jueves, 1 de septiembre de 2022

El Fabricante de Monstruos

El Fabricante de Monstruos (1887) de William Chambers Morrow es un macabro y morboso relato, todo un antecedente de los mejores cuentos pulp a los que se adelanta en varias décadas. Directo y sin concesiones, va anticipando el horror en el que desemboca por medio de pequeños detalles que nos llevan a ese punto en el cual el espanto ha tomado casi forma definitiva antes de llegar a narrarlo, a ser contado en detalle. Su estructura en tres tiempos le hace perder intensidad, en especial en su parte central, una conversación entre dos policías que hace avanzar la acción pero que nos aleja de la atmósfera opresiva del caserón del científico loco protagonista. El desenlace lleva a Morrow a figurar entre ese modesto panteón de reyes del horror más brutal. No es extraño que su obra fascinara a Ambrose Bierce, editor de la revista The Argonaut, la cual dio salida a varios de sus cuentos.




Un joven de apariencia refinada, pero que evidentemente padecía alguna grave enfermedad mental, se presentó una mañana en la residencia de un anciano bastante singular, conocido por su asombrosa destreza en el campo de la cirugía. La casa era un extraño y primitivo edificio de ladrillo, totalmente demodé y aceptable tan sólo en la decadente área de la ciudad en la que se asentaba. Era grande, sombría y oscura, tenía largos pasillos y deprimentes estancias, y era absurdamente grande para la reducida familia (marido y esposa) que la habitaba. Describiendo la casa se podría retratar al marido… pero no a la esposa. Él podía llegar a ser agradable en ocasiones, pero, a pesar de ello, era un misterio andante. Su mujer parecía débil, marchita, circunspecta, obviamente desdichada y posiblemente padecía una vida de miedo y terror… quizás había sido testigo de cosas repulsivas, sufría ansiedad y era víctima del miedo y la tiranía; pero hay demasiada suposición en todas estas presunciones. Él tenía alrededor de sesenta y cinco años y ella cuarenta. Él era enjuto, alto y calvo, con el rostro delgado y bien afeitado, y tenía unos ojos muy penetrantes; siempre estaba en casa y siempre iba desaliñado. El hombre era fuerte y la mujer débil; él dominaba, ella sufría.

Aunque era un cirujano de asombrosas capacidades, casi no practicaba, porque no era muy frecuente que los pocos que conocían su gran habilidad con el bisturí fueran lo suficientemente valientes para adentrarse en la penumbra de su casa, y si lo hacían iban siempre con la mosca tras la oreja por haber oído distintas historias macabras que se rumoreaban sobre él. Estas eran, mayormente, exageraciones de sus experimentos de vivisección; estaba dedicado en cuerpo y alma a la ciencia de la cirugía.

El joven que se personó la mañana mencionada era un hombre atractivo, pero de evidente carácter débil y temperamento insano… sensible y de rápidos cambios entre la exaltación y la depresión. Una sola mirada bastó al cirujano para convencerse de que su visitante estaba mentalmente enfermo de gravedad, porque nunca antes había visto un rictus de melancolía tan marcado, continuo e irremediable.

Un extraño hubiera pensado que la casa estaba deshabitada. La puerta de entrada, vieja, combada y descascarillada por el sol, estaba cerrada y las estrechas contraventanas de color verde desvaído permanecían inmóviles. El joven llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar. Seguían sin contestar. Examinó una nota de papel, miró el número de la casa y a continuación, con la impaciencia de un niño, pateó furiosamente la puerta. Había marcas de numerosas patadas similares en las jambas. En ese instante llegó la respuesta en forma de pisadas arrastradas que parecían avanzar en medio de una ventisca, un giro de una llave oxidada y un rostro afilado que se asomaba cautelosamente por la rendija de la puerta.

—¿Es usted el doctor? —preguntó el joven.

—¡Sí, sí! Entre —replicó enérgicamente el amo de la casa.

El joven entró. El viejo cirujano cerró la puerta y echó la llave cuidadosamente.

—Por aquí —dijo mientras se dirigía hacia el primer tramo de una desvencijada escalera. El joven lo siguió. El cirujano le guió al piso superior, giró a la izquierda por un estrecho pasillo que olía a humedad, lo recorrieron haciendo crujir los tablones sueltos bajo sus pies, al otro extremo abrió una puerta a la derecha e hizo señas al visitante para que entrase. El joven se encontró en una estancia bastante agradable, amueblada al estilo antiguo y de sobria simplicidad.

—Siéntese —dijo el anciano colocando una silla de forma que su ocupante mirase hacia la ventana con vistas a un muro que se levantaba a dos metros de la casa. Abrió la contraventana y una tenue luz entró. Luego se sentó frente a su visitante y, con una mirada inquisitiva con el poder de penetración de un microscopio, procedió a diagnosticar el caso.

—¿Y bien? —preguntó finalmente.

El joven se removió incómodo en su asiento.

