miércoles, 7 de septiembre de 2022

El Prodigio de los Sueños

"Imaginé mi despedida ideal de este mundo… un drama fabricado por extraños portentos, velozmente nutrido de sueños y visiones en una atmósfera de terror sublime, creciendo de noche como algún tipo de hongo fosforescente en un sótano olvidado…"

 

Los Diarios de Viaje de Arthur Emerson



Arthur Emerson tenía la impresión de que los cisnes, aquellos perennes invitados a la hacienda, se comportaban de forma extraña. Sin embargo, el conocimiento que poseía acerca de su conducta natural era impreciso y le proporcionaba poca información sobre lo que había cambiado en sus hábitos o instintos. Pero estaba profundamente convencido de que, en efecto, dicho cambio había tenido lugar, una deriva imperceptible hacia lo singular. De repente, estas criaturas, que habían llegado a resultarle tan tediosas como todo lo demás, comenzaron a embargarle de un asombro que no había experimentado en muchos años.

Esa mañana estaban reunidos en el centro del lago, apenas visibles tras una lechosa niebla que flotaba sobre las aguas mansas. Durante el lapso de tiempo que los observó no se permitieron ni el menor amago de dirigirse a las verdes orillas que bordeaban el lago. Cada uno de ellos —había cuatro— miraba en una dirección distinta, como si existiera algún tipo de antagonismo dentro del grupo. Luego sus elegantes y fantasmagóricas siluetas giraron con simplicidad mecánica y se apiñaron alrededor de un punto de atención imaginario. Durante unos segundos sus cabezas asintieron levemente unas a otras, inclinándose en una oración silenciosa, pero pronto estiraron sus serpenteantes cuellos al unísono, elevaron sus picos naranjas y negros hacia la espesa niebla que se extendía sobre sus cabezas y escrutaron sus profundidades. A continuación, siguió una serie de inquietantes graznidos distintos a cualquier cosa que se hubiera oído en los vastos terrenos de aquella aislada hacienda.

Arthur Emerson se preguntaba si algo que no podía ver estaba alterando el comportamiento de los cisnes. Mientras permanecía junto a los grandes ventanales que se abrían hacia el lago, recordó que debía enviar a Graff allá abajo a ver si averiguaba algo. Tal vez alguna indeseable alimaña se hubiera instalado recientemente en los espesos bosques cercanos. Y mientras seguía reflexionando sobre el tema, reparó en que los numerosos patos salvajes, aquellos duendecillos marrones que siempre permanecían visibles o audibles en las proximidades del lago, ya habían abandonado la zona, o quizás tan solo permanecían ocultos tras la inusual niebla de aquella mañana singular.



Arthur Emerson pasó el resto del día en la biblioteca. De vez en cuando recibía la visita de un gato muy negro, un miembro frío y un tanto fantasmal de la pequeña familia Emerson. Finalmente, el animal se quedó dormido sobre un alféizar soleado, mientras su amo se paseaba entre los innumerables volúmenes sin clasificar que había acumulado a lo largo de los últimos cincuenta años.

Durante su niñez, la colección de libros que llenaba los oscuros estantes de la biblioteca era bastante ordinaria, y la mayor parte de ellos habían sido regalados o destruidos para dejar espacio a otros libros. Él era el único estudioso de una larga dinastía de hombres de negocios de uno u otro tipo, el último miembro de una antigua familia. A su muerte, la hacienda pasaría probablemente a manos de algún familiar lejano cuyo nombre y rostro desconocía. Pero esto no preocupaba demasiado a Arthur Emerson: la resignación a su propia incoherencia, junto a las demás cosas de la tierra, era una filosofía que había practicado durante largo tiempo, y con considerable éxito.

En sus años de juventud había viajado mucho, con frecuencia debido a sus estudios, que podrían ser descritos algo así como estudios etnológicos que bordeaban lo esotérico. Transitando por distintos lugares de lo que en los últimos tiempos le parecía un mundo cada vez más reducido, casi claustrofóbico, había intentado colmar un deseo innato de comprender lo que en otro tiempo le había parecido una existencia asombrosa e incluso espeluznante. Arthur Emerson recordó que, cuando todavía era un niño, el mundo a su alrededor le sugería espacios extraños que no estaban sujetos a una visión común. Este sentido de lo invisible se hacía presente cuando contemplaba un simple fragmento de cielo rosa sobre árboles sin hojas en el crepúsculo, o una habitación abandonada donde el polvo se había aposentado en cuadros y muebles viejos. Sin embargo, para él estas apariciones escondían mundos de una naturaleza totalmente diferente. Y es que dentro de estas esferas imaginadas o presentidas existía una cierta… confusión, un torbellino, un movimiento palpitante oculto al plano relativo de lo visible.

