sábado, 30 de julio de 2022

La Chica de los Ojos Hambrientos

La Chica de los Ojos Hambrientos (The Girl with the Hungry Eyes) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992), publicada en la antología de 1949: La chica de los ojos hambrientos y otras historias (The Girl with the Hungry Eyes, and Other Stories).

El relato, posiblemente uno de los mejores cuentos de Fritz Leiber, regresa sobre un tema central del género, por entonces novedoso, pero que con el transcurso del tiempo se fue transformando en un verdadero cliché. Nos referimos específicamente al vampirismo psíquico —también llamado vampirismo emocional o vampirismo energético—, en esta ocasión, a través de la presencia de una mujer sumamente misteriosa.

Del mismo modo en que Drácula, por citar un personaje masculino mítico en este tipo de historias, ejerce una poderosa influencia sobre quienes tienen la mala fortuna de caer en sus garras, la protagonista de esta historia se jacta de poseer el mismo poder, y de hecho lo aplica sin demasiados reparos.

Fritz Leiber, que hasta el momento se había hecho muy popular dentro del relato pulp de aquellos años a través del magnífico de Ciclo Fafhrd y el ratonero gris, desarrolla aquí una estupenda historia de terror, probablemente una de las más interesantes de su vasta producción literaria.


Para la narración de este relato, contamos con la inestimable colaboración de Sylvia, que se ofrece desinteresadamente para dar vida y voz al enigmático personaje de la Chica. Muchísimas gracias por tu magnífico aporte a esta historia.




De acuerdo, le explicaré por qué la Chica me pone la piel de gallina. Le explicaré por qué no puedo ir al centro y ver cómo a la multitud se le cae la baba ante la torre donde está su efigie, con esa botella de refresco, ese paquete de cigarrillos o lo que sea que tenga al lado; la razón de que ya no pueda soportar echarles ni un vistazo a las revistas porque sé que ella aparecerá en alguna página luciendo un sostén o metida en un baño de espuma…, por qué no me gusta pensar que millones de norteamericanos absorben ávidamente esa media sonrisa ponzoñosa. Es toda una historia…, más de lo que se espera.


No, no es que haya sufrido un repentino ataque de indignación ante los males de la publicidad y la obsesión nacional por las chicas guapas y seductoras. Eso sería más bien risible en un hombre dedicado a mi profesión, ¿verdad? Aunque, de todas formas, creo que estará de acuerdo conmigo en que hay algo levemente perverso en el hecho de que el sexo sea empleado de esa forma… Claro que a mí no me importa, y ya sé que hemos tenido la Cara, el Cuerpo, la Mirada y muchas cosas más, así que, ¿por qué no íbamos a acabar teniendo a alguien que poseyera todo eso resumiéndolo de una forma tan completa que no nos ha quedado más remedio que llamarla la Chica y colocar su efigie en todas las vallas publicitarias que hay desde Times Square hasta Telegraph Hill?


Pero la Chica no se parece a ninguna de las que la han precedido. Lo suyo no es algo natural. Es morboso. Es…, algo maligno.


Oh, sí, claro, ya sé que estamos en 1948 y el tipo de cosas a que estoy haciendo alusión desapareció con los tiempos de la brujería, ¿verdad? Pero, verá, cuando se llega más allá de cierto punto no me siento demasiado seguro de a qué estoy haciendo alusión… Hay vampiros y vampiros y no todos chupan sangre.


Y tampoco debemos olvidar los crímenes, si es que fueron crímenes.


Dejemos aparte todo eso. Permita que le haga una pregunta: si Norteamérica está tan obsesionada con la Chica, ¿por qué no sabemos más de ella? ¿Por qué nunca ha merecido el honor de aparecer en una portada de Time con una biografía incluida dentro? ¿Cómo es que ni Life ni el Post le han dedicado un solo artículo? O un perfil en el New Yorker… ¿Cómo es que Charm o Mademoiselle no nos han contado la saga de su carrera? ¿Cómo dice? ¿Que todavía no están preparados para eso? ¡Tonterías!


¿Por qué no ha hecho ninguna película? ¿Por qué no ha aparecido en Information, Please? ¿Por qué no la vemos besando a los candidatos en los actos políticos? ¿Por qué no la han escogido reina de cualquier porquería en alguna convención?


¿Por qué no leemos nada sobre sus gustos y aficiones o sus opiniones acerca de la situación rusa? ¿Cómo es que los columnistas no la han entrevistado vestida con un kimono en el último piso del hotel más alto de Manhattan para decirnos con qué hombres sale?


Finalmente, y ésta es la pregunta más importante de todas, ¿por qué nunca ha sido dibujada o pintada?


Oh, no, se lo aseguro. Si tuviera algunos conocimientos sobre arte comercial ya lo sabría. Todas y cada una de esas imágenes suyas han sido hechas a partir de fotos. ¿Que son excelentes? Pues claro que lo son. Tienen a los mejores artistas para que se ocupen de eso. Pero así es como se hace, ¿entiende?


Y ahora voy a explicarle cuál es el por qué de todo eso a que me he referido antes. Es porque en todo el mundo de la publicidad, de las noticias y los negocios no hay ni una sola persona que sepa de dónde salió la Chica, dónde vive, qué hace, quién es y ni tan siquiera cuál es su nombre…


Sí, me ha oído bien. Más aún, nadie llega a verla nunca…, salvo un pobre fotógrafo que está consiguiendo ganar más dinero con ella del que jamás tuvo esperanzas de ganar en toda su vida y que se pasa cada minuto del día sintiéndose terriblemente asustado y confuso.