—He… he venido a verle —balbuceó finalmente—, porque tengo un problema.

—¡Ah!

—Sí, vea usted, yo… es decir… yo me he rendido.

—¡Ah! —había pena añadida a cierta simpatía en esta segunda exclamación.

—Eso es. Me he rendido —añadió el visitante; sacó del bolsillo un fajo de billetes y con sumo cuidado los contó sobre su rodilla—. Cinco mil dólares —recalcó con calma—. Esto es para usted. Es todo lo que tengo; pero supongo… imagino… no, esa no es la palabra… asumo… sí, esa es la palabra… asumo que cinco mil… ¿hay realmente tanto? Permítame que vuelva a contarlo.

Volvió a contar.

—Asumo que cinco mil dólares es suficiente para lo que quiero que haga.

Los labios del cirujano se entreabrieron compasivamente… quizás también con cierto desdén.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó despreocupadamente.

El joven se levantó, miró a su alrededor con aire misterioso, se acercó al cirujano y dejó el dinero sobre su rodilla. Luego se detuvo y susurró dos palabras en el oído del cirujano.

Estas palabras tuvieron un efecto electrizante. El anciano pegó un respingo violento, luego se levantó de un salto, sujetó con fuerza a su visitante y lo atravesó con una mirada tan afilada como un cuchillo. Sus ojos centellearon y abrió la boca para exclamar alguna agria imprecación. Pero se contuvo repentinamente. La ira abandonó su rostro y tan sólo permaneció una expresión de pena. Soltó a su visitante, recogió los billetes esparcidos por el suelo y, ofreciéndoselos al joven, dijo lentamente:

—No quiero su dinero. Usted sencillamente está loco. Piensa que tiene problemas. Bueno, usted no sabe lo que es tener problemas. Su único problema es que no tiene ni el más mínimo rastro de hombría en su naturaleza. Es simple y llanamente un loco… por no decir un pusilánime. Debería entregarse a las autoridades para que le envíen a un sanatorio mental y reciba el tratamiento adecuado.

El joven se sintió profundamente herido por el insulto y los ojos le brillaron amenazadoramente.

—¡Viejo perro! ¿Así me insulta? —exclamó—. ¡Menudos aires que se da! ¡Indigno de toda virtud, viejo asesino! No quiere mi dinero, ¿verdad? Cuando un hombre viene aquí y le pide que lo haga, se le sube la pasión a la cabeza y rechaza su dinero; pero seguro que si viene un enemigo de este hombre y le paga, pierde el culo por hacerlo. ¿Cuántos trabajos de ese tipo ha hecho ya en este agujero infecto? Es una suerte para usted que la policía no haya registrado el lugar con palas y excavadoras. ¿Sabe lo que se dice de usted? ¿Piensa que ha podido mantener las ventanas tan bien cerradas como para que ningún sonido haya podido filtrarse a través de ellas? ¿Dónde guarda sus infernales instrumentos?

El joven estaba profundamente alterado. Su voz sonaba ronca, fuerte y rota. Sus ojos, inyectados de sangre, se salían de las órbitas. Todo su cuerpo temblaba y los dedos se retorcían crispados. Pero estaba frente a un hombre infinitamente superior a él. Dos ojos como los de una serpiente le taladraron el rostro. Una presencia dominante e inflexible se enfrentaba a otra débil y apasionada. El resultado llegó.

—Siéntese —ordenó la voz severa del cirujano.

Era la voz de un padre a su hijo, de un señor a su esclavo. La ira abandonó por completo al visitante, el cual, débil y vencido, se derrumbó sobre la silla.

Mientras tanto, una extraña luz se había encendido en el ajado rostro del cirujano, una extraña idea se formaba en su mente; un lúgubre rayo procedente de los fuegos del pozo insondable; la funesta luz que ilumina el camino del fanático. El anciano permaneció unos segundos en profunda abstracción, y sus ojos brillaban con una inteligencia ansiosa, ardiendo unos segundos bajo la nube de sombrías reflexiones que le cubrían el rostro.

Entonces afloró la luz directa de una determinación profunda e impenetrable. Había algo siniestro en ello, una alusión al sacrificio de algo sagrado. Tras un forcejeo, la mente venció a la conciencia.

El cirujano tomó hoja y lápiz y anotó cuidadosamente las respuestas a las preguntas que dirigía imperiosamente a su visitante, como su nombre, edad, lugar de residencia, profesión, y cosas similares, y las mismas preguntas en relación a sus padres y otros asuntos particulares.

—¿Sabe alguien que vino a esta casa? —preguntó.

—No.

—¿Lo jura?

—Sí.

—Pero su ausencia prolongada causará alarma e iniciarán su búsqueda.

—Ya me he ocupado de que no ocurra.

—¿Cómo?

—Envié una nota por correo, mientras venía hacia aquí, informando de mi intención de ahogarme.

—Dragarán el río.

