empezando a preocuparme. Entonces llegas tú y… —Se le quebró la voz—. ¡Dímelo!

—Está bien. Te creo. Pero no puedo decirte mucho.

Lila respiró profundamente y empezó a hablar de nuevo, sin dejar por un momento de mover nerviosamente las manos.

—Ayer noche hizo una semana que vi a Mary por última vez en el apartamento. Fue la noche que salí hacia Dallas, para visitar a algunos de nuestros proveedores. Pasé el fin de semana allí y el domingo por la noche tomé el tren de regreso. Llegué a casa el lunes por la mañana temprano. Mary no estaba en el apartamento. Al principio no me preocupé; pensé que estaría en la oficina. Pero suele telefonearme durante el día, y cuando llegó el mediodía sin que lo hubiera hecho llamé a su oficina. Me contestó Mr. Lowery. Me dijo que se disponía a telefonearme para averiguar qué sucedía. Mary no había comparecido en toda la mañana. No la había visto ni tenido noticias de ella, desde mediada la tarde del viernes.

—¿Intentas decirme que Mary falta desde hace una semana?

—Creo que sí.

—¿Por qué no me lo notificaste antes? —preguntó, poniéndose en pie, y sintiendo que algo le oprimía la garganta—. ¿Por qué no me telefoneaste? ¿Y la policía?

—Sam, yo…

—En lugar de hacerlo, dejas pasar el tiempo y ahora vienes aquí para preguntarme si la he visto. ¡Eso no tiene sentido!

—Nada lo tiene. La policía no sabe nada de esto. Y Mr. Lowery no sabe nada de ti. Después de lo que me dijo, consentí en no acudir a la policía. Pero estaba tan preocupada y asustada que tenía que averiguarlo. Por eso he venido, para saber las cosas por mí misma. Pensé que tal vez lo hubieseis planeado entre los dos.

—¿Qué es lo que teníamos que planear? —gritó Sam.

—Eso es lo que me gustaría saber.

La contestación fue dicha en tono suave. Pero la cara del hombre que estaba en el umbral de la trastienda no tenía nada de suave. Era alto, delgado y de rostro profundamente atezado. Un sombrero Stetson gris le sombreaba la frente, pero no los ojos. Y sus ojos eran azules y duros como el hielo.

—¿Quién es usted? —murmuró Sam—. ¿Cómo ha entrado hasta aquí?

—La puerta de la tienda estaba abierta y entré. Vine en busca de información, pero veo que miss Crane se me ha anticipado. Tal vez quiera usted contestarnos a ambos.

—¿Contestar?

—Eso es.

El hombre avanzó, llevándose una mano al bolsillo de su chaqueta gris. Sam levantó el brazo y luego lo dejó caer, cuando la mano se adelantó, ofreciendo una cartera. El hombre la abrió.

—Me llamo Arbogast, Milton Arbogast. Soy investigador privado, y represento a la compañía Parity Mutual. Tenemos una póliza con la Lowery Agency, donde trabajaba su novia. Por eso estoy aquí, para averiguar qué han hecho ustedes de los cuarenta mil dólares.



CAPÍTULO VII


El sombrero estaba sobre la mesa, y la chaqueta aparecía colgada del respaldo de una de las sillas de Sam. Arbogast aplastó la tercera colilla en el cenicero; luego encendió otro cigarrillo.

—Está bien —dijo—. No salió usted de Fairvale la semana pasada. Le creo, Loomis. Sé que no miente. Me sería muy fácil averiguar todos sus movimientos en esta población. —Aspiró lentamente el humo de su cigarrillo—. Pero eso no prueba que Mary Crane no le haya visitado. Pudo haber venido de noche, cuando la tienda está ya cerrada, como lo ha hecho hoy su hermana.

Sam suspiró.

—Pero no lo hizo. Ya ha oído lo que le ha dicho Lila. Hace semanas que no tengo noticias de Mary. El viernes pasado le escribí una carta; el mismo día que se supone desapareció. ¿Por qué había de hacerlo, de haber sabido que ella se dirigía hacia aquí?

—Para cubrir las apariencias, naturalmente.

Arbogast expelió una bocanada de humo.

Sam se frotó la nuca con la mano.

—No soy tan astuto. No sabía nada del dinero. Por la forma en que usted ha hablado, ni siquiera Mr. Lowery sabía por anticipado que alguien le llevaría cuarenta mil dólares en efectivo, el viernes por la tarde. Por supuesto, Mary tampoco lo sabía. ¿Cómo podíamos planear, pues, algo juntos?

—Pudo llamarle desde un teléfono público, después de coger el dinero, el viernes por la noche. Y decirle, quizá, que debía usted escribir una carta.

—Haga las averiguaciones necesarias en la central de teléfonos local —repuso Sam, cansado—. Le dirán que durante un mes no he recibido ninguna llamada interurbana.

Arbogast asintió.

—Por tanto, ella no le telefoneó. Vino directamente, le contó lo sucedido y convino un encuentro con usted, más adelante, cuando el asunto se hubiera enfriado.

Lila se mordió los labios.

—Mi hermana no es ninguna delincuente. No tiene usted ningún derecho para hablar así de ella. Ni siquiera tiene pruebas de que se llevara el dinero. Quizá lo cogió el propio Mr. Lowery. Acaso inventó él mismo esa historia, para disculparse…

—Lo siento —murmuró Arbogast—. Comprendo lo que siente usted. A menos que se encuentre el ladrón y sea juzgado y condenado, nuestra compañía no pagará… y Lowery perderá el dinero. Además, pasa usted por alto algunos hechos incontestables. Mary Crane ha desaparecido. Falta desde la tarde en que recibió el dinero. No lo llevó al banco, ni lo escondió en su apartamento; pero ha desaparecido. Y su coche también. Todo encaja.

Lila empezó a sollozar.

—¡No es cierto! Debió haberme hecho caso, cuando quise avisar a la policía; pero me dejé convencer por usted y Mr. Lowery para que no lo hiciera, con la excusa de que no querían dar publicidad al asunto, pues cabía la probabilidad de que Mary se arrepintiera y regresara con el dinero. No quisieron creerme, pero ahora sé que tenía razón. Mary no se llevó el dinero. Alguien la habrá secuestrado; alguien que sabía…

Arbogast se encogió de hombros; luego se puso en pie pesadamente y se acercó a la muchacha. Le golpeó amistosamente en el hombro.

—Escúcheme, miss Crane, ya hemos discutido eso antes, ¿recuerda? Nadie sabía nada del dinero. Su hermana no fue secuestrada. Marchó a su casa, preparó sus maletas y partió en su propio coche, sola. ¿No sabe que su patrona la vio salir? Sea razonable, miss Crane.

—¡Lo soy! ¡Es usted quien dice tonterías! Me sigue hasta aquí para ver a Mr. Loomis…

El investigador movió la cabeza.

—¿Qué le hace pensar que la seguí? —preguntó sin alterarse.

—¿Cómo, si no, ha venido aquí esta noche? Usted no sabía que Mary y Sam Loomis eran novios. Sólo yo lo sabía. Ni siquiera conocía usted la existencia de Sam Loomis.

Arbogast meneó la cabeza.

—Sí, lo sabía. ¿Recuerda que registré el escritorio de su hermana? Encontré este sobre —dijo, sacándolo del bolsillo.

—Está dirigido a mí —observó Sam Loomis, alargando la mano para cogerlo.

Arbogast retiró la mano.

—No lo necesitará —afirmó—. No hay nada dentro. Pero a mí me sirve, porque está escrito de su propia mano. —Hizo una pausa—. En realidad, lo he estado utilizando desde el miércoles por la mañana, cuando empecé mi viaje hacia aquí.

—¿Salió… el miércoles? —preguntó Lila, secándose los ojos con un minúsculo pañuelo.

—Eso es. Y no la seguí a usted, sino que le llevaba delantera. La dirección del sobre me dio una pista. Sin contar el retrato de Loomis enmarcado en la mesilla de noche de su hermana. Con todo mi amor, Sam. Era muy fácil establecer la relación. Por tanto, decidí ponerme en el lugar de su hermana. Acababa de apoderarme de cuarenta mil dólares en efectivo. ¿Dónde iría? ¿Al Canadá, a México o a las Antillas? Demasiado arriesgado. Además, no habría tenido tiempo de trazar planes. Mi primer impulso hubiera sido acudir a mi novio.

Sam golpeó la mesa con tanta fuerza que las colillas saltaron del cenicero.

—¡Basta! —exclamó—. No tiene el menor derecho para hacer semejantes acusaciones. Hasta ahora no ha ofrecido la menor prueba que apoye sus palabras.

Arbogast buscó otro cigarrillo.

—Quiere pruebas, ¿eh? ¿Qué supone que he estado haciendo desde el miércoles por la mañana? Entonces encontré el coche.

—¿Encontró el coche de mi hermana? —preguntó Lila, poniéndose en pie.

—Sí. Tuve la corazonada de que una de las primeras cosas que haría sería deshacerse de él. Por tanto, visité a todos los comerciantes en coches usados, y les di una descripción del automóvil y el número de la matrícula. Lo encontré. Mostré mis credenciales al comerciante y habló por los codos. Supongo que creía que el coche era robado. Y yo no le contradije.

»Resultó que había realizado una operación con Mary Crane el viernes por la noche. Perdió dinero en el trato; mucho dinero. Obtuve la información que deseaba y una descripción del automóvil con el que marchó hacia el norte.

»Por tanto, me dirigí hacia el norte. Pero no podía viajar muy de prisa. Supuse que no se apartaría de la carretera principal, porque estaba convencido de que se dirigía hacia aquí. Probablemente condujo toda la noche; yo hice lo mismo. Luego, estuve bastante tiempo alrededor de Oklahoma City, visitando paradores en la carretera y negocios de coches de segunda mano. Tiempo perdido. El jueves fui hasta Tulsa, donde seguí la misma rutina obteniendo idénticos resultados. Hasta esta mañana no conseguí encontrar la aguja en el pajar. Otro negocio de coches usados, al norte de aquí. El sábado, temprano, Mary Crane efectuó el segundo cambio haciéndose con un Plymouth azul, modelo 1953, con un guardabarros delantero abollado.

Arbogast sacó una libreta del bolsillo.

—Lo tengo todo anotado —dijo—. Titulo de propiedad, número de motor… todo. Ambos comerciantes están sacando copias fotográficas de los documentos de la transacción para mandarlas a mi oficina central. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que Mary Crane salió de Tulsa el sábado pasado por la mañana, por la carretera principal, dirigiéndose hacia el norte, después de cambiar dos veces de coche en dieciséis horas. Y, en mi opinión, se dirigía hacia aquí. A menos que ocurriera algo inesperado (un accidente o una avería del coche) debió haber llegado el sábado pasado por la noche.

—Pero no llegó —observó Sam—. No la he visto. Puedo presentar pruebas, si quiere. El sábado pasado estaba en el Legion Hall, jugando a los naipes. Hay muchos testigos. El domingo por la mañana fui a la iglesia; al mediodía comí en…

Arbogast levantó una mano.

—Está bien; comprendo. No la vio. Por tanto, algo debe haber sucedido. Volveré a mis investigaciones.

—¿Y la policía? —preguntó Lila—. Sigo creyendo que debiera darse parte. —Se humedeció los labios—. Suponga que ha sufrido un accidente; no se detendría usted en todos los hospitales que hay desde aquí hasta Tulsa. Quizá se encuentre inconsciente en alguna parte, en estos mismos momentos. Tal vez incluso está…

Esta vez, fue Sam quien le golpeó el hombro.

—No —murmuró—. Si fuera así, ya te lo habrían notificado. Mary está bien. —Miró al investigador, por encima del hombro de Lila—. Usted no puede investigarlo todo. Lila tiene razón. ¿Por qué no acudir a la policía? Dé parte de la desaparición de Mary y le ayudarán a localizarla.

Arbogast cogió su sombrero.

—Admito que hasta ahora hemos trabajado en la forma más difícil, pues si hubiéramos podido encontrarla sin dar parte a las autoridades, habríamos ahorrado una desagradable publicidad a mi compañía y a nuestros clientes. También resultaba conveniente para Mary Crane, si la hubiéramos encontrado y recuperado el dinero. Hasta cabía la posibilidad de que no se presentara acusación alguna contra ella.

—Pero si está usted en lo cierto y Mary se dirigía hacia aquí, ¿por qué no ha venido a verme? Esto es lo que yo tengo tanto interés como usted en averiguar —dijo Sam—. Y no esperaré mucho para saberlo.

—¿Le importa esperar otras veinticuatro horas? —inquirió Arbogast.

—¿Qué se propone?

—Hacer más averiguaciones, ya se lo he dicho. —Levantó la mano para atajar las objeciones de Sam—. No volveré hasta Tulsa; admito que es imposible. Pero me gustaría husmear un poco por este territorio, visitar los restaurantes de la carretera, estaciones de servicio, comerciantes de coches, paradores… Es posible que alguien la haya visto. Sigo creyendo que mi suposición era cierta. Se dirigía hacia aquí. Es posible que cambiara de idea al llegar y decidiera seguir viajando. Pero me gustaría cerciorarme de ello.

—¿Y si no lo averigua en veinticuatro horas?

—Entonces estaré dispuesto a acudir a la policía y dar parte de la desaparición de Mary Crane. ¿Conforme?

Sam miró a Lila.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—No lo sé —repuso ella, suspirando—. Estoy tan preocupada que no puedo pensar. Decídelo tú, Sam.

Sam asintió con la cabeza.

—Está bien, Arbogast. Pero le prevengo que si no averigua nada mañana y no lo notifica usted a la policía, lo haré yo mismo.

Arbogast se puso la chaqueta.

—Buscaré una habitación en el hotel. ¿Y usted, miss Crane?

Lila miró a Sam.

—La acompañaré dentro de unos momentos —observó Sam—. Primero cenaremos. Yo me encargo de que consiga habitación. Y mañana le esperaremos aquí. Los dos.

Por primera vez aquella noche, Arbogast sonrió.

—Le creo —repuso—. Perdone mi insistencia, pero tenía que asegurarme. —Miró a Lila—. Encontraremos a su hermana. No se preocupe.

Luego salió. La puerta de la tienda aún no se había cerrado detrás del detective, cuando ya Lila sollozaba con la cabeza apoyada en el pecho de Sam. Su voz era un gemido.

—Tengo miedo, Sam. Algo le ha sucedido a Mary.

—No llores —dijo él, preguntándose al mismo tiempo por qué no habría mejores palabras para contestar al miedo, al dolor y a la soledad—. Todo saldrá bien.

De pronto, Lila se separó de él y le miró fijamente con sus ojos preñados de lágrimas. Su voz era baja y firme:

—¿Por qué he de creerte, Sam? —preguntó—. ¿Hay alguna razón para ello? Sam: ¿estuvo Mary aquí, contigo? ¿Sabías algo del dinero?

Sam meneó la cabeza.

—No, no lo sabía. Tendrás que creerme, como yo te creo a ti.

Lila volvió la cara hacia la pared.

—Creo que dices la verdad —murmuró—. Mary hubiera podido acudir a cualquiera de nosotros durante esa semana, ¿no te parece? Pero no lo hizo. Confío en ti, Sam. Es muy duro creer cuando la propia hermana resulta ser una…

—Cálmate —la interrumpió Sam—. Ahora necesitas comer y descansar. Las cosas no te parecerán tan negras mañana.

—¿Lo crees de verdad, Sam?

—Sí, claro.

Era la primera vez que mentía a una mujer.



CAPÍTULO VIII


El mañana se convirtió en hoy, sábado, y fue para Sam un tiempo de espera.

Hacia las diez telefoneó a Lila desde la tienda. Ya se había levantado y estaba desayunando. Arbogast había salido temprano, al parecer. Pero había dejado una nota para Lila, en conserjería, diciéndole que telefonearía durante el día.

—¿Por qué no vienes a la tienda y me haces compañía? —sugirió Sam por teléfono—. De nada te servirá quedarte sentada en tu habitación. Podemos comer juntos. Le pediré a la telefonista que pase aquí las llamadas que haya para ti.

Lila asintió y Sam se sintió mejor. No quería que la muchacha permaneciera sola todo el día.

Había luchado contra ello, pero al fin tuvo que admitir que la teoría de Arbogast era sensata. Mary tenía que haber planeado ir a Fairvale después de coger el dinero. Si es que lo había cogido, naturalmente.

Eso era lo peor: aceptar a Mary en el papel de ladrona. Mary no era una mujer de esa clase; cuanto sabía de ella contradecía aquella posibilidad.

Pero ¿qué sabía, en realidad, de Mary? La noche anterior se había convencido de que comprendía muy poco a su novia. Sabía tan poco de ella que incluso la había confundido con otra, en la penumbra. Se dijo que era curiosa la forma en que damos por sentado que sabemos cuanto hay que saber de otras personas, por el simple hecho de verlas con frecuencia o estar unidos a ellas por lazos emocionales. Había muchos ejemplos, en el propio Fairvale. Como en todas partes, naturalmente. En un momento dado, nunca falta quien, por uno u otro motivo, obrara del modo más opuesto a lo que de él cupiera esperar.

Era posible que Mary hubiera robado el dinero. Quizá estuviera cansada de esperar a que él pagara sus deudas, y la tentación fue demasiado grande. Acaso hubiera pensado llevar el dinero allí y obligarle a aceptarlo, inventando alguna historia. Hasta era posible que hubiera planeado la huida de ambos. Sam se dijo que debía ser sincero acerca de la posibilidad, incluso la probabilidad, de que hubiera sido así.

Y si aceptaba eso, tenía que enfrentarse con el siguiente interrogante. ¿Por qué no había llegado? ¿Adónde pudo dirigirse cuando salió de Tulsa? Quizá había decidido desaparecer de repente, y empezar otra vida con un nombre supuesto. Si seguía por ese camino, tendría que admitir mil y una alternativas: un accidente, como temía Lila; o quizá había aceptado a alguien en el automóvil…

Apartó esos pensamientos de su mente. Su tarea por el momento consistía en animar a Lila. Siempre existía la débil posibilidad de que Arbogast encontrara una huella. De lo contrario, acudiría a la policía. Y entonces, y sólo entonces, se permitiría pensar que pudo haber sucedido lo peor.

Lila parecía más animada aquella mañana. Llevaba un vestido ligero, y entró en la tienda con paso firme.

Sam la presentó a Bob Summerfield y luego salió a comer con ella. Como era inevitable, Lila se entretuvo en especulaciones acerca de Mary y de lo que Arbogast podía estar haciendo. Sam le contestó brevemente, intentando que tanto sus contestaciones como el tono de su voz fueran naturales. Después de comer, la acompañó al hotel, para encargar que pasaran a su tienda las llamadas que llegaran para Lila durante el transcurso de la tarde.