No, no tengo ni la más leve idea de quién es ese fotógrafo o de dónde cae su estudio. Pero sé que ese hombre debe existir y tengo la más absoluta certeza moral de que siente justo lo que le he dicho.


Cierto, si lo intentara quizá lograse encontrarla. Pero no estoy muy seguro…, a estas alturas lo más probable es que ya tenga otros medios de protección. Además, no quiero intentarlo.


Oh, así que según usted estoy como una cabra, ¿eh? ¿Esta clase de cosas no pueden ocurrir en este Año de nuestro Átomo 1948? ¿Nadie puede mantenerse oculto para siempre, ni tan siquiera la Garbo?


Bueno, da la casualidad de que yo sé cómo puede hacerse porque el año pasado fui ese pobre fotógrafo del que le estaba hablando hace unos momentos. Sí, el año pasado, en 1947, cuando la Chica armó su primer gran revuelo en esta inmensa y provinciana ciudad nuestra…


Sí, ya sé que usted no estaba aquí el año pasado y que no está enterado de eso. Incluso la Chica tuvo que empezar poco a poco, ¿no le parece? Pero si se dedica a hurgar en los archivos de los periódicos locales encontrará algunos anuncios y quizá pueda mostrarle parte del material antiguo…, creo que Lovelybelt aún utiliza una de las fotos. Yo tenía una auténtica montaña de fotos suyas pero acabé quemándolas todas.


Sí, claro que saqué una buena tajada de ella. Nada comparable con lo que debe estar ganando ese otro fotógrafo, pero aun así gané lo suficiente para pagar este whisky que bebo. La Chica tenía una actitud muy extraña hacia el dinero. Ya le hablaré de eso más adelante.


Pero antes imagínese cómo era yo en 1947. Tenía un estudio situado en el cuarto piso de esa ratonera llamada Edificio Hauser, el que está pegadito al Parque Ardleigh.


Estuve trabajando en los estudios Marsh-Mason hasta que me harté y decidí probar suerte en solitario. El Edificio Hauser era un auténtico desastre —nunca olvidaré cómo crujían aquellas escaleras—, pero los alquileres eran baratos y había una claraboya que daba luz natural.


El negocio andaba fatal. Recorrí todo el circuito de anunciantes y agencias publicitarias y hubo algunas que hasta parecieron interesarse un poco por mí, pero no conseguí cerrar ningún trato. Apenas tenía dinero. Llevaba algún tiempo sin pagar el alquiler. Diablos, si ni tan siquiera tenía el dinero suficiente para salir con una chica…


Hacía una de esas tardes grises y oscuras. El edificio estaba terriblemente silencioso: había una gran escasez de viviendas, pero aun así apenas habían conseguido alquilar la mitad del Hauser. Acababa de revelar unas fotos que pensaba ofrecerle a Fajas Lovelybelt y a Piscinas y Juegos Bruford: esas últimas eran una escena de playa trucada. Mi modelo ya se había marchado. Una tal señorita León… Era profesora en una escuela secundaria y de vez en cuando también hacía algún trabajito de modelo para mí, aunque no tenía que pagarle nada a menos que consiguiera vender las fotos. Les eché un vistazo y decidí que la señorita León probablemente no fuese lo que Lovelybelt andaba buscando: lo más probable era que mis fotos tampoco encajaran en sus proyectos. Pensé que lo mejor sería dar por terminado el día.


Y entonces oí la puerta de la calle, cuatro pisos más abajo; ella entró en el edificio y el eco de unos pasos resonó por las escaleras.


Vestía un traje negro de tela barata. Calzaba unos zapatos negros, no llevaba medias y, dejando aparte el abrigo gris que sostenía sobre uno de ellos, sus flacos brazos estaban desnudos. Tiene los brazos bastante flacos, ¿se ha dado cuenta? Aunque puede que a estas alturas ya hayan perdido la capacidad de fijarse en ese tipo de cosas…


Y vi ese cuello delgado, ese rostro levemente enflaquecido, casi austero, vi la cascada de cabello oscuro y asomando por debajo de ella los ojos más hambrientos del mundo.


Esa es la auténtica razón de que su efigie esté esparcida por todo el país ¿sabe? Esos ojos… No contienen nada vulgar, pero te miran con un hambre que es toda sexo y algo más, algo distinto al sexo. Eso es lo que todo el mundo ha andado buscando desde el Año Uno…, algo más que sexo.


Bueno, amigo, ahí estaba yo con la Chica en un despacho que estaba empezando a llenarse de sombras y en un edificio casi vacío. Una situación que estoy seguro un millón de varones norteamericanos se han imaginado con una considerable variedad de pequeños detalles salaces… ¿Que qué sentía? Estaba asustado.


Ya sé que el sexo puede dar miedo. Ese frío palpitar de tu corazón cuando estás a solas con una chica y te das cuenta de que vas a tocarla… Pero si esto era sexo se trataba de sexo recubierto por algo más, algo distinto.


Al menos en aquellos momentos yo no estaba pensando en el sexo.


Recuerdo que di un paso hacia atrás y que la mano empezó a temblarme de tal forma que las fotos que había estado examinando cayeron al suelo.