—¿Y qué? —preguntó el joven encogiéndose de hombros con despreocupada indiferencia—. Podría haber una corriente muy fuerte en el fondo, ya sabe. Muchos cadáveres jamás son encontrados.

Hubo una pausa.

—¿Está listo? —preguntó finalmente el cirujano.

—Perfectamente —la respuesta sonó sobria y convencida.

Los ademanes del cirujano, sin embargo, delataban una gran perturbación. La palidez de su rostro en el momento en que tomó la decisión se intensificó. Un temblor nervioso le invadió todo el cuerpo. Y por encima de ello relucía la luz de su entusiasmo.

—¿Tiene predilección por algún método concreto? —preguntó.

—Sí, anestesia total.

—¿Con qué agente?

—El más rápido y eficaz.

—¿Desea proponer alguna… alguna instrucción posterior?

—No, tan sólo total anulación; simplemente quiero apagarme, como una vela en el viento; una exhalación… y luego la oscuridad, sin dejar rastro. En aras de su propia seguridad, usted puede sugerir el método. Lo dejo en sus manos.

—¿Ninguna entrega a sus amigos?

—Ninguna.

Otra pausa.

—¿Dijo que estaba ya preparado? —preguntó el cirujano.

—Preparado.

—¿Y totalmente convencido?

—Ansioso.

—Entonces espere un momento.

Tras hacer esta petición, el anciano cirujano se puso en pie. Luego, con el sigilo de un gato, abrió la puerta y echó una ojeada al pasillo, escuchando atentamente. No se oía ruido alguno. Cerró la puerta suavemente. Luego juntó las contraventanas y las cerró. Una vez hecho esto, abrió la puerta que conducía a la estancia contigua, la cual, aunque no tenía ventana estaba iluminada por una pequeña claraboya. El joven lo miraba atentamente. Había experimentado un extraño cambio. Mientras que su determinación no había retrocedido ni un milímetro, una expresión de enorme alivio le invadía el rostro, reemplazando el aspecto demacrado y desesperado de hacía una hora. Antes melancólico y ahora en éxtasis.

Al abrir una segunda puerta se reveló una visión curiosa. En el centro de la habitación, directamente bajo la claraboya, había una mesa de operaciones, similar a las que se usan en las demostraciones de anatomía. Una vitrina de cristal apoyada contra la pared contenía instrumentos quirúrgicos de todo tipo. Colgados en otra vitrina había esqueletos humanos de varios tamaños. En tarros sellados y colocados en estanterías se mostraban monstruosidades dé diversas especies preservadas en alcohol. Había también, entre otros innumerables artículos distribuidos por la habitación, un maniquí, un gato disecado, un corazón humano desecado, moldes de escayola de distintas partes del cuerpo, numerosos gráficos y un enorme surtido de drogas y químicos. Había también un sofá que podía convertirse en cama. El cirujano lo abrió y retiró la mesa de operaciones a un lado dejando espacio para el sofá.

—Entre —ordenó al visitante.

El joven obedeció sin dudarlo un segundo.

—Quítese el abrigo.

Obedeció.

—Acuéstese en ese sofá.

En pocos segundos el joven estaba totalmente tumbado, observando al cirujano. Este sin duda estaba enormemente excitado, pero no temblaba; sus movimientos eran seguros y rápidos. Seleccionó una botella que contenía un líquido y midió cuidadosamente una cantidad. Mientras hacía esto preguntó:

—¿Ha padecido alguna vez de arritmia cardiaca?

—No.

La respuesta fue rápida, pero la acompañó con una mirada burlona.

—Entiendo —añadió— que con su pregunta quiere saber si podría ser peligroso suministrarme cierta droga. Sin embargo, bajo las actuales circunstancias, no logro ver la relevancia de su pregunta.

Esto desconcertó al cirujano, pero se apresuró a explicar que no deseaba infligirle un dolor innecesario y que por ello le hacía la pregunta.

Colocó el vaso en un estante, se acercó al visitante y examinó atentamente su pulso.

—¡Maravilloso! —exclamó.

—¿Por qué?

—Es perfectamente normal.

—Porque estoy totalmente resignado. En verdad hace mucho que no me sentía tan feliz. No es algo que me active, pero es infinitamente dulce.

—¿No tiene ni un solo resquicio de duda?

—Ninguno.

El cirujano se acercó al estante y volvió con la dosis.

—Tome esto —dijo con amabilidad.

El joven se incorporó parcialmente y cogió el vaso. No se advertía vibración alguna de un solo nervio de su cuerpo. Bebió el líquido apurando hasta la última gota. Luego le devolvió el vaso con una sonrisa.

—Gracias, gracias —dijo—, es el hombre más noble sobre la tierra. ¡Ojalá prospere y sea feliz siempre! Usted es mi benefactor, mi liberador. ¡Bendito sea, bendito sea! Ha descendido de su lugar junto a los dioses y me ha elevado a la gloriosa paz y el descanso eterno. Le amo… ¡le amo con todo mi corazón!