Después, volvieron a la ferretería. A pesar de ser sábado hubo bastante calma, y Sam pudo pasar la mayor parte del tiempo en la trastienda, hablando con la muchacha. Summerfield atendía a los clientes, y sólo en contadas ocasiones tuvo que salir Sam para encargarse de algún asunto.

Lila parecía descansada y tranquila. Encendió la radio, y sintonizó un programa sinfónico, que escuchó con aparente atención. Sam la encontró sentada allí cuando regresó de una de sus salidas a la tienda.

—El Concierto para orquesta, de Bartok, ¿no es cierto? —preguntó.

Ella le miró, sonriendo.

—Sí, eso es. Es curioso que sepas tanto de música.

—¿Qué hay de extraño en ello? El hecho de que una persona viva en una población pequeña no significa que no pueda interesarse por la música, el arte, los libros. Y yo he tenido mucho tiempo libre.

Lila se alisó el cuello de la blusa.

—Quizá no me haya expresado bien —observó—. Lo que yo quería decir es que resulta curioso que interesándote por cosas como la música, te dediques a vender ferretería.

—No hay nada malo en ser ferretero.

—No quise decir eso. Pero parece… bueno, trivial…

Sam se sentó ante la mesa. De pronto se agachó y recogió un objeto del suelo. Era pequeño, puntiagudo y brillante.

—Trivial —repitió—. Tal vez. Pero quizá sea según el color del cristal con que se mire. Por ejemplo, ¿qué es lo que tengo en la mano?

—Un clavo.

—Eso es: un clavo. Al cabo del año vendo muchos cientos de libras de clavos. Y mi padre también los vendía. Los hay de muchos tamaños, pero ninguno de ellos es trivial.

»Cada clavo sirve para un fin determinado, importante y duradero. Es posible que la mitad de las casas de Fairvale hayan sido construidas con clavos salidos de esta tienda. Tal vez sea un poco tonto, pero a veces me parece que he contribuido a construir esta ciudad. Las herramientas que vendí sirvieron para dar forma a la madera. He suministrado la pintura que cubre las casas, las brochas con que fue aplicada, las puertas y la malla metálica y el cristal para las ventanas. —Se interrumpió, sonriendo ampliamente—. En este negocio todo tiene sentido, porque sirve un fin específico, porque llena una necesidad que es parte de la vida. Incluso un sencillo clavo como éste cumple un cometido. Lo clavan donde le corresponde, y permanece allí, sirviendo para aquello para lo que fue fabricado. Y lo hará durante un tiempo ilimitado, hasta después que hayamos muerto los dos.

Tras pronunciar estas palabras se arrepintió de ellas. Pero era demasiado tarde. Vio cómo la sonrisa se borraba de los labios de Lila.

—Estoy preocupada, Sam. Son casi las cuatro y Arbogast no ha llamado.

—Ya llamará. Ten paciencia; dale tiempo.

—Dijiste que le dabas veinticuatro horas de tiempo, y que entonces acudirías a la policía, si era necesario.

—Lo dije y lo haré, pero no se cumplirán las veinticuatro horas hasta las ocho. Y quizá no tengamos necesidad de recurrir a ella; acaso Arbogast esté en lo cierto.

—¡Acaso! ¡Quiero saber, Sam! —Volvió a alisarse la blusa, y su ceño seguía fruncido—. No creas que me engañas con tu conversación sobre los clavos. Estás tan nervioso como yo.

—Sí, me parece que sí. —Se puso en pie—. No sé por qué Arbogast no habrá llamado aún. No hay muchos lugares en este sector en donde pueda llevar a cabo sus investigaciones. Si a la hora de cenar no ha comunicado con nosotros, iré a ver a Jud Chambers en persona.

—¿Quién?

—Jud Chambers. Es el sheriff del condado. Y Fairvale es la capital.

—Yo, Sam…

El timbre del teléfono sonó en la tienda. Sam salió sin esperar a que ella terminara la frase. Bob Summerfield estaba contestando ya a la llamada.

—Es para ti —dijo.

Sam cogió el audífono y miró por encima del hombro. Lila le había seguido.

—Sam Loomis al habla.

—Aquí Arbogast. Supuse que estarían preocupados por mí.

—Lo estamos. Lila y yo hemos estado esperando su llamada todo el día. ¿Qué ha averiguado?

Hubo una breve y casi imperceptible pausa.

—Hasta ahora, nada.

—¿Hasta ahora? ¿Qué ha estado haciendo todo el día?

—Sería mejor que me preguntara qué es lo que no he hecho. En estos momentos estoy en Parnassus.

—Eso está al otro extremo del condado. ¿Y la carretera principal?

—La he recorrido toda. Tengo entendido que puedo regresar por otra.

—Sí, el ramal antiguo de la carretera principal. Pero no encontrará nada ahí, ni siquiera una estación de servicio.

—El propietario del restaurante desde donde le estoy llamando me ha dicho que hay un parador allí.

—¡Pues es verdad! El viejo parador Bates. Ignoraba que siguiera abierto. No creo que averigüe nada allí.

—Es el último en la lista, y como ya regreso, me detendré en él. ¿Qué tal la muchacha?

Sam bajó la voz.

—Quiere que lo notifique a las autoridades enseguida. Y creo que tiene razón, sobre todo después de lo que usted me ha dicho.

—¿Quiere esperar hasta que yo regrese?

—¿Cuánto tardará?

—Una hora, quizá, a menos que averigüe algo en ese parador. —Arbogast vaciló—. Esperen hasta que yo llegue. Les acompañaré a la policía, si no he conseguido averiguar nada.

—Le daremos esa hora —repuso Sam—. Nos encontrará en la tienda.

Colgó y se volvió.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Lila—. ¿Ha averiguado algo?

—No, pero no ha terminado aún. Quiere detenerse en un lugar…

—¿Sólo uno más?

—No lo digas en ese tono. Tal vez se entere de algo allí. De lo contrario, llegará dentro de una hora, y entonces iremos a ver al sheriff.

—Está bien. Esperaremos una hora.

No fue una hora agradable. Sam casi se sintió contento cuando entraron los acostumbrados clientes del sábado por la tarde y se vio obligado a atenderles. Ya no se sentía con ánimo para seguir fingiendo. Estaba muy preocupado.

Algo había sucedido.

Algo le había sucedido a Mary.

Algo…

—¡Sam!

Había terminado una venta y se volvió. Lila estaba junto a él. Había salido de la trastienda, y señalaba la hora en su reloj de pulsera.

—Ha pasado la hora, Sam.

—Lo sé. Démosle unos minutos más. Primero tengo que cerrar la tienda, de todas formas.

—Está bien, pero sólo unos minutos. ¡Por favor! ¡Si supieras cómo me encuentro!

—Lo sé —repuso, oprimiéndole un brazo y provocando su sonrisa con aquel gesto—. Estará aquí dentro de un instante.

Pero no llegó.

Sam y Summerfield despacharon al último cliente a las cinco y media.

Y Arbogast no aparecía.

Summerfield apagó las luces, disponiéndose a salir. Sam sacó las llaves para cerrar la puerta.

Y Arbogast no llegaba.

—Vamos —dijo Lila—. Si no vienes, iré yo sola.

—¡El teléfono! —exclamó Sam.

Y al cabo de un instante:

—¡Diga!

—Soy Arbogast.

—¿Dónde está? Prometió…

—No importa lo que prometí. —La voz del investigador era baja y apresurada—. Estoy en el parador y sólo dispongo de un minuto. Le llamo para decirle por qué no he llegado aún. He encontrado una pista. Su novia estuvo aquí, el sábado por la noche.

—¿Mary? ¿Está seguro?

—Segurísimo. Examiné el registro y tuve oportunidad de comprobar su letra. Usó otro nombre (Jane Wilson) y dio una dirección falsa. Necesitaré una orden del juzgado para sacar una copia fotográfica del registro, si nos hace falta como prueba.

—¿Ha averiguado algo más?

—La descripción del coche coincide, y la de la muchacha también.

—¿Cómo ha obtenido esa información?

—Saqué mi credencial y empleé la acostumbrada rutina del coche robado. El hombre se excitó bastante. Es un tipo muy raro. Se llama Norman Bates. ¿Le conoce?

—Me parece que no.

—Dice que la muchacha llegó en el coche el sábado, hacia las seis de la tarde. Pagó por anticipado. Estaba lloviendo, y era la única clienta. Dice que marchó a primera hora del día siguiente, antes de que él se levantara. Vive con su madre en una casa situada detrás del parador.

—¿Cree que dice la verdad?

—Aún no lo sé.

—¿Qué quiere decir?

—Le he acorralado a preguntas, y se le escapó que había invitado a cenar a la muchacha a su casa. Dijo que sólo a cenar, y que su madre podía asegurarlo.

—¿Ha hablado con ella?

—No; pero lo haré. Permanece encerrada en su habitación. Su hijo intentó decirme que se encuentra demasiado enferma para recibir a nadie, pero cuando llegué estaba sentada junto a su ventana, examinándome. Por tanto, le dije que hablaría con su madre, tanto si le gustaba como si no.

—Pero usted no tiene autoridad…

—Oiga: ¿quiere encontrar a su novia, sí o no? Ese tipo no parece estar muy enterado de los formulismos legales. Sea como fuere, se dirigió corriendo a la casa para decirle a su madre que se vista. He aprovechado su ausencia para telefonearle. Esperen ustedes a que yo llegue. ¡Ahí viene! Hasta luego.

Sam oyó el ruido del audífono al ser colgado. Luego se volvió hacia Lila y le dio cuenta de la conversación.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Sí. Pero quisiera saber…

—Ya no tardaremos mucho. Sólo es cuestión de esperar.



CAPÍTULO IX


El sábado por la tarde Norman se afeitó. Sólo lo hacía una vez por semana, el sábado precisamente.

No le gustaba afeitarse, a causa del espejo, que formaba líneas onduladas. Todos los espejos parecían tenerlas, y le herían la vista.

Aunque la verdad residiera quizá en que tenía los ojos enfermos. Sí, eso era, porque recordaba cuando le gustaba mucho permanecer ante el cristal bruñido, completamente desnudo. En cierta ocasión su madre le sorprendió haciéndolo y le golpeó en la cabeza con el mango de un cepillo para el cabello. Le golpeó muy fuerte, haciéndole daño. Su madre le dijo entonces que era pecaminoso mirarse al espejo de aquella manera.

Podía recordar el escozor producido por el golpe y el dolor de cabeza que tuvo después. Desde entonces, cuando se miraba, le dolía casi siempre la cabeza. Por fin su madre le llevó al médico, el cual dictaminó que necesitaba gafas. Su uso le alivió un poco, pero a pesar de ellas le costaba ver bien cuando se miraba al espejo. Por tanto, dejó de hacerlo, excepto cuando era absolutamente imprescindible. Su madre tenía razón. Era pecaminoso contemplarse a sí mismo completamente desnudo; mirar las gruesas capas de grasa, los cortos brazos desprovistos de vello, el grueso vientre…

Al hacerlo, deseaba ser alguien distinto, alguien alto, esbelto y apuesto, como el tío Joe Considine.

—¿Verdad que es el hombre más atractivo que jamás has visto? —Solía preguntar su madre.

Era cierto, y Norman se veía obligado a reconocerlo. Pero a pesar de ello continuaba odiando a tío Joe Considine, aunque fuera guapo. Y deseaba que su madre no insistiera en llamarle «tío Joe», porque en realidad no era pariente suyo, sino un amigo que visitaba a su madre. Fue él quien la hizo construir el parador, cuando vendió las tierras.

¡Qué extraño era! Su madre hablaba siempre contra los hombres, a pesar de lo cual tío Joe Considine hacía de ella lo que quería. Sería agradable ser como él, y tener su mismo aspecto.

¡No lo sería!

Porque tío Joe estaba muerto.

Esta reflexión hizo parpadear a Norman mientras se afeitaba. Era curioso que hubiera olvidado la muerte del tío Joe. Debía hacer por lo menos veinte años de ello. El tiempo es relativo, desde luego. Einstein lo había dicho, pero no fue el primero en descubrirlo; los antiguos lo sabían ya y también algunos místicos modernos, como Aleister Crowley y Ouspensky. Norman los había leído a todos e incluso poseía algunos de sus libros. A su madre no le gustaba, pues decía que aquellas cosas eran contrarias a la religión. Pero la verdadera razón era que cuando él leía aquellos libros ya no era un niño, sino un hombre hecho y derecho, que estudiaba los misterios del tiempo y del espacio y dominaba los secretos de la dimensión y de la existencia.

En realidad, era como ser dos personas a la vez: el niño y el adulto. Cuando pensaba en su madre, se volvía de nuevo niño, con vocabulario y reacciones emocionales infantiles. Pero cuando estaba a solas —no precisamente a solas, sino inmerso en un libro— era un hombre maduro, lo bastante maduro para comprender que incluso podía ser víctima de una leve forma de esquizofrenia.

Cierto que aquella situación no era muy saludable. Ser el niño de mamá tenía sus inconvenientes. Por otra parte, mientras reconociera los peligros podría enfrentarse con ellos, y con su madre. Resultaba beneficioso para ella que él supiera cuándo debía ser hombre, que conociera algunas cosas acerca de la sicología y la parasicología también.

Fue afortunado cuando el tío Joe Considine murió, y volvió a serlo la semana anterior, cuando llegó aquella muchacha. Si no hubiera obrado como un adulto, su madre correría un grave peligro en aquellos momentos.

Norman pasó suavemente el pulgar por el filo de su navaja. Estaba muy afilada; debía ser cuidadoso para no cortarse. Sí, y también tenía que guardarla después de afeitarse, y encerrarla en algún lugar donde su madre no pudiera cogerla. No podía ya confiar en su madre, con un instrumento cortante en la mano. Por eso casi siempre cocinaba él y lavaba los platos. A su madre aún le gustaba hacer la limpieza de la casa, pero Norman se encargaba siempre de la cocina.

La situación había sido completamente normal durante la última semana, y madre e hijo no habían hablado para nada de la muchacha. Hubiera sido embarazoso para ambos. Su madre debió haberlo comprendido así, pues parecía que le evitaba deliberadamente; pasaba la mayor parte del tiempo descansando en su habitación y no hablaba mucho. Es posible que le remordiera la conciencia.

Y así debía ser. El asesinato era una cosa terrible, que pueden comprender incluso aquellos cuya salud mental no es muy buena. Su madre debía sufrir mucho.

Tal vez un purgante le sentara bien, pero a Norman le complacía que no hubiera hablado. Porque también él sufría, y no porque le remordiera la conciencia, sino por el miedo.

Toda la semana había esperado que las cosas se complicaran. Cada vez que se detenía un coche ante el parador, el miedo le atenazaba.

El domingo pasado había acabado de borrar las huellas junto al pantano. Fue allí con su propio coche, cargó el remolque de leña, y no quedó nada que pudiera parecer sospechoso. El pendiente de la muchacha también fue arrojado a la ciénaga; el otro no había aparecido, Norman se sentía bastante tranquilo.

Pero el jueves por la noche, cuando el coche de la patrulla de policía de carreteras se detuvo ante el parador, casi se desmayó. El agente sólo quería utilizar el teléfono. Más tarde, Norman se burló de sus temores.

Su madre había permanecido sentada junto a la ventana de su habitación, y habría sido mejor que el agente no la viera. Su madre había pasado muchos ratos mirando por la ventana, durante la última semana. Es posible que también le preocuparan las visitas.

Norman acabó de afeitarse y después se volvió a lavar las manos. Había observado que durante la última semana algo le obligaba a lavarse las manos con frecuencia. Sentimiento de culpabilidad. Como lady Macbeth. Shakespeare sabía mucha sicología. Norman se preguntó si también había sabido otras cosas. Estaba el fantasma del padre de Hamlet, por ejemplo.

Pero no tenía tiempo de pensar en aquello entonces. Debía abrir el parador.

Durante la última semana había habido cierto movimiento, aunque no mucho. Nunca tuvo más de tres o cuatro habitaciones ocupadas a la vez, lo cual significaba que no tendría que alquilar la número 6, la habitación de la muchacha.

Deseaba no tener que alquilarla nunca. Jamás volvería a mirar por el agujerito de la pared. Aquello había tenido la culpa de todo. Si no hubiera mirado, no hubiese bebido…

Pero de nada servía lamentarse ahora.

Norman se secó las manos, y se apartó del espejo. Olvidar el pasado, y que los muertos enterraran a los muertos. Todo marchaba sobre ruedas. Su madre se portaba bien, estaban juntos, como lo habían estado siempre. Había transcurrido una semana entera sin que sucediera nada, y nada sucedería en adelante, sobre todo si se afirmaba en su resolución de portarse como un hombre, y no como un niño, como el niño de mamá.

Se arregló el nudo de la corbata y salió del cuarto de baño. Su madre estaba en su habitación, mirando de nuevo por la ventana. Norman se preguntó si debía decirle algo. No; sería mejor no hacerlo. Tal vez discutieran, y él no estaba preparado aún para enfrentarse con ella. Que mirara, si quería. ¡Pobre mujer, enferma y vieja, encerrada en la casa!

Era el niño quien hablaba así, naturalmente. Pero Norman estaba dispuesto a hacer tal concesión, siempre que se portara como un adulto sensato. Y siempre que cerrara las puertas de la planta baja cuando saliera.

El hecho de cerrar las puertas le dio un nuevo sentimiento de seguridad. También le había quitado las llaves a su madre. Las llaves de la casa y las del parador. Cuando él saliera, ella no podría abandonar la casa, en la cual estaba a salvo, como él estaba seguro en el parador. Lo sucedido la semana anterior no volvería a repetirse, mientras observara aquella precaución. Después de todo, era por su propio bien. Mejor estaba en la casa que en un manicomio.

Se acercaba a su despacho cuando el camión del servicio de lavandería llegó en su visita semanal. Lo tenía todo preparado. Cogió la ropa limpia y entregó la sucia al conductor del vehículo.

Cuando el camión marchó, Norman entró e hizo la limpieza del número 4, que un agente viajero había ocupado la noche anterior, partiendo a primera hora.

Norman regresó a su despacho y esperó. Ya estaba preparado para el negocio del día.