Sentí un mareo casi imperceptible, como si algo estuviera saliendo de mi cuerpo…, sólo un poquito, entiéndame.


Y eso fue todo. Después ella abrió la boca y todo volvió a la normalidad durante un tiempo.


—Veo que es usted fotógrafo, señor —me dijo—. ¿Tendría trabajo para una modelo?


Por su voz no me pareció que fuese demasiado refinada.


—Lo dudo mucho —respondí agachándome a recoger las fotos. Compréndalo, no me había impresionado… Aún me faltaba mucho para captar las posibilidades comerciales que había en sus ojos—. ¿Qué ha hecho hasta ahora?


Bueno, me contó una historia bastante vaga, así que me dediqué a comprobar hasta dónde llegaban sus conocimientos sobre las agencias de modelos, los estudios, las tarifas y todo ese tipo de cosas, y no necesité mucho tiempo para hacerme una idea al respecto.


—Oiga, usted no ha posado para un fotógrafo en toda su vida. Este es el primer estudio fotográfico que pisa, ¿verdad?


Admitió que así era, más o menos.


Durante toda nuestra conversación tuve la impresión de que se movía y hablaba con cierta vacilación, como hacemos todos cuando nos encontramos en un lugar desconocido. No es que se sintiera poco segura de sí misma o que mi presencia la pusiera nerviosa…, no, era sólo la situación en general, nada más.


—¿Y cree que cualquiera puede hacer de modelo? —le pregunté mirándola con expresión compasiva.


—Claro —dijo ella.


—Mire —le expliqué—, un fotógrafo profesional puede malgastar toda una docena de negativos intentando conseguir una sola foto donde una mujer corriente parezca tener un aspecto medio humano. ¿Cuántos cree que necesitará malgastar antes de que pueda conseguir una instantánea donde esa mujer esté realmente atractiva?


—Creo que puedo trabajar como modelo —dijo ella.


Tendría que haberla echado a patadas de mi estudio en ese mismo instante… No sé, quizá sentí una cierta admiración ante la frialdad con que pregonaba sus modestos atractivos. Quizá me dejé conmover por esa delgadez suya y ese aspecto de no comer lo suficiente… Lo más probable es que estuviera irritado porque nadie quería mis fotos y tuviera ganas de desahogarme con ella dándole una buena lección.


—De acuerdo, voy a hacerle una prueba —le dije—. Voy a sacarle un par de fotos, pero quiero que tenga bien claro que esto sólo es una prueba. Si alguien llega a querer utilizar una foto suya, para lo que hay aproximadamente una probabilidad entre dos millones, le pagaré las tarifas habituales por su tiempo. De lo contrario, no le pagaré ni un solo centavo.


Me sonrió. Fue su primera sonrisa.


—Por mí estupendo —dijo.


Bueno, le saqué tres o cuatro fotos (primeros planos de su rostro, porque el vestido que llevaba me parecía bastante feo) y he de reconocer que al menos supo aguantar bien mis sarcasmos. Después recordé que seguía teniendo a mano las muestras de Lovelybelt y supongo que todavía debía sentirme bastante irritado, porque le alargué una faja y le dije que fuera detrás del biombo y se la pusiera y ella lo hizo sin ruborizarse, aunque me había imaginado que se pondría roja como un tomate, y dado que habíamos llegado tan lejos supuse que tanto daba, que bien podía repetir la escena de la playa…, y eso fue todo.


Durante todo ese tiempo no sentí nada de particular salvo que de vez en cuando volvía a sufrir uno de esos leves ataques de mareo y me pregunté si tendría algún problema de estómago, o si habría sido un poco más descuidado que de costumbre al manejar mis productos químicos.


Aun así…, bueno, creo que en el fondo seguía estando tan nervioso y asustado como al principio, ¿me comprende?


Le arrojé una tarjeta y un lápiz.


—Escriba ahí su nombre, su dirección y su número de teléfono —le dije, y fui hacia el cuarto oscuro.


Se marchó unos minutos después. No me despedí de ella. Estaba molesto porque había obedecido todas mis órdenes sin rechistar ni ponerme pegas, y no parecía sentir ni la más mínima preocupación por cómo saldrían las fotos. Ni tan siquiera me había dado las gracias, dejando aparte esa sonrisa…


Acabé de revelar los negativos, saqué algunas copias, les eché un vistazo y decidí que eran casi tan buenas como las de la señorita León. Me dejé guiar por un impulso y las puse junto a las otras fotos que pensaba llevar conmigo a la mañana siguiente cuando hiciera mi nueva ronda por los estudios.


A esas alturas ya había trabajado lo suficiente para estar un poco cansado y nervioso, pero no me atrevía a gastar el dinero que me costaría el licor necesario para remediar ese problema. No tenía mucha hambre. No estoy seguro, pero creo que me fui al cine.


No pensé ni una sola vez en la Chica, excepto para preguntarme sin mucho interés por qué no le había hecho ni la más leve insinuación, dado que por aquel entonces no había ninguna mujer en mi vida. Me había dado la impresión de que pertenecía a…, bueno, digamos que a un estrato social más accesible y abierto que el de la señorita León. Pero, naturalmente, había muchísimas razones que podían explicar perfectamente el que no me hubiera insinuado.