Sólo en muy raras ocasiones podía penetrar en estos espacios invisibles, y siempre de forma inesperada. Una extraña experiencia de este tipo tuvo lugar en su infancia, en la cual tomó parte una generación previa de cisnes que había estado contemplando una tarde de verano desde una loma que se alzaba junto al lago. Quizás la suave deriva y el deslizamiento sobre el agua le indujeron a algo semejante a un estado hipnótico. El efecto final, sin embargo, no fue la serena catatonía de la hipnosis, sino un torbellino que le hizo flotar a través de un reluciente umbral que se abría hacia el cielo, empujándole hacia un universo caleidoscópico donde el espacio consistía sólo en corrientes multicolores en constante cambio, como si fueran de viento o agua, y donde el tiempo no existía.

Unos años más tarde se convirtió en un estudioso de los mundos imaginarios de leyendas y teologías, y viajó a lugares que escondían o sugerían niveles de existencia desconocidos. Varios de los volúmenes de su biblioteca habían sido escritos por él, sombras bibliográficas de sus eternas obsesiones. Su obra incluía títulos como: En los márgenes del Paraíso, El olvidado universo de los vicoli, y Los dioses secretos y otros estudios. Durante muchos años febriles se sintió abrumado por la sensación, sin duda ancestral, de que la increíble expansión de la historia de la humanidad no era más que un patético recuento parcial de una crónica infinitamente vasta y oculta de metamorfosis universales. Cuánto más fuerte era, entonces, la sensación de que su propia historia patética formaba un fragmento prácticamente invisible de lo que en sí mismo no era más que una oscura astilla del infinito. De alguna manera necesitaba escapar de la mazmorra claustral de su vida. Sin embargo, al final se derrumbó bajo el peso de sus propias aspiraciones. Y, a medida que los años iban pasando, el único misterio que parecía ser digno de su atención, y su asombro, era aquel día por venir que inauguraría su eternidad personal, ese día increíble en el que el sol simplemente no se levantaría y se instauraría el para siempre.

Arthur Emerson sacó un libro bastante grande de un estante alto y se dirigió pausadamente hacia el escritorio abarrotado a tomar algunas notas para la que, con mucha probabilidad, sería su última obra. El título provisional: Dinastías de polvo.

A la caída de la noche suspendió sus labores. Con el cuerpo agarrotado, se dirigió al alféizar de la ventana, donde el gato dormía bajo la menguante luz del anochecer. Sin embargo, el cuerpo del animal parecía subir y bajar con demasiada violencia para estar dormido y emitía un extraño silbido en lugar del habitual susurrante ronroneo. El gato abrió los ojos y rodó hacia un lado, como hacía con frecuencia para invitar a una mano a acariciar su brillante pelaje. Pero, en cuanto Arthur Emerson apoyó la palma de la mano sobre aquel pelo tan suave, sus dedos recibieron un rápido mordisco. A continuación, el animal saltó al suelo y salió corriendo de la estancia, mientras Arthur Emerson observaba cómo su propia sangre le resbalaba por la mano y formaba una mancha informe.

Durante toda esa velada se sintió inquieto, profundamente incómodo en la atmósfera de cada cuarto que visitaba y que abandonaba al momento. Vagó por la casa, diciéndose a sí mismo que buscaba a su mascota de ébano para aclarar las causas del malentendido. Pero este pretexto se disolvía cada cierto tiempo, y Arthur Emerson era consciente entonces de que en realidad buscaba algo menos tangible que un gato huido. Estas estancias, a pesar de sus altos techos, le asfixiaban con sombrías preguntas; sus pasos, que resonaban nítidamente por pasillos de suelos relucientes, recordaban al sonido de huesos entrechocando. La casa se había convertido en un museo de misterio.