Nada sucedió hasta alrededor de las cuatro de la tarde. Estaba sentado, mirando a la carretera, y se sentía aburrido y nervioso. Estuvo a punto de tomar un trago, pero recordó lo que se había prometido a sí mismo. No volvería a beber. No podía permitirse beber, ni tan sólo una gota. La bebida había matado al tío Joe Considine. La bebida fue la causa indirecta de la muerte de aquella muchacha. Por tanto, a partir de aquel momento sería abstemio. Sin embargo…

Aún estaba vacilando, cuando un coche se detuvo frente al parador. Una pareja de mediana edad se apeó del vehículo y entró en el despacho. El hombre era calvo y usaba gafas de gruesos cristales. La mujer era gorda y sudaba. Norman les llevó al número 1, al otro extremo del edificio, y les cobró diez dólares por el servicio. La mujer se quejaba del bochorno arrastrando perezosamente las palabras, aunque pareció conformarse cuando Norman conectó el ventilador. El hombre transportó sus maletas y firmó en el registro: Mr. y Mrs. Herman Pritzler, Birmingham, Ala. Eran simples turistas y no ocasionarían molestias.

Volvió a sentarse, y se entretuvo hojeando las páginas de una revista de ficción científica, que encontró en la habitación ocupada por el agente viajero. Encendió la luz. Ya debían ser cerca de las cinco.

Otro coche, ocupado por una sola persona, se detuvo ante el parador. Probablemente otro viajante. Buick verde, matrícula de Texas.

¡Matrícula de Texas! ¡Aquella muchacha, Jane Wilson, también era de Texas!

Norman se puso en pie. Vio cómo el hombre se apeaba del coche, oyó sus pasos en la grava y acompasó su ritmo con el de su propio corazón.

«Es simple coincidencia —se dijo—. Todos los días pasan por aquí coches de Texas. Alabama incluso está más lejos».

El hombre entró. Era alto y delgado. Llevaba un sombrero Stetson gris, de ala ancha que le sombreaba la parte superior de la cara. Bajo la barba sin afeitar, se adivinaba una barbilla atezada.

—Buenas tardes —dijo, sin arrastrar las palabras.

—Buenas tardes —contestó Norman, conteniendo su excitación.

—¿Es usted el propietario?

—Sí. ¿Quiere una habitación?

—No es exactamente eso lo que quiero. Busco información.

—Tendré mucho gusto en ayudarle, si puedo. ¿Qué quiere saber?

—Estoy intentando localizar a una muchacha.

El corazón de Norman pareció detenerse. El silencio era absoluto. Sería terrible que gritara.

—Se llama Crane —prosiguió el hombre—. Mary Crane. Y es de Fort Worth, Texas. Se me ocurrió pensar que quizá se hubiera detenido aquí.

Norman ya no tenía ganas de gritar, sino de reír. Sintió que el corazón le volvía a latir. Era fácil contestar.

—No —dijo—. No he tenido a nadie que se llame así.

—¿Está seguro?

—Completamente. No hay muchos viajeros en esta época, y tengo buena memoria para recordar a mis clientes.

—Esa muchacha habría pasado por aquí hace cosa de una semana; digamos el sábado por la noche o el domingo.

—No llegó nadie durante el fin de semana. Hacía mal tiempo por aquí.

—¿Está seguro? Esa muchacha, mujer, debería decir, tiene unos veintisiete años, mide cinco pies, cinco pulgadas de estatura, pesa unas ciento veinte libras, tiene cabello oscuro y ojos azules. Conduce un sedán Plymouth, modelo 1953, azul, con el guardabarros delantero derecho abollado. La matrícula es…

Norman dejó de escuchar. ¿Por qué había dicho que no había llegado nadie? Aquel hombre estaba describiendo a la muchacha; y lo hacía con todo detalle. Sin embargo, no podría probar que hubiera estado allí, si Norman lo negaba. Y tendría que seguir negando.

—No; no creo poder serle de utilidad.

—¿No conviene esta descripción a nadie que haya pasado por aquí la semana pasada? Es probable que esa mujer se inscribiera con nombre supuesto. Tal vez si me permite examinar el registro de viajeros…

Norman apoyó la mano sobre el libro y negó con la cabeza.

—Lo siento, señor —dijo—. No puedo permitírselo.

—Quizá esto le haga cambiar de opinión.

El hombre se llevó la mano al bolsillo, y por un momento Norman se preguntó si iba a ofrecer dinero. Sacó una cartera, pero no extrajo ningún billete de ella. Sin embargo, la abrió y la dejó sobre el mostrador, para que Norman pudiera leer la credencial.

—Milton Arbogast —dijo el hombre—. Investigador de la Parity Mutual.

—¿Es usted detective?

El hombre asintió.

—Estoy aquí por asuntos de mi profesión, Mr…

—Norman Bates.

—Mister Bates. Mi compañía quiere que localice a esa muchacha, y le agradeceré su cooperación. Naturalmente, si no me permite que examine su libro de registro puedo ponerme en contacto con las autoridades locales. Supongo que estará enterado de ello.

Norman no lo ignoraba, pero estaba seguro de una cosa: las autoridades locales no debían husmear por allí. Vaciló, sin levantar la mano del libro.

—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Qué ha hecho esa muchacha?

—Coche robado —repuso Mr. Arbogast.

—¡Oh!

Norman se sintió algo aliviado. Por un momento había temido que se tratara de algo grave, que la muchacha hubiera huido de su casa o la buscara la policía por algún delito. Pero si sólo se trataba de un coche viejo como aquél…

—Está bien —dijo—. Examínelo. Sólo quería asegurarme de que tenía motivo justificado para hacerlo —añadió, levantando la mano del libro de registro.

—Ya ve que lo tengo.

Pero Mr. Arbogast no cogió el libro en seguida. Primero sacó un sobre del bolsillo y lo dejó en el mostrador. Luego abrió el registro y recorrió la lista de firmas.

Norman vio cómo el dedo del investigador se movía y se detenía de repente.

—Si no recuerdo mal me dijo usted que no llegó nadie el sábado o el domingo pasados.

—No recuerdo a nadie; es posible que vinieran una o dos personas, pero no hubo mucha afluencia de viajeros.

—¿Y esta Jane Wilson, de San Antonio? Llegó el sábado por la noche.

—Pues… es cierto; tiene usted razón.

El corazón de Norman volvió a latir apresuradamente, y comprendió que había cometido un error al fingir no reconocer la descripción de la muchacha, pero ya era demasiado tarde para remediarlo. ¿Cómo podría explicarlo, sin que el detective entrara en sospechas?

Arbogast no hablaba. Había colocado el sobre junto a la hoja del libro y comparaba la letra. Por eso lo había sacado: era la letra de la muchacha.

—Es ella —dijo Arbogast por fin, mirándole fijamente—. La letra es idéntica.

—¿Está seguro?

—Lo bastante para sacar una fotocopia de esta hoja del libro, aunque necesite una orden judicial para ello. Y no es lo único que puedo hacer, si no empieza usted a hablar y me dice la verdad. ¿Por qué mintió al asegurar que no había visto a esa muchacha?

—No mentí. Simplemente, olvidé.

—Dijo que tenía buena memoria.

—Por regla general, pero…

—Pruébelo —interrumpióle Arbogast, encendiendo un cigarrillo—. Por si no lo sabe, el robo de coches constituye un delito federal. Supongo que no querrá verse implicado como cómplice.

—¿Cómplice? ¿Cómo puedo serlo? La muchacha llega, toma una habitación, pasa aquí la noche y después se marcha. ¿Cómo puedo yo ser cómplice?

—Por no dar cuanta información posee. —Mr. Arbogast aspiró el humo de su cigarrillo—. Vamos, hable. Usted vio a la muchacha. ¿Qué aspecto tenía?

—Supongo que el mismo que ha descrito usted. Llovía mucho cuando llegó. Yo estaba ocupado. En realidad, no me fijé mucho en ella. Firmó en el registro, le di la llave y asunto terminado.

—¿Dijo algo? ¿De qué hablaron?

—Supongo que del tiempo.

—¿Parecía inquieta? ¿Había algo en ella que la hiciera sospechosa?

—No, nada en absoluto. Me pareció una turista más.

—No le causó ninguna impresión, ¿eh? —observó Arbogast, al tiempo que aplastaba el cigarrillo en el cenicero—. Por una parte, no hubo nada que la hiciera sospechosa a sus ojos; y, por otra, tampoco le pareció muy simpática. Quiero decir que su vista no le produjo ninguna emoción.

—No, es cierto.

Mister Arbogast se inclinó hacia adelante, tranquilamente.

—Entonces, ¿por qué intentó protegerla, fingiendo no recordar que había estado aquí?

—¡No fingí! Simplemente lo olvidé. —Norman sabía que había caído en una trampa, pero no estaba dispuesto a comprometerse más—. ¿Qué intenta insinuar? ¿Cree que yo la ayudé a robar el coche?

—Nadie le acusa de nada, Mr. Bates. Pero necesito cuanta información pueda obtener. ¿Dice que llegó sola?

—Llegó sola, tomó una habitación y marchó al día siguiente, por la mañana. Probablemente está a mil millas de aquí.

—Probablemente —asintió Arbogast, sonriendo—. Pero no vayamos tan de prisa. ¿Marchó sola? ¿A qué hora cree usted que partió?

—No lo sé. El domingo por la mañana yo estaba durmiendo en la casa.

—Entonces no puede usted asegurar que estuviera sola cuando marchó.

—No puedo probarlo, si se refiere usted a eso.

—¿Y por la noche? ¿Recibió alguna visita?

—No.

—¿Está seguro?

—Sí.

—¿La vio alguien aquí, aquella noche?

—Era mi única clienta.

—¿Fue usted la única persona del parador que estuvo aquí?

—Eso es.

—¿Permaneció en su habitación?

—Sí.

—¿Toda la noche? ¿No hizo ninguna llamada telefónica?

—No.

—Por tanto, usted es la única persona que sabía que estaba aquí.

—Ya se lo he dicho.

—¿Y la señora anciana? ¿La vio ella?

—¿Qué señora anciana?

—La que está en la casa detrás del parador.

El corazón de Norman parecía querer salírsele del pecho.

—No hay ninguna señora anciana —empezó a decir.

Pero Arbogast continuaba hablando:

—La vi mirar por la ventana, cuando llegué. ¿Quién es?

—Mi madre.

Tuvo que admitirlo. No había salida alguna.

—Está muy débil. Nunca viene aquí, ya.

—¿Entonces no vio a la muchacha?

—No. Está enferma. Permaneció en su habitación mientras cenábamos.

Se dio cuenta demasiado tarde de lo que había dicho. Porque Arbogast había formulado sus preguntas demasiado de prisa, para confundirle, y cuando mencionó a su madre, pilló a Norman desprevenido. Sólo había pensado en protegerla a ella, y entonces…

Arbogast no hablaba ya en tono indiferente.

—¿Cenó con Mary Crane, en la casa?

—Sólo café y bocadillos. Creí… creí habérselo dicho antes. No fue nada. Me preguntó dónde podría cenar, y yo le dije que en Fairvale, pero como está a casi veinte millas de aquí y llovía, la llevé a la casa conmigo. Eso es todo.

—¿De qué hablaron?

—De nada. Ya le he dicho que mi madre está enferma, y no quería molestarla. Ha estado enferma toda la semana. Supongo que la preocupación por su enfermedad me hizo olvidar algunas cosas. Como esta muchacha, por ejemplo, y la cena. Lo olvidé, sencillamente.

—¿Ha olvidado alguna otra cosa? Que usted y la muchacha regresaran aquí y se divirtieran juntos, por ejemplo.

—¡No! ¡Le aseguro que no! ¿Cómo puede insinuar semejante cosa? No… No quiero hablar con usted. Le he dicho ya cuanto quería saber. Ahora, lárguese.

—Está bien —repuso Arbogast, bajando el ala del sombrero—. Me iré. Pero primero quiero hablar con su madre. Es posible que ella viera algo que usted haya olvidado.

—Le repito que ni siquiera vio a la muchacha. —Norman salió de detrás del mostrador—. Además, no puede hablarle. Está muy enferma. —Su corazón parecía a punto de estallar—. Se lo prohíbo.

—En ese caso, regresaré con un mandamiento judicial.

Intentaba asustarle; estaba seguro de ello.

—¡Es una ridiculez! Nadie se lo entregará. ¿Quién creerá que yo quería robar un coche viejo?

Mister Arbogast encendió otro cigarrillo y arrojó el fósforo al cenicero.

—Me parece que no comprende usted —dijo suavemente—. En realidad, no se trata del coche. Esa muchacha, Mary Crane, robó cuarenta mil dólares en efectivo a una empresa de compraventa de fincas, en Fort Worth.

—¿Cuarenta mil…?

—Eso es. Y desapareció de la ciudad con el dinero. Supongo que ahora comprenderá que el asunto es grave. Por esto es importante cuanto pueda averiguar, y por esto insisto también en hablar con su madre, tanto si me lo permite como si me lo prohíbe.

—Ya le he dicho que no sabe nada; que está enferma y que ni tan siquiera vio a la muchacha.

—Le prometo no decir nada que pueda inquietarla —ofreció Arbogast—. Pero si prefiere usted que vuelva con el sheriff y un mandamiento judicial…

—No. —Norman meneó la cabeza apresuradamente—. No debe hacerlo.

Vaciló, aunque no podía hacerlo. Cuarenta mil dólares.

¡Claro que hacía preguntas! Claro que le sería fácil obtener un mandamiento judicial. De nada serviría hacer una escena. No había ninguna salida.

—Está bien —dijo Norman—. Puede hablarle. Pero deje que vaya yo primero a la casa, para prevenirla de su llegada. No quiero que su presencia pueda excitarla. —Se dirigió hacia la puerta—. No se mueva de aquí, por si llega alguien.

—Okay —asintió Arbogast.

Y Norman salió rápidamente.

Le pareció que nunca llegaría a la casa. Abrió la puerta, subió las escaleras, se dirigió a la habitación de su madre e intentó hablarle tranquilamente, pero cuando la vio sentada junto a la ventana no pudo contenerse. Se estremeció, los sollozos le sacudieron, y apoyando la cabeza en su regazo, se lo contó.

—Está bien —dijo su madre, sin parecer sorprendida—. Nos ocuparemos de esto. Yo me encargo de la situación.

—Si hablaras con él tan sólo un minuto, madre, y le dijeras que no sabes nada, se iría.

—Pero volvería. Cuarenta mil dólares son muchos dólares. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No lo sabía. ¡Te juro que no lo sabía!

—Te creo, pero él no te creerá. Ni a ti ni a mí. Probablemente piensa que estamos todos implicados en este asunto. O que le hicimos algo a la muchacha, a causa del dinero. ¿No lo comprendes?

—Madre… —cerró los ojos; no podía mirarla—. ¿Qué harás?

—Vestirme. Hemos de estar preparados para recibirle, ¿no te parece? Llevaré algunas cosas al cuarto de baño. Vuelve y dile a ese Mr. Arbogast que venga.

—No puedo. No le traeré aquí si vas a…

No podía moverse. Estaba como paralizado. Quería desmayarse, pero ni siquiera aquello impediría lo que iba a suceder.

Mister Arbogast se cansaría pronto de esperar. Se dirigiría hacia la casa solo, llamaría a la puerta, abriría y entraría, y entonces…

—¡Escúchame, madre, por favor!

Pero ella no le escuchó. Estaba en el cuarto de baño, vistiéndose, maquillándose, preparándose. Preparándose.

E inmediatamente salió, ligera, llevando el bonito vestido con los frunces. Su cara estaba recién empolvada y pintada, estaba bonita y sonrió al empezar a bajar las escaleras.

Antes de que llegara abajo, se oyó una llamada a la puerta.

Mister Arbogast estaba allí. Norman quería gritar y prevenirle, pero algo pareció agarrotarle la garganta. Sólo podía oír a su madre, mientras gritaba alegremente:

—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Un momento!

Y fue sólo un momento.

Su madre abrió la puerta y Mr. Arbogast entró. La miró y abrió la boca para decir algo. Y al hacerlo levantó la cabeza. Era cuanto su madre estaba esperando. Alargó el brazo y algo brillante se movió, una, dos veces…

Un brillo que hirió la vista de Norman. No quería mirar; no tenía necesidad de hacerlo. Sabía ya.

Su madre había encontrado la navaja…



CAPÍTULO X


Norman sonrió al hombre de avanzada edad y le dijo:

—Aquí tiene la llave. Son diez dólares por los dos, señor.

La esposa del hombre de edad avanzada abrió el bolso.

—Tengo el dinero aquí, Homer.

Colocó un billete en el mostrador. Luego miró a Norman, entornando los ojos.

—¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

—Sí… Estoy un poco cansado. No es nada. Ya voy a cerrar.

—¿Tan pronto? Yo creí que los paradores permanecían abiertos hasta altas horas de la noche, sobre todo los sábados.

—Aquí no hay mucho movimiento. Además, ya van a dar las diez.

Las diez. Casi cuatro horas. ¡Oh, Dios mío!

—Comprendo. Buenas noches.

—Buenas noches.

Se disponía a salir, y él podría abandonar el mostrador, apagar el neón y cerrar la oficina. Pero primero iba a tomar un trago, un gran trago, porque lo necesitaba. Ya no importaba que bebiera o no; todo había pasado. O quizá todo empezaba.

Había tomado ya varios tragos. El primero apenas regresó al parador, hacia las seis, y, luego, uno cada hora, pues, de lo contrario, no hubiera podido dominarse, ni contenerse, recordando lo que había quedado oculto bajo la alfombra del vestíbulo. Lo había dejado ahí, sin intentar mover nada; se limitó a coger los extremos de la alfombra y a cubrirlo con ellos. Había mucha sangre, pero no atravesaría la alfombra. Además, fue lo único que podía hacerse entonces, a la plena luz del día.

Ahora, naturalmente, tendría que regresar. Había dado órdenes estrictas a su madre para que no tocara nada, y sabía que le obedecería. Fue extraño cómo su madre volvió a derrumbarse, después de lo sucedido. Parecía como si sólo adquiriera nuevo valor para hacer casi cualquier cosa —¿no lo llamaban fase maníaca?—, pero luego se marchitaba, y era él quien había de tomar la iniciativa. Le dijo que volviera a su habitación y que no se acercara a la ventana, que se acostara, hasta que él llegara. Y luego había cerrado la puerta con llave.

Pero ahora tendría que abrirla.

Cerró la oficina y salió. Allí estaba el Buick de Mr. Arbogast, en el mismo lugar en que lo había dejado.

¿No sería maravilloso poder montar en aquel coche y alejarse de allí, e ir lejos, muy lejos, para no regresar jamás al parador, junto a su madre, para no volver a ver lo que se ocultaba bajo la alfombra del vestíbulo?