A la mañana siguiente hice la ronda de costumbre. Mi primera parada fue en la Cervecería Munsch. Estaban buscando una «Chica Munsch». Papá Munsch sentía un cierto afecto hacia mí, aunque mis fotos le parecían horrorosas y creo que no se equivocaba: tenía una especie de talento natural para juzgar ese tipo de cosas. Si hubiera vivido cincuenta años antes Papá Munsch podría haber sido uno de los tipos que crearon Hollywood partiendo de la nada.


Le encontré en la fábrica dedicado a su ocupación favorita. Dejó la jarra de cerveza sobre una mesa, se pasó la lengua por los labios, me soltó no sé qué tecnicismo referente a la espuma, se limpió sus gordas manos en el inmenso delantal que llevaba y cogió mi delgado fajo de fotos.


Dio con su foto después de haber repasado la mitad del fajo, haciendo muchos ruiditos con la lengua y los dientes. Me habría dado de bofetadas. ¿Qué me había impulsado a meter su foto en el fajo?


—Es ella —me dijo—. La foto no es gran cosa, pero la chica…, es ella.


Y eso lo decidió todo. Ahora me pregunto por qué papá Munsch captó lo que tenía la chica nada más verla cuando yo no me había dado cuenta de nada. Creo que es porque la vi por primera vez en carne y hueso, aunque no sé si ésas son las palabras más adecuadas.


En aquel momento lo único que sentí fue una cierta debilidad, como si estuviera a punto de perder el conocimiento.


—¿Quién es? —me preguntó.


—Una de mis nuevas modelos.


Intenté que mi voz sonara lo más tranquila posible.


—Tráigala a la fábrica mañana por la mañana —me dijo—, y venga con su equipo. La fotografiaremos aquí. Quiero enseñarle unas cuantas cosas… Vamos, vamos, no ponga tan mala cara —añadió—. Tómese un poco de cerveza.


Me marché de allí diciéndome que no había sido más que una casualidad, que probablemente mañana ella lo mandaría todo a rodar con su inexperiencia…, ese tipo de cosas, ya me entiende.


Aun así, cuando dejé reverentemente mi siguiente fajo de fotos junto al secante de color rosa que había sobre la mesa del señor Fitch de Lovelybelt, su foto estaba la primera de todas.


El señor Fitch hizo todos los gestos que se esperan de un crítico de arte. Se reclinó en el asiento, entrecerró los ojos, formó un puente con sus largos y flacos dedos y dijo:


—Hmmmm. ¿Qué opina, señorita Willow? Venga aquí, mírela a esta luz. Naturalmente, la foto no muestra bien el corte del modelo. Y quizá deberíamos usar el Diablillo Lovelybelt, en vez del Ángel… Aun así, no cabe duda de que la chica… Acérquese, Binns. —Más agitar de dedos—. Quiero la reacción de un hombre casado.


No logró ocultar el hecho de que la chica le había dejado fascinado.


Y en Piscinas y Juegos Bruford ocurrió exactamente lo mismo, dejando aparte el que Da Costa ni tan siquiera necesitó el visto bueno de un hombre casado.


—Menudo bombón —dijo chupándose los labios—. ¡Oh, chico, ustedes los fotógrafos sí que tienen suerte!


Volví a toda prisa al despacho y cogí la tarjeta que le había entregado para que anotara su nombre y su dirección.


Y vi que estaba en blanco.


No me importa confesarle que los cinco días siguientes fueron los peores por los que jamás he pasado, aunque ese «peor» no se salió de lo corriente. A la mañana siguiente no había logrado ponerme en contacto con ella, claro está, y tuve que empezar a buscar alguna forma de ganar tiempo.


—Se ha puesto enferma —le dije a papá Munsch por teléfono.


—¿Está en el hospital? —me preguntó.


—Oh, no, no es nada tan serio —le dije.


—Bueno, pues entonces tráigala aquí. ¿Qué importa un pequeño dolor de cabeza?


—Lo siento, no puedo.


Papá Munsch empezó a ponerse suspicaz.


—Oiga, ¿tiene realmente a esa chica trabajando de modelo para usted?


—Pues claro que sí.


—Bueno, no sé… Si no fuera porque reconocí su pésimo estilo fotográfico habría jurado que era alguna modelo de Nueva York.


Me reí.


—Bueno, mire… Tráigala aquí mañana por la mañana, ¿entendido?


—Lo intentaré.


—Nada de que lo intentará. Tráigala aquí.


Nunca llegó a saber lo que me esforcé por conseguirlo. Visité todas las agencias de modelos y agencias de empleo. Hice un poco de labor detectivesca en los estudios de arte y fotografía. Gasté parte de mis últimas monedas poniendo anuncios en los tres periódicos de la ciudad. Examiné anuarios de la escuela secundaria y fotos de empleadas en las casas de música. Recorrí montones de restaurantes y drugstores fijándome en las camareras y montones de tiendas y almacenes fijándome en las dependientas. Observé a las multitudes que salían de los cines. Vagué sin rumbo por las calles.


Por las noches me pasaba un rato recorriendo la calle de los ligues. No sé por qué, pero me parecía que era el lugar más adecuado para ella.


Al final de la quinta tarde comprendí que no conseguiría encontrarla. El último plazo de papá Munsch —ya me había dado varios, pero éste era el definitivo—, expiraría a las seis. El señor Fitch ya había dejado de interesarse por ella.


Estaba de pie ante la ventana del estudio, contemplando el Parque Ardleigh.


Ella entró en la habitación.


Había repasado mentalmente ese instante tantas veces que no me costó nada actuar de una forma casi instintiva. Ni tan siquiera la leve sensación de mareo logró ponerme nervioso.


