El relato “Médium” de Pio Baroja representa a la mujer entre dos mundos. La mujer es una “médium” en donde tiene presencia en el mundo real y en el mundo sobrenatural. El narrador y su amigo Román tienen tremendo miedo de la hermana de Román quien se llama Ángeles. Ángeles es representada como alguien quien tiene poderes como la posibilidad de mover objetos y tiene fuerzas sobrenaturales. El narrador expresa las sonrisas raras que la hermana expresaba y el miedo que lo causaba tener. Al final del cuento, el narrador y Román descubren que Ángeles puede comunicarse con los espíritus y ella solo sonríe en ver las pruebas en donde ella está hablando con uno. Ángeles se opone a las normas de la mujer. Ella es presentada como una mujer mala en donde el propio hermano la odia y teme. Ella es alguien con poder porque no solo puede comunicarse con los espíritus pero porque es capaz de causar miedo en el narrador y a Román. El poder de ella es interpretada como terror. Porque la mujer en esté cuento no sigue las normas de la mujer modelo, es representada como una figura que causa miedo. El papel de “médium”, alguien entre dos mundos, también refleja el fin de siglo porque el horror es usado para escapar la realidad de ese tiempo.
El narrador cuenta una experiencia infantil que marcó toda su vida: la constatación de que un espíritu ajeno puede habitar el propio cuerpo. El relato de dicha experiencia está, no obstante, enmarcado por dos referencias a la posible locura del narrador, locura negada por él insistentemente, pero que, de ser aceptada, explicaría esos hechos paranormales como fruto de una imaginación enfermiza. Pero ese estado patológico podía ser también la consecuencia del trauma producido por esos sucesos paranormales: el hecho es que, al comenzar a contar su experiencia infantil, la mente del narrador se vuelve lúcida, narrando con perfecta trabazón lógica y sin titubeo alguno. Parece, así, que el autor prefiere dejar la cuestión de la locura —y, en consecuencia, la veracidad de los hechos narrados— en la ambigüedad y que sea el propio lector quien decida creer o no creer por sí mismo.
La experiencia narrada es, en síntesis, la siguiente: el protagonista se hace amigo de otro niño que tiene una hermana misteriosa, capaz de mover los objetos sin tocarlos. En su casa se producen hechos anormales: suena la campanilla sin que nadie la toque, las cosas se mueven de un sitio a otro, se dibujan sombras en las paredes... La madre regala al amigo una cámara fotográfica y el protagonista retrata a la familia. Al revelar los negativos comprueban que sobre la figura de la hermana «se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído». Este relato presenta tres motivos de interés, que nos permitirán en seguida centrarnos en las claves del ocultismo finisecular: en primer lugar, la referencia a ciertos fenómenos paranormales, a los que se concedía gran credibilidad en la época y que serán objeto de importantes estudios; en segundo, la causa a la que se atribuyen dichos poderes, que aquí parece ser la fuerza de un espíritu ajeno que habita en el cuerpo de la hermana (espiritismo), y, por último, el modo en que se produce la constatación de esas experiencias, gracias a una cámara fotográfica.
Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.
La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.
Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.
La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.
Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.
Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.
Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...
—Hay que estudiar —dijo, a modo de conclusión, la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.
Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.
Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...
Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.
—¿Qué tienes? —le pregunté.
Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.
Luego, en voz baja, murmuró:
—Ha sido mi hermana.
—¡Ah! Ella...
—No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.
Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie. Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta... llamaban... abríamos... nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... llamaban... nadie.
Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.
—Es mi hermana, mi hermana —dijo Román.
Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: Abracadabra.
Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.
Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.
Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.
Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.
¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.
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