Escuchaba la voz, con la cabeza y la mirada perdidas. Hasta seis veces sonó el reloj de la iglesia, como si las campanas estuvieran metidas en un saco que amortiguasen su tañer en la cocina. En la penumbra, supo que en una hora su sombra estaría preparando desayunos y sonando pequeñas narices infantiles, mientras su verdadero yo seguiría rumiando las palabras susurradas por un extraño, el duelo de las campanas y aquel desagradable chirrido neumático que no cesaría nunca. El podcast que escuchaba a oscuras era lo único a lo que podía aferrarse, sentada junto a la mesa. Llegados a este punto, no sabía cómo iba a terminar su historia, pero ¿acaso importaba tanto?
El simple hecho de conocer lo que ya ha sucedido justo en el momento antes de que ocurra, solo nos proporciona la falsa certeza de que podemos cambiar el devenir de los acontecimientos, evitar o corregir nuestros estúpidos errores u ocultar nuestras miserias por una noche en un apartado y recóndito motel de carretera. Pero no, lamentablemente no podemos desafiar las leyes del destino.
“Es lo que tiene la vida, es irreversible, quieras o no tienes que vivirla hasta el final, de la misma forma en la que tengo que terminar el relato, aunque sepa que lo pagaré caro”.
Los ecos sonoros de Psicosis llenaban la estancia mientras se mezclaba con sus pensamientos, como un cóctel demasiado cargado, una densa esencia mortal que embriagaba su mente. De alguna manera, iban cogidos de la mano, puesto que la línea que aquella madrugada separaba la cordura de la pérdida total y absoluta de papeles era demasiado delgada, un hilo en tensión a punto de romperse ¿no era eso lo que le sucedía a Norman?
“Mañana lo pagaré caro. Con o sin sueño, mañana llegará, aunque yo no quiera”.
Encendió un cigarrillo, le temblaban las manos, que compulsivamente jugueteaban nerviosamente con el mechero como si su subconsciente quisiera prenderle fuego a todo. Mientras tanto, Norman alzaba cada vez más la voz hablando de su madre, con esa mezcla de devoción y odio que dejaba a Mary sin palabras.
“¿Casualidad o destino? ¿Tú que piensas, Mary? Yo sé cómo acaba tu historia, he visto la película. Si no hubieses robado el dinero, si no hubieses huido a ver a tu novio, si no te hubieses perdido, si no hubieses aceptado la invitación a cenar... La vida es irreversible, hay que apechugar con las decisiones que toma una”.
No se daba cuenta, pero sus ideas se asomaban a sus propios labios como a un precipicio, y caían sin remedio al abismo de la estancia deshabitada como fardos inertes, frases vacías.
“Si no hubiese tonteado, si no hubiese aceptado la invitación a cenar, si no hubiese bebido para darme el valor que no tenía, si no hubiese subido a la habitación”.
No dejaba de darle vueltas a todo aquello mientras el tiempo transcurría inalterablemente extraño, y una inquietante mirada perforaba la débil frontera que la separaba de aquella mente psicótica.
Mary permanecía ajena a aquella escena mientras se desnudaba, sin saber que lo hacía ante los ojos de un Norman emasculado que se vengaba de la Sra. Bates con un deseo rabioso, un odio primigenio, Edipo asiendo las faldas de su madre hasta rasgarlas.
“¿Podía haberlo evitado o estaba escrito? La aurora llegará y llamará a mi puerta... es cuestión de tiempo”
Mary se metía en la ducha, y aunque la oyente le hubiese advertido para que no lo hiciese, Mary se habría introducido en la ducha tantas veces como hubiese leído la página o escuchado la escena. El agua caliente limpiaba su conciencia de todo lo malo, absolviéndola, bautizándola.
“Si el orgullo no me hubiese podido, si no hubiese subido a la habitación para salir corriendo después como una niñata presa del pánico, o si simplemente hubiese seguido con el plan tinder-tonteo-consumación, rompiendo el mil pedazos el “hasta que la muerte nos separe”, como hace mi marido cada dos domingos cuando dice que va al futbol, y sobre todo, si no hubiese cogido aquel maldito coche”.
Mary continuaba flagelándose mientras el vapor se expandía por cada centímetro cúbico del baño, dejando vislumbrar apenas la vieja máscara mortuoria a través de las cortinas.
“Si no hubiese bebido, si no hubiese cogido ese puto coche, si me hubiese acordado de encender las luces…”
Mary tenía los ojos cerrados, el agua le caía como un torrente por todo el cuerpo.
“Si hubiese visto al repartidor, si hubiese frenado a tiempo, si no le hubiese dejado como un muñeco roto bajo la tormenta. No era mayor que mi hijo, solo un crío que miraba aterrado, hasta que dejó de hacerlo”
De repente, aquella esperpéntica sombra eclipsó parcialmente la luz de la única bombilla que colgaba desnuda del techo y Mary empezó a gritar. Gritaba y gritaba mientras el cuchillo cortaba sus brazos y su cara, su piel, las cortinas.
Gritaba y gritaba y su sangre se mezclaba con el agua de lluvia y el asfalto. Gritaba como lo hacía la mujer de la cocina, sujetándose las rodillas, haciéndose un ovillo contra la pared, mientras las primeras luces del alba se colaban por la ventana. Entonces el cuchillo cortó su voz, y las dos dejaron de gritar.
Un incipiente reguero carmesí comenzó a diluirse con el agua que seguía emanando de la ducha aún abierta mientras la macabra solución era engullida sin remedio por el viejo y oxidado desagüe de la bañera. La última anilla que se mantenía unida a la cortina estalló a consecuencia del tirón provocado por la caída del cuerpo inerte sobre el interior de la ducha. Después, unos pasos bajaron lentamente la escalera de madera que comunicaba la primera planta con el vestíbulo. Norman hablaba con alguien, el cuerpo de Mary yacía sin vida con la mirada vaga, perdida, y una mueca en su rostro aunaba espanto, estupor y alivio.
“¿Estaba escrito? La mañana llegará y llamará a mi puerta... es solo cuestión de tiempo”
María López
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