Estas palabras, pronunciadas fervorosamente con una voz grave y musical y acompañadas con una sonrisa de inefable ternura, partieron el corazón del anciano. Una convulsión reprimida le recorrió todo el cuerpo; una angustia intensa le atenazaba sus órganos vitales; el sudor le resbalaba por la cara. El joven siguió sonriendo.

—¡Ah, me sienta bien! —dijo.

El cirujano, haciendo enormes esfuerzos para controlarse, se sentó en el borde del sofá y cogió la muñeca del visitante para tomar el pulso.

—¿Cuánto tardará? —preguntó el joven.

—Diez minutos. Han pasado dos —la voz sonó ronca.

—¡Ah, sólo ocho minutos más!… ¡Delicioso, delicioso! Noto cómo llega… ¿Qué fue eso? Ah, ya sé. Música… ¡Maravillosa!… Ya viene, ya viene… ¿Es eso… eso… agua?… ¿Derramándose? ¿Goteando? ¡Doctor!

—¿Sí?

—Gracias… gracias… noble hombre… mi salvador… mi bene… bene… factor… Se derrama… se derrama… Gotea, gotea… ¡Doctor!

—¿Sí?

—¡Doctor!

—Dejó de oír —murmuró el cirujano.

—¡Doctor!

—Y ciego.

La respuesta fue un firme agarrón con la mano.

—¡Doctor!

—Y entumecido.

—¡Doctor!

El anciano lo miró y esperó.

—Gotea… gotea.

La última gota cayó. Se oyó un suspiro, y nada más. El cirujano apoyó la mano que sujetaba.

—El primer paso… —gruñó, poniéndose en pie; a continuación estiró todo el cuerpo—. El primer paso es el más difícil, aunque también el más simple. Una entrega providencial a mis manos de aquello que he anhelado durante cuarenta años. ¡Nada de retiradas ahora! Es posible, porque es científico; racional, pero peligroso. Si lo logro… ¿si? Lo lograré. Y tanto que lo lograré… Y después del éxito… ¿qué?… Sí, ¿qué? ¿Publicar el experimento y el resultado? La horca… Mientras ello exista… y yo exista, la horca. Eso pasará… Pero ¿cómo explicar su presencia aquí? ¡Ah, difícil cuestión! Debo confiarme al futuro.

Se despertó de la ensoñación y dio un respingo.

—Me pregunto si ella oyó o vio algo.

Con estas reflexiones echó una mirada al cuerpo en el sofá, y luego salió del cuarto, cerró con llave la puerta, cerró también la puerta exterior, recorrió dos o tres pasillos, se adentró en una zona remota de la casa y llamó a una puerta. Le abrió su esposa. Él, por entonces, había recobrado el control total de sí mismo.

—Me pareció escuchar a alguien en la casa ahora mismo —dijo él—, pero no encuentro a nadie.

—No he oído nada.

Esto le produjo un gran alivio.

—Lo que sí oí fue que alguien llamaba a la puerta hace menos de una hora —continuó su esposa—, y te oí hablar, creo. ¿Entró esa persona?

—No.

La mujer le miró los pies y pareció sorprenderse.

—Estoy casi segura —dijo ella— de que oí pasos de zapatos en la casa, y sin embargo veo que tú llevas zapatillas.

—¡Oh, llevaba puestos los zapatos antes!

—Eso lo explica todo —dijo la mujer, satisfecha—, creo que el sonido que oíste debe de haber sido causado por ratas.

—¡Ah, eso será! —exclamó el cirujano.

Después salió y cerró la puerta, pero la volvió a abrir y dijo:

—Deseo que no se me moleste durante todo el día.

Mientras bajaba las escaleras se dijo a sí mismo: «Todo en orden aquí».

Regresó al cuarto en el que yacía el visitante y llevó a cabo un minucioso examen.

—¡Espléndido espécimen! —exclamó en voz baja—. Todos los órganos en perfecto estado; todas sus funciones en orden, un cuerpo bien formado y grande; músculos bien definidos, fuertes y fibrosos; capaz de experimentar un desarrollo magnífico si se le da la oportunidad… no tengo duda alguna de que se puede hacer. Ya he tenido éxito con un perro, una tarea menos complicada que esta, ya que en el hombre el cerebro se solapa con el cerebelo, lo cual no ocurre en los perros. Esto hace que haya mucho margen para el azar, ¡tan sólo una oportunidad en la vida! En el cerebro, el intelecto y los afectos; en el cerebelo, los sentidos y las fuerzas motrices; en el bulbo raquídeo, el control del diafragma. En estos dos últimos reside todo lo esencial para una existencia simple. El cerebro es puro adorno; es decir, la razón y los afectos son puramente ornamentales. Yo ya lo he probado. Mi perro, tras extraerle el cerebro, quedó idiotizado, pero retuvo sus sentidos físicos hasta cierto punto.