Finalmente, desistió de su búsqueda y permitió que la fatiga lo guiase hasta su dormitorio, donde enseguida abrió una ventana con la esperanza de que algo sin nombre escapase volando de la casa. Pero en ese momento descubrió que no sólo la casa había sido engullida por misterios; era la propia noche. Una brisa nocturna comenzó a levantar las cortinas, mezclándose con el aire del interior del cuarto. Masas de nubes informes flotaban con mecánica complacencia por el cielo gris pétreo, un cielo en sí mismo informe en lugar de uniformemente infinito. A su izquierda observó que la superficie interior de la ventana abierta reflejaba un extraño rostro, su propio rostro, y empujó a esa criatura dominada por el miedo hacia la oscuridad.

Por fin, Arthur Emerson logró dormirse esa noche, pero también soñó. Sus sueños no poseían ninguna forma definida, un reino de niebla donde planeaban sombras retorcidas que se movían con fluidez en una masa oscura. A continuación, a través de las nubes de niebla a la deriva extrañamente agrupadas, vio una sombra cuya oscura monstruosidad hacía que las otras parecieran compactas y radiantes. Era un coloso deforme, un monumento desfigurado tallado en la absoluta densidad del abismo más negro. Y en ese instante, las sombras menores, las sombras pálidas y exiguas, parecieron unirse en un chirriante coro para venerar a la más grande. Miró fijamente a la ciclópea masa en un trance de terror, cuando su montañosa mole comenzó a moverse, alargando lentamente parte de sí misma, flexionando lo que parecía un brazo deforme. Cuando se despertó, y tras apartar las sábanas, sintió una cálida brisa que flotaba hacia el interior a través de una ventana que no recordaba haber dejado abierta.

A la mañana siguiente comprendió que las extrañas influencias que permanecían desde el día anterior no iban a darle ninguna tregua. Alrededor de toda la hacienda Emerson se había formado una niebla ominosa que cegaba a los moradores de la casa impidiéndoles ver la mayor parte del mundo más allá. Las pocas formas que permanecían visibles, los árboles más cercanos y oscuros, algunos arbustos de rosas que se aplastaban contra las ventanas, parecían haber perdido cualquier sustancia terrenal y creaban un paisaje a un mismo tiempo infinito y claustrofóbico, una hacienda de sueño. Invisibles tras la niebla, los cisnes graznaban en el lago como banshees. E incluso Graff, cuando apareció en la biblioteca ataviado con una enorme chaqueta de encargado y pantalones manchados, parecía más un espectro de mal agüero que un hombre.

—¿Está seguro —preguntó Arthur Emerson, que estaba sentado junto al escritorio— de que no tiene nada que informar acerca de esas criaturas?

—No, señor —replicó Graff—. Nada.

Sin embargo, Graff había descubierto algo que pensaba que el amo de la casa debía ver por sí mismo. Juntos bajaron las distintas escaleras que llevaban hasta los múltiples sótanos y cámaras de almacenamiento bajo la casa. De camino Graff explicó que, como también le había ordenado, estuvo buscando al gato, al cual no habían visto desde la noche anterior. Arthur Emerson se limitó a mirar a su encargado y a asentir en silencio, mientras se preguntaba entre dientes por el extraño aire que percibía en el viejo sirviente. Entre frase y frase el hombre comenzaba a tararear, o más bien a cantar con voz gutural de una manera sumamente peculiar.

Tras adentrarse un buen trecho por las oscuras catacumbas de la casa Emerson, llegaron a un cubículo apartado que parecía haber quedado a medio hacer cuando la casa fue construida mucho tiempo atrás. No había luz eléctrica (excepto por la que recientemente había improvisado Graff), las paredes de piedra no estaban enyesadas ni pintadas y el suelo era de piedra viva y dura. Graff señaló hacia abajo y su dedo torcido dibujó en el aire un arco a través de la sepulcral penumbra del cuarto. Arthur Emerson observó entonces que el lugar se había transformado en un matadero repleto de restos de pequeños animales: ratones, ratas, pájaros, ardillas, e incluso unas cuantas crías de comadreja y de mapache. Ya sabía que el gato era un cazador compulsivo, pero le pareció extraño que todos esos cadáveres hubieran sido transportados hasta aquel cuarto, como si fuera alguna clase de santuario de mutilación y muerte.

Mientras contemplaba esta macabra estancia, Arthur Emerson percibió por el rabillo del ojo que Graff tocaba nerviosamente algún objeto que escondía en el bolsillo. En efecto, qué extraño se había vuelto el viejo sirviente.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Arthur Emerson.