Por un momento la tentación se apoderó de él, pero luego se debilitó. Norman se encogió de hombros. Sabía que no marcharía, que nunca se encontraría bastante lejos para sentirse a salvo. Además, le esperaba aquello…

Miró a la carretera, en ambas direcciones, y luego al número 1 y al número 3, para ver si las persianas estaban cerradas. Luego montó en el coche de Mr. Arbogast y sacó las llaves que había encontrado en un bolsillo del investigador. Después condujo el coche muy despacio hacia la casa.

Todas las luces estaban apagadas. Su madre dormía en su habitación, o tal vez fingía hacerlo. Pero a Norman no le importaba, con tal de que no se interpusiera en su camino mientras se encargaba de aquello. No quería a su madre a su lado, para hacerle sentir que volvía de nuevo a la niñez. Tenía que hacer el trabajo de un hombre, de un hombre hecho y derecho.

Porque se necesitaba un hombre hecho y derecho para enrollar la alfombra y levantar lo que ocultaba. Lo bajó por las gradas de la casa, colocándolo en el asiento posterior del coche. Estuvo en lo cierto al suponer que la sangre no calaría. Aquellas alfombras viejas eran absorbentes.

Cuando hubo cruzado el campo y llegó al pantano, condujo el coche por la orilla hasta un espacio abierto. No le parecía conveniente hundir el coche de Mr. Arbogast en el mismo lugar que el de la muchacha. Aquel punto era satisfactorio, y Norman empleó el mismo método. En realidad, resultó muy fácil. La práctica conduce a la perfección.

Pero no era divertido, por lo menos mientras permanecía sentado en aquel tocón y esperaba que el coche se hundiera. Fue peor que la otra vez. Había creído que el coche se iría al fondo más de prisa, por ser muy pesado, pero le pareció que transcurrían miles de años hasta que se produjo el último ¡plop!

Ya estaba. Había desaparecido para siempre, como aquella muchacha y los cuarenta mil dólares. ¿Dónde estaría el dinero? No en su bolso, ciertamente, ni tampoco en su maleta. Debía haberlo registrado todo; eso era lo que tenía que haber hecho. Pero entonces no estaba en condiciones de buscar, aunque hubiera sabido que el dinero estaba allí. ¡Quién sabe lo que hubiese sucedido, si lo hubiera encontrado! Probablemente se hubiera delatado cuando llegó el detective; quien tiene la conciencia sucia acaba siempre por delatarse.

Regresó andando lentamente. Al día siguiente tendría que volver allí con el coche, para borrar las huellas como la otra vez. Pero tenía cosas más importantes en que ocuparse.

Tendría que vigilar a su madre, protegerla. Lo había pensado bien.

No podía hacer otra cosa que enfrentarse con los hechos. Vendría alguien, preguntando por aquel detective.

Era razonable. La compañía —no sé qué Mutua— a cuyo servicio estaba no dejaría que desapareciera sin llevar a cabo una investigación. Probablemente habían estado en contacto con él toda la semana, o habían tenido noticias suyas. Y también la agencia de compraventa de fincas estaría interesada en averiguar su paradero. Cuarenta mil dólares interesan a todo el mundo.

Por lo tanto, tarde o temprano tendrían que contestar a algunas preguntas. Tal vez pasaran algunos días, incluso una semana, pero era inevitable. Y esa vez estaría preparado.

Lo había calculado todo. Su historia no presentaría ningún fallo. Se la aprendería de memoria, la ensayaría, para no cometer ningún desliz como el de aquella noche. Nadie lograría excitarle o confundirle, porque sabía de antemano lo que sucedería. Estaba planeando ya lo que diría, cuando llegara el momento.

Sí, la muchacha había estado en el parador. Lo admitiría sin vacilar, pero, por supuesto, no había sospechado nada; sólo empezó a sospechar cuando llegó Mr. Arbogast, una semana más tarde. La muchacha había pasado la noche en el parador, marchando al día siguiente por la mañana. No habían conversado, ni por supuesto, habían cenado en la casa.

Sin embargo, diría que se lo había contado todo a Mr. Arbogast y que sólo pareció interesarle la pregunta que la muchacha le había hecho, acerca de la distancia desde allí hasta Chicago, y si podría cubrirla en un solo día.

Eso había interesado a Mr. Arbogast, el cual le había dado las gracias por sus informes, marchando acto seguido en el coche. No, no tenía la menor idea del lugar al que se dirigía Mr. Arbogast; no se lo había dicho. ¿A qué hora marchó? Poco después de la hora de la cena. El sábado.

Era una explicación muy sencilla, sin detalles, ni complicaciones que pudieran excitar las sospechas de nadie. Una muchacha fugitiva había pasado por allí, continuando luego su camino. Al cabo de una semana, un detective que seguía sus huellas, pidió información, la obtuvo, y luego se marchó. Lo siento, señor. Es todo cuanto sé.

Norman sabía que esa vez sería capaz de decirlo así, tranquila y fácilmente, porque no tendría que preocuparse por su madre.

Ella no miraría por la ventana. En realidad, ni siquiera estaría en la casa. Y aunque se presentaran con mandamientos judiciales, no la encontrarían.

Ésa sería la mejor protección; protección para ella, incluso más que para él. Estaba decidido, y procuraría llevarlo a cabo. No había necesidad de esperar hasta el día siguiente.

Subió al piso alto, a oscuras, se dirigió directamente a la habitación de su madre. Al entrar, encendió la luz. Estaba en cama, naturalmente, pero no dormía.

—¿Dónde has estado, Norman? Estaba muy preocupada.

—De sobras sabes dónde estuve, madre. No finjas.

—¿Está todo bien?

—Sí. —Suspiró—. Tengo que pedirte que no duermas en tu habitación durante ocho o diez días.

—¿Qué dices?

—Que no duermas aquí durante algún tiempo.

—¿Te has vuelto loco? Ésta es mi habitación.

—Ya lo sé. No te pido que no vuelvas a ocuparla más, sino que la abandones durante unos días.

—Pero…

—Por favor, madre; escúchame e intenta comprender… Hoy hemos tenido una visita.

—¿Tienes que hablar de eso?

—Sí, aunque sólo sea un momento, porque tarde o temprano llegará alguien haciendo averiguaciones sobre su paradero. Y yo diré que estuvo aquí y luego marchó.

—Claro que lo dirás, hijo. Y eso será todo.

—Quizá sí, pero no puedo arriesgarme. Tal vez quieran registrar la casa.

—Que la registren. No le encontraran.

—No le encontrarán a él, ni tampoco a ti. —Tragó saliva y siguió hablando rápidamente—. Lo hago por tu bien, madre. No puedo dejar que nadie te vea, como ese detective. No quiero que nadie empiece a hacerte preguntas; y tú sabes tan bien como yo por qué no lo quiero. Por tanto, será lo mejor para ambos que no estés aquí.

—¿Qué vas a hacer? ¿Enterrarme en el pantano?

—Madre…

La vieja empezó a reír. Era como un cacareo, y Norman adivinó que no callaría fácilmente. La única manera de lograrlo era gritar más que ella. Una semana antes Norman no se hubiera atrevido a hacerlo, pero las cosas habían cambiado, y tenía que enfrentarse con la verdad. Su madre estaba más que enferma. Estaba alienada, peligrosamente alienada. Tenía que controlarla y lo haría.

—¡Calla! —dijo, y el cacareo cesó—. Lo siento —prosiguió suavemente—. Pero tienes que escucharme. Lo he calculado todo. Te llevaré al sótano.

—¿Al sótano? No puedo…

—Puedes; tienes que poder. Estarás bien cuidada; hay luz y pondré un catre para ti y…

—¡No quiero!

—No te lo pido, madre; te lo mando. Permanecerás en el sótano hasta que yo crea conveniente que vuelvas arriba. Y colgaré aquella vieja manta en la pared para disimular la puerta. Nadie se dará cuenta de nada. Es la única forma de que estés a salvo.

—Me niego a seguir hablando de esto contigo, Norman. ¡No me moveré de esta habitación!

—Entonces, tendré que llevarte en brazos.

—¡No te atreverás a hacerlo!

Pero se atrevió. La levantó de la cama y la llevó en brazos, y era ligera como una pluma, en comparación con Arbogast, y olía a perfume en lugar de a tabaco. Estaba demasiado asombrada para intentar resistirse, y sólo gimió un poco. Norman se sintió desconcertado por la facilidad con que llevaba a cabo su decisión. Su madre era tan sólo una mujer enferma, vieja, débil y frágil. Y le tenía miedo. Sí, era verdad, porque ni una sola vez durante la escena, le había llamado «hijo».

—Te prepararé un catre —le dijo—. Y aquí hay un vaso de noche.

—¡No digas esas cosas, Norman!

Por un momento se irritó, como solía hacerlo antes, pero no tardó en apaciguarse. Norman iba de un lado para otro, buscando mantas, arreglando las cortinas del ventanuco, para que hubiera la ventilación necesaria… Su madre volvió a gimotear.

—Es como la celda de una cárcel; intentas encerrarme. Ya no me quieres, Norman. No, ya no me quieres. Si me quisieras, no me tratarías así.

—¿Sabes dónde estarías, si no te quisiera? —No quería decirlo, pero se sintió obligado a ello—. En el hospital del Estado, para delincuentes enfermos. Ahí estarías.

Mientras apagaba la luz, se preguntaba si le habría oído, si habría captado el sentido de sus palabras.

Pero al parecer comprendió, porque apenas Norman cerró la puerta, contestó. Su voz resultaba engañosamente suave en la oscuridad, pero sus palabras le hirieron mucho más profundamente que la navaja había herido la garganta de Arbogast.

—Sí, Norman. Supongo que tienes razón. Ahí estaría yo, probablemente. Pero no estaría sola.

Cerró la puerta de golpe, giró la llave en la cerradura y se volvió. No estaba muy seguro de ello, pero le pareció que mientras subía las escaleras la oyó reír suavemente en la oscuridad.



CAPÍTULO XI


Sam y Lila estaban sentados en la trastienda, esperando la llegada de Arbogast. Pero sólo oían los sonidos de la noche del sábado.

—En una población como ésta es fácil reconocer la noche del sábado —comentó Sam—. Los ruidos son distintos. El tránsito, por ejemplo; hay más y es más rápido. Y eso se debe a que esa noche los padres dejan el coche a sus hijos.

»Llegan los campesinos con sus automóviles viejos, para ir al cine, y los mozos de labranza se apresuran a ir a la taberna. También la gente camina de forma distinta. Los pasos son más rápidos, los niños corren. El sábado se acuestan tarde; no tienen deberes escolares. —Se encogió de hombros—. Naturalmente, supongo que cualquier noche en Fort Worth es más ruidosa que ésta.

—Supongo que sí —repuso Lila—. ¿Por qué no llega Arbogast, Sam? —preguntó seguidamente—. Ya son casi las nueve de la noche.

—Debes tener apetito.

—No es eso. Pero ¿por qué no llega?

—Tal vez haya averiguado algo importante.

—Por lo menos podría telefonear. Sabe lo preocupados que estamos.

—Tengamos un poco más de paciencia.

—¡Estoy cansada de esperar!

Lila se puso en pie y dio unos pasos por la estrecha habitación.

—No debí haber esperado ni un solo momento —prosiguió—, sino haber ido directamente a la policía. «¡Espere, espere, espere!». Sólo he oído esta palabra toda la semana. Primero Mr. Lowery, después Arbogast y ahora tú. Sólo piensas en el dinero y no en mi hermana. A nadie le importa lo que pueda sucederle a Mary, a nadie, excepto a mí.

—Esto no es cierto. Ya conoces mis sentimientos por ella.

—Entonces, ¿cómo puedes soportarlo? ¿Por qué no haces algo? ¿Qué clase de hombre eres, que puedes permanecer sentado aquí, tranquilamente, en estos momentos?

Lila cogió su bolso y pasó rápidamente junto a Sam.

—¿Dónde vas? —preguntó él.

—A ver al sheriff.

—Será más fácil telefonearle. Después de todo, hemos de estar aquí cuando Arbogast llegue.

—Si llega. Quizá haya averiguado algo y no tenga intención de volver aquí.

Se observaba cierto histerismo en la voz de Lila.

Sam la cogió del brazo.

—Siéntate —le dijo—. Telefonearé al sheriff.

La muchacha no intentó seguirle cuando salió a la tienda para telefonear.

—Uno, seis, dos, por favor —pidió después de descolgar el audífono—. ¿La oficina del sheriff? Aquí Sam Loomis, de la ferretería. Quisiera hablar con el sheriff Chambers.

—…

—¿Cómo? No, no me había enterado. ¿Dónde dice? ¿En Fulton?

—…

—¿Cuándo supone que regresará?

—…

—Ya veo. No, no; no es nada. Sólo quiero hablar con él. Si llega antes de la medianoche, haga el favor de pedirle que me llame a la tienda. No me moveré de aquí. Y muchas gracias.

Sam colgó y volvió a la trastienda.

—¿Qué ha dicho?

—No estaba. —Sam le contó la conversación, sin dejar de observar la cara de la muchacha—. Parece que han cometido un robo en el banco de Fulton, esta noche. Chambers y la patrulla de carreteras han cortado todas las vías de comunicación. Hablé con el viejo Petersen; no había nadie más en la oficina del sheriff. Hay dos agentes patrullando por las calles, pero no nos servirían de nada.

—¿Qué piensas hacer ahora?

—Esperar, naturalmente. No creo que podamos hablar al sheriff antes de mañana por la mañana.

—A ti no te importa lo que pueda sucederle a…

—Claro que me importa —la interrumpió Sam bruscamente—. ¿Te sentirías más tranquila si llamara al parador, para averiguar qué retiene a Arbogast?

Ella asintió.

Sam volvió a la tienda. Esta vez Lila le siguió y esperó mientras él pedía la información necesaria a la telefonista. Por fin la operaria consiguió localizar el nombre —Norman Bates— y encontrar el número. Sam esperó mientras la telefonista establecía la comunicación.

—Es curioso —observó al cabo de unos segundos—. No contesta nadie.

—Entonces, voy a ir allí.

—No, no irás —dijo Sam con firmeza, poniéndole una mano en el hombro—. Iré yo. Quédate aquí, por si aparece Arbogast.

—¿Qué puede haber sucedido, Sam?

—Te lo diré cuando regrese. Ahora, tranquilízate. No tardaré más de tres cuartos de hora en regresar.

Pero estuvo menos rato, porque condujo muy de prisa. Exactamente cuarenta y dos minutos después abrió la puerta de la tienda. Lila le estaba esperando.

—¿Qué has averiguado? —preguntó.

—Nada. El lugar estaba cerrado. No había ninguna luz en el despacho, ni en la casa que hay detrás del parador. Aporreé la puerta durante cinco minutos, pero no me contestó nadie. El garaje contiguo a la casa estaba abierto y vacío. Parece que Bates pasa la noche fuera.

—¿Y Mr. Arbogast?

—Su coche no estaba allí. Sólo había dos: uno con matrícula de Alabama y el otro de Illinois.

—¿Dónde puede…?

—Supongo que Arbogast averiguó algo, importante tal vez —repuso Sam—, es posible que él y Bates hayan marchado juntos. Seguramente por eso no tenemos noticias.

—No puedo resistir más esta incertidumbre. ¡Tengo que saber!

—También tienes que comer —dijo Sam, mostrándole una abultada bolsa de papel—. He traído bocadillos y café. Vayamos a la trastienda.

Habían dado ya las once cuando acabaron de cenar.

—¿Por qué no vas al hotel a dormir? —observó Sam—. Si hay alguna llamada o sé algo, te telefonearé en seguida. De nada servirá que permanezcamos los dos en vela.

—Pero…

—Hazme caso. Estoy seguro de que Arbogast ha localizado a Mary y que por la mañana tendremos buenas noticias.

Pero el domingo por la mañana no hubo buenas noticias.

A las nueve, Lila llamaba a la puerta de la ferretería.

—¿Alguna noticia? —preguntó. Y cuando Sam meneó la cabeza, Lila frunció el ceño—. Pues yo he averiguado algo. Arbogast dejó su habitación en el hotel, ayer por la mañana, antes de empezar sus investigaciones.

Sam no dijo nada. Cogió el sombrero y salieron de la tienda.

Las calles de Fairvale estaban desiertas el domingo por la mañana. El juzgado se hallaba situado en una plaza contigua a Main Street, y estaba rodeado de césped. Frente a una de sus fachadas laterales había un monumento conmemorativo de la guerra civil, y ante los otros tres, un mortero de la guerra hispano-americana, un cañón de la primera guerra mundial y un monolito de granito, respectivamente, con los nombres de doce ciudadanos de Fairvale, muertos en la segunda guerra mundial. Los bancos que bordeaban el césped estaban desiertos a aquella hora de la mañana.

El juzgado aparecía cerrado. La oficina del sheriff se hallaba situada en el anexo, y su puerta lateral estaba abierta. Sam y Lila entraron, subieron las escaleras y recorrieron el pasillo hasta la oficina.

El viejo Petersen estaba solo en el despacho exterior.

—Buenos días, Sam.

—Buenos días, Mr. Petersen. ¿Está el sheriff?

—No. ¿Te has enterado de lo sucedido? Los que asaltaron el banco se abrieron paso en el bloqueo establecido en la carretera en Parnassus. El FBI les persigue. Se ha dado la alerta.

—¿Dónde está el sheriff?

—Regresó muy tarde anoche…, quiero decir, esta madrugada.

—¿Le dio mi recado?

El viejo vaciló.

—Pues… olvidé hacerlo. Con toda aquella agitación… —Se secó la boca—. Claro que pensaba hacerlo hoy, cuando venga aquí.

—¿A qué hora será…?

—Supongo que después de comer. El domingo por la mañana va a la iglesia.

—¿A cuál?

—A la Baptista.

—Gracias.

—No estarás pensando…

Sam se volvió sin contestar. Lila caminaba rápidamente a su lado.

—¿Qué clase de pueblo es éste? —preguntó la muchacha—. Asaltan un banco y el sheriff está en la iglesia, quizá rezando para que alguien detenga a los atracadores por él.

Sam no contestó. Cuando llegaron a la calle, Lila se encaró de nuevo con él.

—¿Qué haremos ahora?

—Ir a la iglesia Baptista, naturalmente.

Pero no tuvieron necesidad de interrumpir los rezos del sheriff Chambers. Cuando se acercaron al templo, la gente ya empezaba a salir. El servicio religioso había terminado.

—Ahí está —murmuró Sam—. Vamos.