—Hola —dije, casi sin mirarla.


—Hola —dijo ella.


—¿Qué, aún sigue teniendo ganas de intentarlo?


—Sí.


Habló en un tono de voz que no sonaba ni inquieto ni desafiante. Era una simple afirmación, nada más.


Le eché un vistazo a mi reloj y me levanté.


—Mire, voy a darle una oportunidad —le dije secamente—. Un cliente mío anda buscando una chica como usted. Haga un buen trabajo y quizá conseguirá acabar convirtiéndose en modelo. Si nos damos prisa aún podremos verle esta tarde —le dije. Recogí mis cosas—. Vamos. Y si espera que la gente le haga favores la próxima vez no olvide anotar su número de teléfono.


—No —dijo sin moverse.


—¿Qué quiere decir con eso? —le pregunté.


—Que no voy a ver a ningún cliente suyo.


—Pero qué diablos… Claro que le verá —dije yo—. Oiga, pequeña chiflada, le estoy ofreciendo una oportunidad, ¿comprende?


Meneó la cabeza.


—No me engañas, cariño, no me has engañado ni un solo segundo… Me necesitan. —Y me obsequió con la segunda sonrisa.


Entonces pensé que debía haber visto mis anuncios del periódico. Ahora ya no estoy tan seguro.


—Y ahora escúchame bien porque voy a explicarte cómo trabajaremos —siguió diciendo—. No sabrás mi nombre, mi dirección o mi número de teléfono. Nadie va a saberlos. Y haremos todas las fotos aquí mismo. Sólo tú y yo, sin nadie más.


Ya puede imaginarse el jaleo que armé, ¿no? Lo probé todo: la ira, el sarcasmo, las explicaciones dadas con mucha paciencia, fingir que iba a volverme loco, amenazar, suplicar…


Le habría partido la cara a bofetadas, pero yo era fotógrafo y en mi caso eso habría sido un auténtico pecado mortal.


Al final lo único que pude hacer fue llamar por teléfono a papá Munsch y explicarle cuáles eran sus condiciones. Sé que no tenía ni una sola posibilidad de salir bien librado, pero no me quedaba más remedio: tenía que hacerlo.


Papá Munsch se enfadó muchísimo. Gritó, dijo «no» varias veces y acabó colgando.


Ella no se dejó impresionar.


—Empezaremos la sesión de fotos a las diez —me dijo.


Muy típico de ella: usar esa frase estúpida de las revistas de cine…


Papá Munsch me llamó hacia medianoche.


—No sé en qué asilo de lunáticos habrá encontrado a esa chica —me dijo—, pero quiero sus fotos. Venga mañana por la mañana y trataré de meterle en la cabezota cómo deseo que las haga. ¡Y me alegra haberle hecho levantar de la cama!


Después de aquello todo fue como una seda. Hasta el señor Fitch cambió de parecer y después de pasarse dos días enteros diciéndome que era imposible también aceptó las condiciones.


Naturalmente ahora todos ustedes se encuentran bajo el hechizo de la Chica, así que no puede comprender el terrible sacrificio que llevó a cabo el señor Fitch cuando renunció a supervisar las fotos de mi modelo llevando el Diablillo Lovelybelt, o la Zorra Lovelybelt o el maldito modelo que acabamos utilizando, no recuerdo cuál fue…


A la mañana siguiente la chica se presentó a la hora convenida y empezamos a trabajar. Tengo que admitir una cosa: nunca se cansaba y nunca me ponía pegas a la hora de repetir las fotos. No tuve ningún problema con ella, aunque seguía experimentando esa misma sensación de estar perdiendo algo indefinible, como si me lo quitaran de una forma muy suave… Puede que usted también lo haya sentido un poquito al mirar una foto suya.


Cuando terminamos descubrí que aún había más reglas. Debía ser media tarde. Me dispuse a bajar con ella para comer un bocadillo y tomarme un café.


—No —me dijo—. Bajaré sola. Y oye, cariño, si alguna vez intentas seguirme, si llegas a asomar la cabeza por esa ventana cuando me vaya…, ya puedes irte buscando otra modelo.


Ya se imaginará que esas locuras suyas me pusieron de bastante mal humor…, e hicieron que mi cabeza empezara a funcionar a toda velocidad. Recuerdo que abrí la ventana después de que se hubo marchado —confieso que antes esperé unos minutos—, y me quedé de pie delante de ella respirando un poco de aire fresco mientras intentaba imaginarme qué podía haber detrás de todo aquello, si estaba escondiéndose de la policía o si era la hija de algún ricachón arruinado, o si se le habría metido en la cabeza que todas esas tonterías la hacían resultar más interesante…, o si (y eso era lo más probable), todo se reducía al simple hecho de que papá Munsch estaba en lo cierto y le faltaba un tornillo.


Pero tenía que terminar las fotos.


Cuando pienso en lo ocurrido me asombra la rapidez con que su magia empezó a conquistar la ciudad después de aquello, y cuando recuerdo lo que sucedió después me asusta pensar en lo que le está pasando al país…, y puede que al mundo entero. Ayer leí un comentario en la revista Time: decían que la imagen de la Chica ya ha aparecido en las vallas publicitarias de Egipto.