Mientras rumiaba de esta manera, hacía cuidadosos preparativos. Se acercó al sofá, volvió a colocar la mesa de operaciones bajo la claraboya, seleccionó varios instrumentos quirúrgicos, hizo algunas combinaciones de drogas, y preparó agua, toallas y todos los accesorios de una tediosa operación quirúrgica.

Súbitamente rompió a reír.

—¡Pobre idiota! —exclamó—. ¡Me pagó cinco mil dólares para matarle! ¡No tenía el suficiente valor para apagar su propia vela! ¡Qué curiosas las extrañas locuras que tienen estos dementes! ¡Pensó que estaba muriendo, pobre idiota! Permítame informarle, señor, de que está tan vivo ahora como lo estuvo en vida. Pero todo le dará igual a usted. Nunca estará más consciente de lo que está ahora; y, a efectos prácticos en lo que a usted le concierne, a partir de ahora está muerto, aunque vivirá. A propósito, ¿cómo se sentiría sin cabeza? Ja, ja, ja… Lo siento, una broma pesada.

Levantó el cuerpo inconsciente del sofá y lo colocó sobre la mesa de operaciones.

Unos tres años más tarde tuvo lugar la siguiente conversación entre un capitán de la policía y un detective:

—Ella podría estar loca —sugirió el capitán.

—Eso creo.

—¡Y sin embargo das crédito a su historia!

—Así es.

—¡Qué raro!

—En absoluto. Yo mismo he aprendido algo.

—¿Qué?

—Mucho, en un sentido; poco, en otro. Tú mismo has oído las extrañas historias relacionadas con su esposo. Bueno, son todas absurdas… pero probablemente con una excepción. Él por lo general es un viejo inofensivo, pero peculiar. Ha realizado operaciones quirúrgicas excepcionales. Los vecinos son gente ignorante, y le temen y desean deshacerse de él, de modo que cuentan un montón de mentiras sobre él, y finalmente terminan creyéndose sus propios cuentos. Pero lo importante que he aprendido es que su entusiasmo por la cirugía raya con la locura… especialmente cuando se trata de cirugía experimental; y en un fanático difícilmente vamos a encontrar escrúpulos. Es esto lo que me lleva a creer en la historia de la mujer.

—Dijiste que parecía asustada.

—Doblemente asustada: primero, ella temía que su marido supiera que lo había traicionado; y segundo, el propio descubrimiento la había aterrorizado.

—Pero su testimonio del descubrimiento es muy vago —argumentó el capitán—. Él le oculta todo a ella. Y ella se limita a hacer suposiciones.

—En parte, así es; pero por otro lado, no. Ella escuchó los ruidos claramente, aunque no lo vio con la misma claridad. El horror cerró sus ojos. Lo que ella cree que vio es, lo admito, absurdo; pero sin duda vio algo extremadamente aterrador. Además hay pequeños detalles particulares. Él tan sólo ha comido con ella en contadas ocasiones durante los últimos tres años, y casi siempre se lleva la comida a sus aposentos privados. La mujer afirma que o bien él ingiere cantidades enormes de comida, o tira a la basura la mayor parte, o bien alimenta a algo que come en cantidades prodigiosas. Él le explica que tiene animales para sus experimentos. Pero esto no es cierto. Además, él siempre mantiene cerrada con llave la puerta de estos aposentos; y no sólo eso, sino que también ha hecho que refuercen la puerta poniéndole doble panel, y ha colocado barrotes en la ventana que da a un muro ciego a unos pocos metros.

—¿Qué significado puede tener? —preguntó el capitán.

—Una prisión.

—Para animales, quizás.

—En absoluto.

—¿Por qué?

—Porque, en primer lugar, habría sido mejor utilizar jaulas; en segundo lugar, la seguridad que ha empleado es infinitamente mayor que la que precisaría para encerrar animales normales.

—Todo esto tiene fácil explicación: mantiene encerrado a un lunático violento en tratamiento.

—Ya pensé en esa posibilidad, pero no es así.

—¿Y cómo lo sabe?

—Siguiendo el siguiente razonamiento: él siempre ha rehusado tratar casos de locura; se ha encerrado para practicar la cirugía: las paredes no están acolchadas, ya que la mujer ha escuchado golpes secos contra ellas; ninguna fuerza humana, por muy mórbida que fuera, podría requerir tal fuerza de resistencia como la que se ha empleado; no es probable que ocultase el confinamiento de un loco a la mujer; ningún loco podría consumir toda la comida que él le proporciona; una manía tan extremadamente violenta como indican todas estas precauciones no podría durar tres años; si hubiera un paciente demente implicado en el caso es muy probable que hubiera existido alguna comunicación con alguien del exterior en relación al paciente, y no ha habido ninguna; la mujer escuchó por la cerradura y no oyó ninguna voz humana en el interior; y, finalmente, hemos podido escuchar la vaga descripción de la mujer de lo que vio.