—¿Señor? —replicó Graff, como si sus movimientos manuales hubieran sido realizados de forma involuntaria—. Oh, esto… —dijo, revelando una herramienta metálica de jardín con cuatro puntas como garras—. Estaba haciendo algunas tareas en el jardín; es decir, tenía intención de hacerlas, si quedara tiempo.

—¿Tiempo? ¿En un día así?

Obviamente avergonzado e incapaz de explicarse, Graff señaló con la herramienta de garras los cadáveres en descomposición.

—En realidad, ninguno de los animales parece haber sido devorado —comentó en voz baja, y aquel curioso pitido gutural sonó casi más fuerte que sus palabras.

—No —confirmó Arthur Emerson con cierto asombro. Entonces extendió el brazo y agarró un grueso cable alargador negro que Graff había pasado por encima de las vigas; al final del cable había una bombilla que intentó reorientar para iluminar mejor el cuarto. Quizás un tanto vagamente, Arthur Emerson creyó distinguir cierto patrón en la forma en que los cuerpos de las criaturas masacradas estaban colocados por el suelo. El siguiente comentario de Graff afinó la vaga percepción de su patrón:

—Es como una hilera de fichas de dominó en espiral. Pero no parece tener ningún significado real.

Arthur Emerson estuvo inmediatamente de acuerdo con la oportuna analogía de un laberinto de fichas de dominó pero, en cuanto al segundo enunciado de Graff, pronto comenzaron a asaltarle algunas dudas. Porque en ese instante. Arthur Emerson levantó la mirada y vio una mancha con una extraña forma, como si fuera de moho o humedad, sobre la pared más alejada.

—¿Quiere que limpie este sitio? —preguntó Graff levantando la garra metálica.

—¿Qué? No —decidió Arthur Emerson mientras observaba el informe e invisible terror que parecía haberse arrastrado de su propio sueño y manchado la piedra ante él—. Deje todo exactamente como está —ordenó al viejo y silbante sirviente.

Arthur Emerson regresó a la biblioteca y allí comenzó a rebuscar en un estante concreto de libros. Ese estante contenía sus archivos privados de diarios de viaje elegantemente encuadernados que había escrito a lo largo de los años. Sacó uno tras otro, hojeó cada volumen y luego lo volvió a dejar en su sitio. Finalmente encontró el que buscaba, el cual relataba un viaje al centro y sur de Italia que realizó en su juventud. Se instaló en el escritorio y se inclinó sobre las palabras que tenía ante él. Tras leer sólo unas cuantas frases comenzó a preguntarse quién podría ser esa extraña criatura llena de lirismo, ese fantasma. Sin duda él mismo, pero en alguna encarnación previa, en alguna otra extraña vida anterior.

¡Qué maravillas moran dentro de los vicoli! Cuántas veces podría celebrar aquellas fabulosas calles que forman un laberinto de magia y sueños, y cuántas veces podría ensalzar las ciudadelas medievales de Umbría surcadas por tales calles. Guiándote por pequeños jardines, son callejuelas estrechas creadas para incursiones de sonámbulos. Te abrazan grises muros de altas casas acurrucándote bajo sus tejados de vigas de madera, y bajo innumerables arcos que interrumpen el día monótono con una riqueza de sombras y enmarcan las estrellas de noche en curvas y ángulos caprichosos. ¡El anochecer en los vicoli! Pálidos faroles amarillos se despiertan como apariciones en los últimos minutos del crepúsculo, haciendo suyas las calles y permitiendo un encantado aunque un tanto incómodo pasaje a aquellos que pasean por allí. Y durante la última noche me encontré entre estos espíritus.

Embriagado tanto por la Vía Porta Fuga como por el vino que había bebido durante la cena, vagué por los puentes, bajo arcos y balcones colgantes, subí y bajé escaleras desgastadas y pasé junto a paredes con enredaderas de hiedra y negras ventanas enmascaradas tras rejas de hierro. Doblé una esquina y vi una pequeña puerta abierta frente a mí. Inconscientemente, eché un vistazo dentro mientras pasaba y tan sólo vi un minúsculo habitáculo, ni tan siquiera una estancia, que debía de haber sido construida en el espacio entre dos edificios. Lo único que pude ver con claridad fueron dos pequeñas velas que eran la fuente y el centro de un remolino de sombras. Desde el interior la voz de un hombre me habló en inglés:

—La supervivencia del mundo ancestral —dijo la voz con acento de caballero inglés educado y en un tono aburrido y mecánico totalmente fuera de lugar dadas las circunstancias. También se percibía un extraño silbido en sus palabras, como si su tono de voz naturalmente bajo resonara con tenues matices agudos—. Sí, señor, le hablo a usted —continuó—. Un fragmento de antigüedad, un superviviente del mundo antiguo. No hay nada que temer, no hay que pagar entrada.