Se aproximaron a una pareja, que se hallaba parada cerca de la acera. La mujer era baja e insignificante; el hombre, alto, de anchos hombros y vientre algo prominente. Vestía traje de sarga azul y su cuello rojizo se movía, como si estuviera protestando por la opresión a que le tenía sometido el almidonado cuello de la camisa.

—Un momento, sheriff —dijo Sam—. Quisiera hablar con usted.

—¡Hola, Sam! ¿Cómo estás? —El sheriff alargó una mano rojiza—. Mamá, ya conoces a Sam Loomis.

—Quiero presentarles a Lila Crane. Miss Crane está aquí de visita. Es de Fort Worth.

—Tengo mucho gusto en conocerla. ¿No es usted la muchacha de quien siempre habla Sam? Jamás nos dijo que fuera tan bonita.

—Está usted pensando en mi hermana —dijo Lila—. Es precisamente de ella de quien queremos hablar con usted.

—¿Podríamos ir a su oficina durante un momento? —preguntó Sam—. Entonces podremos explicarle la situación.

—Naturalmente —repuso Jud Chambers. Se volvió hacia su esposa—. ¿Por qué no coges el coche y vas a casa, mamá? No tardaré en llegar.

Pero tardó. Cuando estuvieron en la oficina de Chambers, Sam contó la historia. Incluso sin interrupciones hubiera tardado veinte minutos en relatarla. Y el sheriff le interrumpió con frecuencia.

—Vamos a ver —observó, cuando Sam finalizó el relato—. ¿Por qué no se presentó a mí ese tal Arbogast?

—Ya se lo he explicado. Esperaba no tener que recurrir a las autoridades. Quería encontrar a miss Crane y recobrar el dinero, sin que se produjera ninguna clase de publicidad para la Lowery Agency.

—¿Y dices que os mostró sus credenciales?

—Sí —contestó Lila—. Tenía licencia de investigador para una compañía de seguros. Y siguió las huellas de mi hermana hasta ese parador. Estamos muy preocupados porque no ha regresado. Y dijo que lo haría.

—¿Y no estaba en el parador cuando tú fuiste? —le preguntó a Sam.

—No había nadie, sheriff.

—Es curioso, muy curioso. Conozco a ese Bates, el propietario. Está siempre allí. Muy de tarde en tarde lo abandona una hora para venir a Fairvale. ¿Has intentado llamarle esta mañana? ¿Quieres que lo haga yo ahora? Quizá estaba profundamente dormido cuando tú llegaste allí anoche.

Cogió el teléfono.

—No mencione el dinero —sugirió Sam—. Pregúntele por Arbogast, y a ver qué le dice.

El sheriff asintió.

—Déjamelo a mí —murmuró—. Sé cómo se hacen estas cosas.

Efectuó la llamada y esperó.

—¡Hola! ¿Bates? Aquí el sheriff Chambers… Eso es. Necesito cierta información. Alguien está intentando localizar a un individuo llamado Arbogast, Milton Arbogast, de Fort Worth. Es investigador o algo por el estilo, de una compañía llamada Parity Mutual.

»¿Cómo? ¿Cuándo fue? Ya comprendo. ¿Qué dijo? No tema, puede contármelo. Ya estoy informado. Sí…

»¿Cómo, cómo? Sí… Sí. Y luego marchó, ¿eh? ¿Dijo adónde iba? ¿Eso cree usted? ¡Ajá! No; eso es todo.

»No; no pasa nada. Pensé que podía haberse hospedado ahí. Por cierto, ¿cree que pudo volver ahí, por la noche? ¿A qué hora se acuesta usted, generalmente? Ya veo. Creo que eso es todo. Gracias por la información, Bates.

Colgó, y se volvió hacia Lila y Sam.

—Parece que vuestro hombre marchó hacia Chicago —dijo.

—¿Chicago?

El sheriff Chambers asintió.

—Sí. Fue donde la muchacha dijo que se dirigía. Su amigo Arbogast me parece un investigador muy hábil.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué le ha contado Bates?

Lila se inclinó hacia adelante.

—Lo mismo que Arbogast, cuando os llamó desde el parador: su hermana estuvo allí el sábado pasado, pero no se inscribió con su nombre verdadero, sino con el de Jane Wilson, de San Antonio. Dijo que se dirigía hacia Chicago.

—Entonces, no era Mary. Mi hermana no conoce a nadie en Chicago; ni siquiera ha estado nunca allí.

—Según dice Bates, Arbogast estaba seguro de que se trataba de ella. Incluso comprobó la letra. Todo encajaba: su descripción, el coche… Además dice Bates que cuando Arbogast oyó la palabra Chicago, partió como una exhalación.

—Eso es ridículo. Ella le lleva una semana de ventaja, y eso en el supuesto de que fuera a Chicago. Además, Arbogast nunca la encontraría allí.

—Quizá sabía dónde buscar. Acaso no os dijo todo cuanto averiguó de su hermana y sus planes.

—¿Qué más podía saber, que no supiéramos nosotros?

—Con esos investigadores nunca se sabe. Quizá tenía alguna idea de lo que su hermana se proponía. En caso de encontrarla y recobrar el dinero, tal vez no le interese mucho volver a su empleo en la compañía.

—¿Está intentando decir que Arbogast es un ratero?

—Sólo digo que cuarenta mil dólares en efectivo representan una bonita suma. Y el hecho de que Arbogast no haya regresado, significa que había planeado algo. —El sheriff asintió con la cabeza—. En mi opinión, lo tenía todo calculado. De lo contrario, ¿por qué no acudió a mí, en busca de ayuda? ¿Dice que ayer por la mañana se había despedido del hotel?

—Un momento, sheriff —dijo Sam—. Sus conclusiones no tienen más fundamento que lo que Bates le ha dicho por teléfono. ¿Y si Bates ha mentido?

—¿Por qué había de mentir? Habló francamente. Dijo que la muchacha estuvo allí, y que también Arbogast estuvo en el parador.

—¿Dónde estaba, pues, anoche, cuando yo fui allí?

—Se hallaba profundamente dormido, como yo había supuesto —repuso el sheriff—. Oye, Sam; conozco a ese Bates. Es algo extraño, y no muy inteligente; por lo menos, es lo que siempre me ha parecido. Pero no es hombre capaz de hacer una trastada. ¿Por qué no habría de creerle, sobre todo ahora que sé que Arbogast mentía?

—¿Que Arbogast mentía?

—Me has contado lo que te dijo cuando llamó anoche, desde el parador. Intentaba ganar tiempo. Debía estar enterado de lo de Chicago, y quería tranquilizaros, para coger la mayor ventaja posible. Por eso mintió.

—No comprendo, sheriff. ¿En qué mintió?

—Cuando dijo que iba a hablar con la madre de Norman Bates. Norman Bates no tiene madre.

—¿No tiene madre?

—Murió hace veinte años —dijo el sheriff Chambers—. Fue un escándalo muy grande; pero tú no debes recordarlo; eras muy joven, entonces. Ella construyó el parador con un individuo llamado Joe Considine. Era viuda y se decía que ella y Considine eran… —El sheriff hizo un gesto ambiguo con la mano, mirando a Lila—. De todas formas, no se casaron. Algo debió ir mal; quizá ella esperaba algo, o Considine tuviera esposa en otra parte. Lo cierto es que una noche se envenenaron ambos con estricnina. Su hijo, Norman Bates, los encontró. Supongo que debió causarle una gran impresión. Recuerdo que tuvo que pasar dos meses en el hospital. Ni siquiera fue al entierro; pero yo sí. Por eso estoy seguro de que su madre está muerta. Ayudé a llevar su ataúd.


CAPÍTULO XII


Sam y Lila comieron en el hotel.

No fue una comida agradable.

—Todavía no puedo creer que Arbogast marchara sin decirnos nada —observó Lila, dejando su taza de café en la mesa—. Y tampoco puedo creer que Mary fuera a Chicago.

—El sheriff Chambers lo cree así. —Sam suspiró—. Y hemos de admitir que Arbogast mintió cuando me dijo que iba a hablar con la madre de Bates.

—Sí, ya lo sé. No tiene sentido. Y tampoco lo tiene esa historia acerca de Chicago. Arbogast sólo sabía de Mary lo que nosotros le dijimos.

Sam dejó la cucharita de postres.

—Empiezo a preguntarme qué sabemos nosotros en realidad de Mary —dijo—. Yo voy a casarme con ella. Tú vives con ella. Ninguno de nosotros puede creer que se llevara ese dinero. Y, sin embargo, todo parece indicar que se lo llevó.

—Sí —murmuró Lila—. Ahora lo creo. Se llevó el dinero, pero no lo cogió para ella; tal vez quisiera ayudarte a pagar tus deudas.

—Entonces, ¿por qué no vino a mí? Yo no hubiera aceptado nada de ella, aunque no hubiese sabido que el dinero era robado. Pero si ella no lo creía así, ¿por qué no vino a mí?

—¡Pero venía! Por lo menos, llegó hasta el parador. —Lila formó nerviosamente una bola con su servilleta—. Es lo que intentaba decir al sheriff. Sabemos que llegó hasta el parador. Y el hecho de que Arbogast mintiera, no significa que Bates no esté también mintiendo. ¿Por qué no va el sheriff a echar una ojeada, en lugar de limitarse a llamarle por teléfono?

—No le reprocho al sheriff que no lo haga —observó Sam—. ¿Cómo podría justificar su actitud? ¿Qué pruebas tiene? ¿Qué es lo que ha de buscar? No se puede caer sobre alguien, sin ninguna razón que lo justifique. Además, en las poblaciones pequeñas las cosas no se hacen así. Todo el mundo se conoce, y a nadie le gusta crear innecesariamente malos sentimientos. Ya oíste lo que dijo. No hay razón para sospechar de Bates. Le conoce de toda la vida.

—Sí, y yo también conozco a Mary de toda la vida. Pero había cosas en ella que yo no sospechaba. El sheriff admitió que ese individuo es algo extraño.

—No dijo tanto, sino que es una especie de recluso. Lo cual es comprensible, si se tiene en cuenta la impresión que recibió cuando murió su madre.

—Su madre… —Lila frunció el ceño—. No puedo comprenderlo. Si Arbogast quería mentir, ¿por qué había de hacerlo en una cosa así?

—No lo sé. Quizá fuera lo primero que…

—¿Y por qué había de molestarse en llamar, si pensaba desaparecer? ¿No hubiera sido más sencillo marchar, sin que nosotros supiéramos siquiera que había estado en ese parador? —Miró fijamente a Sam—. Estoy… estoy empezando a creer algo.

—¿Qué?

—¿Qué te dijo Arbogast cuando llamó, que hiciera referencia a la madre de Bates?

—Dijo que la había visto sentada junto a la ventana de su habitación, cuando llegó.

—Quizá no mentía.

—Tenía que mentir. Mrs. Bates está muerta; ya oíste lo que dijo el sheriff.

—Tal vez mintió Bates. Quizá Arbogast supuso que la mujer era la madre de Bates, y cuando habló de ello, Bates, en lugar de sacarle de su error, se limitó a decirle que estaba enferma y que no podía verla nadie. Y entonces Arbogast insistió. ¿No fue eso lo que te dijo?

—Sí, pero sigo sin ver…

—Tú, no; pero Arbogast comprendió. Lo importante es que vio a alguien sentado junto a la ventana cuando llegó. Y ese alguien quizá era… Mary.

—¿No creerás que…?

—Ya no sé qué creer. Pero ¿por qué no? La pista muere en el parador. Dos personas han desaparecido. ¿No basta eso? ¿No es eso suficiente para que yo, hermana de Mary, me presente al sheriff e insista en que se haga una minuciosa investigación?

—Vamos —dijo Sam—. Vamos.

Encontraron a Chambers en su casa, acabando de comer. Mascaba un palillo mientras escuchaba a Lila.

—No sé… —dijo—. Tendría usted que presentar una denuncia formal.

—Presentaré lo que quiera, con tal de que vaya usted allí e investigue.

—¿No podríamos aguardar hasta mañana? Estoy esperando noticias sobre los asaltantes del banco, y…

—Es un asunto muy serio, sheriff —le interrumpió Sam—. La hermana de esta muchacha hace más de una semana que falta. No se trata ya del dinero. Quizá esté en grave peligro. Tal vez incluso haya…

—Está bien. ¡Está bien! No tienes que decirme lo que debo hacer, Sam. Vamos al despacho a que presente la denuncia en regla. Pero sigo creyendo que perderemos el tiempo. Norman Bates no es ningún asesino.

La palabra fue pronunciada, como cualquier otra, y murió. Pero Sam la oyó. Y Lila también. Y no lo olvidaron mientras iban a la oficina del sheriff. Cuando el sheriff partió hacia el parador se había negado a llevarles consigo, diciéndoles que esperaran su regreso. Y los dos esperaron en su oficina. Los dos… y la palabra.

Regresó muy avanzada la tarde. Llegó solo y les miró con disgusto y alivio a la vez.

—Ya os lo dije —anunció. Ha sido una falsa alarma.

—¿Qué hizo usted…?

—Un momento, señorita. Deje que me siente, y se lo contaré. Fui directamente allí. Bates estaba en el bosque, detrás de la casa, recogiendo leña. Ni siquiera tuve que mostrarle el mandamiento. Me dijo que registrara lo que quisiera, e incluso me dio las llaves del parador.

—¿Y registró?

—Claro que sí. Registré el parador y también la casa, de arriba abajo. Y no encontré un alma. Porque allí no hay nadie. Bates vive solo en la casa, desde hace muchos años.

—¿Y el dormitorio?

—Hay uno en el piso alto, desde luego; era el que ocupaba su madre, cuando vivía. Lo ha conservado igual que estaba. Dice que no lo necesita, pues tiene toda la casa para él. Ese Bates es algo raro, pero ¿quién no lo sería, si viviera solo como él?

—¿Le hizo alguna pregunta acerca de lo que Arbogast me dijo? —preguntó Sam—. Me refiero a haber visto a su madre cuando llegó.

—Lo hice sin pérdida de tiempo. Dice que es mentira. Arbogast ni siquiera le dijo que había visto a nadie. Al principio le hablé con un poco de rudeza, para ver cómo reaccionaba, pero su historia no es absurda. Le volví a preguntar sobre lo que dijo de Chicago, y sigo creyendo que es verdad.

—No puedo creerlo —repuso Lila—. ¿Por qué había de inventar Arbogast una excusa tan innecesaria como la de haber visto a la madre de Bates?

—Tendrá que preguntárselo a él, la próxima vez que le vea, señorita —contestó el sheriff—. Tal vez vio a su fantasma sentado a la ventana.

—¿Está seguro de que su madre murió?

—Ya le dije que había asistido a su entierro. Además, vi la nota que dejó para Bates, cuando ella y Considine se suicidaron. ¿Qué más quiere? ¿Tendré que desenterrarla y mostrársela para que me crea? —Chambers suspiró—. Lo siento, señorita. No era mi intención ser rudo. Pero he hecho cuanto he podido. Registré la casa. Ni su hermana ni Arbogast están allí. No encontré rastro de sus automóviles. He hecho cuanto he podido.

—¿Qué me aconseja que haga, ahora? —preguntó Lila.

—Póngase en contacto con la oficina central de Arbogast. Quizá allí tengan noticias suyas. Pero no creo que pueda hacerlo hasta mañana por la mañana.

—Creo que tiene razón. —Lila se puso en pie—. Bien; gracias por su ayuda. Siento haberle molestado.

—Para eso estoy aquí, ¿verdad, Sam?

—Así es —contestó Sam.

El sheriff se puso en pie.

—Comprendo muy bien lo que siente usted, señorita —dijo—. Ojalá hubiera podido serle de mayor ayuda. Si tan sólo tuviera alguna evidencia real…

—Lo comprendemos —observó Sam—, y le agradecemos su cooperación. —Se volvió hacia la muchacha—. ¿Vamos, Lila?

—No olviden lo de Chicago —fue el último consejo del sheriff—. Y buenas tardes.

Salieron a la calle. El sol poniente proyectaba sombras alargadas. Mientras permanecían en la acera, la negra punta de la bayoneta del soldado del monumento a los veteranos de la guerra civil rozó la garganta de Lila.

—¿Vamos a la tienda? —sugirió Sam.

La muchacha meneó la cabeza.

—¿Al hotel?

—No.

—¿Dónde quieres ir, pues?

—No sé lo que tú piensas hacer —repuso Lila—, pero yo voy al parador.

Levantó la cabeza en un gesto de desafío, y la aguda línea de la sombra pareció, por un momento, cortar la cabeza de Lila…



CAPÍTULO XIII


Norman sabía que irían, incluso antes de verles llegar.

No sabía quiénes ni cuántos serían. Pero sabía que llegarían.

Lo había sabido desde la noche anterior, cuando estaba acostado y oyó que llamaban fuertemente a la puerta. Había permanecido muy quieto, sin ni siquiera levantarse para mirar subrepticiamente desde la ventana del piso alto. En realidad, había escondido la cabeza bajo la sábana, mientras esperaba que la persona que llamaba se alejara. Por fin se fue. Afortunadamente, su madre estaba encerrada en el sótano. Lo cual fue una suerte para él, para ella y también para el que llamaba.

Pero entonces comprendió que aquel asunto no había acabado. No había terminado. Aquella tarde, mientras estaba en el pantano borrando huellas, llegó el sheriff.

Norman se sintió algo sobresaltado al volver a ver al sheriff, después de tantos años. Le recordaba muy bien, desde el tiempo de la pesadilla. Norman pensaba siempre en estos términos acerca del tío Joe Considine y el veneno y todo aquello; había sido una larga, larguísima pesadilla desde el momento en que telefoneó al sheriff hasta unos meses después, cuando le permitieron salir del hospital y regresar a la casa.

Ver al sheriff fue como revivir aquella pesadilla; pero la gente tiene la misma pesadilla una y otra vez. Y lo que importaba era recordar que había engañado al sheriff, en circunstancias mucho más difíciles. Esta segunda vez habría de resultar más fácil, a condición de que no perdiera la calma. Habría de serlo, y lo fue.

Contestó a todas las preguntas, dio las llaves al sheriff y le dejó que registrara la casa, solo. En cierta forma, incluso fue divertido dejar que el sheriff efectuara solo el registro, mientras él permanecía junto al pantano, borrando las huellas. Es decir, lo sería si su madre guardaba silencio. Porque si gritaba o hacía algún ruido, la situación sería muy grave. Pero la había prevenido para que no lo hiciera; además, el sheriff no buscaba a su madre, pues la creía muerta y enterrada.