—Has echado por tierra todas las teorías posibles —dijo el capitán, hondamente interesado—, y no has sugerido ninguna alternativa.

—Desafortunadamente, no puedo; pero la verdad puede ser muy simple, después de todo. El viejo cirujano es tan peculiar que tengo la sensación de que vamos a hacer un descubrimiento asombroso.

—¿Sospecha algo?

—Sí.

—¿El qué?

—Un crimen. Y la mujer lo sospecha.

—¿Y le delata?

—Ciertamente, porque se trata de algo tan horrible que su humanidad se rebela; tan terrible que toda su naturaleza le exige entregar a la ley al criminal; tan aterrador que está mortalmente asustada; tan deleznable que la ha trastornado.

—¿Y qué se propone hacer? —preguntó el capitán.

—Conseguir pruebas. Quizás necesite ayuda.

—Tendrá todos los hombres que precise. Adelante, pero tenga cuidado. Está en terreno peligroso. Podría ser un juguete en manos de ese hombre.

Dos días más tarde el detective volvió a reunirse con el capitán.

—Tengo un documento de lo más extraordinario —dijo mostrando al capitán unos fragmentos rotos de papel en los que había unas líneas escritas—. La mujer lo robó y me lo trajo. Arrancó un puñado de hojas de un libro, y tan sólo logró hacerse con un fragmento de cada una de las hojas.

El detective explicó que estos fragmentos, los cuales organizaron como buenamente pudieron, fueron arrancados por la esposa del cirujano del primer volumen de una serie de libros manuscritos que su esposo había escrito sobre el tema… el mismo tema que había causado el desasosiego de su mujer.

—Hace tres años, por la época en que comenzó su experimento —continuó el detective—, el cirujano vació totalmente las dos estancias que constituían su estudio y sala de operaciones. Había una librería empotrada en una falsa pared que daba acceso a un cuarto al otro lado de un pasaje y que mantenía cerrada, aunque en ocasiones la abría. Como suele ocurrir con este tipo de muebles, el cerrojo del mecanismo resultó ser muy frágil. Ayer, mientras realizaba un registro en profundidad, la mujer sacó el libro más escondido de una pila de libros (para que su mutilación pasara más desapercibida a su marido), vio que podía contener una pista y arrancó un manojo de hojas del mismo. Cuando acababa de colocar el libro en su sitio, cerrar el cajón y escapar, apareció su esposo. Este casi nunca permite que ella esté fuera del alcance de su vista mientras se encuentra en esa parte de la casa.

»En dichos fragmentos se leía lo siguiente:

»“… los nervios motores. Tenía escasas esperanzas de obtener tal resultado, aunque cierto razonamiento inductivo me convenció de que existía la posibilidad, y mi única duda residía en mis propias habilidades. Su funcionamiento estaba tan sólo ligeramente mermado, e incluso esto no hubiese ocurrido si se hubiera realizado la operación en un niño, antes de que el intelecto se haya instituido en parte esencial del conjunto. Por lo tanto, afirmo como hecho probado que las células de los nervios motores poseen suficiente fuerza inherente para el funcionamiento de esos nervios. Pero esto no ocurre con los nervios sensoriales. Estos son, de hecho, una derivación de los anteriores, que evolucionan a partir de aquellos por heterogeneidad natural (aunque no esencial), y hasta cierto punto dependen de la evolución y expansión de una tendencia simultánea que se desarrolló en la mente, o por alguna función mental. Ambas tendencias, ambas evoluciones, son simples refinamientos del sistema motor, y no entidades independientes; es decir, son esquejes de una planta que crece a partir de sus raíces. El sistema motor va primero… tampoco es que esté muy sorprendido de que tal prodigiosa energía muscular se desarrolle. Sin embargo, todo apunta a que sobrepasará incluso los pronósticos más descabellados de la capacidad humana. Esto lo explico de la siguiente manera: la capacidad de asimilación ha alcanzado su máximo desarrollo. Se ha acostumbrado a realizar cierta cantidad de trabajo, y envía sus productos a todas las partes del sistema. Como resultado de mi operación, el consumo de estos productos fue reducido hasta la mitad; es decir, alrededor de la mitad de la demanda de estos productos fue eliminada. Pero la fuerza de la costumbre forzaba a que la producción continuase. Esta producción era de fuerza, vitalidad y energía. Así pues, el doble de la cantidad normal de esta fuerza, esta energía, fue almacenada en el resto… se desarrolló una tendencia que en efecto me sorprendió.