En ese momento apareció en el vano de la puerta un caballero calvo y gordinflón de mediana edad vestido con un traje a jirones y sin corbata… la viva imagen de su propia voz exhausta, la voz de un charlatán de feria agotado. Su rostro, como reflejaba la pálida luz amarilla del farol junto a la entrada, era un rostro calmado, pero su calma parecía proceder de una desesperación total del alma más que de una serenidad de la mente.

—Me estoy refiriendo al altar del dios —dijo—. Por mucho que haya aprendido y viajado, ésta no se encuentra entre las deidades de las que haya oído hablar, no está entre esas divinidades de las que haya podido reírse. Podría estar remotamente relacionada con esos númenes de los sistemas romanos de alcantarillado y pozos ciegos. Pero no es una simple Cloacina, ni un Mefitis o Robigo. Este dios es conocido por el nombre de Cynothoglys: el dios sin forma, el dios de los cambios y la confusión, el dios de la descomposición, el dios enterrador tanto de dioses como de hombres, el metaenterrador de todas las cosas. No hay que pagar entrada.

Me quedé inmóvil donde estaba y, a continuación, el hombre salió al pequeño vicolo para permitirme mejores vistas a través de la puerta abierta, hacia la estancia iluminada con velas. Pude ver entonces que las velas ardían a ambos lados de una losa baja, velas baratas que se consumían produciendo una humareda palpitante. Entre estas velas había un objeto que no podía definir, una pobre criatura informe, quizás el vestigio fundido de una erupción volcánica de tiempos remotos, pero ciertamente no era la imagen de una deidad antigua. No parecía que nada ni nadie más habitara en aquel siniestro antro.

Se podría pensar que, dadas las inusuales circunstancias descritas más arriba, el curso de acción más aconsejable hubiera sido farfullar algunas excusas educadas y seguir andando. Pero antes también he descrito el hechizo que manaba de los vicoli, de sus tenuemente brillantes y retorcidas profundidades. Embelesado por este onírico escenario, me encontraba así dispuesto a aceptar la extraña oferta del caballero, aunque sólo fuera por incrementar mi sensación de embriaguez con todos los misterios informes cuyo nombre era, desde ese momento, Cynothoglys.

—Pero compórtese con solemnidad, señor. Le aconsejo que sea solemne —miré al hombre durante unos breves instantes, y en ese momento aquella petición de solemnidad por su parte me pareció que tenía que ver de alguna forma con su servil y depauperado estado, aunque me costaba creer que ésa hubiera sido siempre su condición—. El dios no se burlará de sus creencias ni de sus oraciones —susurró emitiendo al mismo tiempo un silbido—. Ni tampoco consentirá que se burlen de él.

A continuación, tras cruzar la pequeña entrada, me aproximé al primitivo altar. En el centro había un objeto monolítico y oscuro, cuya retorcida deformidad sobrepasaba cualquier simple analogía fruto de mi imaginación. Sin embargo, había algo en su contorno —un cierto dinamismo, como el de grandes raíces con apariencia de cangrejos brotando con fuerza del suelo— que sugería algo más que un simple caos o creación aleatoria. Quizás sería más prudente atribuir el siguiente comentario al estado de ánimo del momento, pero parecía existir una fuerza determinada y conectada de alguna manera con esta retorcida efigie, una fuerza tenebrosa enmascarada tras una apariencia monumentalmente estática. En la cumbre de la escultura mutilada, un apéndice parecido a un brazo retorcido se extendía hacia fuera ofreciendo una garra congelada, como si hubiera mantenido esa posición durante ignotos eones y en cualquier momento pudiera retomar el movimiento y concluirlo.