¡Cómo le había engañado ya en aquella ocasión! Y volvió a engañarle con parecida facilidad. El sheriff le hizo algunas preguntas más acerca de la muchacha y Arbogast y Chicago. Norman sintió la tentación de inventar algo más, como por ejemplo decir que la muchacha había mencionado determinado hotel; pero comprendió que no sería sensato. Era mejor atenerse a la historia que había ideado. El sheriff la creyó y casi se disculpó al marchar.

Esa parte había terminado, pero Norman sabía que habría otra. Chambers no había ido allí por propia iniciativa. No podía tratarse de una corazonada, por el sencillo hecho de que antes no sabía nada. Su llamada del día anterior le había prevenido. Significaba que alguien más sabía lo referente a Arbogast y la muchacha. Y fue ese alguien quien hizo telefonear al sheriff, y quien mandó a la persona que llamó la noche anterior, para que fuera a espiar. Volvió a mandar al sheriff al día siguiente. Después ese alguien —quizá varios— vendría. Era inevitable.

Cuando lo pensaba, el corazón de Norman volvía a latir con violencia. Y quería hacer una multitud de estupideces: huir, bajar al sótano y ocultar la cara en el regazo de su madre, meterse en cama y esconderse bajo las sábanas. No podía huir y abandonar a su madre, y tampoco podía arriesgarse a llevarla consigo en aquel estado. Ni siquiera podía acudir a ella en busca de consuelo o consejo.

Si volvían, tendría que enfrentarse con ellos. Era lo único sensato que podía hacer. Y no sucedería nada, con tal de que se atuviera a su historia.

Pero entretanto tenía que hacer algo para calmar los latidos de su corazón.

Estaba sentado en el despacho, solo. El coche de Alabama había marchado a primera hora de la mañana, y el de Illinois lo hizo al mediodía. No había otros clientes. El cielo empezaba a nublarse de nuevo, y si la tempestad estallaba ya no habría que esperar que llegara nadie. Por lo tanto, un trago no podía hacerle daño; no se lo haría, si conseguía tranquilizar su corazón.

Norman sacó la botella del escondite bajo el mostrador. Era la segunda de las tres que había puesto allí hacía más de un mes. No estaba mal; sólo la segunda botella. Por beber la primera sucedió todo aquello, pero no volvería a ocurrir. Su madre no aparecería como la otra vez. En cuanto oscureciera le prepararía la cena. Quizá pudieran hablar por la noche, pero entonces necesitaba aquel trago; aquellos tragos. El primero no le produjo ningún efecto, pero el segundo sí. Se sentía muy tranquilo, mucho. Incluso podía tomar un tercer trago, si quería.

Y lo deseó vivamente, porque vio llegar el coche.

A primera vista, ningún detalle le hubiera distinguido de cualquier otro coche. Ni su matrícula era de otro Estado, pero Norman supo en el acto que eran ellos. Cuando se es psicóticamente sensible se sienten las vibraciones. Y también los fuertes latidos del corazón, por lo que se traga rápidamente el licor mientras se les contempla salir del coche. El hombre era de aspecto corriente y por un momento Norman creyó haberse equivocado. Pero entonces vio a la muchacha.

Vio a la muchacha y se llevó la botella a los labios, echando la cabeza hacia atrás, no sólo para beber apresuradamente, sino también para no ver el rostro de la recién llegada. Porque era la muchacha.

¡Había vuelto, saliendo del pantano!

No. No puede ser. Mírala otra vez; ahora, a la luz. Su cabello no es del mismo color, y tampoco está tan llena. Pero se parece lo bastante a ella para ser su hermana.

Sí, claro. Debía ser su hermana. Y aquello lo explicaba todo. Aquella Jane Wilson o como se llamara había huido con el dinero. Primero la siguió el detective y después su hermana.

Sabía lo que haría su madre en un caso como aquél. Pero, afortunadamente, él no tendría que volver a correr aquel riesgo. Cuanto tenía que hacer era aferrarse a su historia, y se irían. Nadie encontraría nada; nadie podía probar nada. Y no había de qué preocuparse, ya que sabía lo que se avecinaba.

El licor le ayudó a esperar pacientemente en pie, detrás del mostrador, mientras entraban. Les veía hablar afuera, y eso no le preocupó. Veía acercarse las grandes nubes por el oeste, pero tampoco eso le preocupó. Vio oscurecerse el cielo, a medida que el sol rendía su esplendor. El sol rendía su esplendor… Aquello era poesía. ¡Era poeta! Norman sonrió. Era muchas cosas. Si ellos sólo supieran…

Pero ni lo sabían, ni lo sabrían. En aquellos momentos sólo era el gordo propietario de un parador que les miraba parpadeando cuando entraron.

El hombre se acercó al mostrador. Norman se preparó para la primera pregunta, y volvió a parpadear cuando el hombre no se la hizo. En lugar de ello, dijo:

—¿Tiene habitación para nosotros?

Norman asintió, incapaz de contestar. ¿Se habría equivocado? No; la muchacha se acercaba, y era la hermana. No le cabía la menor duda.

—Sí. ¿Quieren ver…?

—No es necesario. Tenemos ganas de cambiarnos de ropa.

Era mentira. Su ropa no estaba ajada. Pero Norman sonrió.

—Muy bien. Son diez dólares, por los dos. Si quieren firmar aquí y pagarme ahora…

Empujó el registro de viajeros. El hombre vaciló un momento, y luego escribió. Norman tenía mucha práctica para leer en sentido contrario. Mr. y Mrs. Sam Wright, Independence, Mo.

Otra mentira. Wright no era su apellido. ¡Estúpidos mentirosos! Se creían muy inteligentes, yendo allí para intentar sus triquiñuelas en él. ¡Ya verían!

La muchacha miraba fijamente el libro, no el nombre que el hombre había anotado, sino otro inscrito en la parte superior de la página. El nombre de su hermana, Jane Wilson, o el que fuera.

Ella creyó que no la observaban cuando oprimió el brazo del hombre, pero él lo vio.

—Les daré la número 1 —dijo Norman.

—¿Dónde está? —preguntó la muchacha.

—Al otro extremo.

—¿Y la número 6?

La número 6.

Norman recordó entonces. Como de costumbre, había anotado el número junto a la firma. La número 6 había sido ocupada por la hermana, y ella se había dado cuenta.

—La número 6 está a este extremo —contestó él—, pero no les interesará. El ventilador está estropeado.

—No necesitaremos ventilador. Se acerca la tormenta y en seguida refrescará.

Mentira.

—Además, el seis es nuestro número de la suerte. Nos casamos el día seis de este mes.

Mentira, asquerosa mentira.

Norman se encogió de hombros.

—Bien —dijo.

Y estaba bien. Al pensar en ello, comprendía que estaba más que bien, porque si ésa era la forma en que iban a proceder aquellos mentirosos, si no iban a hacer preguntas, la habitación número seis era la ideal. No tenía que preocuparse de que encontraran algo. Y podría vigilarles. Sí, podría vigilarles.

Cogió la llave y les acompañó hasta la primera puerta. Eran sólo unos pasos, pero el viento soplaba ya y refrescaba en la penumbra. Abrió la puerta mientras el hombre traía un maletín. ¡Un ridículo maletín para quienes venían de tan lejos, de Independence! ¡Embusteros!

Entraron en la habitación.

—¿Desean algo más? —preguntó Norman.

—No, muchas gracias.

Norman cerró la puerta. Volvió al mostrador y tomó un trago, un trago para felicitarse a sí mismo. Aquello sería más fácil que lo que había imaginado.

Luego ladeó la licencia enmarcada y miró por el agujerito al cuarto de aseo de la habitación número seis.

No estaban allí, naturalmente, sino en el dormitorio. Pero les oía moverse y de vez en cuando llegaban hasta él apagadas frases de su conversación. Estaban buscando algo. No podía imaginar de qué se trataba. A juzgar por lo que oía, ni ellos mismos lo sabían.

—… supiéramos qué buscamos.

La voz del hombre.

Y luego la de la muchacha:

—… sucedió algo, algo habría pasado por alto. Estoy segura. Los laboratorios de la policía… siempre pequeñas huellas…

La voz del hombre otra vez:

—Pero nosotros no somos detectives. Sigo creyendo… mejor hablarle… de golpe, y asustarle…

Norman sonrió. No iban a asustarle; y tampoco encontrarían nada. Había limpiado y revisado a conciencia aquella habitación. No quedaban huellas delatoras de lo sucedido allí, ni la más diminuta mancha de sangre, ni un solo cabello.

La voz de la muchacha, más cerca.

—… ¿comprendes? Si lográramos encontrar algo, podríamos asustarle y obligarle a hablar.

La muchacha entró en el cuarto de aseo, seguida por el hombre.

—Con una pequeña prueba obligaríamos al sheriff a actuar. La policía del Estado hace esos trabajos de laboratorio, ¿no es cierto?

El hombre estaba junto a la puerta del cuarto de aseo, contemplando cómo ella examinaba el lavabo.

—¡Fíjate en lo limpio que está todo! Es mejor que le hablemos. Es nuestra única oportunidad.

La muchacha salió del campo visual de Norman. Miraba al interior de la ducha. Norman oyó el ruido de las cortinas al ser corridas. Aquella perra entraba en la ducha, como su hermana.

—… nada…

Norman hubiera querido reírse a carcajadas. ¡Claro que no había nada! Esperó que la muchacha saliera de la ducha, pero no reapareció. Al cabo de unos instantes, oyó un sordo golpe.

—¿Qué haces?

Fue el hombre quien hizo la pregunta, y Norman la repitió mentalmente. ¿Qué estaba haciendo?

—Estoy buscando detrás del plato de la ducha. Nunca se sabe… ¡Mira, Sam! ¡He encontrado algo!

Volvía a estar frente al espejo, sosteniendo algo en la palma de la mano. ¿Qué era? ¿Qué había encontrado la perra?

—Es un pendiente, Sam. ¡Un pendiente de Mary!

—¿Estás segura?

No podía ser el otro pendiente. ¡No podía ser!

—Claro que estoy segura. Yo misma se los regalé el año pasado, para su cumpleaños. En Dallas hay un joyero que tiene un pequeño establecimiento; está especializado en joyas de encargo. No repite nunca los modelos. Le encargué los pendientes para Mary. A mi hermana le pareció un gesto bastante extravagante, pero le gustaron mucho.

El hombre examinaba el pendiente bajo la luz, mientras hablaba.

—Debió caérsele al ducharse. A menos que sucediera algo…

—¿Qué ocurre, Sam?

—Me temo que sucedió algo, Lila. ¿Ves esto? Parece sangre seca.

—¡Oh, no!

—Sí, Lila; tenías razón.

La perra. Todas eran perras.

—Tenemos que entrar en la casa, Sam.

—Es asunto del sheriff.

—No nos creería, ni siquiera mostrándole esto. Diría que se cayó mientras se duchaba, golpeándose la cabeza, o algo por el estilo.

—Tal vez fue eso lo que ocurrió.

—¿Lo crees de verdad, Sam?

—No. —Sam suspiró—. No lo creo. Sin embargo, eso no significa que Bates tenga que ver con lo sucedido, fuere lo que fuere. Incumbe al sheriff averiguar lo demás.

—Pero no lo hará. ¡Sé que no lo hará! Necesitaríamos algo que le convenciese de verdad, algo de la casa. Estoy segura de que podríamos encontrar algo allí.

—No. Es demasiado peligroso.

—Entonces, hablemos con Bates; mostrémosle esto. Tal vez podamos hacerle hablar.

—Quizá sí, y quizá no. ¿Crees que si está implicado, le asustaremos y hablará? Lo mejor es ir a buscar al sheriff, ahora mismo.

—¿Y si Bates entra en sospechas? Quizá huya, si nos ve salir.

—No sospecha de nosotros, Lila. Pero si estás preocupada, podríamos telefonearle.

—El teléfono está en la oficina, y nos oiría. —Lila hizo una pausa—. Escucha, Sam. Yo iré a buscar al sheriff. Quédate aquí y háblale.

—¿Acusándole?

—No. Limítate a hablarle mientras salgo. Dile que voy a comprar algo, para que no se asuste.

—Pues…

—Dame el pendiente, Sam.

Las voces se desvanecieron, pero las palabras persistían. El hombre se quedaba allí, mientras ella iba en busca del sheriff. Y él no podría impedirlo. Si su madre estuviera allí, la detendría, los detendría a ambos. Pero no estaba allí, permanecía encerrada en el sótano.

Y si aquella perra mostraba el ensangrentado pendiente al sheriff, éste regresaría y buscaría a su madre. Podría entrar en graves sospechas, incluso si no la encontraba en el sótano. Durante veinte años ni siquiera había soñado la verdad, pero quizá la sospechara en aquellos momentos. Y acaso hiciera lo que Norman siempre había temido: averiguar lo que sucedió de verdad la noche en que murió el tío Joe Considine.

Llegaron más sonidos de la puerta contigua. Norman soltó apresuradamente el marco de la licencia y buscó la botella. Pero no tuvo tiempo de tomar otro trago, porque oyó cerrarse la puerta. Salían de la habitación número 6; ella se dirigía hacia el coche y él se acercaba al mostrador.

Se volvió para mirar al hombre, y se preguntó qué iría a decirle.

Pero le preocupaba más lo que diría el sheriff. Porque el sheriff podía ir al cementerio de Fairvale y abrir la tumba de su madre. Y cuando la abriera y viera el vacío ataúd, conocería el secreto.

Sabría que su madre vivía.

Sintió unos sordos golpes en el pecho, que fueron apagados por el primer trueno cuando el hombre abrió la puerta y entró.


CAPÍTULO XIV


Por un momento Sam confió en que aquel súbito trueno apagara el sonido del coche al ponerse en marcha. Entonces observó que Norman estaba en pie al extremo del mostrador, desde donde alcanzaba a ver un amplio sector de la carretera. Por lo tanto, no tenía por qué intentar ocultar la partida de Lila.

—¿Le importa que le haga compañía unos minutos? —preguntó—. Mi esposa va a la ciudad. Se le han acabado los cigarrillos.

—Antes teníamos una máquina automática para expenderlos —repuso Bates—, pero se vendía poco y la quitaron.

Miró hacia afuera, y Sam adivinó que estaba contemplando el coche al salir a la carretera.

—Lástima que tenga que ir tan lejos —prosiguió—. Dentro de unos minutos lloverá a cántaros.

—¿Suele llover mucho por aquí? —preguntó Sam, sentándose en el brazo de un destartalado sofá.

—Bastante —repuso Bates—. Pasan muchas cosas por aquí.

¿Qué significaba aquella observación? Sam le miró. Tras las gafas, los ojos del hombre parecían vacíos. De pronto, Sam percibió el delator aroma del licor y vio, al mismo tiempo, la botella en un extremo del mostrador. Bates estaba algo bebido, lo suficiente para inmovilizar su expresión, pero no lo bastante para afectar a su percepción. Vio cómo Sam miraba la botella de whisky.

—¿Quiere un trago? —preguntó—. Iba a tomar uno cuando usted entró.

Sam vaciló.

—Pues…

—Le buscaré un vaso. Debe haber alguno por aquí. —Miró bajo el mostrador y sacó uno—. Generalmente no los utilizo, y tampoco suelo beber cuando estoy en el parador. Pero con la lluvia y la humedad, un poco de licor siempre sienta bien, especialmente cuando se sufre de reumatismo, como yo.

Escanció whisky en el vaso y lo empujó hacia Sam, el cual se levantó y lo cogió.

—Además, no vendrá nadie con esta lluvia. ¡Fíjese cómo diluvia!

Sam se volvió. Llovía a cántaros. Y oscurecía también, pero Bates no hizo ademán de encender ninguna luz.

—Beba y siéntese —dijo Bates—. No se preocupe por mí. Me gusta estar de pie.

Sam volvió al sofá. Consultó el reloj. Hacía unos ocho minutos que Lila había partido. Incluso con aquella lluvia podía llegar a Fairvale en menos de veinte; luego diez minutos para buscar al sheriff, y veinte más para regresar. ¿De qué hablaría con Bates durante todo ese tiempo?

Sam levantó el vaso. Bates bebía de la botella.

—Debe sentirse muy solo aquí, a veces —observó Sam.

—Sí —repuso Bates, dejando la botella en el mostrador—. Muy solo.

—Aunque también debe ser interesante. Estoy seguro de que en un sitio como éste se debe conocer a toda clase de gente.

—Vienen y se van. No les presto mucha atención.

—¿Hace mucho tiempo que está aquí?

—Más de veinte años, y a cargo del parador. Siempre he vivido en este lugar.

—¿Y cuida usted solo del negocio?

—Eso es. —Bates se apartó del mostrador, con la botella en la mano—. Permítame que le sirva más.

—No debiera beber.

—Uno más no le hará daño. No se lo diré a su esposa —añadió, riendo—. Además, no me gusta beber solo.

Vertió licor en el vaso de Sam, y regresó después tras el mostrador.

Sam se apoyó en el respaldo del sofá. La cara del hombre sólo era una sombra gris en la creciente oscuridad. Volvió a tronar, pero no hubo relámpago.

Tras un breve silencio, Sam recordó que tenía que seguir hablando.

—Tenía usted razón. Ahora llueve mucho.

—Me gusta el sonido de la lluvia —repuso Bates—, sobre todo cuando cae con tanta fuerza. Es excitante.

—Jamás pensé en ello de esa forma. Supongo que no le vendrá mal un poco de excitación.

—¡Psé! A veces tenemos bastante.

—¿Tenemos? Creí haber entendido que vivía solo.

—Dije que llevaba el negocio solo. Pero nos pertenece a ambos, a mi madre y a mí.

A Sam casi se le atragantó el whisky.

—No sabía…

—Claro que no. Nadie lo sabe, porque siempre está en la casa. Tiene que permanecer allí. Mucha gente cree que ha muerto, ¿sabe?

La voz era reposada. Sam no podía ver el rostro de Bates en aquella penumbra, pero sabía que también su expresión era reposada.

—En realidad, también aquí hay motivos de excitación. Como la hubo hace veinte años, cuando mi madre y el tío Joe Considine bebieron el veneno. Llamé al sheriff y él les encontró. Mi madre dejó una nota, explicándolo todo. Se celebró una encuesta, pero yo no asistí a ella; estaba enfermo, muy enfermo. Me llevaron al hospital, donde permanecí mucho tiempo, casi demasiado para que me sirviera de algo al salir. Pero me las arreglé.

—¿Se las arregló?

Bates no contestó, pero Sam oyó el gorgoteo de la botella.

—Deje que le sirva otro trago —dijo Bates.

—Todavía no.

—Insisto en ello.

Bates salía ya de detrás del mostrador, y su cuerpo se cernió sobre Sam. Intentó coger su vaso.