El resto de mi historia le ayudará a comprender por qué siento ese temor. Pero también tengo una teoría que ayuda a explicarlo, aunque es una de las cosas que se encuentran más allá de ese «cierto punto». Es una teoría sobre la Chica. Voy a resumírsela en pocas palabras.


Usted ya debe saber que la publicidad moderna hace que la mente del público vaya en la misma dirección: todos quieren lo mismo, todos se imaginan lo mismo… Y ya sabe que hoy en día los psicólogos ya no sienten tanto escepticismo hacia la telepatía como antes, ¿verdad?


Ahora, sume las dos ideas. Imagínese que los deseos de millones de personas se concentran en alguien que posee el don de la telepatía. Digamos que esa persona es una chica, y que esos deseos la moldean a su imagen y semejanza.


Suponga lo que sería para ella el conocer los apetitos más ocultos de millones de hombres. Imagínesela siendo capaz de comprenderlos y captarlos de una forma mucho más profunda que las personas que los experimentan, viendo el odio y el deseo de muerte que se oculta detrás de la lujuria… Imagínesela moldeándose a sí misma para adoptar esa apariencia, manteniéndose tan altiva y distante como si estuviera hecha de mármol. Y, aun así, imagínese el hambre que podría sentir en respuesta al hambre de esos millones de personas…


Pero eso es alejarse mucho de los hechos de mi historia, y algunos de esos hechos son condenadamente sólidos. El dinero, por ejemplo… Ganamos muchísimo dinero.


Eso es lo que iba a contarle antes, y resulta bastante extraño. Temía que la Chica se aprovechara de mí. Después de todo, me tenía realmente atado de pies y manos, ¿comprende?


Pero se conformó con las tarifas habituales. Acabé discutiendo con ella y logré que aceptara más dinero…, montones de dinero. Pero ella siempre lo cogía con esa misma expresión despectiva, como si fuera a tirarlo por la primera alcantarilla en cuanto hubiera salido de mi estudio.


Quizá lo hacía.


Bueno, el caso es que ahora tenía dinero. Por primera vez en meses tenía el dinero suficiente para emborracharme, comprar ropa nueva y coger todos los taxis que quisiera. Podía hacerle la corte a cualquier chica que me gustara. Me bastaba con escoger.


Y, naturalmente, tuve que escoger a…


Pero antes deje que le hable de papá Munsch.


Papá Munsch no fue el primero que intentó conocer a mi modelo, pero creo que fue el primero que se volvió realmente loco por ella. Yo podía ver el cambio de expresión en sus ojos cada vez que examinaba sus fotos. Sus pupilas empezaron a brillar con una luz sentimental, casi reverente. Mamá Munsch había muerto hacía dos años.


Oh, debo reconocer que lo planeó todo de una forma muy hábil. Logró sonsacarme un poco de información que le sirvió para enterarse de cuándo venía a trabajar, y una mañana subió corriendo por las escaleras unos minutos antes de la hora en que debía presentarse.


—Dave, necesito verla —me dijo.


Discutí con él, intenté bromear, le expliqué que no sabía hasta qué punto se tomaba en serio todas aquellas locuras suyas… Le dije que iba a acabar con nuestra gallina de los huevos de oro particular. Hasta hubo un momento en que me sorprendí a mí mismo gritándole a pleno pulmón.


Pero no reaccionó a nada de eso de su manera habitual. Lo único que hizo fue repetir una y otra vez: «Pero, Dave, necesito verla…».


Oí el ruido de la puerta de la calle.


—Es ella —dije bajando la voz—. Venga, tiene que marcharse de aquí ahora mismo.


No quiso, así que acabé metiéndole a empujones en el cuarto oscuro.


—Y no haga ruido —murmuré—. Le diré que hoy no puedo trabajar.


Sabía que intentaría verla y que lo más probable era que acabara saliendo en tromba del cuarto oscuro, pero no podía hacer otra cosa, ¿comprende?


Las pisadas llegaron al cuarto piso, pero la Chica no llamó a la puerta. Empecé a ponerme bastante nervioso.


—¡Saca de ahí a ese imbécil! —gritó de repente desde el otro lado del panel de madera. La verdad es que cuando digo que gritó exagero bastante: usó su tono de voz normal, como si lo que decía no tuviera ni la más mínima importancia—. Voy a subir hasta el otro descansillo —añadió—, y si ese imbécil barrigudo no baja ahora mismo por las escaleras y se larga a la calle la única foto mía que conseguirá en el futuro será un primer plano de mi cara escupiendo en su cerveza.


Papá Munsch salió del cuarto oscuro. Estaba muy pálido. Se marchó del estudio sin mirarme. Nunca volvió a contemplar sus fotos delante de mí.


Eso es lo que le ocurrió a papá Munsch. Ahora voy a hablarle de lo que me ocurrió a mí. Hablé del tema con ella, hice alguna que otra alusión y acabé probando suerte.


Me apartó la mano como si fuera un trapo mojado.


—No, cariño —dijo—. Estamos en horas de trabajo.


—Pero después… —insistí yo.


—Las reglas siguen en pie.


Y conseguí la que creo fue su quinta sonrisa.


Puede que le resulte difícil de creer, pero se mantuvo fiel a esas locas normas suyas. Nuestro trabajo era muy importante, lo adoraba y no debía haber nada que la distrajera de él, por lo que cuando estábamos en el estudio no podía ni ponerle la mano encima. Y tampoco podía verla en ningún otro sitio, porque si lo intentaba jamás volvería a sacarle otra foto…, y cada vez ganaba más dinero y ni por un momento llegué a cometer la estupidez de imaginarme que mis capacidades como fotógrafo tuvieran algo que ver con todo aquello.