»”La naturaleza, sin la distracción de interferencias externas y, en el caso que nos ocupa, al estar al mismo tiempo escindida en dos, no se ajustó totalmente a la nueva situación, como ocurre con un imán, el cual, al ser dividido en dos partes equilibradas, se renueva a sí mismo en sus dos fragmentos resultantes incorporando a cada una de las partes los polos opuestos; pero la naturaleza del cuerpo, por el contrario, al abandonar las leyes por las que hasta el momento se había regido y al poseer aún la misteriosa tendencia a evolucionar en algo más complejo y con mayor potencial, ciegamente (habiendo perdido su linterna) exigía las demandas de material que asegurasen este desarrollo, e igualmente a ciegas lo consumía cuando se le proporcionaba. De ahí esa asombrosa voracidad, esa hambre insaciable, ese apetito canino; y de ahí también (al no existir más que la parte física para recibir tal cantidad de energía) esta fuerza que se vuelve hercúlea prácticamente cada hora que pasa, atroz cada día que pasa. La situación está empeorando… hoy por poco no lo cuento. No sé muy bien por qué medio, mientras yo estaba ausente, desenroscó el tapón del tubo alimenticio de plata (al cual ya me he referido aquí como’la boca artificiar’) y, en una de sus curiosas travesuras, permitió que la papilla linfática escapara de su estómago a través del tubo. Su hambre entonces se tornó intensa… diría incluso furiosa. Le puse las manos encima para forzarlo a sentarse en una silla, y entonces, al notar mi tacto, me sujetó, me agarró por el cuello y me habría matado instantáneamente si no hubiera logrado escapar de su abrazo. Así pues, tuve que mantenerme en constante alerta. He mejorado el tapón enroscado con una sujeción de muelle… normalmente dócil cuando no tiene hambre; de movimientos lentos y pesados, los cuales son, por supuesto, puramente inconscientes: cualquier excitación aparente de sus movimientos es debida a irregularidades locales del suministro de sangre al cerebelo, el cual, si no lo tuviera encerrado en un receptáculo de plata, podría mostrar…”».


El capitán miró al detective atónito.

—No entiendo todo —dijo.

—Ni yo —confirmó el detective—. ¿Qué propone que hagamos?

—Que asaltemos la vivienda.

—¿Necesita algún hombre?

—Tres. Los hombres más fuertes de su distrito.

—Pero ¿por qué? ¡El cirujano es viejo y débil!

—Sin embargo quiero tres hombres fuertes, aunque la prudencia me aconseja que mejor sería entrar con veinte.

A la una en punto de la madrugada siguiente se podían oír unos cautos arañazos sobre el techo del cuarto de operaciones del cirujano. Unos minutos más tarde, la escotilla de la claraboya fue izada cuidadosamente y depositada a un lado. Un hombre asomó la cabeza por la abertura. No se oía ningún ruido.

«Qué extraño», pensó el detective.

Descendió con mucho cuidado hasta el suelo por una cuerda, y a continuación permaneció quieto unos segundos aguzando el oído. El silencio era sepulcral. Deslizó la pantalla opaca de la linterna y con movimientos rápidos barrió la habitación con la luz. Estaba vacía, a excepción de un resistente corchete y argolla atornillados al suelo en el centro de la habitación, de los que pendía una pesada cadena. A continuación, el detective dirigió su atención a la estancia exterior: estaba totalmente vacía. Se quedó profundamente perplejo. Regresó al cuarto interior y avisó en voz baja a los hombres para que bajaran. Mientras estos estaban atareados deslizándose por la cuerda, el detective volvió a entrar en la sala contigua y examinó la puerta. Un solo vistazo fue suficiente. Estaba cerrada con un mecanismo de cierre de muelle muy resistente que podía abrirse desde el interior.

—El pájaro acaba de salir volando —reflexionó el detective—. ¡Qué percance más extraño! El descubrimiento y uso apropiado de este pestillo podría no haberse realizado ni en cincuenta años, si mi teoría es correcta.

Para entonces ya estaban todos los hombres detrás de él. Sin hacer ningún ruido, corrió el pestillo, abrió la puerta y echó un vistazo al pasillo. Escuchó un extraño sonido. Era como si una langosta gigante estuviera revolviéndose y arrastrándose en alguna parte distante del viejo caserón.

Junto a este sonido se oía un jadeo fuerte y silbante, y frecuentes carraspeos ahogados.

Estos sonidos también fueron oídos por otra persona, la esposa del cirujano; porque se originaban cerca de sus aposentos, los cuales estaban a una distancia considerable de los de su marido. Ella había estado durmiendo con un sueño ligero, torturada por el miedo y agobiada por aterradoras pesadillas. La conspiración en la que se había involucrado recientemente para destruir a su marido le causaba una extrema ansiedad. Sufría constantemente lúgubres presentimientos, y vivía en un clima de pesadilla. Además del lógico terror de su situación, estaban todos aquellos indicios aterradores que una mente atenazada por el miedo crea y luego magnifica. Estaba en un estado realmente lamentable; primero había sido arrastrada a la desesperación, y luego a la locura.