—Primero cuénteme el resto —dijo Sam, echándose hacia atrás.

Bates se detuvo.

—Sí. Traje a mi madre a casa. Fue muy excitante ir al cementerio por la noche y abrir la tumba. Llevaba tanto tiempo encerrada en aquel ataúd, que al principio creí que estaba de verdad muerta. Pero no lo estaba, desde luego. No podía estarlo, pues, de lo contrario, no hubiese comunicado conmigo mientras yo me encontraba en el hospital. Estaba en trance, lo que llamamos animación suspendida. Sabía cómo revivirla. Hay formas de hacerlo, aunque algunos lo llamen magia. No hace muchos años que la gente decía que la electricidad era magia, cuando es una fuerza que puede ser dominada, si se conoce su secreto. La vida es una fuerza, también, y, como la electricidad, puede apagársela y encendérsela. Yo la apagué y sabía cómo encenderla. ¿Me comprende?

—Sí. Es muy interesante.

—Pensé que se sentiría interesado. Usted y la joven. En realidad, no es su esposa, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Sé más de lo que usted imagina; en realidad, sé más que usted mismo.

—¿Está seguro de que se siente bien, Mr. Bates? Quiero decir…

—Sé lo que quiere decir. Imagina que estoy borracho, ¿no? Pero no lo estaba cuando ustedes llegaron, ni tampoco cuando encontraron el pendiente y usted le dijo a la joven que fuera a buscar al sheriff.

—Yo…

—No se mueva. Yo no estoy alarmado, y lo estaría si algo fuera mal. Pero todo está bien. ¿Le diría todo esto si algo fuera mal? —Bates hizo una pausa—. No; esperé hasta que usted entró; esperé hasta que la vi a ella salir por la carretera; esperé hasta que la vi detenerse.

—¿Detenerse?

Sam intentó encontrar su cara en la oscuridad. Pero sólo podía oír su voz.

—Sí. No creía usted que ella iba a detener el coche, ¿eh? Creía que iría directamente en busca del sheriff, como usted le encargó. Pero ella tiene opiniones propias. ¿Recuerda lo que quería hacer? Registrar la casa. Y es allí donde está ahora.

—¡Déjeme salir de aquí!

—Naturalmente. No se lo impido. Sólo pensé que quizá le gustaría tomar otro trago, mientras le contaba lo demás sobre mi madre. Pensé que le gustaría saberlo, a causa de la muchacha. Ahora debe estar con ella.

—¡Apártese de mi camino!

Sam se puso en pie rápidamente y la borrosa sombra retrocedió.

—Entonces, ¿no quiere otro trago? —La voz de Bates sonó petulante sobre su hombro—. Muy bien. Como usted quie…

El resto de la frase se perdió en el trueno y el trueno se perdió en la oscuridad, cuando Sam sintió que la botella estallaba en su cráneo. Entonces, la voz, el trueno, la explosión y el propio Sam desaparecieron en la noche.

* * *

Aún era de noche, pero alguien le sacudía repetidamente; le sacudía para sacarle de la noche y llevarle a aquella habitación en la que brillaba la luz, hiriéndole los ojos y haciéndole parpadear. Pero podía sentir ya Sam y sintió que los brazos de alguien le levantaban, pareciéndole, de momento, que la cabeza iba a caérsele. Luego fue sólo un dolor en las sienes, y pudo abrir los ojos y ver al sheriff Chambers.

Sam estaba sentado en el suelo, junto al sofá, y Chambers le miraba. Sam abrió la boca.

—Gracias a Dios —dijo—. Por lo que veo, mentía acerca de Lila, y fue en busca de usted.

El sheriff no parecía escucharle.

—Recibí una llamada del hotel, hace una media hora. Estaban intentando localizar a su amigo Arbogast. Parece que pagó su cuenta, pero no se llevó las maletas. Las dejó abajo el sábado por la mañana, diciendo que regresaría a buscarlas, pero no ha dado señales de vida. Eso me hizo pensar y entonces intenté ponerme en contacto contigo. Tuve la corazonada de que tal vez vinierais aquí, y tuvisteis suerte de que lo creyera así.

—¿Entonces Lila no fue a buscarle?

Sam intentó ponerse en pie. La cabeza parecía a punto de estallar.

—Vamos, cálmate. —El sheriff le obligó a permanecer echado—. No; no la he visto. Espera.

Pero esa vez Sam logró ponerse en pie, tambaleándose.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó el sheriff—. ¿Dónde está Bates?

—Debe haber ido a la casa, después de golpearme con la botella —repuso Sam—. Allí están ahora, él y su madre.

—Pero ella murió.

—No, no murió —murmuró Sam—. Vive, y están en la casa con Lila.

—Vamos.

Chambers salió rápidamente a la lluvia. Sam le siguió por el resbaladizo paso, jadeando al empezar a subir la empinada cuesta que llevaba a la casa.

—¿Estás seguro? —preguntó Chambers, por encima del hombro—. No hay luz.

—Sí, estoy seguro —repuso.

El trueno rugió súbita y secamente. El otro sonido fue más débil y mucho más agudo. Pero ambos lo oyeron, y también lo reconocieron.

Lila estaba gritando.



CAPÍTULO XV


Lila llegó a la puerta antes de que empezara a llover.

La casa se destacaba, vieja, gris y fea, en la penumbra de la tempestad que se avecinaba. Las tablas del porche crujieron bajo sus pies, y percibió el ruido del viento al azotar las contraventanas del piso alto.

Golpeó irritadamente la puerta, aunque no esperaba que nadie contestara. No esperaba que nadie hiciera nada ya.

La verdad era que a nadie le importaba. Ninguno de ellos sentía la menor preocupación por Mary. Mister Lowery sólo quería recobrar el dinero, y Arbogast se limitaba a cumplir con su obligación al intentar encontrarlo. En cuanto al sheriff, su única preocupación era no cometer ningún error. Pero fue la reacción de Sam la que realmente la disgustó.

Lila volvió a llamar, y la casa gruñó con un sordo eco, que el ruido de la lluvia apagó.

Sí, estaba irritada; lo admitía. ¿Y por qué no había de estarlo? Toda una semana escuchando a alguien que decía: Cálmese, tranquilícese, descanse, tenga paciencia. Si les hubiera hecho caso, todavía estaría en Fort Worth. Pero al menos, había contado con que Sam la ayudaría.

No debía haberse hecho ilusiones. ¡Oh, sí! Parecía buena persona, y hasta no carecía de atractivo, pero sus opiniones y decisiones eran lentas, cautelosas, conservadoras, como suelen serlo las de los habitantes de las ciudades pequeñas. El sheriff y él hacían buena pareja. Su única idea era: no arriesgarse.

Pero no era la suya, sobre todo ahora que había encontrado el pendiente. ¿Cómo había podido Sam encogerse de hombros y decirle que fuera en busca del sheriff? ¿Por qué no cogió a Bates y le obligó a hablar, aunque fuera moliéndole a golpes? Eso es lo que debía haber hecho. Pero estaba decidida a no depender de nadie, especialmente de aquellos a quienes nada les importaba, que sólo querían no meterse en líos. No confiaba en que Sam se arriesgara lo más mínimo, y tampoco confiaba en el sheriff.

Estaba segura de que en el interior de la casa no había nadie. Y ella quería entrar.

Buscó en el bolso. ¿La lima de las uñas? No. ¿Un pasador para el cabello? Tampoco. Recordaba que había de tener una llave en alguna parte. Pero ¿abriría aquella puerta?

La introdujo en la cerradura y logró hacerle dar media vuelta hacia un lado. Pero la cerradura resistía; entonces giró hacia el otro lado. La llave casi servía, pero había algo…

La irritación fue en su ayuda. Dio un rápido giro a la llave y el vástago se rompió. Pero la cerradura cedió. Hizo girar el tirador, sintió que la puerta cedía… Estaba abierta.

Lila se detuvo en el vestíbulo. En el interior de la casa la oscuridad era mayor que afuera. Pero en alguna parte de la pared debía haber un conmutador de la luz.

Lo encontró. La desnuda bombilla que pendía del techo alumbró débilmente el viejo y rasgado papel que cubría las paredes. Dirigió la mirada hacia la sala, sin molestarse en entrar en ella. Las habitaciones del piso bajo podían esperar. Arbogast había dicho que vio a alguien mirando por una ventana del piso alto. Debería empezar por ahí.

No había interruptor para la escalera, y Lila la subió lentamente, agarrándose a la baranda. Al llegar al rellano el trueno rugió. Toda la casa pareció estremecerse. Lila se dijo que en una casa vacía como aquélla no podía haber nada capaz de asustar a nadie. En el pasillo al final de la escalera encontró un conmutador.

Tres puertas se ofrecían a su curiosidad. La primera era la del cuarto de baño. Lila no había visto nada parecido, excepto en un museo… Pero no, en los museos no se exhiben cuartos de baño. Pero aquél era digno de figurar en uno: una bañera montada sobre cuatro patas, cubos bajo el lavabo y el asiento del común; un descascarillado espejo en la pared, pero ningún armarito detrás. También había el armario de la ropa blanca, lleno de toallas y sábanas. Lila registró rápidamente los estantes, cuyo contenido nada le reveló, excepto que Bates debía mandar a lavar la ropa fuera de allí. Las sábanas estaban perfectamente planchadas y dobladas.

Lila eligió la segunda puerta. Encendió la luz al abrir, y su pobre brillo bastó para descubrirle lo que era: la habitación de Bates, muy pequeña y atestada, con un catre más adecuado para un niño que para un adulto. Probablemente había siempre dormido allí, desde su niñez. La cama estaba deshecha y mostraba señales de haber sido recientemente ocupada. En una esquina, junto al armario, había un pequeño y antiguo escritorio.

El superior contenía corbatas y pañuelos, la mayor parte de ellos sucios. Las corbatas estaban pasadas de moda. En una cajita encontró una aguja de corbata y un par de gemelos. En el segundo había camisas, y en el tercero, calcetines y ropa interior. El último contenía unas prendas blancas que finalmente, y casi con incredulidad, identificó como camisones de dormir. Es posible que se pusiera gorro al acostarse.

Era curioso que no hubiera recuerdos personales, ni papeles ni fotografías. Pero tal vez los guardaba en el escritorio, en el parador. Sí, eso debía ser.

Lila contempló las fotografías de la pared. Había dos. En una de ellas aparecía un niño montado en una jaquita, y en la segunda el mismo niño estaba frente a una escuela rural, acompañado de cinco niñas. Lila tardó algunos momentos en identificar a Norman Bates en aquel niño.

Sólo quedaban el armario y las estanterías de libros. Registró rápidamente el armario, en el que encontró dos trajes, una chaqueta, un abrigo, y un par de pantalones, viejos y manchados de pintura. No había nada en los bolsillos de aquellas prendas. En el suelo, junto al armario, vio dos pares de zapatos y unas zapatillas.

Se volvió hacia las estanterías.

Desconcertada y perpleja, examinó el incongruente contenido de la biblioteca de Norman Bates. Nuevo modelo del universo, La extensión de la conciencia, La brujería en Europa occidental, Dimensión y ser… No eran los libros propios de un muchacho, y también parecían desplazados en el hogar del propietario de un parador rural. Pasó una rápida mirada, por los estantes: sicología anormal, ocultismo, teosofía, traducciones de La Bas, Justine; y, en la estantería inferior, un absurdo surtido de volúmenes sin título, mal encuadernados. Lila cogió uno al azar y lo abrió. La ilustración que se ofreció a sus ojos era casi patológicamente pornográfica.

Devolvió el libro a su lugar, y, al hacerlo, el choque inicial de repulsión disminuyó, cediendo a una segunda y más fuerte reacción. Allí había algo, debía de haberlo. Lo que ella no podía leer en el rostro gordo y vulgar de Norman Bates se revelaba claramente en su biblioteca.

Salió al pasillo frunciendo el ceño. La lluvia golpeaba el tejado de la casa y el trueno rugió al abrir la puerta de la tercera habitación. Por un momento permaneció en la penumbra, aspirando un mohoso y heterogéneo olor de perfume y de algo que no alcanzaba a definir.

Dio la luz y se detuvo, boquiabierta.

Era sin duda el dormitorio que daba a la fachada de la casa. El sheriff le había dicho que Bates lo conservaba igual que cuando murió su madre. Pero Lila no estaba preparada para lo que vio.

No estaba preparada para adentrarse en otra época. Y, sin embargo, de repente se encontró en un mundo que ya había sido, mucho antes de que ella naciera.

El decorado de aquella habitación estaba ya pasado de moda mucho antes de que la madre de Bates muriera. No existía un aposento semejante por lo menos desde hacia cincuenta años. Pertenecía a un mundo de relojes dorados, figuritas de Dresde, alfileteros perfumados, alfombras rojo sangre, orlados cortinajes, camas con dosel, balancines, gatos de porcelana, colchas bordadas a mano y sillas exageradamente tapizadas con antimacasar.

Y vivía aún.

Eso fue lo que dio a Lila una mayor sensación de hallarse desplazada en el espacio y en el tiempo. Abajo había deteriorados restos del pasado, y en el piso alto todo era suciedad y negligencia. Pero aquella habitación estaba arreglada, era coherente, consistente, una entidad vital, completa en sí misma. Estaba impecablemente limpia, inmaculadamente libre de polvo y perfectamente ordenada. Y sin embargo, dejando aparte el olor a moho, no se tenía la sensación de estar en un museo o una exposición. La habitación parecía viva, como todas las habitaciones en las que se vive durante mucho tiempo. Había sido amueblada hacía más de cincuenta años, y había permanecido intacta desde la muerte de su ocupante, ocurrida veinte años antes; pero, a pesar de ello, seguía siendo la habitación de una persona viva, un aposento en el cual, el día anterior, una mujer se había sentado junto a la ventana…

No hay fantasmas, se dijo Lila y frunció el ceño al observar que le había sido necesario formular aquella negación. Y sin embargo, sentía una presencia viva en aquella habitación.

Se aproximó al armario. Abrigos y vestidos colgaban aún debidamente ordenados, aunque algunas de las prendas acusaban falta de plancha. Había dos faldas cortas de un cuarto de siglo antes, y en el estante se veían los sombreros llenos de adornos, los pañuelos y chales que una mujer de cierta edad llevaría en una comunidad rural.

Lila empezó a examinar el tocador y luego se detuvo junto a la cama. La colcha, bordada a mano, era muy hermosa; alargó la mano para tocarla, pero la retiró al instante con un rápido movimiento.

La colcha estaba debidamente recogida a los pies de la cama y colgaba a ambos lados, pero la parte superior aparecía un poco desarreglada, como si hubieran hecho la cama apresuradamente.

Bajó la colcha y la manta. Las sábanas eran de un gris sucio y estaban moteadas de puntos de color castaño. Pero el colchón y la almohada mostraban la depresión hecha por alguien que se hubiera acostado recientemente.

No hay fantasmas, se repitió Lila. Aquella habitación había sido utilizada. Bates no dormía allí; su cama lo probaba claramente. Pero alguien se había acostado allí. Alguien había mirado por la ventana. Si ha sido Mary, ¿dónde está ahora?

Podía registrar el resto de la habitación, revolver los cajones, buscar en la planta baja. Pero no era aquello lo más importante. Primero tenía que hacer algo, pero no podía recordar qué. ¿Dónde está Mary ahora?

Entonces recordó.

¿No había dicho algo el sheriff, acerca de que había encontrado a Norman Bates recogiendo leña en los bosques situados detrás de la casa?

Leña para la caldera. Sí, eso era. La caldera en el sótano.

Lila bajó las escaleras corriendo. La puerta delantera estaba abierta y el viento silbaba al entrar. Entonces, sin saber cómo, comprendió de repente por qué se había irritado tanto cuando encontró el pendiente. Se irritó porque estaba asustada, y la ira le ayudaba a ocultar el miedo, el miedo que le producía lo que le había sucedido a Mary, a lo que ella sabía que le había sucedido a Mary, abajo, en el sótano. Estaba asustada por Mary, no por ella misma. Bates la había mantenido encerrada allí toda la semana; quizá incluso la había sometido a torturas, o le hizo lo que hacía el hombre en aquel sucio libro; o la torturó hasta averiguar lo del dinero, y entonces…

El sótano. Tenía que encontrar el sótano.

Lila se dirigió a tientas hacia la cocina. Encontró la luz, y se sobresaltó al ver la diminuta criatura peluda agazapada, dispuesta a saltar. Pero era sólo una ardilla disecada. Sus ojos de cristal, al recibir el reflejo de la luz, parecían llenos de vida.

Las escaleras del sótano estaban delante de ella. Deslizó la mano por la pared, hasta encontrar otro conmutador. La luz se encendió abajo, convertida en un débil y vacilante brillo en la oscura profundidad. El trueno rugía como si quisiera acompañar el taconeo de sus zapatos.

La desnuda bombilla pendía delante de la caldera, grande y provista de una pesada puerta de hierro. Lila permaneció mirándola. Estaba temblando. Se dijo que había obrado tontamente al ir sola allí, al hacer lo que había hecho y lo que estaba haciendo. Pero tenía que hacerlo por Mary. Tenía que abrir la puerta de la caldera y ver lo que se escondía en su interior. ¿Y si el fuego estaba encendido aún? ¿Y si…?

Pero la puerta estaba fría; y no había calor en el oscuro vacío detrás de la puerta. Se agachó y miró. No había cenizas, ni olor a quemado… A menos que la hubieran limpiado en fecha reciente, la caldera no había sido utilizada desde hacía varios meses.

Se volvió. Vio los barreños viejos, y la silla y la mesa, junto a la pared. En la mesa había botellas y herramientas de carpintería, así como diversos cuchillos y agujas. Algunos de los cuchillos aparecían extrañamente curvados, y varias de las agujas estaban colocadas en jeringas. Detrás de todo ello vio varios bloques de madera, alambre grueso, e informes montones de una sustancia blanca que no alcanzaba a identificar. Se acercó a la mesa y miró los cuchillos completamente asombrada.

Entonces, percibió el sonido.

Al principio creyó que era un trueno. Pero casi al instante, oyó crujir las tablas arriba, y comprendió.

Alguien había entrado en la casa y andaba de puntillas por el pasillo. ¿Sería Sam? ¿Había ido en su busca? Pero entonces, ¿por qué no la llamaba?

¿Y por qué cerraba la puerta del sótano?

Porque acababa de cerrarse en aquel mismo instante. Oyó el seco «clic» de la cerradura y los pasos que retrocedían por el pasillo. El intruso debía dirigirse al piso alto.