Naturalmente, no habría sido humano si no hubiera vuelto a intentarlo, pero todas mis insinuaciones y avances fueron respondidos con el mismo tratamiento «trapo húmedo» del que le he hablado antes y no hubo más sonrisas.


Cambié. Fue como si me volviera loco, como si la cabeza estuviera dándome vueltas continuamente…, pero había momentos en que tenía la sensación de que me iba a estallar. Y empecé a hablar con ella. Continuamente. Le hablaba de mí, ¿entiende?


Era como encontrarse en un estado constante de delirio que no interfería con mi trabajo. Ya no prestaba ninguna atención a los mareos. Habían llegado a parecerme totalmente naturales.


Me daba la vuelta y por un instante el foco me parecía una lámina de acero al rojo blanco, o las sombras me parecían ejércitos de mariposas, o la cámara se convertía en una inmensa vagoneta cargada de carbón. Pero un segundo después todo había vuelto a la normalidad.


Creo que había momentos en que le tenía un miedo terrible. Me parecía que era la persona más extraña y horrible de todo el mundo. Pero también había otros momentos en que…


Y le hablaba. No importaba lo que estuviese haciendo —iluminarla, hacerle adoptar una pose, ocuparme del equipo, sacar la foto—, o dónde estuviera ella —sobre la plataforma, detrás del biombo, descansando unos minutos con una revista en las manos—, yo le hablaba y le hablaba sin parar.


Se lo conté todo sobre mí. Le hablé de mi primera chica. Le hablé de la bicicleta de mi hermano Bob. Le hablé de que me había metido de polizón en un tren de carga y de la paliza que me dio papá cuando volví a casa. Le hablé de mi viaje a Sudamérica y de lo azul que estaba el cielo al anochecer. Le hablé de Betty. Le hablé de mi madre, que había muerto de cáncer. Le hablé de aquella vez en que me dieron una paliza en un callejón, detrás de un bar. Le hablé de Mildred. Le hablé de la primera foto que vendí. Le hablé de Chicago y de qué aspecto tenía vista desde un velero. Le hablé de la borrachera más prolongada que he pillado en mi vida. Le hablé de Marsh-Mason. Le hablé de Gwen. Le hablé de cómo conocí a papá Munsch. Le conté cómo la había perseguido. Le conté todo lo que sentía en aquellos momentos.


La Chica nunca prestaba ni la más mínima atención a lo que le decía. Ni tan siquiera estoy seguro de que llegara a oírme.


Cuando estábamos empezando a abrirnos paso en las revistas de circulación nacional decidí seguirla hasta su casa.


No, espere, creo que puedo precisar todavía mejor cuándo tomé esa decisión… Algo que recordará de los periódicos…, esas muertes de que le hablé, las que quizá fueran asesinatos. Creo que hubo seis casos.


Uso la palabra «quizá» porque la policía jamás pudo tener la seguridad de que no fueran ataques cardíacos. Pero el que personas cuyos corazones estaban perfectamente sufran ataques cardíacos es algo que provoca ciertas sospechas, y el que los ataques siempre ocurran de noche, cuando esas personas están fuera de casa y no se sabe muy bien qué andaban haciendo…


Las seis muertes crearon uno de esos pánicos colectivos: todo el mundo tenía miedo del «envenenador misterioso». Después hubo la sensación de que las muertes no habían cesado, pero ahora se producían en unas circunstancias que no invitaban tanto a la sospecha.


Esa es una de las cosas que me tienen tan asustado.


Pero en aquella época lo único que sentía era alivio: por fin me había decidido a seguirla…


Un día hice que se quedara a trabajar en el estudio hasta bastante tarde. No necesité ninguna excusa: teníamos montañas de encargos. Esperé hasta oír el golpe de la puerta al cerrarse y bajé corriendo las escaleras. Llevaba zapatos con suela de goma. Me puse un abrigo oscuro que ella nunca me había visto utilizar y cogí un sombrero negro.


Me quedé inmóvil en el umbral hasta localizarla. Estaba pasando junto al Parque Ardleigh. Iba hacia el centro de la ciudad. Hacía una de esas noches cálidas típicas de otoño. Empecé a seguirla por el otro lado de la calle. Me limitaría a descubrir dónde vivía: eso me daría una cierta ventaja sobre ella.


Se detuvo ante un escaparate de los grandes almacenes Everly, manteniéndose un poco alejada de la claridad. Se quedó muy quieta, contemplando el escaparate.


Me acordé de que le había sacado una foto para los almacenes Everly, una pose para el departamento de lencería. Eso era lo que estaba mirando.


Por aquel entonces no le encontré nada raro al hecho de que estuviera adorándose a sí misma de esa forma, si era eso lo que estaba haciendo.


Cuando alguien pasaba junto a ella se ladeaba un poco o retrocedía hasta ocultarse en las sombras.


Vi llegar a un hombre. No pude verle bien la cara pero parecía de mediana edad. Se detuvo y se puso a contemplar el escaparate.


La Chica salió de entre las sombras y se puso junto a él.


¿Qué sentiría usted si estuviera contemplando una foto de la Chica y ella estuviera de repente junto a usted, deslizándole el brazo debajo del suyo?