Sorprendida tras despertar de su inquieto sueño por el ruido en la puerta, saltó de la cama, y todos los terrores que crispaban su mente e infectaban su imaginación brotaron con más fuerza y casi la dominaron por completo. La idea de huir, uno de los instintos más fuertes, la embargó, y corrió hacia la puerta totalmente fuera de sí. Giró el pomo y abrió la puerta de par en par, a continuación salió corriendo descontroladamente por el pasillo, mientras el sobrecogedor siseo y carraspeo ahogado parecía resonar en sus oídos con una intensidad mil veces mayor. Pero el pasillo estaba totalmente a oscuras y ni siquiera había dado media docena de pasos cuando tropezó con un objeto en el suelo. Cayó de cabeza sobre el bulto, notando al tocarlo una enorme masa blanda y caliente que se removía y retorcía, y de la que procedían los sonidos que la habían despertado, inmediatamente fue consciente de su situación y profirió un alarido que tan sólo un terror innombrable puede inspirar. Pero apenas se oyeron los ecos de su grito por el pasillo vacío, la masa repentinamente se tensó. Dos brazos colosales ciñeron su cuerpo y la aplastaron hasta arrebatarle la vida.

El grito sirvió para que el detective y sus ayudantes se orientaran, y también alertó al viejo cirujano, que ocupaba la estancia que se encontraba entre los agentes y el origen de los gritos hacia el que se dirigían. El alarido de agonía le produjo un escalofrío que le atravesó todos los huesos, y la conciencia del origen del mismo explotó en su mente con sobrecogedora fuerza.

—¡Por fin ha llegado! —susurró mientras saltaba de la cama.

Cogió un quinqué de la mesa y un cuchillo largo que había conservado durante tres años, y salió hecho una exhalación al pasillo. Los cuatro agentes ya estaban cruzando el pasillo, pero cuando le vieron salir se detuvieron en silencio. En ese momento de quietud el cirujano se paró para escuchar. Oyó el siseo y el torpe golpeteo de un objeto voluminoso y vivo junto al cuarto de su esposa. Evidentemente avanzaba hacia él, pero un ángulo en el pasillo le impedía verlo. Encendió la luz revelando una fantasmagórica palidez en su rostro.

—¡Mujer!

No obtuvo respuesta. Avanzó apresuradamente, y los cuatro hombres le siguieron sigilosamente. Giró el ángulo del pasillo y corrió tan rápido que para cuando los agentes volvieron a tenerle en su rango de visión, se encontraba ya a veinte pasos de distancia. Esquivó un objeto enorme e informe que gateaba y se retorcía y agitaba avanzando, y llegó hasta el cuerpo de su esposa.

Dirigió una mirada aterrorizada a su rostro y se alejó tambaleando. Entonces la ira se apoderó de él.

Blandió firmemente el cuchillo y sostuvo la lámpara en alto, y después se abalanzó hacia el torpe bulto del pasillo. Fue entonces cuando los agentes, que seguían avanzando sigilosos, vieron todo con mayor claridad, aunque aun borrosamente. Vieron el objeto de la ira del cirujano, lo que causaba la expresión de indescriptible angustia que se dibujaba en su cara… La abominable visión les hizo detenerse. Vieron lo que parecía ser un hombre, pero que evidentemente no lo era; enorme, atolondrado, deforme; una masa temblorosa, reptante y cimbreante, totalmente desnuda. Alzaba su ancha espalda, pero no tenía cabeza, y en su lugar tan sólo había una pequeña bola metálica que coronaba su cuello enorme.

—¡Demonio! —exclamó el cirujano, alzando al mismo tiempo el cuchillo.

—¡Quieto! —ordenó una voz severa.

El cirujano alzó rápidamente la mirada y vio a los cuatro agentes, y por un momento el miedo le paralizó los brazos.

—¡La policía! —farfulló.

Luego, con un semblante aún más iracundo, clavó el cuchillo hasta el puño en la masa temblorosa. El monstruo herido se puso en pie rápidamente y comenzó a agitar los brazos Mientras emitía aterradores sonidos procedentes del tubo de plata por el que respiraba. El cirujano volvió a darle otra cuchillada, pero no parecía afectarle. Sumido en un demente ataque de ira, descuidó su propia seguridad y terminó apresado en un abrazo de hierro. Las frenéticas sacudidas del cirujano hicieron que el quinqué saliera proyectado hacia los agentes y cayera al suelo haciéndose añicos. Al mismo tiempo que se rompía, el petróleo hizo arder la superficie y el pasillo se llenó de llamaradas.

Los agentes no pudieron acercarse. Ante ellos se alzaba un fuego en aumento, y tras él dos formas luchaban en un terrorífico abrazo. Oyeron gritos y estertores, y divisaron el brillo de la hoja de un cuchillo.

La madera del edificio estaba vieja y reseca. Prendió casi instantáneamente y las llamas se extendieron con gran rapidez. Los cuatro agentes dieron media vuelta y huyeron, escapando con vida por poco. En el transcurso de apenas una hora nada quedaba de la misteriosa y vieja casa ni de sus habitantes… tan sólo unas ruinas ennegrecidas.


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