Estaba encerrada en el sótano. Y no tenía salida alguna; ni salida, ni lugar donde esconderse. El sótano era visible por completo para quien bajara por las escaleras. Y alguien no tardaría en bajar por ellas.

Si pudiera ocultarse unos momentos, la persona que la buscara se vería obligada a bajar hasta el sótano, y entonces tendría una oportunidad de huir…

El mejor lugar sería debajo de las escaleras. Si pudiera cubrirse con unos papeles viejos o con unos trapos…

Entonces vio la manta que colgaba de la pared. Era una gran manta india, rota y vieja. Tiró de ella. La podrida tela se soltó de los clavos que la sostenían y la manta cayó de la pared. De la puerta.

La puerta.

La manta la había ocultado por completo, pero debía haber otra habitación, quizá para guardar frutas. Sería el lugar ideal para esconderse y esperar.

Y no tendría que esperar mucho más, porque ya oía los débiles y lejanos pasos en el corredor, dirigiéndose hacia la cocina.

Lila abrió la puerta.

Y entonces, gritó.

Gritó cuando vio a la vieja, echada, a la anciana de cabellos grises, cuya atezada y arrugada cara le sonreía como en una macabra bienvenida.

—Mistress Bates —susurró Lila.

—Sí.

Pero la voz no salía de las correosas mandíbulas. Procedía de algún otro lugar situado a su espalda, de la parte alta de la escalera del sótano.

Lila se volvió y vio la gorda e informe figura, medio oculta por el ceñido vestido, con el que ocultaba incongruentemente las prendas que llevaba debajo. Vio el chal en la cabeza y el rostro blanco y pintado. Miró con fijeza los endurecidos labios rojos, observando cómo se entreabrían en una convulsa mueca.

—Soy Norman Bates —dijo la aguda voz.

Y entonces sacó la mano, la mano que sostenía el cuchillo, y los pies bajaron los escalones, y otros pies corrieron. Y Lila volvió a gritar mientras Sam corría escaleras abajo y el cuchillo se alzaba, rápido como la muerte. Sam cogió y retorció la mano que lo sostenía, la retorció hasta que el cuchillo cayó al suelo.

Lila cerró la boca, pero el grito continuaba sonando. Era el frenético chillido de una mujer histérica, y salía de la garganta de Norman Bates.



CAPÍTULO XVI


Se necesitó casi una semana para sacar los automóviles y los cadáveres del pantano, utilizando una draga y una grúa, pero por fin lo consiguieron. También se encontró el dinero, en el compartimiento de los guantes. Era curioso que ni uno solo de los billetes presentara la más pequeña mancha de lodo.

Casi al mismo tiempo que las cuadrillas de obreros acababan su trabajo en el pantano, los asaltantes del banco de Fulton fueron capturados en Oklahoma, pero esa noticia mereció menos de media columna en el Weekly Herald, de Fairvale, cuya primera página estaba dedicada por entero al caso Bates. Las agencias de noticias A.P. y U.P. se hicieron eco de ella sin pérdida de tiempo, dedicándole también algún espacio la televisión. Algunos periodistas lo compararon con el caso Gein, apasionante suceso ocurrido unos años antes. Y escribieron extensamente sobre la «casa del horror» e intentaron probar que Norman Bates había estado asesinando clientes en su parador durante varios años. Exigieron una completa investigación de todos los casos de personas desaparecidas en aquel sector durante los últimos veinte años, y pidieron, asimismo, que el pantano fuera desecado, para averiguar si contenía más cadáveres.

Pero, naturalmente, no eran los periodistas quienes habían de sufragar los gastos de semejante proyecto.

El sheriff Chambers concedió diversas entrevistas a los periodistas, algunas de las cuales fueron reproducidas al pie de la letra, acompañadas de fotografías dos de ellas, prometiendo la más completa investigación del caso. El fiscal del distrito exigía un rápido juicio (las elecciones debían celebrarse en octubre), y no hizo nada para contradecir los rumores orales y escritos que acusaban a Norman Bates de canibalismo, satanismo, incesto y necrofilia.

En realidad, ni siquiera había interrogado a Bates, temporalmente sometido a observación en el hospital del Estado.

Tampoco habían hablado con él los propagadores de rumores, aunque eso no les impedía murmurar. Y aún no había transcurrido una semana cuando ya toda la población de Fairvale, para no mencionar el resto del condado, parecía haber conocido íntima y personalmente a Norman Bates. Algunos habían «ido a la escuela con él, cuando era muchacho», e incluso entonces habían «observado algo raro en su modo de comportarse». No faltaban quienes recordaran a su madre y a Joe Considine, e intentaran demostrar que «sabían que había algo sospechoso cuando se dijo que se habían suicidado de aquella manera», pero las murmuraciones de sucesos acaecidos veinte años antes resultaban rancias en comparación con las recientes revelaciones.

Naturalmente, el parador estaba cerrado; lo cual era una lástima, pues eran muchos los que hubieran deseado visitarlo. Y no es arriesgado suponer que un importante tanto por ciento de esos morbosos curiosos hubiera tomado gustosamente habitación en él. Pero los agentes de la policía estatal cerraban el paso a cuantos pretendían acercarse al edificio.

Incluso Bob Summerfield pudo informar a Sam de un notable incremento en las ventas en la ferretería. Todos querían hablar con Sam, pero éste pasó parte de la siguiente semana en Fort Worth, con Lila, y luego visitó el hospital del Estado, donde tres siquiatras examinaban a Norman Bates.

Sólo al cabo de unos diez días pudo obtener por fin el diagnóstico definitivo formulado por el Dr. Nicholas Steiner, quien estaba oficialmente encargado de la observación médica. Y Sam transmitió los resultados de su entrevista con el médico a Lila, cuando llegó a Fort Worth el fin de semana. Al principio, se mostraba reacio a hacerlo, pero ella insistió en conocer todos los detalles.

—Probablemente, jamás sabremos lo que sucedió —dijo Sam—. Y en cuanto a lo que impelió a Bates, el propio Dr. Steiner me comunicó que sólo podía hacer suposiciones más o menos fundadas. A pesar de que sometieron a Bates a un fuerte tratamiento sedante, no pudieron conseguir que hablara mucho. Parece que estos últimos días es víctima de una fuerte confusión mental. El Dr. Steiner dijo muchas cosas sobre fugas, catexia y trauma, pero no le comprendí muy bien.

»En su opinión, todo empezó hace muchos años, durante la niñez de Bates, muchos antes de la muerte de su madre. Él y su madre estaban muy unidos y, al parecer, ella le dominaba. El Dr. Steiner ignora si había algo más en sus relaciones, pero sospecha que Norman era travestido en secreto, desde mucho antes de la muerte de Mrs. Bates. Supongo que sabes lo que es un travestido.

Lila asintió.

—Una persona que viste ropas del sexo opuesto, ¿verdad?

—Según Steiner explicó, es algo más que eso. Los travestidos no son necesariamente homosexuales, pero se identifican poderosamente con personas del otro sexo. En cierta forma, Norman quería ser como su madre, pero también quería que su madre se convirtiera en parte de él.

Sam encendió un cigarrillo.

—Pasaré por alto lo que me ha contado de sus años escolares y de los motivos por los cuales el Ejército le declaró inhábil para todo servicio. Debió ser por esos tiempos, cuando contaba unos diecinueve años, que su madre decidió que jamás saldría del mundo que la rodeaba. Y obrando tal vez de un modo deliberado le impidió que creciera mentalmente. Jamás sabremos hasta qué punto es responsable de aquello en lo que se ha convertido su hijo. Debió ser entonces cuando Norman se interesó por el ocultismo y otras teorías parecidas. Y fue entonces también cuando apareció Joe Considine.

»Steiner no pudo lograr que Norman hablara mucho de Joe Considine. Incluso hoy día, después de veinte años, su odio es tan grande que no puede hablar de ese hombre sin enfurecerse. Pero el médico habló con el sheriff y se hizo con todos los recortes de periódico de aquellas fechas, lo que le ha permitido formarse una idea muy aproximada de lo que sucedió.

»Considine contaba unos cuarenta años, y Mrs. Bates, treinta y nueve, cuando se conocieron. Parece que no era muy hermosa, sino bastante delgada y prematuramente envejecida. Poseía tierras de labor, que su marido había puesto a su nombre antes de abandonarla. Sacaba buen provecho de sus propiedades. Considine empezó a cortejarla. No debió ser muy fácil. Es de suponer que Mrs. Bates odiaba a los hombres, desde que su esposo la había abandonado con su hijo, niño entonces, siendo ésta una de las razones, según el Dr. Steiner, por las cuales trató a Norman de la forma en que lo hizo. Pero te estaba hablando de Considine. Éste obtuvo por fin promesa de matrimonio por parte de Mrs. Bates. Le había inculcado la idea de vender las tierras y construir el parador, pues la carretera principal pasaba entonces por aquel lugar.

»Al parecer, Norman no opuso objeción alguna a la construcción del parador, y durante los primeros tres meses él y su madre lo dirigían juntos. Entonces su madre le comunicó que iba a casarse con Considine.

—¿Fue ésa la causa de su excitación? —preguntó Lila.

—No exactamente —repuso Sam, aplastando el cigarrillo en el cenicero—, según averiguó el Dr. Steiner. Parece que se lo anunciaron en circunstancias bastante embarazosas, cierto día en que Norman sorprendió a su madre y a Considine en la habitación del piso alto. No podemos saber si Norman experimentó inmediatamente el pleno efecto del shock, o si la reacción tardó algún tiempo en efectuarse. Pero sí sabemos en qué paró todo ello. Norman envenenó a su madre y a Considine con estricnina, que les sirvió con el café, en el cual, al parecer, había mezclado previamente algún licor, para disfrazar el sabor del veneno.

—¡Qué horror! —murmuró Lila.

—Sí, debió serlo —asintió Sam—. Según me han dicho, el envenenamiento por estricnina produce convulsiones, pero no la pérdida del conocimiento. Las víctimas suelen morir por asfixia, cuando se agarrotan los músculos del tórax. Norman debió contemplarlo, y seguramente fue demasiado, incluso para él.

»El Dr. Steiner opina que todo sucedió cuando estaba escribiendo la nota del suicidio. Norman había planeado escribirla, desde luego, e imitaba a la perfección la letra de su madre. Incluso había inventado un motivo: algo acerca de un embarazo y la imposibilidad de que Considine se casara con ella, ya que lo estaba con otra mujer, en el Oeste. El Dr. Steiner afirma que la forma en que estaba redactada la nota era suficiente para hacer entrar en sospechas; pero nadie se dio cuenta de ello, ni de lo que le había sucedido a Norman después de escribir la nota y telefonear al sheriff.

»Se sabía ya entonces que el shock y la excitación le habían llevado al histerismo, pero se ignoraba el cambio operado en él mientras escribía la nota. Al parecer, no podía soportar la pérdida de su madre. Y mientras redactaba la nota, dirigida a sí mismo, cambió literalmente de mente. Y Norman, o una parte de él, se convirtió en su madre.

»El Dr. Steiner dice que estos casos son más frecuentes de lo que se supone, sobre todo cuando la personalidad del individuo es ya inestable, como la de Norman. Y el dolor le produjo una reacción tan fuerte, que a nadie se le ocurrió ni tan siquiera dudar del pacto de suicidio. Hacía ya tiempo que Considine y Mrs. Bates estaban enterrados cuando Norman fue dado de alta en el hospital.

—¿La desenterró entonces? —preguntó Lila, frunciendo el ceño.

—Al parecer. Era aficionado a la taxidermia, y sabía lo que tenía que hacer.

—Pero no comprendo —observó Lila—. Si pensaba que él era su propia madre…

—No es tan sencillo como parece. Según Steiner, Bates poseía entonces una personalidad múltiple, con tres facetas por lo menos. Era Norman, el niño que necesitaba a su madre y odiaba a cuanto se interpusiera entre ambos. Era Norma, la madre, cuya muerte no podía tolerar. Y el tercer aspecto podría ser llamado Normal, el adulto Norman Bates que debía llevar a cabo la diaria rutina de vivir, y ocultar al mundo la existencia de las otras personalidades. No eran entes completamente distintos, claro está. Cada uno de ellos contenía elementos del otro. El doctor Steiner lo denominó una «trinidad non sancta».

»El adulto Norman Bates logró dominarse lo bastante para ser dado de alta del hospital. Volvió al parador, y entonces acusó la reacción. Lo que más pesaba en él, como personalidad adulta, era el conocimiento culpable de la muerte de su madre. No le bastaba con conservar intacta su habitación. Tenía que conservarla también a ella, conservarla físicamente, para que la ilusión de su presencia viva sofocara los sentimientos de culpabilidad.

»Por eso la sacó de la tumba y le dio nueva vida. La acostaba por la noche, y de día la vestía y la llevaba por la casa. Naturalmente, ocultaba todo esto a los extraños. Arbogast debió ver la figura colocada junto a la ventana del piso alto, pero no tenemos pruebas de que la viera nadie más en el transcurso de los años.

—Entonces el horror no estaba en la casa —murmuró Lila—, sino en su mente.

—Steiner dice que las relaciones entre Norman y el cadáver de su madre eran como las que existen entre el ventrílocuo y su muñeco. Ella y Norman, niño, debieron de conversar corrientemente. Y es probable que el adulto Norman Bates racionalizara la situación. Podía fingir cordura, pero ¿quién puede decir cuánto sabía en realidad? Sentía interés por el ocultismo y la metafísica; y probablemente creía en el espiritismo tanto como en los poderes conservadores de la taxidermia. Además, no podía rechazar ni destruir las otras partes de su personalidad sin rechazarse y destruirse a sí mismo. Vivía tres vidas a la vez.

—Y entonces llegó Mary —murmuró Lila—. Sucedió algo y él la mató.

—Su madre la mató —repuso Sam—. Fue Norma quien mató a tu hermana. Ignoramos cuál fue la verdadera situación, pero el Dr. Steiner afirma que cuando se producía una crisis, Norma se convertía en la personalidad dominante. Bates empezaba a beber, y entonces sufría una fuga mientras su madre se imponía. Naturalmente, durante esas fugas se vestía con ropas femeninas. Después ocultaba la imagen de su madre, porque en su mente era ella el verdadero criminal, y debía ser protegida.

—Entonces el Dr. Steiner debe estar seguro de la locura de Norman Bates.

—Me dijo que era un sicópata. Recomendará que Bates sea internado en el hospital del Estado, probablemente para el resto de su vida.

—¿No habrá juicio?

—Eso quería decirte. No habrá juicio. —Sam suspiró—. Lo siento. Supongo que tus sentimientos…

—Me alegro de ello —le interrumpió Lila lentamente—. Es mejor así. Es curioso cómo suceden las cosas en la vida real. Ninguno de nosotros sospechaba la verdad; andábamos a ciegas, hasta que hicimos lo que debíamos movidos por motivos equivocados. Ni en este mismo instante puedo odiar a Bates por lo que hizo. Debe haber sufrido mucho más que cualquiera de nosotros. Hasta cierto punto, incluso creo comprenderle. No estamos tan cuerdos como pretendemos estarlo.

Sam se puso en pie. Lila le acompañó hasta la puerta.

—De todas formas, ya todo ha pasado. Intentaré olvidar. Procuraré olvidarlo todo.

—¿Todo? —murmuró Sam.

No la miró.

—Casi todo —repuso ella.

Y tampoco le miró.

Y ése fue el fin de todo ello.

O casi el fin.



CAPÍTULO XVII


El verdadero fin llegó silenciosamente.

Se produjo en la pequeña y desnuda habitación donde las voces habían murmurado, y se habían mezclado durante tanto tiempo: la voz del hombre, la voz de la mujer, la voz del niño.

Las voces estallaron cuando se inició la fisión, pero ahora, casi milagrosamente, se produjo una fusión.

Sólo quedaba una voz. Y era como debía ser, ya que sólo había una persona en la habitación. Siempre había habido una persona, sólo una.

Ella lo comprendió entonces.

Lo comprendió y se alegró.

Era mucho mejor que así fuera; tener total y plena conciencia de una misma, como en realidad era. Ser serenamente fuerte, serenamente confiada, serenamente segura.

Podía mirar al pasado como si fuera una pesadilla; era eso lo que había sido: una pesadilla poblada de ilusiones.

Había un muchacho malo en la pesadilla, un muchacho malo que había matado a su amante e intentó envenenarla a ella. En alguna parte de la pesadilla estaban el ahogo y los gemidos y los intentos de abrirse la garganta y las caras amoratadas. En alguna parte de la pesadilla estaba el cementerio por la noche y el muchacho que cavaba y jadeaba, y la rotura de la tapa del ataúd, y el momento del descubrimiento, el momento de mirar lo que contenía. Pero lo que allí yacía no estaba realmente muerto. El muerto era el muchacho malo, y así debía ser.

En la pesadilla había habido un hombre malo también, y era asimismo un asesino. Había mirado por un agujero en la pared, y bebido y leído libros sucios, y había creído, además, en muchas tonterías. Pero lo peor de todo era que había dado muerte a dos personas inocentes: a una muchacha de hermosos senos y a un hombre que se cubría con un Stetson gris. Ella lo sabía todo, claro está, y por eso podía recordar incluso los más pequeños detalles. Lo sabía porque había estado allí, entonces, mirándolo. Pero sólo había mirado.

Era el hombre malo quien había cometido los asesinatos. Y luego, intentó culparla a ella.

Mi madre los mató. Lo dijo, pero era mentira.

¿Cómo podía matarles, si sólo les contemplaba, y tenía que fingir que era un cuerpo disecado, que no puede hacer ningún daño y que se limita a existir para siempre?

Sabía que nadie creería al hombre malo; y el hombre malo había muerto ya. El hombre malo y el muchacho malo estaban muertos, o de lo contrario sólo eran parte de la pesadilla. Y la pesadilla se había desvanecido ya para siempre.

Sólo quedaba ella, y ella era real.

¿Y acaso no es cierto que ser la única y saber que se es real es prueba de cordura?

Pero para estar más segura sería mejor seguir fingiendo que era sólo un cuerpo disecado. No debía moverse nunca, sino permanecer sentada en aquella pequeña habitación, sentada para siempre.

Si permanecía sentada sin moverse, no la castigarían.

Si permanecía sentada sin moverse, sabrían que estaba cuerda, cuerda, cuerda.

Permaneció sentada durante mucho tiempo, y luego entró una mosca zumbando entre las rejas.

Se posó en su mano.

Podía aplastarla, si hubiera querido.

Pero no la aplastó.

No la aplastó, y confió en que le estuvieran vigilando, porque eso probaba la clase de persona que realmente era.

Incapaz de matar una mosca.




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