Me aproximé un poco más al ídolo retorcido, permaneciendo ante su presencia más de lo que pretendía en un principio. El hecho de que me sorprendiera a mí mismo componiendo mentalmente una especie de oración dice más de lo que podría ahora expresar sobre mi estado psicológico y espiritual de ayer noche. ¿Fue esta bestia de piedra crispada o el hechizo de los vicoli lo que inspiró mi oración y determinó su forma? Creo que era algo que ambos compartían, una sugerencia de grandes cosas: grandes secretos y grandes lamentos, grandes maravillas y catástrofes, grandes destinos, grandes maldiciones, y una sola gran muerte. La mía. Drogado por esta inspiración, imaginé mi despedida ideal de este mundo… un drama fabricado por extraños portentos, velozmente nutrido de sueños y visiones en una atmósfera de terror sublime, creciendo de noche como algún tipo de hongo fosforescente en un sótano olvidado, y en todo momento la terrible mano del dios enterrador manejaría la tramoya tras los escenarios. Bestias y hombres formarían una Alianza con el gran Cynothoglys, las mismísimas fuerzas de la naturaleza formarían parte de la conspiración, un vórtice mudo de extrañas fuerzas y todas ellas culminarían en un desenlace espectral, todas ellas convergerían para entregarme a lo inevitable, pero sería una entrega comparable a las sensaciones más expansivas y sobrenaturales de mi vida. Imaginé la redención primordial de la carne desmembrada, del rapto por el dios y el desgarramiento extático del frágil caparazón de piel y tendones. Y mientras que otros sólo se hunden en sus muertes… yo volaría hacia la mía.

Pero ¿cómo era posible que hubiera deseado que esto ocurriera?, me pregunto ahora, completamente sobrio tras mi perversión onírica. Quizás estoy demasiado arrepentido de mi oración e intento tranquilizarme a mí mismo por mi incapacidad de otorgarle un lugar racional en la historia del mundo. Espero que la sola memoria de mi aventura y mi delirio me ayuden a avanzar por los innumerables días aciagos que me esperan, aunque sólo sea para abandonarme al final a una patética muerte de dolor sin sentido. Para entonces puede que haya olvidado al dios que descubrí y al que le sirvió como esclavo. Ambos parecen haberse esfumado de los vicoli, y su templo está vacío y abandonado. Y ahora puedo libremente imaginar que no fui yo el que fue a los vicoli para encontrarme con el dios, sino que fue el dios quien vino a encontrarse conmigo.

Tras leer estas viejas palabras, Arthur Emerson permaneció sentado y con gesto solemne junto a su escritorio. ¿Es que ya había acabado todo para él? Todos los portentos habían aparecido y todos los funcionarios de su funesto destino estaban reunidos en este momento, tanto al otro lado de la puerta de la biblioteca, donde ya sonaban las pisadas de hombre y bestia, como más allá de las ventanas de la biblioteca, donde algo horrible e informe había comenzado a arrastrarse emergiendo de las brumas, atravesando paredes y ventanas como si éstas también estuvieran hechas de simple niebla. ¿Se suponía que ahora miles de pensamientos de indignación y terror debían brotar en su interior ante la perspectiva de esta oculta exterminación? Después de todo, estaba a punto de ser sometido a ese sueño de muerte, a ese capricho de joven aventurero incapaz de resistirse a ver cumplidos uno o dos deseos por medio de una atracción turística.

Y en ese instante el griterío de los cisnes comenzó a sonar en el lago, atravesando la niebla hasta el interior de la casa. Sus graznidos resonaban por todos lados, y al menos esto sí hubiera podido predecirlo. ¿Se vería obligado en breve a añadir sus propios alaridos a los de ellos? ¿Había llegado ya el momento de ser derrotado por el asombro ante lo desconocido y la majestuosidad del destino? ¿Era así como lo hacían en el mundo de la muerte?

Arriesgándose a ser acusado de no guardar las formas, Arthur Emerson no se levantó de la silla para saludar al huésped al que había invitado hacía tanto tiempo.

—Llegas demasiado tarde —dijo con tono cortante—. Pero ya que te has tomado la molestia…

Y el dios, como un esclavo obediente, descendió sobre su víctima.

Fue tan sólo al final cuando esa actitud de total indolencia lo abandonó. Como había adivinado, y quizás incluso deseado, su voz efectivamente se fundió con los gritos de los cisnes, elevándose a las alturas hacia la envolvente niebla.


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