No me costó nada interpretar la reacción de aquel tipo. Un sueño acababa de convertirse en realidad.


Hablaron durante unos instantes. Después él movió la mano para llamar un taxi. Subieron al taxi y se alejaron.


Esa noche me emborraché. Era como si ella hubiese sabido que la estaba siguiendo y hubiera escogido esa forma de hacerme daño. Quizá lo supiese. Puede que esto fuera el final de todo.


Pero al día siguiente la Chica apareció a la hora de costumbre y volví a sumergirme en el delirio, sólo que ahora con un montón de nuevos ángulos añadidos a los anteriores.


La seguí. Esa noche escogió un farol situado delante de una valla publicitaria donde había un anuncio de la Chica Munsch.


Ahora me asusta pensar en ella acechando de esa forma entre la oscuridad…


Habrían transcurrido unos veinte minutos cuando un convertible pasó junto a ella, disminuyó la velocidad, retrocedió y se detuvo junto a la acera.


Esta vez me encontraba un poco más cerca. Pude echarle una buena ojeada a la cara del tipo que conducía. Era un poco más joven, aproximadamente de mi edad.


A la mañana siguiente ese mismo rostro me contempló desde la primera página del periódico. El convertible había sido encontrado en una calle lateral. El tipo se encontraba dentro. Como en las otras muertes que podían ser asesinatos, la causa del fallecimiento no estaba demasiado clara.


Aquel día mi cabeza fue un tiovivo donde giraban toda clase de ideas confusas, pero sólo había dos cosas de las que estaba seguro. Una era que acababa de conseguir la primera oferta de una agencia publicitaria que funcionaba a escala nacional, y la otra que cuando dejáramos de trabajar cogería a la Chica del brazo y bajaría las escaleras con ella.


No pareció sorprenderse demasiado.


—¿Sabes qué estás haciendo? —me preguntó.


—Lo sé.


Sonrió.


—Estaba empezando a preguntarme cuándo te decidirías a hacerlo.


Me sentí mejor que antes. Estaba despidiéndome de todo, pero tenía mi brazo alrededor de su cintura.


Hacía otra de esas noches cálidas de otoño. Fuimos caminando hasta el Parque Ardleigh. Todo estaba muy oscuro, pero a nuestro alrededor el cielo brillaba con la débil luminosidad rosada de los neones publicitarios.


Estuvimos caminando bastante rato por el parque. La Chica no decía nada y ni tan siquiera me miraba, pero pude ver que sus labios se movían levemente y pasado un tiempo me puso la mano sobre el brazo y me lo apretó con fuerza.


Nos paramos. Habíamos estado caminando sobre la hierba. Se acostó en el suelo y tiró de mí. Me puso las manos en los hombros. Le miré la cara. Era un manchón rosado con el mismo tono que la claridad del cielo. Los ojos hambrientos eran dos borrones oscuros.


Empecé a luchar con su blusa. Me apartó la mano, pero no tal y como lo había hecho en el estudio.


—No, eso no —me dijo.


Primero le contaré lo que hice después. Luego le explicaré por qué lo hice. Después le contaré qué dijo ella.


Lo que hice fue huir corriendo. No lo recuerdo muy bien porque estaba mareado y el cielo color rosa oscilaba contra el telón oscuro de los árboles. Pero pasado un rato me encontré avanzando bajo las luces de la calle. Al día siguiente cerré el estudio. Cuando hice girar la llave en la cerradura oí sonar el teléfono y el suelo estaba lleno de cartas sin abrir. Nunca volví a ver a la Chica en carne y hueso, si es que ésas son las palabras adecuadas.


Lo hice porque no quería morir. No quería que me chupara la vida. Hay vampiros y vampiros, y los que chupan sangre no son los peores. De no haber sido por la advertencia que suponían esos ataques de mareo y por papá Munsch y aquel rostro en el periódico de la mañana, habría acabado igual que los otros. Pero comprendí a qué me enfrentaba cuando aún tenía tiempo de salvarme. Comprendí que viniera de donde viniese y fueran cuales fuesen las fuerzas que le habían dado forma, ella es la quintaesencia del horror que se oculta detrás de esas resplandecientes vallas publicitarias. Es la sonrisa que te engaña para que arrojes a los cuatro vientos tu dinero y tu vida. Sus ojos son los ojos que te hacen seguir adelante, siempre adelante, y que acaban mostrándote tu muerte. Es la criatura por la que lo das todo y a la que nunca llegas a conseguir. Es la cosa que se apodera de todo cuanto tienes y no te da nada a cambio. Recuerde todo eso cuando vea su rostro en los carteles y sienta el deseo de poseerlo. Ella es el engaño. Es el cebo. Es la Chica.


Y esto es lo que me dijo:


—Te deseo. Deseo todo lo que te convierte en alguien especial. Deseo todo aquello que te ha hecho feliz y todo lo que te ha hecho daño. Quiero tu primera chica. Quiero esa bicicleta reluciente. Quiero esa paliza. Quiero esa cámara barata. Quiero las piernas de Betty. Quiero el cielo azul lleno de estrellas. Quiero la muerte de tu madre. Quiero tu sangre esparciéndose sobre los adoquines. Quiero la boca de Mildred. Quiero la primera foto que le vendiste a una agencia. Quiero las luces de Chicago. Quiero la ginebra. Quiero las manos de Gwen. Quiero que me desees. Quiero tu vida. Aliméntame, cariño, aliméntame…


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